La palabra Grises ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
La llamada de la selva de Jack London
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece grises.
Estadisticas de la palabra grises
Grises es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 8422 según la RAE.
Grises aparece de media 9.65 veces en cada libro en castellano.
Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la grises en las obras de referencia de la RAE contandose 1467 apariciones .
Más información sobre la palabra Grises en internet
Grises en la RAE.
Grises en Word Reference.
Grises en la wikipedia.
Sinonimos de Grises.

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece grises
La palabra grises puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 7126
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Aquella vez los pasantes no tuvieron ningu na gana de reír: ¡tanta era la pinta que Porthos tenía de cortador de orejas!El mosquetero fue introducido junto al señor Coquenard, cuyos oji llos grises brillaron de cólera al ver a su primo todo flamante. ...
En la línea 2549
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Eran lacios sus cabellos, negros como el azabache, angosta su frente, pequeños y grises sus ojos, en los que brillaba una expresión sutil y maligna, mezclada con otra de burla, que le daba un realce singular. ...
En la línea 3574
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... La luna iluminó unas guedejas grises y un semblante rojizo y curtido que al instante reconocí. ...
En la línea 6838
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... ¿Qué opina usted de esto, amigo? Era fácil comprender que había más chanza que malicia en aquel excéntrico y exiguo sujeto, pues sus grandes ojos grises chispeaban de buen humor mientras profería tales atrocidades. ...
En la línea 6928
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Al Este se alzan portentosas colinas y montañas: son el Gebel Muza y su cadena; y aquel su compañero que se levanta a lo lejos es el pico de Tetuán; las brumas grises de la tarde envuelven sus flancos. ...
En la línea 42
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Las Peñas de San Pablo, vistas desde cierta distancia, son de una blancura deslumbradora. Este color se debe, en parte, 'a los excrementos de una inmensa multitud de aves marinas, y en parte, a un revestimiento formado por una sustancia dura, reluciente, con brillo de nácar, que se adhiere con fuerza a la superficie de las rocas. Si se examina con una lente de aumento, se ve que este revestimiento consiste en capas numerosas y en extremo delgadas, ascendiendo su espesor total a una décima de pulgada. Esta sustancia contiene materias animales en gran cantidad, y su formación se debe sin duda ninguna a la acción de la lluvia y de la espuma del mar. He hallado en la Ascensión y en las pequeñas islas Abrolhos, sobre algunas masas de guano pequeñas, ciertos cuerpos en forma de ramos que evidentemente están constituidos de la misma manera que el revestimiento blanco de esas rocas. Estos cuerpos ramificados se asemejan de un modo tan perfecto a ciertas nulíporas (plantas marinas calcáreas muy duras), que, últimamente, al examinar mi colección un poco deprisa, no advertí la diferencia. La extremidad globular de las ramas tiene la misma conformación que el nácar o que el esmalte de los dientes; pero es bastante dura para rayar el vidrio. Quizá no esté fuera de propósito el mencionar aquí que una parte de la costa de la Ascensión donde se encuentran inmensos montones de arena con conchas, el agua del mar deposita en las rocas expuestas a la acción de la' marea una incrustación parecida a ciertas plantas criptógamas (Marchantia), que se notan a menudo en las paredes húmedas; la superficie de las hojas está admirablemente pulimentada; las partes expuestas de lleno a la luz son de un color negro, pero las que se encuentran debajo de un reborde de la roca permanecen, grises. He enseñado a varios geólogos algunas muestras de esas incrustaciones ¡y todos creyeron que son de origen volcánico o ígneo! La dureza y la diafanidad de esas incrustaciones, su pulimento tan perfecto como el de las conchas más bonitas, el olor que exhalan y la pérdida de color que sufren cuando se hace actuar sobre ellas el soplete: todo prueba su íntima analogía con las conchas de los moluscos marinos vivos. ...
En la línea 303
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... debéis saber que el tamaño y las costumbres de los avestruces difieren en las diversas partes del país. Los que habitan en las llanuras de Buenos Aires y de Tucumán son más grandes y tienen plumas blancas, negras y grises; los que viven cerca del estrecho de Magallanes son más pequeños y más hermosos, porque sus plumas blancas tienen el extremo negro y recíprocamente»15. ...
En la línea 617
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... El teatro es bien digno de las escenas que en él pasan. Es una tierra ondulada, de aspecto desolado y triste, cubierta por todas partes de verdaderas turberas y de hierbas bastas: por doquiera el mismo color pardo monótono. Acá y allá un pico o una cadena de rocas grises cuarzosas accidentan la superficie. No hay quien no haya oído hablar del clima de estas regiones; puede compararse al que se encuentra a 1.000 y 2.000 pies de elevación en las montañas del norte del País de Gales; no hace, sin embargo, ni gran frío, ni gran calor, pero llueve mucho más y hace más viento3. ...
En la línea 1142
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Verdad era que sus cincuenta y tantos años parecían sesenta; pero sesenta años de una robustez envidiable; su bigote blanco, su perilla blanca, sus cejas grises le daban venerable y hasta heroico aspecto de brigadier y aun de general. ...
En la línea 6267
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Por lo mismo que estaba segura de salvarse de la tentación francamente criminal de don Álvaro, entregándose a don Fermín, quería desafiar el peligro y se dejaba mirar a las pupilas por aquellos ojos grises, sin color definido, transparentes, fríos casi siempre, que de pronto se encendían como el fanal de un faro, diciendo con sus llamaradas desvergüenzas de que no había derecho a quejarse. ...
En la línea 8218
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Ana que se dejaba devorar por los ojos grises del seductor y le enseñaba sin pestañear los suyos, dulces y apasionados, no pudo en su exaltación notar el amaneramiento, la falsedad del idealismo copiado de su interlocutor; apenas le oía, hablaba ella sin cesar, creía que lo que estaba diciendo él coincidía con las propias ideas; este espejismo del entusiasmo vidente, que suele aparecer en tales casos, fue lo que valió a don Álvaro aquella noche. ...
En la línea 9124
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Una criada, de hábito negro también, entró con una lámpara antigua de bronce, que dejó sobre un velador después de decir con voz de monja acatarrada: ¡Buenas noches! sin levantar los ojos de la alfombra de fieltro, a cuadros verdes y grises. ...
En la línea 73
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Adivinaba el fenómeno comercial, sin acertar a darle nombre, y en vez de echar maldiciones contra los ingleses, como hacía su marido, se dio a discurrir el mejor remedio. ¿Qué corrientes seguirían? La más marcada era la de las novedades, la de la influencia de la fabricación francesa y belga, en virtud de aquella ley de los grises del Norte, invadiendo, conquistando y anulando nuestro ser colorista y romancesco. El vestir se anticipaba al pensar y cuando aún los versos no habían sido desterrados por la prosa, ya la lana había hecho trizas a la seda. ...
En la línea 166
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... El paso de esta situación fraternal a la de amantes no le parecía al joven Santa Cruz cosa fácil. Él, que tan atrevido era lejos del hogar paterno, sentíase acobardado delante de aquella flor criada en su propia casa, y tenía por imposible que las cunitas de ambos, reunidas, se convirtieran en tálamo. Mas para todo hay remedio menos para la muerte, y Juanito vio con asombro, a poco de intentar la metamorfosis, que las dificultades se desleían como la sal en el agua; que lo que a él le parecía montaña era como la palma de la mano, y que el tránsito de la fraternidad al enamoramiento se hacía como una seda. La primita, haciéndose también la sorprendida en los primeros momentos y aun la vergonzosa, dijo también que aquello debía pensarse. Hay motivos para creer que Barbarita se lo había hecho pensar ya. Sea lo que quiera, ello es que a los cuatro días de romperse el hielo ya no había que enseñarles nada de noviazgo. Creeríase que no habían hecho en su vida otra cosa más que estar picoteando todo el santo día. El país y el ambiente eran propicios a esta vida nueva. Rocas formidables, olas, playa con caracolitos, praderas verdes, setos, callejas llenas de arbustos, helechos y líquenes, veredas cuyo término no se sabía, caseríos rústicos que al caer de la tarde despedían de sus abollados techos humaredas azules, celajes grises, rayos de sol dorando la arena, velas de pescadores cruzando la inmensidad del mar, ya azul, ya verdoso, terso un día, otro aborregado, un vapor en el horizonte tiznando el cielo con su humo, un aguacero en la montaña y otros accidentes de aquel admirable fondo poético, favorecían a los amantes, dándoles a cada momento un ejemplo nuevo para aquella gran ley de la Naturaleza que estaban cumpliendo. ...
