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La palabra guerra
Cómo se escribe

la palabra guerra

La palabra Guerra ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
El cuervo de Leopoldo Alias Clarín
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
Memoria De Las Islas Filipinas. de Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Niebla de Miguel De Unamuno
Sandokán: Los tigres de Mompracem de Emilio Salgàri
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece guerra.

Estadisticas de la palabra guerra

La palabra guerra es una de las palabras más comunes del idioma Español, estando en la posición 228 según la RAE.

Guerra es una palabra muy común y se encuentra en el Top 500 con una frecuencia media de 318.36 veces en cada obra en castellano

El puesto de esta palabra se basa en la frecuencia de aparición de la guerra en 150 obras del castellano contandose 48391 apariciones en total.


la Ortografía es divertida

Algunas Frases de libros en las que aparece guerra

La palabra guerra puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 12
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Vagué tres meses por Italia, volví a España, y un Consejo de guerra me condenó a varios años de presidio. ...

En la línea 1283
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Luego venían los consejos; detrás del viejo bondadoso levantábase el hombre feroz, de entrañas duras, formado en una guerra sin cuartel. ...

En la línea 2194
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Entraba en tierra extranjera, y como soldado que se prepara a combatir apenas cruza la frontera enemiga, Batiste buscó en su faja las municiones de guerra, dos cartuchos con bala y postas, fabricados por él mismo, y cargó su escopeta. ...

En la línea 252
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pensaba con orgullo en los millones que tendrían sus hijos, y al mismo tiempo despreciaba a los que los habían amasado. Recordaba mentalmente con cierta vergüenza el origen de los Dupont, del que hablaban los más viejos de Jerez al comentar su escandalosa fortuna. El primero de la dinastía llegaba a la ciudad a principios del siglo, como un pordiosero, para entrar al servicio de otro francés que había establecido una bodega. Durante la guerra de la Independencia, el amo huía por miedo a las cóleras populares, dejando toda su fortuna confiada al compatriota, que era su servidor de confianza, y éste, en fuerza de dar gritos contra su país y vitorear a Fernando VII, conseguía que le respetasen y hacía prosperar los negocios de la bodega, que se acostumbraba a considerar como suya. Cuando, terminada la guerra, volvía el verdadero dueño, Dupont se negaba a reconocerle, alegándose a sí mismo, para tranquilidad de la conciencia, que bien había ganado la propiedad de la casa haciendo frente al peligro. Y el confiado francés, enfermo y agobiado por la traición, desaparecía para siempre. ...

En la línea 252
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pensaba con orgullo en los millones que tendrían sus hijos, y al mismo tiempo despreciaba a los que los habían amasado. Recordaba mentalmente con cierta vergüenza el origen de los Dupont, del que hablaban los más viejos de Jerez al comentar su escandalosa fortuna. El primero de la dinastía llegaba a la ciudad a principios del siglo, como un pordiosero, para entrar al servicio de otro francés que había establecido una bodega. Durante la guerra de la Independencia, el amo huía por miedo a las cóleras populares, dejando toda su fortuna confiada al compatriota, que era su servidor de confianza, y éste, en fuerza de dar gritos contra su país y vitorear a Fernando VII, conseguía que le respetasen y hacía prosperar los negocios de la bodega, que se acostumbraba a considerar como suya. Cuando, terminada la guerra, volvía el verdadero dueño, Dupont se negaba a reconocerle, alegándose a sí mismo, para tranquilidad de la conciencia, que bien había ganado la propiedad de la casa haciendo frente al peligro. Y el confiado francés, enfermo y agobiado por la traición, desaparecía para siempre. ...

En la línea 594
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Para sostener sus injusticias y la servidumbre tradicional, necesitaban del estado de guerra, fingir que vivían entre peligros, quejándose de los gobiernos porque no les protegían bastante. Si los braceros pedían que les diesen de comer como a seres humanos, que les dejasen fumar un cigarro más en las horas veraniegas de sol abrasador, que les aumentasen los dos reales en unos cuantos céntimos, todos gritaban desde arriba recordando _La Mano Negra_, afirmando que iba a resucitar. ...

En la línea 874
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Únicamente se habían aceptado los adelantos del progreso mecánico, como una arma de combate contra el enemigo, contra el trabajador. En los cortijos no existía otro utensilio moderno que las trilladoras. Eran la artillería gruesa de la gran propiedad. La trilla al sistema antiguo, con sus manadas de yeguas rodando en la era, duraba meses enteros, y los gañanes escogían esta época para pedir algún mejoramiento, amenazando con la huelga, que dejaba las cosechos a la intemperie. La trilladora, que realizaba en dos semanas el trabajo de dos meses, daba al amo la seguridad de la recolección. Además, ahorraba brazos y equivalía a una venganza contra la gente levantisca y descontenta, que acosaba a las personas decentes con sus imposiciones. Y en el _Círculo Caballista_ hablaban los grandes propietarios de los adelantos del país y de sus máquinas, que sólo servían para recoger y asegurar las cosechas, nunca para sembrarlas y fomentarlas, presentando hipócritamente este ardid de guerra como un progreso desinteresado. ...

En la línea 256
del libro El cuervo
del afamado autor Leopoldo Alias Clarín
... La viuda joven y de buen ver era el caso que Cuervo prefería para ir presentando la guerra al muerto. ...

En la línea 25
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Estaban los señores queguerreaban entre sí; estaba el rey que hacía la guerra al cardenal; estaba el Español que hacía la guerra al rey . ...

En la línea 26
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Luego, además de estas guerras sordas o públicas, secretas o patentes, estaban los ladrones, los mendigos, los hugono tes, los lobos y los lacayos que hacían la guerra a todo el mundo. ...

En la línea 257
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Tréville entendía admirablemente bien la guerra de aquella época, en la que, cuando no se vivía a expensas del enemigo, se vivía a expensas d e sus compatriotas: sus soldados formaban una legión de jaraneros, indisci plinada para cualquier otro que no fuera él. ...

En la línea 269
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... De cincuenta a sesenta mosqueteros, que parecían turnarse para presentar un número siempre imponente, se paseaban sin cesar armados en plan de guerra y dispuestos a todo. ...

En la línea 40
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Estos oficios son de muy corto número y escaso provecho; porque en la inmensa estension del fuero militar en las personas pudientes de Filipinas, la auditoría de guerra ha llevado asi todos los pleitos civiles de importancia en las Islas, y la audiencia se halla reducida á causas criminales y pleitos de tierras entre los indios, y no de mucha cuantía, y únicamente tiene por pleitos de algun valor los negocios de comercio desde la publicacion del código en aquel pais; pero estos, ni son muchos, ni muy graves, lo cual no escluye la idea de que haya algunos de mucha consideracion; mas no es lo jeneral: razones por las que no es posible ni fácil que españoles instruidos compren y entren á servir aquellos oficios de la audiencia. ...

En la línea 50
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... La auditoría de guerra y marina tambien fue servida algunos años por otro majistrado, y aunque en 1830 llegó el auditor de guerra nombrado por el Rey, y se encargó de su despacho, no asi la de marina que, sino padezco equivocacion, hasta hoy la desempeña el mismo majistrado. ...

En la línea 50
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... La auditoría de guerra y marina tambien fue servida algunos años por otro majistrado, y aunque en 1830 llegó el auditor de guerra nombrado por el Rey, y se encargó de su despacho, no asi la de marina que, sino padezco equivocacion, hasta hoy la desempeña el mismo majistrado. ...

En la línea 196
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Debe ser, pues, una máxima constante de buen gobierno fomentar y rectificar la administracion de estas contribuciones indirectas, especialmente la del tabaco y vino, no solo porque ellas por sí bastan á cubrir abundantemente todas las cargas del estado en todos los ramos, sino porque en el caso de una guerra y falta absoluta de comercio, tendrá el Gobierno este firme apoyo de su existencia; y no dar oidos á las sujestiones y propuestas de aquellos que de buena ó mala fe, ó al menos por ignorancia, trabajan por libertar del estanco á las Islas. ...

En la línea 275
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Es, en verdad, sorprendente lo poco que a la gran masa de la nación española le interesó la última guerra, la cual, empero, ha sido llamada por quien debía estar mejor enterado, guerra de religión y de principios. ...

En la línea 275
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Es, en verdad, sorprendente lo poco que a la gran masa de la nación española le interesó la última guerra, la cual, empero, ha sido llamada por quien debía estar mejor enterado, guerra de religión y de principios. ...

En la línea 287
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Al campo, pues, desde mañana, a difundir el evangelio de Inglaterra.» La primera guerra carlista. ...

En la línea 318
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Allí estuvimos algunas horas junto al enorme casco negro de la _Rainha Nao_, navío de guerra que en otros tiempos cautivaba de tal modo los ojos de Nelson, que de muy buena gana lo hubiera adquirido para su país natal. ...

En la línea 424
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza? -Calla, amigo Sancho -respondió don Quijote-, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas, al cabo al cabo, han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada. ...

En la línea 702
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y, como las cosas de la guerra y las a ellas tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución sino sudando, afanando y trabajando, síguese que aquellos que la profesan tienen, sin duda, mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. ...

En la línea 1287
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Pero, dejando esto aparte, dígame vuestra merced qué haremos deste caballo rucio rodado, que parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino que vuestra merced derribó; que, según él puso los pies en polvorosa y cogió las de Villadiego, no lleva pergenio de volver por él jamás; y ¡para mis barbas, si no es bueno el rucio! -Nunca yo acostumbro -dijo don Quijote- despojar a los que venzo, ni es uso de caballería quitarles los caballos y dejarlos a pie, si ya no fuese que el vencedor hubiese perdido en la pendencia el suyo; que, en tal caso, lícito es tomar el del vencido, como ganado en guerra lícita. ...

En la línea 1300
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y así, me parece que sería mejor, salvo el mejor parecer de vuestra merced, que nos fuésemos a servir a algún emperador, o a otro príncipe grande que tenga alguna guerra, en cuyo servicio vuestra merced muestre el valor de su persona, sus grandes fuerzas y mayor entendimiento; que, visto esto del señor a quien sirviéremos, por fuerza nos ha de remunerar, a cada cual según sus méritos, y allí no faltará quien ponga en escrito las hazañas de vuestra merced, para perpetua memoria. ...

En la línea 206
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Esta circunstancia salvó la vida a los blancos; los indios se llevaron consigo sus numerosos heridos; y, por último, habiéndolo sido también uno de sus caciques, tocaron retirada Fueronse en busca de sus caballos y parecieron celebrar consejo de guerra; terrible pausa para los españoles, que habían agotado todas sus municiones, excepto algunos cartuchos. Al cabo de un instante, los indios volvieron a montar a caballo y desaparecieron bien pronto. Otra vez aún fue rechazado más presto un ataque de los indios: un francés, de mucha calma y sangre fría, habíase encargado de apuntar el cañón; aguardó a que los indios casi le tocasen, y después hizo fuego; el cañón estaba cargado con metralla y 39 salvajes cayeron para no levantarse más. Este solo cañonazo bastó para poner en fuga a toda la banda. ...