En la línea 423
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... La casa era tan grande, que los dos matrimonios vivían en ella holgadamente y les sobraba espacio. Tenían un salón algo anticuado, con tres balcones. Seguía por la izquierda el gabinete de Barbarita, luego otro aposento, después la alcoba. A la derecha del salón estaba el despacho de Juanito, así llamado no porque este tuviese nada que despachar allí, sino porque había mesa con tintero y dos hermosas librerías. Era una habitación muy bien puesta y cómoda. El gabinetito de Jacinta, inmediato a esta pieza, era la estancia más bonita y elegante de la casa y la única tapizada con tela; todas las demás lo estaban con colgadura de papel, de un arte dudoso, dominando los grises y tórtola con oro. Veíanse en esta pieza algunas acuarelas muy lindas compradas por Juanito, y dos o tres óleos ligeros, todo selecto y de regulares firmas, porque Santa Cruz tenía buen gusto dentro del gusto vigente. Los muebles eran de raso o de felpa y seda combinadas con arreglo a la moda, siendo de notar que lo que allí se veía no chocaba por original ni tampoco por rutinario. Seguía luego la alcoba del matrimonio joven, la cual se distinguía principalmente de la paterna en que en esta había lecho común y los jóvenes los tenían separados. Sus dos camas de palosanto eran muy elegantes, con pabellones de seda azul. La de los padres parecía un andamiaje de caoba con cabecera de morrión y columnas como las de un sagrario de Jueves Santo. La alcoba de los pollos se comunicaba con habitaciones de servicio, y le seguían dos grandes piezas que Jacinta destinaba a los niños… cuando Dios se los diera. Hallábanse amuebladas con lo que iba sobrando de los aposentos que se ponían de nuevo, y su aspecto era por demás heterogéneo. Pero el arreglo definitivo de estas habitaciones vacantes existía completo en la imaginación de Jacinta, quien ya tenía previstos hasta los últimos detalles de todo lo que se había de poner allí cuando el caso llegara. ...
En la línea 5283
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Don Evaristo se hallaba ya en lastimoso estado. Las piernas las tenía casi completamente paralizadas, y salía a paseo en un cochecillo o sillón de ruedas, que empujaba su criado. Iba a las Vistillas a tomar el sol, y a veces se extendía hasta la Plaza de Oriente por el Viaducto. Al centro de la Villa no venía nunca, y para las relaciones y amistades que en las partes más animadas de Madrid tenía, aquella existencia paralítica y con tantos achaques, aquella vida circunscrita al barrio extremo, eran como una muerte anticipada, pues del verdadero Feijoo, tal como le conocimos, no quedaba ya más que una sombra. Estaba completamente sordo, teniendo que auxiliarse de una trompetilla para recoger algunos sonidos; su inteligencia sufría eclipses, y la memoria se le perdía en ocasiones casi por completo, quedándose en la tristeza del instante presente, sin ayer, sin historia, como si cayera de una nube en mitad de la vida, a la manera de un bólido. Sus distracciones eran ya puramente pueriles. Se pasaba las horas muertas haciendo el juego del bilboquet, o bien entretenido en enredar con los muchos gatos que había en la casa. Todas las crías de la hermosa menina de doña Paca se conservaban, al menos mientras les duraba el donaire de la infancia gatesca. Sentado al sol junto al balcón en su sillón muy cómodo, Feijoo arrojaba a sus graciosos amigos una pelota atada con un hilo, y se divertía con las monísimas cabriolas y morisquetas que hacían los pequeñuelos. Otras veces les tiraba la pelota a lo largo de la enorme estancia, o ataba al hilo un pedazo de trapo, recogiéndolo como recoge el pescador su aparejo, para verlos correr tras él. Cuando entró Fortunata, el juego del hilo y de la pelota estaba suspendido, por ley de variedad, y D. Evaristo tenía en la mano su bilboquet, saltando la bola, y acertando muy raras veces a clavarla en el palo. Dos o tres gatitos blancos con manchas grises enredaban sobre el buen señor. Uno se le subía por la manta que le envolvía las piernas; otro estaba en su regazo sentado sobre los cuartos traseros, refregándose las patas con la lengua y el hocico con la pata; y un tercero se le había subido a un hombro y allí seguía con vivaracha atención los brincos de la bola del bilboquet, marcándolos con la pata en el aire. Lo que él quería era meterte mano a la bola aquella tan bonita. ...
En la línea 2221
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Entre los peces que entrevimos apenas Conseil y yo, citaré a título de inventario los blanquecinos fierasfers, que pasaban como inaprehensibles vapores; los congrios y morenas, serpientes de tres o cuatro metros, ornadas de verde, de azul y de amarillo; las merluzas, de tres pies de largo, cuyo hígado ofrece un plato delicado; las cepolas tenioideas, que flotaban como finas algas; las triglas, que los poetas llaman peces lira y los marinos peces silbantes, cuyos hocicos se adornan con dos láminas triangulares y dentadas que se asemejan al instrumento tañido por el viejo Homero, y triglas golondrinas que nadaban con la rapidez del pájaro del que han tomado su nombre; holocentros de cabeza roja y con la aleta dorsal guarnecida de filamentos; sábalos, salpicados de manchas negras, grises, marrones, azules, verdes y amarillas, que son sensibles al sonido argentino de las campanillas; espléndidos rodaballos, esos faisanes del mar, con forma de rombo, aletas amarillentas con puntitos oscuros y cuya parte superior, la del lado izquierdo, está generalmente veteada de marrón y de amarillo; y, por último, verdaderas bandadas de salmonetes, la versión marítima tal vez de las aves del paraíso, los mismos que en otro tiempo pagaban los romanos hasta diez mil sestercios por pieza, y que hacían morir a la mesa para seguir con mirada cruel sus cambios de color, desde el rojo cinabrio de la vida hasta la palidez de la muerte. ...
En la línea 2244
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... En sus notas, cita entre los moluscos numerosos pectúnculos pectiniformes; espóndilos amontonados unos sobre otros; donácidos o coquinas triangulares; hiálidos tridentados, con parápodos amarillos y conchas transparentes; pleurobranquios anaranjados; óvulas cubiertas de puntitos verdosos; aplisias, también conocidas con el nombre de liebres de mar; dolios; áceras carnosas; umbrelas, propias del Mediterráneo; orejas de mar, cuyas conchas producen un nácar muy estimado; pectúnculos apenachados; anomias, más estimadas que las ostras por los del Languedoc; almejas, tan preciadas por los marselleses; venus verrucosas blancas y grasas; esas almejas del género mercenaria de las que tanto consumo se hace en Nueva York; pechinas operculares o volandeiras de variados colores; litodomos o dátiles hundidos en sus agujeros, cuyo fuerte sabor aprecio yo mucho; venericárdidos surcados con nervaduras salientes en la cima abombada de la concha; cintias erizadas de tubérculos escarlatas; carneiros de punta curvada, semejantes a ligeras góndolas; férolas coronadas; atlantas, de conchas espiraliformes; tetis grises con manchas blancas, recubiertas por su manto festoneado; eólidas, semejantes a pequeñas limazas cavolinias rampando sobre el dorso; aurículas, y entre ellas la aurícula miosotis de concha ovalada; escalarias rojas; litorinas, janturias, peonzas, petrícolas, lamelarias, gorros de Neptuno, pandoras, etc. ...
En la línea 2395
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Aquellos peces del Atlántico no diferían sensiblemente de los que habíamos observado hasta entonces. Rayas de un tamaño gigantesco, de cinco metros de longitud, dotadas de una gran fuerza muscular que les permitía lanzarse por encima de las olas; escualos de diversas especies, entre otros una tintorera de quince pies, de dientes triangulares y agudos, cuya transparencia la hacía casi invisible en medio del agua; sagros oscuros, humantinos en forma de prismas y acorazados con una piel con escamas en forma de tubérculos; esturiones, similares a los del Mediterráneo; singnatostrompetas, de un pie y medio de longitud, de colores amarllo y marrón, provistos de pequeñas aletas grises, sin dientes ni lengua, que desfilaban como finas y flexibles serpientes. Entre los peces óseos, Conseil anotó los makairas negruzcos, de tres metros de largo y armados en su mandíbula superior de una penetrante espada; peces araña de vivos colores, conocidos en la época de Aristóteles con el nombre de dragones marinos, y cuyos aguijones dorsales son muy peligrosos; llampugas de dorso oscuro surcado por pequeñas rayas azules y con los flancos de oro; hermosas doradas; peces luna, como discos con reflejos azulados que se tornaban en manchas plateadas bajo la iluminación de los rayos solares; peces espada de ocho metros de longitud, que iban en grupo, con aletas amarillentas recortadas en forma de hoces y espadas de seis pies de longitud, animales intrépidos, más bien herbívoros que piscívoros, que obedecían a la menor señal de sus hembras como maridos bien amaestrados. ...
En la línea 2487
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... El capitán Nemo resolvió buscar el fondo oceánico por una diagonal suficientemente alargada, por medio de sus planos laterales, a los que se dispuso en un ángulo de 45'. Se llevó a la hélice a su máximo de revoluciones y su cuádruple paleta azotó el agua con una extraordinaria violencia. Bajo esta poderosa presión, el casco del Nautilus se estremeció como una cuerda sonora y se hundió con regularidad en las aguas. Apostados en el salón, el capitán y yo observábamos la aguja del manómetro, que se desviaba rápidamente. Pronto sobrepasamos la zona habitable en que residen la mayoría de los peces. Si algunos de ellos no pueden vivir más que en la superficie de los mares o de los ríos, otros, menos numerosos, se mantienen a profundidades bastante grandes. Entre éstos vi al hexanco, especie de perro marino provisto de seis hendiduras respiratorias; al telescopio, de ojos enormes, al malarmat acorazado, de dorsales grises y pectorales negras, protegidas por un peto de rojas placas óseas, y, por último, al lepidópodo, que, a los mil doscientos metros de profundidad en que vivía, soportaba una presión de ciento veinte atmósferas. ...
En la línea 2017
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Había cumplido veintitrés años. Ni una sola palabra oí hasta entonces que pudiese iluminarme con respecto al asunto de mis esperanzas, y hacía ya una semana que cumplí mi vigesimotercer aniversario. Un año antes habíamos abandonado la Posada de Barnard y vivíamos en el Temple. Nuestras habitaciones estaban en Garden Court, junto al río. El señor Pocket y yo nos habíamos separado hacía algún tiempo por lo que se refiere a nuestras primeras relaciones, pero continuábamos siendo muy buenos amigos. A pesar de mi incapacidad de dedicarme a nada, lo cual creo que se debía a la intranquilidad que me producía la incertidumbre del origen de mis medios de vida, era muy aficionado a leer, y lo hacía regularmente durante muchas horas cada día. El asunto de Herbert progresaba también, y los míos eran tal como los he descrito al terminar el capítulo anterior. Los negocios habían obligado a Herbert a dirigirse a Marsella. Yo estaba solo, y por esta causa experimentaba una penosa sensación. Desanimado y ansioso, esperando que el día siguiente o la semana próxima me dejarían ver con mayor claridad mi camino, echaba de menos el alegre rostro y el simpático carácter de mi amigo. El tiempo era muy malo; tempestuoso y húmedo, en las calles había una cantidad extraordinaria de barro. Día por día llegaban a Londres espesas y numerosas nubes del Este, como si el Oriente fuese una eternidad de nubes y de viento. Tan furiosas habían sido las acometidas del huracán, que hasta algunos edificios elevados de la capital habían perdido los canalones de sus tejados; en la campiña hubo árboles arrancados, alas de molino rotas, y de la costa llegaban tristes relatos de naufragios y de muertes. Estas acometidas furiosas del viento eran acompañadas por violentas ráfagas de lluvia, y terminaba el día que hasta entonces, según pude ver, había sido el peor de todos. En aquella parte del Temple se han hecho muchas transformaciones a partir de entonces, pues ahora ya no es un barrio tan solitario ni está tan expuesto a las alteraciones del río. Vivíamos en lo alto de la última casa, y los embates del viento que subía por el cauce del río estremecían aquella noche la casa como si fuesen cañonazos o las acometidas del agua contra los rompientes. Cuando la lluvia acompañó al viento y se arrojó contra las ventanas, se me ocurrió la idea, mientras miraba a éstas cuando oscilaban, que podía figurarme vivir en un faro combatido por la tempestad. De vez en cuando, el humo bajaba por la chimenea, como si le resultara molesto salir por la parte superior en una noche como aquélla; y cuando abrí la puerta para mirar a la escalera, observé que las luces de ésta se habían apagado. Luego, haciendo con las manos sombra en torno de mi rostro, para mirar a través de las negras ventanas (pues no había que pensar en abrirlas ni poco ni mucho, en vista de la lluvia y del furioso viento), vi que los faroles del patio también se 150 habían apagado y que los de los puentes y los de las orillas del río oscilaban, próximos a apagarse, así como que los fuegos de carbón encendidos en las barcazas que había en el río eran arrastrados a lo lejos por el viento, como rojas manchas entre la lluvia. Leía con el reloj sobre la mesa, decidido a cerrar mi libro a las once de la noche. Cuando lo hice, las campanas de San Pablo y las de todos los relojes de las iglesias de la City, algunas precediendo y otras acompañando, dieron aquella hora. El sonido fue afeado de un modo curioso por el viento; y yo estaba escuchando y pensando, al mismo tiempo, en cómo el viento asaltaba las campanadas y las desfiguraba, cuando oí pasos en la escalera. Nada importa saber qué ilusión loca me hizo sobresaltar, relacionando aquellos pasos con los de mi difunta hermana. Tal ilusión pasó en un momento. Escuché de nuevo y oí los pasos que se acercaban. Recordando, entonces, que estaban apagadas las luces de la escalera, empuñé mi lámpara, a cuya luz solía leer, y me asomé con ella al hueco de la escalera. Quienquiera que estuviese debajo se detuvo al ver la luz, porque ya no se oyó más ruido. - ¿Hay alguien abajo? - pregunté mirando al mismo tiempo. - Sí - dijo una voz desde la oscuridad inferior. - ¿Qué piso busca usted? - El último. Deseo ver al señor Pip. - Ése es mi nombre. ¿Ocurre algo grave? - Nada de particular - replicó la voz. Y aquel hombre subió. Yo sostenía la lámpara por encima de la baranda de la escalera, y él subió lentamente a su luz. La lámpara tenía una pantalla, con objeto de que alumbrara bien el libro, y el círculo de la luz era muy pequeño, de manera que el que subía estaba un momento iluminado y luego se volvía a sumir en la sombra. En el primer momento que pude ver el rostro observé que me era desconocido, aunque pude advertir que miraba hacia mí como si estuviera satisfecho y conmovido de contemplarme. Moviendo la mano de manera que la luz siguiera el camino de aquel hombre, noté que iba bien vestido, aunque con un traje ordinario, como podría ir un viajero por mar. Su cabeza estaba cubierta por largos cabellos grises, de un tono semejante al hierro, y me dije que su edad sería la de unos sesenta años. Era un hombre musculoso, de fuertes piernas, y su rostro estaba moreno y curtido por la exposición a la intemperie. Cuando subía los dos últimos escalones y la luz de la lámpara nos iluminó a ambos, vi, con estúpido asombro, que me tendía ambas manos. - ¿Qué desea usted? - le pregunté. - ¿Que qué deseo?