En la línea 247
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Bahía Blanca apenas merece el nombre de pueblo. Un foso profundo y una muralla fortificada rodean a algunas casas y a los cuarteles de tropas. Ese establecimiento es muy reciente (1828), y desde que existe ha reinado siempre la guerra en las cercanías. El gobierno de Buenos Aires ha ocupado injustamente esos terrenos por medio de la fuerza, en lugar de seguir el prudente ejemplo de los virreyes españoles que habían comprado a los indios las tierras colindantes con el establecimiento más antiguo del río Negro. De ahí la necesidad absoluta de las fortificaciones; de ahí también el pequeño número de casas y la breve extensión de los terrenos cultivados extramuros; los mismos ganados no están al abrigo de los ataques de los indios más allá de los límites de la llanura en la cual se encuentra la fortaleza. ...

En la línea 331
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Aquí todos están convencidos de que esa es la más justa de las guerras, porque va dirigida contra los salvajes. ¿Quién podría creer que se cometan tantas atrocidades en un país cristiano y civilizado? Se perdona a los niños, a los cuales se vende o se da para hacerlos criados domésticos, o más bien esclavos, aunque sólo por el tiempo que sus poseedores puedan persuadirles de que son esclavos. Pero creo, en último caso, que les tratan bastante bien. Durante el combate huyeron juntos cuatro hombres: persiguiéronlos; uno de ellos fue muerto y los otros tres apresados con vida. Eran mensajeros o embajadores de un considerable cuerpo de indios reunidos para la defensa común junto a las Cordilleras. La tribu, a la cual habían sido enviados, estaba a punto de celebrar gran consejo, estaba dispuesto el banquete de carne de yegua, iba a empezar el baile y al siguiente día los embajadores iban a regresar a las Cordilleras. Esos embajadores eran unos guapos mozos, muy rubios, de más de seis pies de estatura; ninguno de ellos tenía arriba de treinta años. Los tres supervivientes poseían informes preciosos; para sacárselos, les pusieron en fila. Interrogóse a los dos primeros, quienes se limitaron a responder: No sé; y se les fusiló uno tras otro. El tercero también contestó: No sé, y añadió: «Tirad, soy hombre, sé morir». Ninguno dé ellos quiso decir ni una sílaba que pudiese perjudicar a la causa de su país. El cacique de que antes hablé adoptó una conducta enteramente opuesta: para salvar su vida, reveló el plan que sus compatriotas se proponían seguir para continuar la guerra, y el sitio donde las tribus debían concentrarse en los Andes. Creíase en aquel momento que ya estaban reunidos 600 ó 700 indios, y que durante el verano se duplicaría ese número. Además, como ha poco dije, aquel cacique había indicado el campamento de una tribu junto a las Salinas Pequeñas, cerca de Bahía Blanca, tribu a la cual iban a enviarse embajadores; lo cual prueba que las comunicaciones son activas entre los indios desde las Cordilleras hasta las costas del Atlántico. ...

En la línea 333
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Para impedir que los indios crucen el río Negro, al sur del cual estarían sanos y salvos en medio de vastas soledades desconocidas, el general Rosas ha hecho un tratado con los Tehuelches, en virtud del cual, paga cierta suma por todo indio a quien maten si intenta pasar al sur del río, bajo la pena de ser exterminados ellos mismos si así no lo hicieren. La guerra se dirige principalmente contra los indios de las Cordilleras, pues la mayoría de las tribus orientales engruesan el ejército de Rosas. Pero el general, como lord Chesterfield, pensando, sin duda, que sus amigos de hoy pueden llegar a ser sus enemigos mañana, cuida de llevarlos siempre a vanguardia para que muera el mayor número posible de ellos. Desde que abandoné la América meridional, he sabido que fracasó por completo esa guerra de exterminio. ...

En la línea 4125
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¿Por qué en día semejante, cuando su espíritu acababa de entrar en vida nueva, vida de víctima, pero no de sacrificio estéril, sin testigos, si no acompañado por la voz animadora de un alma hermana; por qué en ocasión tan importuna se presentaba aquel afán de sus entrañas, que ella creía cosa de los nervios, a mortificarla, a gritar ¡guerra! dentro de la cabeza, y a volver lo de arriba abajo? ¿No había estado en la fuente de Mari —Pepa entregada a la esperanza de la virtud? ¿No se abrían nuevos horizontes a su alma? ¿No iba a vivir para algo en adelante? ¡Oh! ¡quién le hubiera puesto al señor Magistral allí! Su mano tropezó con la de un hombre. ...

En la línea 4517
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... La lucha vulgar de la vida ordinaria, la batalla de todos los días con el hastío, el ridículo, la prosa, la fatigaban; era una guerra en un subterráneo entre fango. ...

En la línea 4570
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... —Pues guerra a los nervios ¡caracoles! —Sí. ...

En la línea 4847
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Era el valor, la voluntad enérgica, la afirmación del imperio, una aventura teológica, parecida a las de Alejandro Magno en la guerra y las de Colón en el mar. ...

En la línea 201
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Y, sin embargo, Alejandro VI, el simpático Rodrigo de Borja, que durante su vida ejerció una especie de encantamiento sobre cuantos se aproximaban a él, hombres, y mujeres, se veía en el curso de tres siglos considerado como uno de los monstruos más excepcionales de la Historia. Los italianos enemigos del Papado caían con preferencia sobre este Pontífice porque no era de Italia. Los escritores protestantes, en su guerra con la Roma Católica, escogían para sus golpes a este Papa, que además era español, hijo del país que se desangró luchando contra la Reforma por sostener la unidad católica. ...

En la línea 245
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Ayudado por la flota aragonesa, conquistaba Alfonso V el reino napolitano. Luego, la vieja Juana reñía con él, nombrando heredero al de Anjou; pero el aragonés continuaba la guerra, y tras muchas alternativas adueñábase definitivamente del reino de Nápoles en 1442, quedando en él para siempre. ...

En la línea 249
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Su título de Magnánimo fue merecido. Al combatir a su adversario el duque de Anjou en su misma tierra de Provenza, apoderándose de Marsella, rehusó los presentes que le ofrecían las damas de dicha ciudad por haberla salvado del pillaje de sus tropas. «Yo he venido a vengarme como príncipe—dijo—y no a hacer la guerra como ladrón.» ...

En la línea 270
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... — Si al valenciano Borja—continuó Figueras—lo llamaban catalán era porque los catalanes gozaban en Italia de una impopularidad algo menor que la de los franceses, mas no por eso menos odiosa e intolerable para el vulgo. Dominaban a Sicilia y Nápoles y hacían la guerra en el mar a las galeras de varias repúblicas y principados italianos. Temían las gentes de Roma que el nuevo Papa confiase las fortalezas de la Iglesia a guerreros catalanes, o sea españoles, de suerte que luego de su fallecimiento fuese difícil volver a recobrarlas. Pero la Índole apacible y bondadosa de Alfonso de Borja, su fama de hombre justo y puro de costumbres, la severidad para el trato de su propia persona y el tono suave con que acogía a todos, acabaron por acallar estas Inquietudes públicas. ...

En la línea 11
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Miss Margaret era la hija única del difunto Archibaldo Haynes, que había reunido una fortuna considerable trabajando con éxito en diversos negocios. La sonriente miss iba a heredar algún día varios millones; y esto no representaba para ella ningún impedimento en sus simpatías por Gillespie, buen mozo, héroe de la guerra y excelente bailarín, pero que aun no contaba con una posición social. ...

En la línea 15
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Como si su instinto le avisase la certeza de un amor que hasta entonces solo había sospechado, mistress Augusta Haynes, al llegar el invierno, decidió pasarlo lejos de Nueva York, y fue a instalarse con su hija en un lujoso hotel de Pasadena. Creyó, sin duda, con egoísta ilusión, que un hombre que había ido de América a Europa para hacer la guerra era incapaz de trasladarse igualmente de Nueva York a California detrás de su amada; pero pronto pudo convencerse de su error. ...

En la línea 22
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Era ingeniero; pero esto no representaba más que un simple diploma universitario. Había prestado sus servicios en unas cuantas fábricas, ganando lo preciso para vivir, y cuando llegaba el momento de la guerra, en vez de quedarse en América para trabajar en un gran centro industrial e inventar algo que le hiciese rico, prefería ser soldado, debiendo solo a un capricho de la suerte el no quedar tendido para siempre sobre la tierra de Europa. ...

En la línea 398
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El último emperador intentó asesinar al profeta; pero este poseía la fuerza, y creyó llegado el momento de pasar de las palabras a la acción. Había traído del otro mundo los explosivos y las armas de fuego. Los ricos industriales partidarios del eulamelismo fabricaron secretamente un material de guerra igual al de los Hombres-Montañas, y bastó que mil discípulos con fusiles y cañones marchasen contra el palacio del emperador para que este huyese, acabando en un momento la dinastía secular. ...

En la línea 409
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Vamos ahora a otra cosa. Los de Santa Cruz, como familia respetabilísima y rica, estaban muy bien relacionados y tenían amigos en todas las esferas, desde la más alta a la más baja. Es curioso observar cómo nuestra edad, por otros conceptos infeliz, nos presenta una dichosa confusión de todas las clases, mejor dicho, la concordia y reconciliación de todas ellas. En esto aventaja nuestro país a otros, donde están pendientes de sentencia los graves pleitos históricos de la igualdad. Aquí se ha resuelto el problema sencilla y pacíficamente, gracias al temple democrático de los españoles y a la escasa vehemencia de las preocupaciones nobiliarias. Un gran defecto nacional, la empleomanía, tiene también su parte en esta gran conquista. Las oficinas han sido el tronco en que se han injertado las ramas históricas, y de ellas han salido amigos el noble tronado y el plebeyo ensoberbecido por un título universitario; y de amigos, pronto han pasado a parientes. Esta confusión es un bien, y gracias a ella no nos aterra el contagio de la guerra social, porque tenemos ya en la masa de la sangre un socialismo atenuado e inofensivo. Insensiblemente, con la ayuda de la burocracia, de la pobreza y de la educación académica que todos los españoles reciben, se han ido compenetrando las clases todas, y sus miembros se introducen de una en otra, tejiendo una red espesa que amarra y solidifica la masa nacional. El nacimiento no significa nada entre nosotros, y todo cuanto se dice de los pergaminos es conversación. No hay más diferencias que las esenciales, las que se fundan en la buena o mala educación, en ser tonto o discreto, en las desigualdades del espíritu, eternas como los atributos del espíritu mismo. La otra determinación positiva de clases, el dinero, está fundada en principios económicos tan inmutables como las leyes físicas, y querer impedirla viene a ser lo mismo que intentar beberse la mar. ...

En la línea 1550
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Vinieron días marcados en la historia patria por sucesos resonantes, y aquella familia feliz discutía estos sucesos como los discutíamos todos. ¡El 3 de Enero de 1874!… ¡El golpe de Estado de Pavía! No se hablaba de otra cosa, ni había nada mejor de qué hablar. Era grato al temperamento español un cambio teatral de instituciones, y volcar una situación como se vuelca un puchero electoral. Había estado admirablemente hecho, según D. Baldomero, y el ejército había salvado una vez más a la desgraciada nación española. El consolidado había llegado a 11 y las acciones del Banco a 138. El crédito estaba hundido. La guerra y la anarquía no se acababan; habíamos llegado al período álgido del incendio, como decía Aparisi, y pronto, muy pronto, el que tuviera una peseta la enseñaría como cosa rara. ...

En la línea 1646
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... No tardó en recibir un nuevo golpe, pues cuando soñaba con un ascenso le limpiaron otra vez el comedero. Y he aquí a mi hombre paseándose por Madrid con las manos en los bolsillos, o viendo correr tontamente las horas en este y el otro café, hablando de la situación ¡siempre de la situación, de la guerra y de lo infames, indecentes y mamarrachos que son los políticos españoles! ¡Duro en ellos! Así se desahogan los espíritus alborotados y tempestuosos. Y por aquella vez no había esperanzas para Juan Pablo, porque los suyos, los que él llamaba con tanto énfasis los míos, estaban por los suelos, y había lo que llaman racha en las regiones burocráticas. A veces exploraba el mísero cesante su conciencia, y se asombraba de no encontrar en ella nada en qué fundar terminantemente su filiación política. Porque ideas fijas… Dios las diera; había leído muy poco y nutría su entendimiento de lo que en los cafés escuchaba y de lo que los periódicos le decían. No sabía fijamente si era liberal o no, y con el mayor desparpajo del mundo llamaba doctrinario a cualquiera sin saber lo que la palabra significaba. Tan pronto sentía en su espíritu, sin saber por qué ni por qué no, frenético entusiasmo por los derechos del hombre; tan pronto se le inundaba el alma de gozo oyendo decir que el Gobierno iba a dar mucho estacazo y a pasarse los tales derechos por las narices. ...

En la línea 1787
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Otro velo… Maximiliano se vio precisado a echar otro velo… «Cállate, hazme el favor de callarte» le dijo, pensando que, según iba saliendo la historia, necesitaba lo menos una pieza de tul. Pero ella siguió narrando. Pues como iba diciendo, el tal joven salió también un buen punto. Una mañana, mientras ella dormía, le empeñó todas sus alhajas, para jugar. Y aquí paz… Vino después un viejo que le daba mucho dinero y la llevó a París donde se engalanó y afinó extraordinariamente su gusto para vestirse. ¡Viejo más cuco!… Había sido general carcunda en la otra guerra, y trataba mucho con gente de sotana. Era muy vicioso y le daba muchas jaquecas con tantismas incumbencias como tenía. Un día se quemó ella y le plantó en la calle. Sucesor, Camps, que le puso casa con gran rumbo. Parecía hombre muy rico; pero luego resultó que era un trampa-larga. Antes de venir a Madrid le dio a ella olor de chubasco, y a poco de estar aquí vio que se venía la tempestad encima. Camps traía recomendaciones para el director del Tesoro, y quiso cobrar unos pagarés falsos de fusiles que se suponían comprados por el Gobierno. Una noche entró en casa muy enfurruñado, trincó una maleta pequeña, llenola de ropa, pidió a Fortunata todo el dinero que tenía y dijo que iba al Escorial. Escorial fue, que no ha vuelto a parecer. Lo demás bien lo sabía Maximiliano… El sucesor de Camps había sido él, y ya se le conocía en cierto resplandor de sus ojos el orgullo que la herencia le produjera. Porque bien claro lo había dicho Fortunata. ¡Gracias a Dios que encontraba en su camino una persona decente! ...

En la línea 1325
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Disfrutaba sus espléndidos vestidos y encargó más; consideró que sus cuatrocientos criados eran muy pocos para su conveniente grandeza y los triplicó. La adulación de los zalameros cortesanos vino a ser dulce música para sus oídos. Siguió bondadoso y gentil, y firme y resuelto campeón de todos los oprimidos, declaró una guerra implacable a las leyes injustas; y, sin embargo, en ocasiones, al ser ofendido, se volvía hacia un conde, e incluso un duque, y le lanzaba una mirada que le hacía temblar. Una vez que su regia 'hermana', la inflexible santa lady María, discutió con él la prudencia de su conducta al perdonar a tantas personas que de otra manera serían encarceladas, colgadas o quemadas, y le recordó que las prisiones de su augusto difunto padre habían tenido a veces hasta sesenta mil convictos a un tiempo, y que durante su admirable reinado había entregado setenta y dos mil rateros y ladrones a la muerte por medio del verdugo, el niño se llenó de generosa indignación, y le ordenó que fuera a su gabinete y rogara a Dios que le quitara la piedra que tenía en el pecho y que le diera un corazón humano. ...

En la línea 1334
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Tom Canty, espléndidamente ataviado, montó en un corcel de guerra, cuyas ricas gualdrapas casi alcanzaban el suelo. Su 'tío', el Lord Protector Somerset, análogamente montado, se colocó detrás; la guardia del rey se formó en hileras sencillas a ambos lados, vistiendo sus bruñidas armaduras. Después del protector seguía una procesión, al parecer interminable, de nobles resplandecientes, asistidos por sus vasallos; tras éstos; el lord alcalde y el cuerpo de regidores, con sus togas de terciopelo carmesí y con sus cadenas de oro cruzando el pecho; después de éstos los oficiales y miembros de todos los gremios de Londres, con lujosa indumentaria y portando las vistosas banderas de las varias corporaciones. Además en la procesión, como guardia de honor especial a través de la ciudad, estaba la Antigua y Honorable Compañía de Artilleros –organización que ya tenía trescientos años de antigüedad en aquel entonces– y el único cuerpo militar de Inglaterra poseedor del privilegio (que aun posee en nuestros días) de tener independencia de los mandatos del Parlamento. Era un brillante espectáculo, y fue acogido con aclamaciones a lo largo del recorrido, a medida que siguió su majestuoso camino por entre la compacta multitud de ciudadanos. Dice el cronista: ...

En la línea 471
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Todo es uno, señor, todo es uno. Anarquismo, esperantismo, espiritismo, vegetarianismo, foneticismo… ¡todo es uno! ¡Guérra a la autoridad!, ¡guerra a la división de lenguas!, ¡guerra a la vil materia y a la muerte!, ¡guerra a la carne!, ¡guerra a la hache! ¡Adiós! ...

En la línea 471
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Todo es uno, señor, todo es uno. Anarquismo, esperantismo, espiritismo, vegetarianismo, foneticismo… ¡todo es uno! ¡Guérra a la autoridad!, ¡guerra a la división de lenguas!, ¡guerra a la vil materia y a la muerte!, ¡guerra a la carne!, ¡guerra a la hache! ¡Adiós! ...

En la línea 471
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Todo es uno, señor, todo es uno. Anarquismo, esperantismo, espiritismo, vegetarianismo, foneticismo… ¡todo es uno! ¡Guérra a la autoridad!, ¡guerra a la división de lenguas!, ¡guerra a la vil materia y a la muerte!, ¡guerra a la carne!, ¡guerra a la hache! ¡Adiós! ...

En la línea 471
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Todo es uno, señor, todo es uno. Anarquismo, esperantismo, espiritismo, vegetarianismo, foneticismo… ¡todo es uno! ¡Guérra a la autoridad!, ¡guerra a la división de lenguas!, ¡guerra a la vil materia y a la muerte!, ¡guerra a la carne!, ¡guerra a la hache! ¡Adiós! ...

En la línea 237
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¡A las armas! —gritaron a bordo del barco de guerra—. ¡Se escapan los piratas! ...

En la línea 737
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¿Será un velero o un barco de guerra? —se preguntó lleno de ansiedad. ...

En la línea 1503
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —Como ves, Yáñez, si quiero puedo desencadenar la guerra. ...

En la línea 1893
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —Escúcheme —dijo el portugués, llevándola hacia un sendero más apartado—. Muchos creen que Sandokán es un vulgar pirata salido de las selvas de Borneo, ávido de sangre y de víctimas. Pero se equivocan: es de estirpe real y no un pirata sino un vengador. Tenía veinte años cuando subió al trono de Muluder. Fuerte como un león, audaz como un tigre, valiente hasta la locura, al cabo de poco tiempo venció a todos los pueblos vecinos y extendió las fronteras de su reino hasta el de Varauni. Aquellas campañas le fueron fatales, pues ingleses y holandeses, celosos de una nueva potencia que iba a sojuzgar la isla entera, se aliaron con el sultán de Borneo para atacarlo. Concluyeron por hacer pedazos el nuevo reino. Sicarios pagados asesinaron a la madre y a los hermanos y hermanas de Sandokán; bandas poderosas invadieron el reino, saqueando, asesinando, cometiendo atrocidades inauditas. En vano Sandokán luchó con el furor de la desesperación. Todos sus parientes cayeron bajo el hierro de los asesinos, pagados por los blancos, y él mismo apenas pudo salvarse, seguido de una pequeña tropa de leales. Anduvo errante varios años por las costas de Borneo, sin víveres, sufriendo horribles miserias, en espera de reconquistar el trono perdido y de vengar a su familia asesinada. Hasta que una noche, perdida toda esperanza, se embarcó en un parao y juró guerra a muerte a la raza blanca y al sultán de Varauni. Arribó a Mompracem, contrató hombres y empezó a piratear en el mar. Devastó las costas del sultanato, asaltó barcos holandeses e ingleses y terminó siendo el terror de los mares, convertido en el terrible Tigre de la Malasia. Usted ya sabe lo demás. ...

En la línea 13
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Durante seis meses la guerra prosiguió con lances diversos. A los artículos de fondo del Instituto Geográfico del Brasil, de la Academia Real de Ciencias de Berlín, de la Asociación Británica, del Instituto Smithsoniano de Washington, a los debates del The Indian Archipelago, del Cosmos del abate Moigno y del Mittheilungen de Petermann, y a las crónicas científicas de las grandes publicaciones de Francia y otros países replicaba la prensa vulgar con alardes de un ingenio inagotable. Sus inspirados redactores, parodiando una frase de Linneo que citaban los adversarios del monstruo, mantuvieron, en efecto, que «la naturaleza no engendra tontos», y conjuraron a sus contemporáneos a no infligir un mentís a la naturaleza y, consecuentemente, a rechazar la existencia de los Kraken, de las serpientes de mar, de las «Moby Dick» y otras lucubraciones de marineros delirantes. Por último, en un artículo de un temido periódico satírico, el más popular de sus redactores, haciendo acopio de todos los elementos, se precipitó, como Hipólito, contra el monstruo, le asestó un golpe definitivo y acabó con él en medio de una carcajada universal. El ingenio había vencido a la ciencia. ...