-repitió haciendo una pausa.- ¡Ah, sí! Si me lo permite, ya le explicaré lo que me trae… - ¿Quiere usted entrar? - Sí - contestó -. Deseo entrar, master. Le dirigí la pregunta con acento poco hospitalario, porque me molestaba la expresión de reconocimiento, alegre y complacido, que había notado en sus ojos. Y me molestaba por creer que él, implícitamente, deseaba que correspondiera a ella. Pero le hice entrar en la habitación que yo acababa de dejar, y después de poner la lámpara sobre la mesa le rogué con toda la amabilidad de que fui capaz que explicara el motivo de su visita. Miró alrededor con expresión muy rara - como si se sorprendiese agradablemente y tuviera alguna parte en las cosas que admiraba, - y luego se quitó una especie de gabán ordinario y también el sombrero. Asimismo, vi que la parte superior de su cabeza estaba hendida y calva y que los grises cabellos no crecían más que en los lados. Pero nada advertí que me explicara su visita. Por el contrario, en aquel momento vi que de nuevo me tendía las manos. - ¿Qué se propone usted? - le pregunté, con la sospecha de que estuviera loco. Dejó de mirarme y lentamente se frotó la cabeza con la mano derecha. - Es muy violento para un hombre - dijo con voz ruda y entrecortada, - después de haber esperado este momento y desde tan lejos… Pero no tiene usted ninguna culpa… Ninguno de nosotros la tiene. Me explicaré en medio minuto. Concédame medio minuto, hágame el favor. Se sentó en una silla ante el fuego y se cubrió la frente con sus morenas manos, surcadas de venas. Le observé con la mayor atención y me aparté ligeramente de él, pero no le reconocí. - ¿Hay alguien más por aquí cerca? - preguntó, volviendo la cabeza para mirar hacia atrás. - Me extraña que me haga usted esa pregunta, desconocido como es para mí y después de presentarse en mi casa a tales horas de la noche. 151 - Es usted un buen muchacho - me dijo moviendo la cabeza hacia mí con muestras de afecto, que a la vez me resultaban incomprensibles e irritantes -. Me alegro mucho de que haya crecido, para convertirse en un muchacho tan atrayente. Pero no me haga prender, porque luego se arrepentiría amargamente de haberlo hecho. Abandoné mentalmente la intención que él acababa de comprender, porque en aquel momento le reconocí. Era imposible identificar un simple rasgo de su rostro, pero a pesar de eso le reconocí. Si el viento y la lluvia se hubiesen llevado lejos aquellos años pasados, y al mismo tiempo todos los sucesos y todos los objetos que hubo en ellos, situándonos a los dos en el cementerio en donde por primera vez nos vimos cara a cara y a distinto nivel, no habría podido conocer a mi presidiario más claramente de lo que le conocía entonces, sentado ante el fuego. No habia necesidad de que se sacara del bolsillo una lima para mostrármela, ni que se quitara el pañuelo que llevaba al cuello para ponérselo en torno de la cabeza, ni que se abrazase a sí mismo y echase a andar a través de la habitación, mirando hacia mí para que le reconociese. Le conocí antes de que ayudase de este modo, aunque un momento antes no había sospechado ni remotamente su identidad. Volvió a donde yo estaba y de nuevo me tendió las manos. Sin saber qué hacer, porque, a fuerza de asombro, había perdido el dominio de mí mismo, le di las mías de mala gana. Él las estrechó cordialmente, se las llevó a los labios, las besó y continuó estrechándolas. - Obraste noblemente, muchacho – dijo. - ¡Noble Pip! Y yo jamás lo he olvidado. Al advertir un cambio en sus maneras, como si hasta se dispusiera a abrazarme, le puse una mano en el pecho y le obligué a alejarse. - Basta – dije. - Apártese. Si usted me está agradecido por lo que hice en mi infancia, espero que podrá demostrarme su gratitud comunicándome que ha cambiado de vida. Si ha venido aquí para darme las gracias, debo decirle que no era necesario. Sin embargo, ya que me ha encontrado, no hay duda de que hay algo bueno en el sentimiento que le ha traído, y por eso no le rechazaré… , pero seguramente comprenderá que yo… Mi atención quedó de tal modo atraída por la singularidad de su mirada fija en mí, que las palabras murieron en mis labios. - Decía usted - observó después de mirarnos en silencio-que seguramente comprenderé… ¿Qué debo comprender? - Que no debo renovar con usted aquella relación casual, y ya muy antigua, en estas circunstancias, que son completamente distintas. Me complazco en creer que se ha arrepentido usted, recobrando el dominio de sí mismo. Se lo digo con el mayor gusto. Y también me alegro, creyendo que merezco su gratitud, de que haya venido a darme las gracias. No obstante, nuestros caminos son muy distintos. Está usted mojado de pies a cabeza y parece muy fatigado. ¿Quiere beber algo antes de marcharse? Había vuelto a ponerse el pañuelo en torno del cuello, aunque sin apretar el nudo, y se quedó mirándome con la mayor atención mordiendo una punta de aquél. - Me parece - me contestó, sin dejar de morder el pañuelo y mirándome fijamente-que beberé antes de marcharme, y por ello también le doy las gracias. En una mesita auxiliar había una bandeja. La puse encima de la mesa inmediata al fuego, y le pregunté qué prefería. Señaló una de las botellas sin mirarla y sin decir una palabra, y yo le serví un poco de agua caliente con ron. Me esforcé en que no me temblara la mano en tanto que le servía, pero su mirada fija en mí mientras se recostaba en su silla, con el extremo del pañuelo entre sus dientes, cosa que hacía tal vez sin darse cuenta, fue causa de que me resultara difícil contener el temblor de la mano. Cuando por fin le serví el vaso, observé con el mayor asombro que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Hasta entonces, yo había permanecido en pie, sin tratar de disimular mi deseo de que se marchara cuanto antes. Pero me ablandé al observar el suavizado aspecto de aquel hombre y sentí el mudo reproche que me dirigía. - Espero - dije sirviéndome apresuradamente algo de beber yo también y acercando una silla a la mesa -, espero que no creerá usted que le he hablado con rudeza. No tenía intención de hacerlo, pero, si así fue, lo lamento mucho. Deseo que sea usted feliz y se encuentre a su gusto. Cuando me llevé el vaso a los labios, él miró sorprendido el extremo de su pañuelo, dejándolo caer al abrir la boca, y luego me tendió la mano. Yo le di la mía, y ambos bebimos. Hecho esto, se pasó la manga de su traje por los ojos y la frente. - ¿Cuál es su profesión? - le pregunté. -He tenido rebaños de ovejas, he sido criador de reses y otros oficios semejantes en el Nuevo Mundo – contestó; - es decir, a muchos millares de millas de aquí y a través del agua tempestuosa. 