En la línea 36
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Únicamente un gobierno podía poseer una máquina destructiva semejante. En estos desastrosos tiempos en los que el hombre se esfuerza por aumentar la potencia de las armas de guerra es posible que un Estado trate de construir en secreto un arma semejante. Después de los fusiles «chassepot», los torpedos; después de los torpedos, los arietes submarinos; después de éstos … . la reacción. Al menos, así puede esperarse. ...

En la línea 37
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Pero hubo de abandonarse también la hipótesis de una máquina de guerra, ante las declaraciones de los gobiernos. Tratándose de una cuestión de interés público, puesto que afectaba a las comunicaciones transoceánicas, la sinceridad de los gobiernos no podía ser puesta en duda. Además, ¿cómo podía admitirse que la construcción de ese barco submarino hubiera escapado a los ojos del público? Guardar el secreto en una cuestión semejante es muy difícil para un particular, y ciertamente imposible para un Estado cuyas acciones son obstinadamente vigiladas por las potencias rivales. ...

En la línea 48
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... »En consecuencia, y hasta disponer de más amplias informaciones, yo me inclino por un unicornio marino de dimensiones colosales, armado no ya de una alabarda, sino de un verdadero espolón como las fragatas acorazadas o los “rams” de guerra, de los que parece tener a la vez la masa y la potencia motriz. ...

En la línea 2002
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Un día, mientras estaba ocupado con mis libros y en compañía del señor Pocket, recibí una carta por correo, cuyo aspecto exterior me puso tembloroso, porque, a pesar de que no reconocí el carácter de letra del sobrescrito, adiviné qué mano la había trazado. No tenía encabezamiento alguno, como «Querido señor Pip», «Querido Pip», «Muy señor mío» o algo por el estilo, sino que empezaba así: «Iré a Londres pasado mañana, y llegaré en la diligencia del mediodía. Creo que se convino que usted saldría a recibirme. Por lo menos, ésta es la impresión de la señorita Havisham, y le escribo obedeciendo sus indicaciones. Ella le manda su saludo. Su afectísima, Estella.» De haber tenido tiempo, probablemente habría encargado varios trajes nuevos para semejante ocasión; pero como no lo tenía, me fue preciso contentarme con los que ya poseía. Perdí inmediatamente el apetito, y hasta que llegó el día solemne no gocé de descanso ni de tranquilidad. Pero su llegada no me trajo nada de eso, porque entonces estuve peor que nunca, y empecé a rondar el despacho de la diligencia de la calle Wood, Cheapside, antes de que el vehículo pudiera haber salido de E1 Jabalí Azul de nuestra ciudad. A pesar de que estaba perfectamente enterado de todo, no me atrevía a perder de vista el despacho por más de cinco minutos; y había ya pasado media hora, siguiendo esta conducta poco razonable, de la guardia de cuatro o cinco horas que me esperaba, cuando se presentó ante mí el señor Wemmick. - ¡Hola, señor Pip! - exclamó -. ¿Cómo está usted? Jamás me habría figurado que rondase usted por aquí. Le expliqué que esperaba a cierta persona que había de llegar en la diligencia, y luego le pregunté por su padre y por el castillo. - Ambos están muy bien, muchas gracias - dij o Wemmick-, y especialmente mi padre. Está muy bien. Pronto cumplirá los ochenta y dos años. Tenía la intención de disparar ochenta y dos cañonazos en tal día, pero temo que se quejarán los vecinos y que el cañón no pudiese resistir la presión. Sin embargo, ésta no es conversación propia de Londres. ¿Adónde se figura usted que voy ahora? - A su oficina - contesté, en vista de que, al parecer, iba en aquella dirección. - A otro lugar vecino - replicó Wemmick. - Voy a Newgate. En estos momentos estamos ocupados en un caso de robo en casa de un banquero, y vengo de visitar el lugar del suceso. Ahora he de ir a cambiar unas palabras con nuestro cliente. - ¿Fue su cliente el que cometió el robo? - pregunté. - ¡No, caramba! - contestó secamente Wemmick -. Pero le acusan de ello. Lo mismo nos podría suceder a usted o a mí. Cualquiera de los dos podría ser acusado de eso. - Lo más probable es que no nos acusen a ninguno de los dos - observé. - ¡Bien! - dijo Wemmick tocándome el pecho con el dedo índice -. Es usted muy listo, señor Pip. ¿Le gustaría hacer una visita a Newgate? ¿Tiene tiempo para eso? Tenía tanto tiempo disponible, que la proposición fue para mí un alivio, a pesar de que no se conciliaba con mi deseo latente de vigilar la oficina de la diligencia. Murmurando algunas palabras para advertirle que 124 iría a enterarme de si tenía tiempo para acompañarle, entré en la oficina y por el empleado averigüé con la mayor precisión y poniendo a prueba su paciencia el momento en que debía llegar la diligencia, en el supuesto de que no hubiese el menor retraso, cosa que yo conocía de antemano con tanta precisión como él mismo. Luego fui a reunirme con el señor Wemmick y, fingiendo sorpresa al consultar mi reloj, en vista de los datos obtenidos, acepté su oferta. En pocos minutos llegamos a Newgate y atravesando la casa del guarda, en cuyas paredes colgaban algunos grillos entre los reglamentos de la cárcel, penetramos en el recinto de ésta. En aquel tiempo, las cárceles estaban muy abandonadas y lejano aún el período de exagerada reacción, subsiguiente a todos los errores públicos, que, en suma, es su mayor y más largo castigo. Así, los criminales no estaban mejor alojados y alimentados que los soldados (eso sin hablar de los pobres), y rara vez incendiaban sus cárceles con la comprensible excusa de mejorar el olor de su sopa. Cuando Wemmick y yo llegamos allí, era la hora de visita; un tabernero hacía sus rondas llevando cerveza que le compraban los presos a través de las rejas. Los encarcelados hablaban con los amigos que habían ido a visitarlos, y la escena era sucia, desagradable, desordenada y deprimente. Me sorprendió ver que Wemmick circulaba por entre los presos como un jardinero por entre sus plantas. Se me ocurrió esta idea al observar que miraba a un tallo crecido durante la noche anterior y le decía: - ¡Cómo, capitán Tom! ¿Está usted aquí? ¿De veras? - Luego añadió -: ¿Está Pico Negro detrás de la cisterna? Durante los dos meses últimos no le esperaba a usted. ¿Cómo se encuentra? Luego se detenía ante las rejas y escuchaba con la mayor atención las ansiosas palabras que murmuraban los presos, siempre aisladamente. Wemmick, con la boca parecida a un buzón, inmóvil durante la conferencia, miraba a sus interlocutores como si se fijara en los adelantos que habían hecho desde la última vez que los observó y calculase la época en que florecían, con ocasión de ser juzgados. Era muy popular, y observé que corría a su cargo el departamento familiar de los negocios del señor Jaggers, aunque algo de la condición de éste parecía rodearle, impidiendo la aproximación más allá de ciertos límites. Expresaba su reconocimiento de cada cliente sucesivo por medio de un movimiento de la cabeza y por el modo de ajustarse más cómodamente el sombrero con ambas manos. Luego cerraba un poco el buzón y se metía las manos en los bolsillos. En uno o dos casos se originó una dificultad con referencia al aumento de los honorarios, y entonces Wemmick, retirándose cuanto le era posible de la insuficiente cantidad de dinero que le ofrecían, replicaba: - Es inútil, amigo. Yo no soy más que un subordinado. No puedo tomar eso. Haga el favor de no tratar así a un subordinado. Si no puede usted reunir la cantidad debida, amigo, es mejor que se dirija a un principal; en la profesión hay muchos principales, según ya sabe, y lo que no basta para uno puede ser suficiente para otro; ésta es mi recomendación, hablando como subordinado. No se esfuerce en hablar en vano. ¿Para qué? ¿A quién le toca ahora? Así atravesamos el invernáculo de Wemmick, hasta que él se volvió hacia mí, diciéndome: - Fíjese en el hombre a quien voy a dar la mano. Lo habría hecho aun sin esta advertencia, porque hasta entonces no había dado la mano a nadie. Tan pronto como acabó de hablar, un hombre de aspecto majestuoso y muy erguido (a quien me parece ver cuando escribo estas líneas), que llevaba una chaqueta usada de color de aceituna y cuyo rostro estaba cubierto de extraña palidez que se extendía sobre el rojo de su cutis, en tanto que los ojos le bailaban de un lado a otro, aun cuando se esforzaba en prestarles fijeza, se acercó a una esquina de la reja y se llevó la mano al sombrero, cubierto de una capa grasa, como si fuese caldo helado, haciendo un saludo militar algo jocoso. -Buenos días, coronel - dijo Wemmick -. ¿Cómo está usted, coronel? - Muy bien, señor Wemmick. - Se hizo todo lo que fue posible, pero las pruebas eran abrumadoras, coronel. - Sí, eran tremendas. Pero no importa. - No, no - replicó fríamente Wemmick, - a usted no le importa. - Luego, volviéndose hacia mí, me dijo -: Este hombre sirvió a Su Majestad. Estuvo en la guerra y compró su licencia. - ¿De veras? - pregunté. Aquel hombre clavó en mí sus ojos y luego miró alrededor de mí. Hecho esto, se pasó la mano por los labios y se echó a reír. - Me parece, caballero, que el lunes próximo ya no tendré ninguna preocupación - dijo a Wemmick. - Es posible - replicó mi amigo, - pero no se sabe nada exactamente. - Me satisface mucho tener la oportunidad de despedirme de usted, señor Wemmick-dijo el preso sacando la mano por entre los hierros de la reja. 125 - Muchas gracias - contestó Wemmick estrechándosela -. Lo mismo digo, coronel. - Si lo que llevaba conmigo cuando me prendieron hubiese sido legítimo, señor Wemmick - dijo el preso, poco inclinado, al parecer, a soltar la mano de mi amigo, - entonces le habría rogado el favor de llevar otra sortija como prueba de gratitud por sus atenciones. - Le doy las gracias por la intención - contestó Wemmick -. Y, ahora que recuerdo, me parece que usted era aficionado a criar palomas de raza. - El preso miró hacia el cielo. - Tengo entendido que poseía usted una cría muy notable de palomas mensajeras. ¿No podría encargar a alguno de sus amigos que me llevase un par a mi casa, siempre en el supuesto de que no pueda usted utilizarlas de otro modo? - Así se hará, caballero. - Muy bien - dijo Wemmick. - Las cuidaré perfectamente. Buenas tardes, coronel. - ¡Adiós! Se estrecharon nuevamente las manos, y cuando nos alejábamos, Wemmick me dijo: - Es un monedero falso y un obrero habilísimo. Hoy comunicarán la sentencia al jefe de la prisión, y con toda seguridad será ejecutado el lunes. Sin embargo, como usted ve, un par de palomas es algo de valor y fácilmente transportable. Dicho esto, miró hacia atrás a hizo una seña, moviendo la cabeza, a aquella planta suya que estaba a punto de morir, y luego miró alrededor, mientras salíamos de la prisión, como si estuviese reflexionando qué otro tiesto podría poner en el mismo lugar. Cuando salimos de la cárcel atravesando la portería, observé que hasta los mismos carceleros no concedían menor importancia a mi tutor que los propios presos de cuyos asuntos se encargaba. - Oiga, señor Wemmick - dijo el carcelero que nos acompañaba, en el momento en que estábamos entre dos puertas claveteadas, una de las cuales cerró cuidadosamente antes de abrir la otra -. ¿Qué va a hacer el señor Jaggers con este asesino de Waterside? ¿Va a considerar el asunto como homicidio o de otra manera? - ¿Por qué no se lo pregunta usted a él? - replicó Wemmick. - ¡Oh, pronto lo dice usted! - replicó el carcelero. - Así son todos aquí, señor Pip - observó Wemmick volviéndose hacia mí mientras se abría el buzón de su boca. - No tienen reparo alguno en preguntarme a mí, el subordinado, pero nunca les sorprenderá usted dirigiendo pregunta alguna a mi principal. - ¿Acaso este joven caballero es uno de los aprendices de su oficina? - preguntó el carcelero haciendo una mueca al oír la expresión del señor Wemmick. - ¿Ya vuelve usted? - exclamó Wemmick. - Ya se lo dije - añadió volviéndose a mí. - Antes de que la primera pregunta haya podido ser contestada, ya me hace otra. ¿Y qué? Supongamos que el señor Pip pertenece a nuestra oficina. ¿Qué hay con eso? - Pues que, en tal caso - replicó el carcelero haciendo otra mueca, - ya sabrá cómo es el señor Jaggers. - ¡ Vaya! - exclamó Wemmick dando un golpecito en son de broma al carcelero. - Cuando se ve usted ante mi principal se queda tan mudo como sus propias llaves. Déjenos salir, viejo zorro, o, de lo contrario, haré que presente una denuncia contra usted por detención ilegal. E1 carcelero se echó a reír, nos dio los buenos días y se quedó riéndose a través del ventanillo, hasta que llegamos a los escalones de la calle. - Mire usted, señor Pip - dijo Wemmick con acento grave y tomándome confidencialmente el brazo para hablarme al oído-. Lo mejor que hace el señor Jaggers es no descender nunca de la alta situación en que se ha colocado. Este coronel no se atreve a despedirse de él, como tampoco el carcelero a preguntarle sus intenciones con respecto a un caso cualquiera. Así, sin descender de la altura en que se halla, hace salir a su subordinado. ¿Comprende usted? Y de este modo se apodera del cuerpo y del alma de todos. Yo me quedé muy impresionado, y no por vez primera, acerca de la sutileza de mi tutor. Y, para confesar la verdad, deseé de todo corazón, y tampoco por vez primera, haber tenido otro tutor de inteligencia y de habilidades más corrientes. El señor Wemmick y yo nos despedimos ante la oficina de Little Britain, en donde estaban congregados, como de costumbre, varios solicitantes que esperaban ver al señor Jaggers; yo volví a mi guardia ante la oficina de la diligencia, teniendo por delante tres horas por lo menos. Pasé todo este tiempo reflexionando en lo extraño que resultaba el hecho de que siempre tuviera que relacionarse con mi vida la cárcel y el crimen; que en mi infancia, y en nuestros solitarios marjales, me vi ante el crimen por primera vez en mi vida, y que reapareció en otras dos ocasiones, presentándose como una mancha que se hubiese debilitado, pero no desaparecido del todo; que tal vez de igual modo iba a impedirme la fortuna y hasta el mismo porvenir. Mientras así estaba reflexionando, pensé en la hermosa y joven Estella, orgullosa y refinada, que venía hacia mí, y con el mayor aborrecimiento me fijé en el contraste que había entre la prisión ,y ella 126 misma. Deseé entonces que Wemmick no me hubiese encontrado, o que yo no hubiera estado dispuesto a acompañarle, para que aquel día, entre todos los del año, no me rodeara la influencia de Newgate en mi aliento y en mi traje. Mientras iba de un lado a otro me sacudí el polvo de la prisión, que había quedado en mis pies, y también me cepillé con la mano el traje y hasta me esforcé en vaciar por completo mis pulmones. Tan contaminado me sentía al recordar quién estaba a punto de llegar, que cuando la diligencia apareció por fin, aún no me veía libre de la mancilla del invernáculo del señor Wemmick. Entonces vi asomar a una ventanilla de la diligencia el rostro de Estella, la cual, inmediatamente, me saludó con la mano. ¿Qué sería aquella indescriptible sombra que de nuevo pasó por mi imaginación en aquel instante? ...