152 - Espero que habrá usted ganado dinero. - Mucho, muchísimo. Otros que se dedicaban a lo mismo hicieron también bastante dinero, pero nadie tanto como yo. Fui famoso por esta causa. - Me alegro mucho. - Espero que se alegrará usted más todavía, mi querido joven. Sin tratar de averiguar el sentido de tales palabras ni la razón del tono con que fueron pronunciadas, volví mi atención al detalle que acababa de presentarse a mi mente. - ¿Ha visto alguna vez al mensajero que me mandó, después que él hubo cumplido el encargo que usted le diera? - No le he echado la vista encima. No era fácil tampoco que le viese. - Pues él cumplió fielmente el encargo y me entregó dos billetes de una libra esterlina. Entonces yo era un pobre niño, como ya sabe usted, y, para mí, aquella cantidad era casi una pequeña fortuna. Pero, como usted, he progresado desde entonces y va a permitirme que se las devuelva. Podrá usted emplearlas regalándolas a otro muchacho pobre. Hablando así, saqué mi bolsa. Él me observó mientras la dejaba sobre la mesa y la abría, y no apartó sus ojos de mí mientras separaba dos billetes de una libra esterlina de la cantidad que contenía. Los billetes eran limpios y nuevos. Los desplegué y se los ofrecí. Sin dejar de observarme, los puso uno sobre otro, los dobló a lo largo, los retorció, les prendió fuego en la lámpara y dejó caer las cenizas en la bandeja. - ¿Me permitirá usted que le pregunte - dijo entonces con una sonrisa ceñuda o con sonriente ceño - cómo ha progresado usted desde que ambos nos vimos en los marjales? - ¿Cómo? - Sí. Vació su vaso, se levantó y fue a situarse al lado del fuego, apoyando su grande y morena mano en la chimenea. Apoyó un pie en la barra de hierro que había ante el fuego, con objeto de secárselo y calentarlo, y su húmeda bota empezó a humear; pero él no la miraba ni tampoco se fijaba en el fuego, sino que me contemplaba con la mayor atención. Entonces fue cuando empecé a temblar. Cuando se entreabrieron mis labios y formulé algunas palabras que no se pudieron oír, hice fuerza en mí mismo para decirle, aunque no con mucha claridad, que había sido elegido para heredar algunas propiedades. - ¿Me permite usted preguntar qué propiedades son ésas? - No lo sé - respondí tartamudeando. - ¿Y puedo saber de quién son esas propiedades? - añadió. - Lo ignoro - contesté del mismo modo. -Me parece que podría adivinar-dijo el ex presidiario - la cantidad que recibe usted anualmente desde que es mayor de edad. Refiriéndome a la primera cifra, me parece que es un cinco. Mientras me latía el corazón apresurada y desordenadamente, me puse en pie, apoyando la mano en el respaldo de la silla y mirando, muy apurado, a mi interlocutor. - Y con respecto a un tutor – continuó, - indudablemente existía un tutor o algo parecido mientras usted era menor de edad. Es posible que fuese abogado, y me parece que no me equivocaré mucho al afirmar que la primera letra de su nombre es una J. En aquel momento comprendí toda la verdad de mi situación, y sus inconvenientes, peligros, deshonras y consecuencias de todas clases me invadieron en tal multitud, que me senté anonadado y tuve que esforzarme extraordinariamente para continuar respirando. - Supongamos - continuó - que el que comisionó a aquel abogado, cuyo nombre empieza por una J y que muy bien puede ser Jaggers, supongamos que, atravesando el mar, hubiese llegado a Portsmouth y que, desembarcando allí, hubiera deseado venir a hacerle una visita a usted. «¿Y cómo me ha descubierto usted?», se preguntará. Pues bien, escribí desde Portsmouth a una persona de Londres pidiéndole las señas de usted. ¿Y quiere saber cómo se llama esa persona? Pues es un tal Wemmick. Ni para salvar mi vida habría podido pronunciar entonces una sola palabra. Allí estaba con una mano apoyada en un respaldo de la silla y la otra en mi pecho, pareciéndome que me ahogaba. Así miraba yo a mi extraño interlocutor, y tuve que agarrarme con fuerza a la silla al observar que la habitación parecía dar vueltas alrededor de mí. Él me cogió, me llevó al sofá, me tendió sobre los almohadones y se arrodilló a mi lado, acercando el rostro, que ahora recordaba muy bien y que me hacía temblar, hasta ponerlo a muy poca distancia del mío propio. - Sí, Pip, querido muchacho. He hecho de ti un caballero. Soy yo quien ha hecho eso. Aquel día juré que si lograba ganar una guinea, sería para ti. Y, más tarde, cuando empecé a especular y a enriquecerme, me 153 juré que serías rico. Viví sufriendo grandes penalidades para que tú vivieses cómodamente. Trabajé con la mayor energía para que tú no tuvieras que hacerlo. ¡Qué cosas tan raras! ¿Verdad, muchacho? ¿Y crees que te lo digo para que estés agradecido? De ninguna manera. Te lo digo tan sólo para que sepas que aquel perro cuya vida contribuiste a sostener levantó la cabeza a tal altura para poder hacer de ti un caballero. Y, en efecto, Pip, has llegado a ser un caballero. El aborrecimiento que me inspiraba aquel hombre y el temor que sentía hacia él, así como la repugnancia que me obligó a evitar su contacto, no habrían podido ser mayores de haber sido un animal terrible. -Mira, Pip. Soy tu segundo padre. Tú eres mi hijo y todavía más que un hijo. He ahorrado mucho dinero tan sólo para que tú puedas gastarlo. Cuando me alquilaron como pastor y vivía en una cabaña solitaria, sin ver más que las ovejas, hasta que olvidé cómo eran los rostros de los hombres y las mujeres, aun entonces, mentalmente, seguía viendo tu rostro. Muchas veces se me ha caído el cuchillo de las manos en aquella cabaña, cuando comía o cenaba, y entonces me decía: «Aquí está otra vez mi querido muchacho contemplándome mientras como y bebo». Te vi muchas veces, con tanta claridad como el día en que te encontré en los marjales llenos de niebla. «Así Dios me mate - decía con frecuencia, y muchas veces al aire libre, para que me oyese el cielo, - pero si consigo la libertad y la riqueza, voy a hacer un caballero de ese muchacho». Y ahora mira esta vivienda tuya, digna de un lord. ¿Un lord? ¡Ah!, tendrás dinero más que suficiente para hacer apuestas con los lores y para lograr ventajas sobre ellos. En su vehemencia triunfal, y dándose cuenta de que yo había estado a punto de desmayarme, no observó la acogida que presté a sus palabras. Éste fue el único consuelo que tuve. - Mira - continuó, sacándome el reloj del bolsillo y volviendo hacia él una sortija que llevaba mi dedo, mientras yo rehuía su contacto como si hubiese sido una serpiente. - El reloj es de oro, y la sortija, magnífica. Ambas cosas dignas de un caballero. Y fíjate en tu ropa blanca: fina y hermosa. Mira tu traje: mejor no puede encontrarse. Y también tus libros - añadió mirando alrededor, - que llenan todos los estantes, a centenares. Y tú los lees, ¿no es verdad? Me habría gustado encontrarte leyendo al llegar. ¡Ja, ja, ja! Luego me leerás algunos, querido Pip, y si son en algún idioma extranjero que yo no entienda, no por eso me sentiré menos orgulloso. De nuevo llevó mis manos a sus labios, en tanto que la sangre parecía enfriarse en mis venas. - No hay necesidad de que hables, Pip - dijo, volviendo a pasarse la manga por los ojos y la frente, mientras su garganta producía aquel ruido que yo recordaba tan bien. Y lo más horrible de todo era el darme cuenta del afecto con que hablaba. - Lo mejor que puedes hacer es permanecer quieto, querido Pip. Tú no has pensado en nuestro encuentro tanto tiempo como yo. No estabas preparado para eso, como lo estaba yo. Pero sin duda jamás te imaginaste que sería yo. -¡Oh, no, no!-repliqué-. ¡Nunca, nunca! - ¡Pues bien, ya ves que era yo y sin ayuda de nadie! No ha intervenido en el asunto nadie más que yo mismo y el señor Jaggers. - ¿Ninguna otra persona? - pregunté. - No - contestó, sorprendido. - ¿Quién más podía haber intervenido? Pero déjame que te diga, querido Pip, que te has convertido en un hombre muy guapo. Y espero que te habrán conquistado algunos bellos ojos. ¿No hay alguna linda muchacha de la que estés enamorado? - ¡Oh, Estella, Estella! -Pues será tuya, querido hijo, siempre en el supuesto de que el dinero pueda conseguirlo. No porque un caballero como tú, de tan buena figura y tan instruido, no pueda conquistarla por sí mismo; pero el dinero te ayudará. Ahora déjame que acabe lo que te iba diciendo, querido muchacho. De aquella cabaña y del tiempo que pasé haciendo de pastor recibí el primer dinero, pues, al morir, me lo dejó mi amo, que había sido lo mismo que yo, y así logré la libertad y empecé a trabajar por mi cuenta. Y todas las aventuras que emprendía, lo hacía por ti. «Dios bendiga mi empresa - decía al emprenderla -. No es para mí, sino para él.» Y en todo prosperé de un modo maravilloso. Para que te des cuenta, he de añadir que me hice famoso. El dinero que me legaron y las ganancias del primer año lo mandé todo al señor Jaggers, todo para ti. Entonces él fue en tu busca, de acuerdo con las instrucciones que le di por carta. ¡Oh, ojalá no hubiese venido! ¡Pluguiese a Dios que me dejara en la fragua, lejos de ser feliz, pero, sin embargo, dichoso en comparación con mi estado actual! - Y entonces, querido Pip, recibí la recompensa sabiendo secretamente que estaba haciendo de ti un caballero. A veces, los caballos de los colonos me llenaban de polvo cuando yo iba andando. Pero yo me decía: «Estoy haciendo ahora un caballero que será mucho mejor que todos los demás.» Y cuando uno decía a otro: «Hace pocos años era un presidiario y además es un hombre ordinario e ignorante. Sin embargo, tiene mucha suerte», entonces yo pensaba: «Si yo no soy un caballero ni tengo instrucción, por lo 154 menos soy propietario de uno de ellos. Todo lo que vosotros poseéis no es más que ganado y tierras, pero ninguno de vosotros tiene, como yo, un caballero de Londres.» Así me consolaba y así continuaba viviendo, y también de ese modo continué ganando dinero, hasta que me prometí venir un día a ver a mi muchacho y darme a conocer a él en el mismo sitio en que vivía. Me puso la mano en el hombro, y yo me estremecí ante la idea de que, según imaginaba, aquella mano pudiera estar manchada de sangre. - No me fue fácil, Pip, salir de allí, ni tampoco resultaba muy seguro. Pero yo estaba empeñado, y cuanto más difícil resultaba, mayor era mi decisión, porque estaba resuelto a ello. Y por fin lo he hecho. Sí, querido Pip, lo he hecho. Traté de reunir mis ideas, pero estaba aturdido. Me parecía haber prestado mayor atención a los rugidos del viento que a las palabras de mi compañero; pero no me era posible separar la voz de éste de los silbidos de aquél, aunque seguía oyéndolos cuando él permanecía callado. - ¿Dónde me alojarás? - preguntó entonces. - Ya comprenderás, querido Pip, que he de quedarme en alguna parte. - ¿Para dormir? - dije. - Sí, para dormir muchas horas y profundamente – contestó, - porque he pasado meses y meses sacudido y mojado por el agua del mar. -Mi amigo y compañero-dije levantándome del sofáestá ausente; podrá usted disponer de su habitación. - ¿Volverá mañana? - preguntó. - No - contesté yo casi maquinalmente a pesar de mis extraordinarios esfuerzos. - No volverá mañana. - Lo pregunto, querido Pip - dijo en voz baja y apoyando un dedo en mi pecho, - porque es preciso tener la mayor precaución. - ¿Qué quiere usted decir? ¿Precaución? - ¡Ya lo creo! Corro peligro de muerte. - ¿Qué muerte? - Fui deportado de por vida. Y el volver equivale a la muerte. Durante estos últimos años han vuelto muchos que se hallaban en mi caso, y, sin duda alguna, me ahorcarían si me cogiesen. ¡Sólo faltaba eso! Aquel desgraciado, después de cargarme con su oro maldito y con sus cadenas de plata, durante años enteros, arriesgaba la vida para venir a verme, y allí le tenía a mi custodia. Si le hubiese amado en vez de aborrecerle, si me hubiera sentido atraído a él por extraordinaria admiración y afecto, en vez de sentir la mayor repugnancia, no habría sido peor. Por el contrario, habría sido mejor, porque su seguridad sería lo más importante del mundo para mi corazón. Mi primer cuidado fue cerrar los postigos, a fin de que no se pudiese ver la luz desde el exterior, y luego cerrar y atrancar las puertas. Mientras así lo hacía, él estaba sentado a la mesa, bebiendo ron y comiendo bizcochos; yo, al verle entretenido así, creí contemplar de nuevo al presidiario en los marjales mientras comía. Y casi me pareció que pronto se inclinaría hacia su pierna para limar su grillete. Cuando hube entrado en la habitación de Herbert, cerrando toda comunicación entre ella y la escalera, a fin de que no quedase otro paso posible que la habitación en que habíamos estado conversando, pregunté a mi compañero si quería ir a acostarse. Contestó afirmativamente, pero me pidió algunas prendas de mi ropa blanca de caballero para ponérselas por la mañana. Se las entregué y se las dejé dispuestas, y pareció interrumpirse nuevamente el curso de la sangre en mis venas cuando de nuevo me estrechó las manos para desearme una buena noche. Me alejé de él sin saber cómo lo hacía; reanimé el fuego en la estancia en que habíamos permanecido juntos y me senté al lado de la chimenea, temeroso de irme a la cama. Durante una o dos horas estuve tan aturdido que apenas pude pensar; pero cuando lo logré, me di cuenta de lo desgraciado que era y de que la nave en que me embarcara se había destrozado por completo. Era evidente que las intenciones de la señorita Havisham con respecto a mí no eran nada más que un sueño; sin duda alguna, Estella no me estaba destinada; en la casa Satis se me toleraba como algo conveniente, como si fuese una espina para los avarientos parientes, como un modelo dotado de corazón mecánico a fin de que Estella se practicase en mí cuando no había nadie más en quien hacerlo; éstas fueron las primeras ideas que se presentaron a mi mente. Pero el dolor más agudo de todos era el de que, a causa de aquel presidiario, reo de ignorados crímenes y expuesto a ser cogido en mis propias habitaciones para ser ahorcado en Old Bailey, yo había abandonado a Joe. Entonces no habría querido volver al lado de Joe ni al de Biddy por nada del mundo; aunque me figuro que eso se debía a la seguridad que tenía de que mi indigna conducta hacia ellos era más culpable de lo que 155 me había figurado. Ninguna sabiduría en la tierra podría darme ahora el consuelo que habría obtenido de su sencillez y de su fidelidad; pero jamás podría deshacer lo hecho. En cada una de las acometidas del viento y de la lluvia parecíame oír el ruido de los perseguidores. Por dos veces habría jurado que llamaban a la puerta y que al otro lado alguien hablaba en voz baja. Con tales temores, empecé a recordar que había recibido misteriosos avisos de la llegada de aquel hombre. Me imaginé que durante las semanas anteriores vi en las calles algunos rostros que me parecieron muy semejantes al suyo. Díjeme que aquellos parecidos habían sido más numerosos a medida que él se acercaba a Inglaterra, y estaba seguro de que su maligno espíritu me había mandado, de algún modo, aquellos mensajeros, y, en aquella noche tempestuosa, él valía tanto como su palabra y estaba conmigo. Entre estas reflexiones, se me ocurrió la de que, con mis ojos infantiles, le juzgué hombre violento y desesperado; que había oído al otro presidiario asegurar reiteradamente que había querido asesinarle; y yo mismo le vi en el fondo de la zanja, luchando con la mayor fiereza con su compinche. Y tales recuerdos me aterraron, dándome a entender que no era seguro para mí el estar encerrado con él en lo más profundo de aquella noche solitaria y tempestuosa. Y este temor creció de tal manera, que por fin me obligó a tomar una bujía para ir a ver a mi terrible compañero. Éste se había envuelto la cabeza en un pañuelo y su rostro estaba inmóvil y sumido en el sueño. Dormía tranquilamente, aunque en la almohada se veía una pistola. Tranquilizado acerca del particular, puse suavemente la llave en la parte exterior de la puerta y le di la vuelta para cerrar antes de sentarme junto al fuego. Gradualmente me deslicé de mi asiento y al fin me quedé tendido en el suelo. Cuando desperté, sin que durante mi sueño hubiese olvidado mi desgracia, los relojes de las iglesias de la parte oriental de Londres daban las cinco de la madrugada, las bujías se habían consumido, el fuego estaba apagado y el viento y la lluvia intensificaban las espesas tinieblas. ÉSTE ES EL FINAL DE LA SEGUNDA FASE DE LAS ESPERANZAS DE PIP ...