En la línea 2053
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Como estaba abandonado a mí mismo, avisé mi intención de dejar libres las habitaciones que ocupaba en el Temple en cuanto terminase legalmente mi contrato de arrendamiento y que mientras tanto las realquilaría. En seguida puse albaranes en las ventanas, porque como tenía muchas deudas y apenas algún dinero, empecé a alarmarme seriamente acerca del estado de mis asuntos. Mejor debiera escribir que debería haberme alarmado, de tener bastante energía y clara percepción mental para darme cuenta de alguna verdad, aparte del hecho de que me sentía muy enfermo. Los últimos sucesos me habían dado energía bastante para aplazar la enfermedad, pero no para vencerla; luego vi que iba a apoderarse de mí, y poco me importaba lo demás, porque nada me daba cuidado alguno. Durante uno o dos días estuve echado en el sofá, en el suelo… , en cualquier parte, según diese la casualidad de que me cayera en un lugar o en otro. Tenía la cabeza pesada y los miembros doloridos, pero ningún propósito ni ninguna fuerza. Luego llegó una noche que me pareció de extraordinaria duración y que pasé sumido en la ansiedad y el horror; y cuando, por la mañana, traté de sentarme en la cama y reflexionar acerca de todo aquello, vi que era tan incapaz de una cosa como de otra. Ignoro si, en realidad, estuve en Garden Court, en plena noche, buscando la lancha que me figuraba hallaría allí, o si dos o tres veces me di cuenta, aterrado, de que estaba en la escalera y, sin saber cómo, había salido de la cama; otra vez me pareció verme en el momento de encender la lámpara, penetrado de la idea de que él subía la escalera y de que todas las demás luces estaban apagadas; también me molestó bastante una conversación, unas carcajadas y unos gemidos de alguien, y hasta llegué a sospechar que tales gemidos los hubiese proferido yo mismo; en otra ocasión creí ver en algún oscuro rincón de la estancia una estufa de hierro, y me pareció oír una voz que repetidamente decía que la señorita Havisham se estaba consumiendo dentro. Todo eso quise aclararlo conmigo mismo y poner algún orden en mis ideas cuando, aquella mañana, me vi en la cama. Pero entre ellas y yo se interponía el vapor de un horno de cal, desordenándolas por completo, y a través de aquel vapor fue cuando vi a dos hombres que me miraban. - ¿Qué quieren ustedes? - pregunté sobresaltado. - No los conozco. 221 - Perfectamente, señor - replicó uno de ellos inclinándose y tocándome el hombro. - Éste es un asunto que, según creo, podrá usted arreglar en breve; pero, mientras tanto, queda detenido. - ¿A cuánto asciende la deuda? - A ciento veintitrés libras esterlinas, quince chelines y seis peniques. Creo que es la cuenta del joyero. - ¿Qué puedo hacer? - Lo mejor es ir a mi casa - dijo aquel hombre. - Tengo una habitación bastante confortable. Hice algunos esfuerzos para levantarme y vestirme. Cuando me fijé en ellos de nuevo, vi que estaban a alguna distancia de la cama y mirándome. Yo seguía echado. - Ya ven ustedes cuál es mi estado - dije - Si pudiese, los acompañaría, pero en realidad no me es posible. Y si se me llevan, me parece que me moriré en el camino. Tal vez me replicaron, o discutieron el asunto, o trataron de darme ánimos para que me figurase que estaba mejor de lo que yo creía. Pero como en mi memoria sólo están prendidos por tan débil hilo, no sé lo que realmente hicieron, a excepción de que desistieron de llevárseme. Después tuve mucha fiebre y sufrí mucho. Con, frecuencia, perdía la razón, y el tiempo me pareció interminable. Sé que confundí existencias imposibles con mi propia identidad; me figuré ser un ladrillo en la pared de la casa y que deseaba salir del lugar en que me habían colocado los constructores; luego creí ser una barra de acero de una enorme máquina que se movía ruidosamente y giraba como sobre un abismo, y, sin embargo, yo imploraba en mi propia persona que se detuviese la máquina, y la parte que yo constituía en ella se desprendió; en una palabra, pasé por todas esas fases de la enfermedad, según me consta por mis propios recuerdos y según comprendí en aquellos días. Algunas veces luchaba con gente real y verdadera, en la creencia de que eran asesinos; de pronto comprendía que querían hacerme algún bien, y entonces me abandonaba exhausto en sus brazos y dejaba que me tendiesen en la cama. Pero, sobre todo, comprendí que había una tendencia constante en toda aquella gente, pues, cuando yo estaba muy enfermo, me ofrecían toda suerte de extraordinarias transformaciones del rostro humano y se presentaban a mí con tamaño extraordinario; pero sobre todo, repito, observé una decidida tendencia, en todas aquellas personas, a asumir, más pronto o más tarde, el parecido de Joe. En cuanto hubo pasado la fase más peligrosa de mi enfermedad empecé a darme cuenta de que, así como cambiaban todos los demás detalles, este rostro conocido no se transformaba en manera alguna. Cualesquiera que fuesen las variaciones por las que pasara, siempre acababa pareciéndose a Joe. Al abrir los ojos, por la noche, veía a Joe sentado junto a mi cama. Cuando los abría de día, le veía sentado junto a la semicerrada ventana y fumando en su pipa. Cuando pedía una bebida refrescante, la querida mano que me la daba era también la de Joe. Después de beber me reclinaba en mi almohada, y el rostro que me miraba con tanta ternura y esperanza era asimismo el de Joe. Por fin, un día tuve bastante ánimo para preguntar: - ¿Es realmente Joe? - Sí; Joe, querido Pip - me contestó aquella voz tan querida de mis tiempos infantiles. - ¡Oh Joe! ¡Me estás destrozando el corazón! Mírame enojado, Joe. ¡Pégame! Dime que soy un ingrato. No seas tan bu eno conmigo. Eso lo dije porque Joe había apoyado su cabeza en la almohada, a mi lado, y me rodeó el cuello con el brazo, feliz en extremo de que le hubiese conocido. - Cállate, querido Pip - dijo Joe. - Tú y yo siempre hemos sido buenos amigos. Y cuando estés bien para dar un paseo, ya verás qué alondras cazamos. Dicho esto, Joe se retiró a la ventana y me volvió la espalda mientras se secaba los ojos. Y como mi extrema debilidad me impedía levantarme a ir a su lado, me quedé en la cama murmurando, lleno de remordimientos: - ¡Dios le bendiga! ¡Dios bendiga a este hombre cariñoso y cristiano! Los ojos de Joe estaban enrojecidos cuando le vi otra vez a mi lado; pero entonces le tomé la mano y los dos fuimos muy felices. - ¿Cuánto tiempo hace, querido Joe? - ¿Quieres saber, Pip, cuánto tiempo ha durado tu enfermedad? - Sí, Joe. - Hoy es el último día de mayo. Mañana es primero de junio. - ¿Y has estado siempre aquí, querido Joe? - Casi siempre, Pip. Porque, como dije a Biddy cuando recibimos por carta noticias de tu enfermedad, carta que nos entregó el cartero, el cual, así como antes era soltero, ahora se ha casado, a pesar de que 222 apenas le pagan los paseos que se da y los zapatos que gasta, pero el dinero no le importa gran cosa, porque ante todo deseaba casarse… - ¡Qué agradable me parece oírte, Joe! Pero te he interrumpido en lo que dijiste a Biddy. - Pues fue - dijo Joe - que, como tú estarías entre gente extraña, y como tú y yo siempre hemos sido buenos amigos, una visita en tales momentos sería bien recibida, y Biddy me dijo: «Vaya a su lado sin pérdida de tiempo.» Éstas - añadió Joe con la. mayor solemnidad - fueron las palabras de Biddy: «Vaya usted a su lado sin pérdida de tiempo.» En fin, no te engañaré mucho - añadió Joe después de graves reflexiones - si te digo que las palabras de Biddy fueron: «Sin perder un solo minuto.» Entonces se interrumpió Joe y me informó que no debía hablar mucho y que tenía que tomar un poco de alimento con alguna frecuencia, tanto si me gustaba como si no, pues había de someterme a sus órdenes. Yo le besé la mano y me quedé quieto, en tanto que él se disponía a escribir una carta a Biddy para transmitirle mis cariñosos recuerdos. Sin duda alguna, Biddy había enseñado a escribir a Joe. Mientras yo estaba en la cama mirándole, me hizo llorar de placer al ver el orgullo con que empezaba a escribir la carta. Mi cama, a la que se habían quitado las cortinas, había sido trasladada, mientras yo la ocupaba, a la habitación que se usaba como sala, por ser la mayor y la más ventilada. Habían quitado de allí la alfombra, y la habitación se conservaba fresca y aireada de día y de noche. En mi propio escritorio, que estaba en un rincón lleno de botellitas, Joe se dispuso a realizar su gran trabajo. Para ello escogió una pluma de entre las varias que había, como si se tratase de un cajón lleno de herramientas, y se arremangó los brazos como si se dispusiera a empuñar una palanca de hierro o un martillo de enormes dimensiones. Tuvo necesidad de apoyarse pesadamente en la mesa sobre su codo izquierdo y situar la pierna derecha hacia atrás, antes de que pudiese empezar, y, cuando lo hizo, cada uno de sus rasgos era tan lento que habría tenido tiempo de hacerlos de seis pies de largo, en tanto que cada vez que dirigía la pluma hacia arriba, yo la oía rechinar ruidosamente. Tenía la curiosa ilusión de que el tintero estaba en un lugar en donde realmente no se hallaba, y repetidas veces hundía la pluma en el espacio y, al parecer, quedaba muy satisfecho del resultado. De vez en cuando se veía interrumpido por algún serio problema ortográfico, pero en conjunto avanzaba bastante bien, y en cuanto hubo firmado con su nombre, después de quitar un borrón, trasladándolo a su cabeza por medio de los dedos, se levantó y empezó a dar vueltas cerca de la mesa, observando el resultado de su esfuerzo desde varios puntos de vista, muy satisfecho. Con objeto de no poner a Joe en un apuro si yo hablaba mucho, aun suponiendo que hubiera sido capaz de ello, aplacé mi pregunta acerca de la señorita Havisham hasta el día siguiente. Cuando le pregunté si se había restablecido, movió la cabeza. - ¿Ha muerto, Joe? - Mira, querido Pip - contestó Joe en tono de reprensión y con objeto de darme la noticia poco a poco, - no llegaré a afirmar eso; pero el caso es que no… - ¿Que no vive, Joe? - Esto se acerca mucho a la verdad - contestó Joe. - No vive. - ¿Duró mucho, Joe? - Después de que tú te pusiste malo, duró casi… lo que tú llamarías una semana - dijo Joe, siempre decidido, en obsequio mío, a darme la noticia por grados. - ¿Te has enterado, querido Joe, a quién va a parar su fortuna? - Pues mira, Pip, parece que dispuso de la mayor parte de ella en favor de la señorita Estella. Aunque parece que escribió un codicilo de su propia mano, pocos días antes del accidente, dejando unas cuatro mil libras esterlinas al señor Mateo Pocket. ¿Y por qué te figuras, Pip, que dejó esas cuatro mil libras al señor Pocket? Pues as consecuencia de lo que Pip le dijo acerca de Mateo Pocket. Según me ha informado Biddy, esto es lo que decía el codicilo: «a consecuencia de lo que Pip me dijo acerca de Mateo Pocket». ¡Cuatro mil libras, Pip! Estas palabras me causaron mucha alegría, pues tal legado completaba la única cosa buena que yo había hecho en mi vida. Pregunté entonces a Joe si estaba enterado acerca de los legados que hubieran podido recibir los demás parientes. - La señorita Sara - contestó Joe - recibirá veinticinco libras esterlinas cada año para que se compre píldoras, pues parece que es biliosa. La señorita Georgiana recibirá veinte libras esterlinas. La señora… , ¿cómo se llaman aquellos extraños animales que tienen joroba, Pip? - ¿Camellos? - dije, preguntándome para qué querría saberlo. - Eso es - dijo Joe -. La señora Camello… Comprendí entonces que se refería a la señora Camilla. 