En la línea 2057
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Por espacio de once años no había visto a Joe ni a Biddy con los ojos del cuerpo, aunque con mucha frecuencia habían estado presentes ante los de mi alma. Una nocha de diciembre, una hora o dos después de oscurecer, apoyé suavemente la mano en el picaporte de la vieja puerta de la cocina. Lo hice con tanta suavidad que no me oyó nadie, y, sin que se dieran cuenta de mi presencia, miré al interior. Allí, fumando su pipa en el lugar acostumbrado ante la luz del fuego, tan fuerte y tan robusto como siempre, aunque con los cabellos grises, estaba Joe; y, protegido en un rincón por la pierna de éste y sentado en mi taburetito, vi que, mirando al fuego, estaba… ¿yo mismo, acaso? - Le dimos el nombre de Pip en recuerdo tuyo - dijo Joe, alegre en extremo, cuando yo me senté en otro taburete al lado del niño (aunque me guardé muy bien de mesarle el cabello) y esperamos que se parecerá bastante a ti. Así pensaba yo también, y a la mañana siguiente me lo llevé a dar un paseo. Hablamos mucho, y mutuamente nos comprendimos a la perfección. Luego le llevé al cementerio, le hice sentar en determinada tumba y él me mostró desde aquel lugar la losa consagrada a la memoria de «Philip Pirrip, último de la parroquia, y también de Georgiana, esposa del anterior». - Biddy - dije al hablar con ella después de comer y mientras su hijito dormía en su regazo. - Es preciso que me des a Pip, o me lo prestes. - De ningún modo - contestó Biddy cariñosamente. - Es preciso que te cases. - Lo mismo me dicen Herbert y Clara, pero yo no soy de la misma opinión, Biddy. Me he establecido ya en su casa de un modo tan permanente, que no es fácil que esto ocurra. Soy un solterón a perpetuidad. Biddy miró al niño, se llevó su manecita a los labios y luego, con la misma mano bondadosa, me tocó la mía. En aquella acción y en la ligera presión de la sortija de boda de Biddy hubo algo que en sí era muy elocuente. - Querido Pip - dijo Biddy. - ¿Estás seguro de no sentirte enojado con ella? - ¡Oh, no! Me parece que no, Biddy. - Dímelo como a una antigua amiga. ¿La has olvidado ya? - Mi querida Biddy, no he olvidado en mi vida nada que se haya relacionado con este lugar. Pero aquel pobre sueño, como solía llamarlo, ha desaparecido por completo. Pero aún, mientras decía estas palabras, estaba convencido de mi deseo secreto de volver a visitar el lugar en que existiera la antigua casa, y en recuerdo de ella. Sí: en recuerdo de Estella. Habíame enterado de que su vida era muy desgraciada; de que se separó de su marido, que la trataba con la mayor crueldad y que llegó a ser famoso por su orgullo, su avaricia, su brutalidad y su bajeza. También me enteré de la muerte de su marido a causa de un accidente debido al mal trato que dio a un caballo. Esta liberación de Estella ocurrió dos años antes y, según me figuraba, se habría casado ya otra vez. Como en casa de Joe se comía temprano, tenía tiempo más que suficiente, sin necesidad de apresurar el rato de charla con Biddy, para ir a hacer la visita deseada antes de que oscureciese. Pero como me entretuve mucho por el camino, mirando cosas que recordaba y pensando en los tiempos pasados, declinaba ya el día cuando llegué allí. Ya no existía la casa, ni la fábrica de cerveza, ni construcción alguna, a excepción de la tapia del antiguo jardín. El terreno había sido rodeado con una mala cerca, y mirando por encima de ella observé que parte de la antigua hiedra había retoñado y crecía verde y fresca sobre los montones de ruinas. Como la puerta de esa cerca estaba entreabierta, la acabé de abrir y penetré en el recinto. Una niebla fría y plateada envolvía el atardecer, y la luna no había salido para disiparla. Pero las estrellas brillaban más allá de la niebla y salía ya la luna, de modo que la noche no era oscura. Distinguí perfectamente dónde había estado la antigua casa, la fábrica de cerveza, las puertas y los barriles. Después de esto y cuando miraba la desolada cerca del jardín, vi en él a una figura solitaria. Ésta pareció haberme descubierto también mientras yo avanzaba. Hasta entonces se había ido acercando, pero luego se quedó quieta. Yo me aproximé y me di cuenta de que era una mujer. Y, al acercarme más, estuvo a punto de alejarse, pero por fin se detuvo, permitiéndome llegar a su lado. Luego, como si estuviera muy sorprendida, pronunció mi nombre, y yo, al reconocerla, exclamé: - ¡Estella! - Estoy muy cambiada. Me extraña que me reconozca usted. En realidad, había perdido la lozanía de su belleza, pero aún conservaba su indescriptible majestad y su extraordinario encanto. Esos atractivos ya los conocía, pero lo que nunca vi en otros tiempos era la luz suavizada y entristecida de aquellos ojos, antes tan orgullosos, y lo que nunca sentí en otro tiempo fue el contacto amistoso de aquella mano, antes insensible. Nos sentamos en un banco cercano, y entonces dije: 231 - Después de tantos años es realmente extraño, Estella, que volvamos a encontrarnos en el mismo lugar que nos vimos por vez primera. ¿Viene usted aquí a menudo? -Desde entonces no había vuelto. - Yo tampoco. La luna empezó a levantarse, y me recordó aquella plácida mirada al techo blanco, que ya había pasado, y recordé también la presión en mi mano en cuanto yo hube pronunciado las últimas palabras que él oyó en este mundo. Estella fue la primera en romper el silencio que reinaba entre nosotros. -Muchas veces había esperado, proponiéndome volver, pero me lo impidieron numerosas circunstancias. ¡Pobre, pobre lugar éste! La plateada niebla estaba ya iluminada por los primeros rayos de luz de la luna, que también alumbraban las lágrimas que derramaban sus ojos. Entonces, ignorando que yo las veía y ladeándose para ocultarlas, añadió: - ¿Se preguntaba usted, acaso, mientras paseaba por aquí, cómo ha llegado a transformarse este lugar? - Sí, Estella. - El terreno me pertenece. Es la única posesión que no he perdido. Todo lo demás me ha sido arrebatado poco a poco; pero pude conservar esto. Fue el objeto de la única resistencia resuelta que llegué a hacer en los miserables años pasados. - ¿Va a construirse algo aquí? -Sí. Y he venido a darle mi despedida antes de que ocurra este cambio. Y usted - añadió con voz tierna para una persona que, como yo, vivía errante, - ¿vive usted todavía en el extranjero? - Sí. - ¿Le va bien? - Trabajo bastante, pero me gano la vida y, por consiguiente… , sí, sí, me va bien. - Muchas veces he pensado en usted - dijo Estella. - ¿De veras? -últimamente con mucha frecuencia. Pasó un tiempo muy largo y muy desagradable, cuando quise alejar de mi memoria el recuerdo de lo que desdeñé cuando ignoraba su valor; pero, a partir del momento en que mi deber no fue incompatible con la admisión de este recuerdo, le he dado un lugar en mi corazón. - Pues usted siempre ha ocupado un sitio en el mío - contesté. Guardamos nuevamente silencio, hasta que ella habló, diciendo: - Poco me figuraba que me despediría de usted al despedirme de este lugar. Me alegro mucho de que sea así. - ¿Se alegra de que nos despidamos de nuevo, Estella? Para mí, las despedidas son siempre penosas. Para mí, el recuerdo de nuestra última despedida ha sido siempre triste y doloroso. - Usted me dijo - replicó Estella con mucha vehemencia-: «¡Dios la bendiga y la perdone!» Y si entonces pudo decirme eso, ya no tendrá inconveniente en repetírmelo ahora, ahora que el sufrimiento ha sido más fuerte que todas las demás enseñanzas y me ha hecho comprender lo que era su corazón. He sufrido mucho; mas creo que, gracias a eso, soy mejor ahora de lo que era antes. Sea considerado y bueno conmigo, como lo fue en otro tiempo, y dígame que seguimos siendo amigos. - Somos amigos - dije levantándome e inclinándome hacia ella cuando se levantaba a su vez. -Y continuaremos siendo amigos, aunque vivamos lejos uno de otro - dijo Estella. Yo le tomé la mano y salimos de aquel desolado lugar. Y así como las nieblas de la mañana se levantaron, tantos años atrás, cuando salí de la fragua, del mismo modo las nieblas de la tarde se levantaban ahora, y en la dilatada extensión de luz tranquila que me mostraron, ya no vi la sombra de una nueva separación entre Estella y yo. ...
En la línea 80
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Era un hombre que había rebasado los cincuenta, robusto y de talla media. Sus escasos y grises cabellos coronaban un rostro de un amarillo verdoso, hinchado por el alcohol. Entre sus abultados párpados fulguraban dos ojillos encarnizados pero llenos de vivacidad. Lo que más asombraba de aquella fisonomía era la vehemencia que expresaba ‑y acaso también cierta finura y un resplandor de inteligencia‑, pero por su mirada pasaban relámpagos de locura. Llevaba un viejo y desgarrado frac, del que sólo quedaba un botón, que mantenía abrochado, sin duda con el deseo de guardar las formas. Un chaleco de nanquín dejaba ver un plastrón ajado y lleno de manchas. No llevaba barba, esa barba característica del funcionario, pero no se había afeitado hacía tiempo, y una capa de pelo recio y azulado invadía su mentón y sus carrillos. Sus ademanes tenían una gravedad burocrática, pero parecía profundamente agitado. Con los codos apoyados en la grasienta mesa, introducía los dedos en su cabello, lo despeinaba y se oprimía la cabeza con ambas manos, dando visibles muestras de angustia. Al fin miró a Raskolnikof directamente y dijo, en voz alta y firme: ...