223 - Pues la señora Camello recibirá cinco libras esterlinas para que se compre velas, a fin de que no esté a oscuras por las noches cuando se despierte. La exactitud de estos detalles me convenció de que Joe estaba muy bien enterado. - Y ahora - añadió Joe - creo que hoy ya estás bastante fuerte para que te dé otra noticia. El viejo Orlick cometió un robo con fractura en una casa. - ¿De quién? - pregunté. - Realmente se ha convertido en un criminal - dijo Joe, - porque el hogar de un inglés es un castillo y no se debe asaltar los castillos más que en tiempos de guerra. Parece que entró violentamente en casa de un tratante en granos. - ¿Entró, acaso, en la morada del señor Pumblechook? - Eso es, Pip - me contestó Joe -, y le quitaron la gaveta; se quedaron con todo el dinero que hallaron en la casa, se le bebieron el vino y se le comieron todo lo que encontraron, y, no contentos con eso, le abofetearon, le tiraron de la nariz, le ataron al pie de la cama y, para que no gritase, le llenaron la boca con folletos que trataban de jardinería. Pero Pumblechook conoció a Orlick, y éste ha sido encerrado en la cárcel del condado. Así, gradualmente, llegamos al momento en que ya podíamos hablar con toda libertad. Recobré las fuerzas con mucha lentitud, pero avanzaba sin cesar, de manera que cada día estaba mejor que el anterior. Joe permanecía constantemente a mi lado, y yo llegué a figurarme que de nuevo era el pequeño Pip. La ternura y el afecto de Joe estaban tan proporcionados a mis necesidades, que yo no era más que un niño en sus manos. Solía sentarse a mi lado y me hablaba con la antigua confianza que había reinado entre ambos, con la misma sencillez que en los tiempos pasados y del modo protector que había conocido siempre en él, hasta el punto de que llegué a sentir la ilusión de que toda mi vida, a partir de los días pasados en la vieja cocina, no había sido más que una de tantas pesadillas de la fiebre que había desaparecido ya. Hacía en mi obsequio todo lo necesario, a excepción de los trabajos domésticos, para los cuales contrató a una mujer muy decente, después de despedir a la lavandera el mismo día de su llegada. - Te aseguro, Pip - decía Joe para justificar la libertad que se había tomado, - que sorprendí en la cama de repuesto un agujero hecho por ella, como si se tratase de un barril de cerveza, y que había llenado ya un cubo de plumas para venderlas. Luego no hay duda de que también se habría llevado las plumas de tu propia cama, a pesar de que estuvieras tendido en ella, y que más tarde se llevaría el carbón, los platos y hasta los licores. Esperábamos con verdadera ansia el día en que podría salir a dar un paseo, así como en otros tiempos habíamos esperado la ocasión de que yo entrase a ser su aprendiz. Y cuando llegó este día y entró un carruaje abierto en la callejuela, Joe me abrigó muy bien, me levantó en sus brazos y me bajó hasta el coche, en donde me sentó como si aún fuese el niño pequeño e indefenso en quien tan generosamente empleara la riqueza de su espléndida persona. Joe se sentó a mi lado y juntos salimos al campo, en donde se manifestaba ya el verano en los árboles y en las plantas, mientras sus aromas llenaban el aire. Casualmente, aquel día era domingo, y cuando observé la belleza que me rodeaba y pensé en cómo se había transformado y crecido todo y en cómo se habían formado las flores silvestres y afirmado las vocecillas de los pájaros, de día y de noche, sin cesar, bajo el sol y bajo las estrellas, mientras, pobre de mí. estaba tendido, ardiendo y agitándome en mi cama, el recuerdo de haber sido molestado por la fiebre y por la inquietud en mi lecho pareció interrumpir mi paz. Pero cuando oí las campanas del domingo y miré un poco más a la belleza que me rodeaba, comprendí que en mi corazón no había aún bastante gratitud, pues la misma debilidad me impedía incluso la plenitud de este sentimiento, y apoyé la cabeza en el hombro de Joe, como en otros tiempos, cuando me llevaba a la feria o a otra parte cualquiera, y cual si el espectáculo que tenía delante fuese demasiado para mis juveniles sentidos. Me calmé poco después, y entonces empezamos a hablar como solíamos, sentados en la hierba, junto a la Batería. No había el menor cambio en Joe. Era exactamente el mismo ante mis ojos; tan sencillamente fiel y justo como siempre. Cuando estuvimos de regreso me levantó y me condujo con tanta facilidad a través del patio y por la escalera, que evoqué aquella víspera de Navidad, tan llena de acontecimientos, en que me llevó a cuestas por los marjales. Aún no habíamos hecho ninguna alusión a mi cambio de fortuna, y por mi parte ignoraba de qué cosas estaba enterado acerca de la última parte de mi historia. Estaba tan receloso de mí mismo y confiaba tanto en él, que no podía resolverme a tratar de aquello en vista de que él no lo hacía. - ¿Estás enterado, Joe - le pregunté aquella misma noche, después de reflexionarlo bien y mientras él fumaba su pipa junto a la ventana - de quién era mi protector? 224 - Me enteré - contestó Joe - de que no era la señorita Havisham. - ¿Supiste quién era, Joe? - Tengo entendido que fue la persona que mandó a la otra persona que te dio los dos billetes de una libra esterlina en Los Tres Alegres Barqueros, Pip. - Así es. - ¡Asombroso! - exclamó Joe con la mayor placidez. - ¿Sabes que ya murió, Joe? - le pregunté con creciente desconfianza. - ¿Quién? ¿El que mandó los billetes, Pip? - Sí. - Me parece - contestó Joe después de larga meditación y mirando evasivamente hacia el asiento que había junto a la ventana - como si hubiese oído que ocurrió algo en esa dirección. - ¿Oíste hablar algo acerca de sus circunstancias, Joe? - No, Pip. - Si quieres que lo diga, Joe… - empecé, pero él se levantó y se acercó a mi sofá. - Mira, querido Pip - dijo inclinándose sobre mí, - siempre hemos sido buenos amigos, ¿no es verdad? Yo sentí vergüenza de contestarle. -Pues, entonces, muy bien-dijo Joe como si yo hubiese contestado. - Ya estamos de acuerdo, y no hay más que hablar. ¿Para qué tratar de asuntos que entre nosotros son absolutamente innecesarios? Hay asuntos de los que no necesitamos hablar para nada. ¡Dios mío! ¡Y pensar en cuando se enfadaba tu pobre hermana! ¿Te acuerdas de «Thickler»? - Sí, Joe. - Pues mira, querido Pip – dijo. - Hice cuanto pude para que tú y «Thickler» estuvierais separados lo más posible, pero mi facultad de lograrlo no siempre estaba de acuerdo con mis inclinaciones. Porque cuando tu pobre hermana estaba resuelta a pegarte – añadió, - no habría sido nada raro que me pegase a mí también si yo mostrase la menor oposición, y, además, la paliza que habrías recibido hubiera sido seguramente mucho más fuerte. De eso estoy seguro. Ya comprendes que no me habría importado en absoluto el que me tirase de una patilla, ni que me sacudiera una o dos veces, si con ello hubiese podido evitarte todos los golpes. Pero cuando, además de un tirón en las patillas o de algunas sacudidas, yo veía que a ti te pegaba con más fuerza, comprendía la inutilidad de interponerme, y por eso me preguntaba: «¿Dónde está el bien que haces al meterte en eso?» El mal era evidente, pero el bien no podía descubrirlo por ninguna parte. ¿Y te parece que ese hombre obraba bien? - Claro que sí, querido Joe. - Pues bien, querido Pip - añadió él. - Si ese hombre obraba siempre bien, no hay duda de que también hacía bien al abstenerse muchas veces, a pesar de su deseo, de que tú y «Thickler» estuvierais separados lo más posible. Por consiguiente, no hay que tratar de asuntos innecesarios. Biddy se esforzó mucho, antes de mi salida, en convencerme de eso, porque tengo la cabeza muy dura. Y ahora que estamos de acuerdo, no hay que pensar más en ello, sino que lo que nos conviene es que cenes, que bebas un poco de agua con vino y luego que te metas entre sábanas. La delicadeza con que Joe evitó el tratar de aquel asunto y el tacto y la bondad con que Biddy le había preparado para eso me impresionaron extraordinariamente. Pero ignoraba aún si Joe estaba enterado de mi pobreza y de que mis grandes esperanzas se habían desvanecido como nuestras nieblas de los marjales ante los rayos del sol. Otra cosa en Joe que no pude comprender cuando empezó a ser aparente fue la siguiente: a medida que me sentía mejor y más fuerte, Joe parecía no estar tan a gusto conmigo. Durante los días de debilidad y de dependencia entera con respecto a él, mi querido amigo había vuelto a adoptar el antiguo tono con que me trataba y, además de tutearme, se dirigía a mí como cuando yo era chiquillo, y eso era para mis oídos una agradable música. Yo también, por mi parte, había vuelto a las costumbres de mi infancia y le agradecía mucho que me lo permitiese. Pero, imperceptiblemente, Joe empezó a abandonar tales costumbres, y aunque al principio me extrañé de ello, pronto pude comprender que la causa estaba en mí y que mía también era toda la culpa. No hay duda de que yo había dado a Joe motivos para dudar de mi constancia y para pensar que en mi prosperidad me olvidaba de él. Sin duda alguna, el inocente corazón de Joe comprendió de un modo instintivo que, a medida que yo me reponía, más se debilitaba la influencia que sobre mí ejercía, y que valía más que él, por sí mismo, mostrase cierta reserva antes de que yo me alejase. En mi tercera o cuarta salida a los jardines del Temple, apoyado en el brazo de Joe, pude observar en él, y muy claramente, este cambio. Habíamos estado sentados tomando la cálida luz del sol y mirando al río, cuando yo dije, en el momento de levantarnos: 225 - Mira, Joe, ya puedo andar por mí mismo y sin apoyo ajeno. Ahora vas a ver como vuelvo solo a casa. - No debes hacer esfuerzos extraordinarios, Pip - contestó Joe; - pero con mucho gusto veré que es usted capaz, señor. Estas últimas palabras me disgustaron mucho, pero ¿cómo podía reconvenirle por ellas? No pasé de la puerta del jardín y fingí estar más débil de lo que realmente me encontraba, rogando a Joe que me permitiese apoyarme en su brazo. Joe consintió, pero se quedó pensativo. Por mi parte, también lo estaba, y no solamente por el deseo de impedir que se realizase este cambio en Joe, sino por la perplejidad en que me sumían mis pensamientos, que me remordían cruelmente. Me avergonzaba decirle cuál era mi situación y cómo había llegado a ella; pero creo que mi repugnancia en contarle todo eso no era completamente indigna. Sin duda alguna, él querría ayudarme con sus pequeñas economías, y, por mi parte, me decía que no era posible consentírselo. Ambos pasamos aquella velada muy preocupados, pero antes de acostarnos resolví esperar al día siguiente, que era domingo, y con la nueva semana empezaría mi nuevo comportamiento. El lunes por la mañana hablaría a Joe acerca de este cambio, dejaría a un lado el último vestigio de mi reserva y le diría cuáles eran mis pensamientos (advirtiendo al lector que aquel segundo lugar no había llegado aún) y por qué había decidido no ir al lado de Herbert, y de este modo no dudaba de que habría vencido para siempr el cambio que en él notaba. A medida que me mostraba más franco, Joe me imitaba, como si él hubiese llegado a alguna resolución. Pasamos apaciblemente el día del domingo y luego salimos al campo para pasear. - No sabes lo que me alegro de haber estado enfermo, Joe - le dije. - Querido Pip, casi ya estás bien. Ya está usted bien, caballero. - Esta temporada la recordaré toda la vida, Joe. - Lo mismo me ocurre a mí, señor - contestó Joe. - Hemos pasado juntos un tiempo muy agradable, Joe, y, por mi parte, no puedo olvidarlo. En otra época pasamos un tiempo juntos, que yo había olvidado últimamente; pero te aseguro que no olvidaré esta última temporada. -Pip-dijo Joe, algo turbado en apariencia.- No sabes cuántas alondras ha habido. Mi querido señor, lo que haya ocurrido entre nosotros… ha ocurrido. Por la noche, en cuanto me hube acostado, Joe vino a mi cuarto, como había hecho durante toda mi convalecencia. Me preguntó si tenía la seguridad de estar tan bien como la mañana anterior. - Sí, Joe. Casi completamente igual. - ¿Estás cada día más fuerte, querido Pip? - Sí, Joe, me voy reforzando cada vez más. Joe dio con su enorme mano algunas palmadas cariñosas sobre la sábana que me cubría el hombro y con voz que me pareció ronca dijo: - Buenas noches. Cuando me levanté a la mañana siguiente, descansado y vigoroso, estaba ya resuelto a decírselo todo a Joe sin más demora. Le hablaría antes de desayunar. Me proponía vestirme en seguida y dirigirme a su cuarto para darle una sorpresa, porque aquél era el primer día en que me levanté temprano. Me dirigí a su habitación, pero observé que no estaba allí, y no solamente no estaba él, sino que también había desaparecido su baúl. Apresuradamente me dirigí hacia la mesa en que solíamos desayunarnos, y en ella encontré una nota escrita, cuyo breve contenido era éste: «Deseando no molestarte, me he marchado porque ya estás completamente bien, querido Pip, y te encontrarás mejor cuando estés solo. »Joe P. S.: Siempre somos buenos amigos». Unido a la carta había el recibo por la deuda y las costas en virtud de lo cual habían querido detenerme. Hasta aquel momento, yo me había figurado que mi acreedor había retirado o suspendido la demanda en espera de mi total restablecimiento, pero jamás me imaginé que Joe la hubiese pagado. Así era, en efecto, y el recibo estaba extendido a su nombre. ¿Qué podia hacer yo, pues, sino seguirle a la vieja y querida fragua y allí hablarle con el corazón en la mano y expresarle mi arrepentimiento, para luego aliviar mi corazón y mi mente de aquella segunda 226 condición que había empezado siendo algo vago en mis propias ideas, hasta que se convirtió en un propósito decidido? Lo cual era que iría ante Biddy, que le mostraría cuán humilde y arrepentido volvía a su lado; le diría cómo había perdido todas mis esperanzas y le recordaría nuestras antiguas confidencias en la época feliz de mi vida. Luego le diría: «Biddy, creo que alguna vez me quisiste, cuando mi errante corazón, a pesar de que se alejaba de ti, se sentía más tranquilo y mejor contigo que en compañía de otra persona cualquiera. Si ahora me quieres tan sólo la mitad de entonces, si puedes aceptarme con todas mis faltas y todas mis desilusiones, si puedes recibirme como a un niño a quien se ha perdonado, y en realidad, Biddy, estoy tan apesadumbrado como si lo fuese, y necesito tanto una voz cariñosa y una mano acariciadora como si todavía fuese pequeño, si todo eso puede ser, creo que ahora soy algo más digno de ti que en otro tiempo, no mucho, desde luego, pero sí algo. Y, además, Biddy, tú has de decir si me dedico a trabajar en la fragua con Joe o si busco otras ocupaciones en esta región o me marcho a un país distante, en donde me espera una oportunidad que desprecié al serme ofrecida, hasta que conociera tu respuesta. Y ahora, querida Biddy, si me dices que podrás ir a través del mundo de mi brazo, harás que ese mundo sea más benigno para conmigo y que yo sea mejor para con él, mientras yo lucharé para convertirlo en lo que tú mereces». Tal era mi propósito. Después de tres días, durante los cuales adelantó algo mi restablecimiento, fui a mi pueblo para ponerlo en ejecución. Y no hay que decir con cuánta prisa me encaminé allá. ...

En la línea 303
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Los hombres no lo habían tocado más que para maltratarle. Todo contacto con ellos había sido una herida. Nunca, desde su infancia, exceptuando a su madre y a su hermana, nunca había encontrado una voz amiga, una mirada benévola. Así, de padecimiento en padecimiento, llegó a la convicción de que la vida es una guerra, y que en esta guerra él era el vencido. Y no teniendo más arma que el odio, resolvió aguzarlo en el presidio, y llevarlo consigo a su salida. ...

En la línea 595
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -Tiempo hubo -murmuró Artegui como respondiéndose a sí mismo- en que creí provenía mi indiferencia de la seguridad de mi vida, y en que deseé deberme a mí mismo, a mí solo, el subsistir. Dos años rehusé los auxilios de mis padres, y, entrando en calidad de socio industrial en una gran empresa, dime a trabajar con ardor. Gané más de lo necesario; me seguía, como rendida amante, la suerte; pero aquella especulación sin tregua ni entrañas me provocaba náuseas, y quise probar alguna labor en que entendimiento y cuerpo fuesen unidos, y en que la ganancia no alcanzase más que a no dejarme morir de hambre. Estudié la medicina, y, aprovechando la guerra que a la sazón ardía en el Norte de España, vine al cuartel de Don Carlos. El nombre de mi padre me abrió todas las puertas y me dediqué a ejercer en los hospitales… ...

En la línea 824
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -Tiene extravagancias y caprichos muy particulares… Hubo un tiempo en que se le antojó trabajar, y entró en una casa de comercio… Después estudió medicina y cirugía, y tengo entendido que deja tamañitos a Rubio y a Camisón… En Madrid se iba a los hospitales, por gusto, a estudiar… En la guerra hizo lo mismo. ¿Sabes tú dónde me lo encontraba yo a veces en Madrid? Pues en el Retiro, mirando al estanque grande fijamente… ¿Qué tienes, chica? ...

En la línea 917
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Prefería Miranda el salón de lectura, donde hallaba cantidad de periódicos españoles, incluso el órgano de Colmenar, que leía dándose tono de hombre político. A Perico se le encontraba con más frecuencia en otro departamento tétrico como una espelunca, las paredes color de avellana tostada, los cortinajes gris sucio con franjas rojas, donde una hilera de bancos de gutapercha moteada hacía frente a otra hilera de mesas, cubiertas con el sacramental, melodramático y resobadísimo tapete verde. Así como la marea al retirarse va dejando en la playa orlas paralelas de algas, así se advertían en los respaldos de los bancos de gutapercha roja series de capas de mugre, depositadas por la cabeza y espaldas de los jugadores, señales que iban en aumento desde el primer banco hasta el último, conforme se ascendía del inofensivo piquet al vertiginoso écarté, porque la hilera empezaba en el juego de sociedad, acabando en el de azar. Los bancos de la entrada estaban limpios, en comparación de los del fondo. Aquella pieza donde tan nefando culto se tributaba a la Ninfa de las aguas fue testigo de hartas proezas de Perico, que, por su semejanza con todas las de la misma laya, no merecen narrarse. Ni menos requiere ser descrito el espectáculo, caro a los novelistas, de las febriles peripecias que en torno de las mesas se sucedían. Tiene el juego en Vichy algo de la higiénica elegancia del pueblo todo, cuyos habitantes se complacen en repetir que en su villa nadie se levantó la tapa de los sesos por cuestión del tapete verde, como sucede en Mónaco a cada paso; de suerte que no se presta la sala del Casino a descripciones del género dramático espeluznante; allí el que pierde se mete las manos en los bolsillos, y sale mejor o peor humorado, según es de nervioso o linfático temperamento, pero convencido de la legalidad de su desplume, que le garantizan agentes de la Autoridad y comisionados de la Compañía arrendataria, presentes siempre para evitar fraudes, quimeras y otros lances, propios solamente de garitos de baja estofa, no de aquellas olímpicas regiones en que se talla calzados los guantes. Es de advertir que Perico, aun siendo de los que más ayudaban a engrasar y bruñir con la pomada de su pelo y el frote de sus lomos los bancos de gutapercha, no realizaba el tipo clásico del jugador que anda en estampas y aleluyas morales y edificantes. Cuando perdía, no le ocurrió jamás tirarse de los cabellos, blasfemar ni enseñar los puños a la bóveda celeste. Eso sí, él tomaba cuantas precauciones caben, a fin de no perder. Análogo es el juego a la guerra: dícese de ambos que los decide la suerte y el destino; pero harto saben los estratégicos consumados que una combinación a la vez instintiva y profunda, analítica y sintética, suele traerles atada de manos y pies la victoria. En una y otra lucha hay errores fatales de cálculo que en un segundo conducen al abismo, y en una y otra, si vencen de ordinario los hábiles, en ocasiones los osados lo arrollan todo y a su vez triunfan. Perico poseía a fondo la ciencia del juego, y además observaba atentamente el carácter de sus adversarios, método que rara vez deja de producir resultados felices. Hay personas que al jugar se enojan o aturden, y obran conforme al estado del ánimo, de tal manera, que es fácil sorprenderlas y dominarlas. Quizá la quisicosa indefinible que llaman vena, racha o cuarto de hora no es sino la superioridad de un hombre sereno y lúcido sobre muchos ebrios de emoción. En resumen: Perico, que tenía movimientos vivos y locuacidad inagotable, pero de hielo la cabeza, de tal suerte entendió las marchas y contramarchas, retiradas y avances de la empeñada acción que todos los días se libraba en el Casino, que después de varias fortunitas chicas, vino a caerle un fortunón, en forma de un mediano legajo de billetes de a mil francos, que se guardó apaciblemente en el bolsillo del chaleco, saliendo de allí con su paso y fisonomía de costumbre, y dejando al perdidoso dado a reflexionar en lo efímero de los bienes terrenales. Aconteció esto al otro día de aquel en que Lucía manifestara a Pilar tal interés por la salud de la madre de Artegui. Era Perico naturalmente desprendido, a menos que careciese de oro para sus diversiones, que entonces escatimaría un maravedí, y avisando a Pilar que estaba en el salón de Damas, reuniose con ella en la azotea, y le dijo dándole el brazo: ...

En la línea 1061
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -Don Ignacio -decía el bueno de Sardiola fue siempre así. Mire usted, del cuerpo dicen que nunca padeció nada… ¡ni un dolor de muelas! pero asegura el ama Engracia que ya desde la cuna tuvo una a modo de enfermedad… allá del alma o del entendimiento, o ¡qué me sé yo! Cuando chiquillo ¡le entraban unos miedos al anochecer y de noche, sin saberse de qué! se le agrandaban los ojos, así, así… (Sardiola trazaba en el espacio con sus dedos pulgar e índice una O cada vez mayor), y se metía en un rincón del aposento, sin llorar, hecho una pelota, y pasábase así quietecito, hasta que amanecía Dios… No quería decir sus visiones; pero un día le confesó a su madre que veía cosas terribles, a todos los de su casa con caras de muertos, bañándose y chapuzándose bonitamente en un charco de sangre… En fin, mil disparates. Lo raro del asunto es que a la luz del sol el señorito fue siempre un león, como todos sabemos… lo que es en la guerra daba gozo verle… ¡bendito Dios! lo mismo se metía entre las balas que si fuesen confites… Nunca usó armas, sino una cartera colgada donde había yo no sé cuántas cosas: bisturíes, lancetas, pinzas, vendas, tafetán… Además tenía los bolsillos atestados de hilas y trapos y algodón en rama… Dígole a usted, señorita, que si se ganasen los grados por no tener asco a los pepinillos liberales, nadie los ganaría mejor que Don Ignacio… Una vez cayó una bomba, así, a dos pasos de él… se la quedó mirando, esperando sin duda a que reventase, y si no lo coge de un brazo el sargento Urrea, que estaba allí cerquita… Ni en las cargas a la bayoneta se retiraba. En una de éstas un soldado guiri, ¡maldita sea su casta!, se fue a él derecho con el pincho en ristre… ¿Qué dirá usted que hizo mi Don Ignacio? no se le ocurre ni al demonio… Lo apartó con la mano como si apartase un mosquito, y el muy bárbaro abatió la bayoneta y se dejó apartar. Tenía el señorito entonces una cara… Válgame Dios y qué cara. Entre seria y afable, que el alma de cántaro aquel debió de quedarse cortado. ...

En la línea 450
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Sir Francis Cromarty, alto, rubio, de cincuenta años de edad, que se había distinguido mucho en la guerra de los cipayos, hubiera verdaderamente merecido a calificación de indígena. Desde su joven edad habitaba en India y no había ido sino muy raras veces a su país natal. Era hombre instruido, que de buena gana hubiera dado informes sobre los usos, historia y organización del país indio, si Phileas Fogg hubiese sido hombre capaz de pedirlos. Pero este caballero no pedía nada. No viajaba, sino que estaba escribendo una circunferencia. Era un cuerpo grave recorriendo una órbita alrededor del globo terrestre, según las leyes de la mecánica racional. En aquel momento rectificaba para sus adentros el cálculo de las horas empleadas desde su salida de Londres, y se hubiera dado un restregón de manos, a no ser enemigo de movimientos inútiles. ...

En la línea 904
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Hong Kong no es más que un islote cuya posesión quedó asegurada para Inglaterra por el Tratado de Tonkín después de la guerra de 1842. En algunos años el genio colonizador de la Gran Bretaña había fundado allí una ciudad importante y creado un puerto, el puerto Victoria. La isla se halla situada en la embocadura del río de Cantón, habiendo solamente sesenta millas hasta la ciudad portuguesa de Macao, construída en la ribera opuesta. Hong Kong debía por necesidad vencer a Macao en la lucha mercantil, y ahora la mayor parte del tránsito chino se efectúa por la ciudad inglesa. Los docks, los hospitales, los muelles, los depósitos, una catedral gótica, la casa del gobernador, calles macadamizadas, todo haría creer que una de las ciudades de los condados de Kent o de Surrey, atravesando la esfera terrestre, se ha trasladado a ese punto de la China, casi en las antípodas. ...

En la línea 906
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Picaporte llegó al puerto Victoria. Allí, en la embocadura del río Cantón, había un hormiguero de buques de todas las naciones: ingleses, franceses, americanos, holandeses, navíos de guerra y mercantes, embarcaciones japonesas y chinas, juncos, sempos, tankas y aun barcos flores que formaban jardines flotantes sobre las aguas. Paseándose, Picaporte observó cierto número de indígenas vestidos de amarillo, muy avanzados en edad. Habiendo entrado en una barbería china para hacerse afeitar a lo chino, supo por el barbero, que hablaba bastante bien el inglés, que aquellos ancianos pasaban todos de ochenta años, porque al llegar a esta edad tenían el privilegio de vestir de amarillo, que es el color imperial. A Picaporte le pareció esto muy chistoso sin saber por qué. ...


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Guerra en Word Reference.
Guerra en la wikipedia.
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