En la línea 554
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... La vieja, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos, grises, ralos, empapados en aceite, se agrupaban en una pequeña trenza que hacía pensar en la cola de una rata, y que un trozo de peine de asta mantenía fija en la nuca. Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó en la parte anterior de la cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo único que tuvo tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las manos. En una de ellas tenía aún el paquetito. Raskolnikof le dio con todas sus fuerzas dos nuevos hachazos en el mismo sitio, y la sangre manó a borbotones, como de un recipiente que se hubiera volcado. El cuerpo de la víctima se desplomó definitivamente. Raskolnikof retrocedió para dejarlo caer. Luego se inclinó sobre la cara de la vieja. Ya no vivía. Sus ojos estaban tan abiertos, que parecían a punto de salírsele de las órbitas. Su frente y todo su rostro estaban rígidos y desfigurados por las convulsiones de la agonía. ...
En la línea 1097
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Y extendió ante Raskolnikof unos pantalones grises de una frágil tela estival. ...
En la línea 1651
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... En medio de la calle había una elegante calesa con un tronco de dos vivos caballos grises de pura sangre. El carruaje estaba vacío. Incluso el cochero había dejado el pescante y estaba en pie junto al coche, sujetando a los caballos por el freno. Una nutrida multitud se apiñaba alrededor del vehículo, contenida por agentes de la policía. Uno de éstos tenía en la mano una linterna encendida y dirigía la luz hacia abajo para iluminar algo que había en el suelo, ante las ruedas. Todos hablaban a la vez. Se oían suspiros y fuertes voces. El cochero, aturdido, no cesaba de repetir: ...
En la línea 1142
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Era él. Estaba muy pálido y temblaba ligeramente. Sus cabellos, grises aún cuando llegó a Arras, se habían vuelto completamente blancos. Había encanecido en una hora. ...
En la línea 1186
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... El señor Magdalena entró en la habitación y se paró junto a la cama; miraba alternativamente a la enferma y al crucifijo, lo mismo que dos meses antes cuando la visitó por primera vez. El rezaba, ella dormía, pero en aquellos dos meses los cabellos de Fantina se habían vuelto grises y los de Magdalena blancos. ...
En la línea 345
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Y aquí podría acabar la historia de Buck. No transcurrieron muchos años antes de que los yeehat notasen un cambio en la raza de los lobos grises, porque comenzaron a verse algunos con manchas pardas en la cabeza y el hocico, o con una franja blanca dividiéndoles el pecho. Pero más extraordinario aún es que recuerden un Perro Fantasma corriendo al frente de la manada. Los yeehat le temen porque es más astuto que ellos, se mete en sus campamentos a robar cuando el invierno es crudo, les desbarata las trampas, les mata los perros y desafia a sus cazadores más valientes. ...
En la línea 764
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... La única persona que se consagró a que Pilar observase el régimen saludable, fue, pues, Lucía. Hízolo movida de la necesidad de abnegación que experimentan las naturalezas ricas y jóvenes, a quienes su propia actividad tortura y han menester encaminarla a algún fin, y del instinto que impulsa a dar de comer al animal a quien todos descuidan, o a coger de la mano al niño abandonado en la calle. Al alcance de Lucía sólo estaba Pilar, y en Pilar puso sus afectos. Perico Gonzalvo no simpatizaba con Lucía, encontrándola muy provinciana y muy poco mujer en cuanto a las artes de agradar. Miranda, ya un tanto rejuvenecido por los favorables efectos de la primer semana de aguas, se iba con Perico al Casino, al Parque, enderezando la espina dorsal y retorciéndose otra vez los bigotes. Quedaban pues frente a frente las dos mujeres. Lucía se sujetaba en todo al método de la enferma. A las seis dejaba pasito el lecho conyugal y se iba a despertar a la anémica, a fin de que el prolongado sueño no le causase peligrosos sudores. Sacabala presto al balcón del piso bajo, a respirar el aire puro de la mañanita, y gozaban ambas del amanecer campesino, que parecía sacudir a Vichy, estremeciéndole con una especie de anhelo madrugador. Comenzaba muy temprano la vida cotidiana en la villa termal, porque los habitantes, hosteleros de oficio casi todos durante la estación de aguas, tenían que ir a la compra y apercibirse a dar el almuerzo a sus huéspedes cuando éstos volviesen de beber el primer vaso. Por lo regular, aparecía el alba un tanto envuelta en crespones grises, y las copas de los grandes árboles susurraban al cruzarlas el airecillo retozón. Pasaba algún obrero, larga la barba, mal lavado y huraño el semblante, renqueando, soñoliento, el espinazo arqueado aún por la curvatura del sueño de plomo a que se entregaran la víspera sus miembros exhaustos. Las criadas de servir, con el cesto al brazo, ancho mandil de tela gris o azul, pelo bien alisado -como de mujer que sólo dispone en el día de diez minutos para el tocador y los aprovecha-, iban con paso ligero, temerosas de que se les hiciese tarde. Los quintos salían de un cuartel próximo, derechos, muy abotonados de uniforme, las orejas coloradas con tanto frotárselas en las abluciones matinales, el cogote afeitado al rape, las manos en los bolsillos del pantalón, silbando alguna tonada. Una vejezuela, con su gorra muy blanca y limpia, remangado el traje, barría con esmero las hojas secas esparcidas por la acera de asfalto; seguíala un faldero que olfateaba como desorientado cada montón de hojas reunido por la escoba diligente. Carros se velan muchísimos y de todas formas y dimensiones, y entreteníase Lucía en observarlos y compararlos. Algunos, montados en dos enormes ruedas, iban tirados por un asnillo de impacientes orejas, y guiados por mujeres de rostro duro y curtido, que llevaban el clásico sombrero borbonés, especie de esportilla de paja con dos cintas de terciopelo negro cruzadas por la copa: eran carros de lechera: en la zaga, una fila de cántaros de hojalata encerraba la mercancía. Las carretas de transportar tierra y cal eran más bastas y las movía un forzudo percherón, cuyos jaeces adornaban flecos de lana roja. Al ir de vacío rodaban con cierta dejadez, y al volver cargados, el conductor manejaba la fusta, el caballo trotaba animosamente y repiqueteaban las campanillas de la frontalera. Si hacía sol, Lucía y Pilar bajaban al jardinete y pegaban el rostro a los hierros de la verja; pero en las mañanas lluviosas quedábanse en el balcón, protegidas por los voladizos del chalet, y escuchando el rumor de las gotas de lluvia, cayendo aprisa, aprisa, con menudo ruido de bombardeo, sobre las hojas de los plátanos, que crujían como la seda al arrugarse. ...
En la línea 769
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Dirigíanse las dos amigas, ya hacia la Montaña Verde, ya hacia el camino de las Señoras o hacia el manantial intermitente de Vesse. La Montaña Verde es el punto más elevado de las inmediaciones de Vichy. Está la montañuela cubierta de vegetación, pero de vegetación baja, a flor de tierra, de suerte que, vista de lejos, se les figuraba cabeza de gigante con cabellera corta y espesísima. Ya en la cúspide, subían al mirador y manejaban el gran anteojo, registrando el inmenso panorama que se extendía en torno. Las suaves laderas, tapizadas de viñas, bajaban hasta el Allier, que culebreaba a lo lejos como enorme sierpe azul. En lontananza, la cadena del Forez erguía sus mamelones donde la nieve refulgía cual una caperuza de plata; los gigantes de Auvernia, vaporosos y grises, parecían fantasmas de neblina; el castillo de Borbón Busset surgía de las brumas con sus torreones señoriales, avergonzando al pacifico palacio de Randán, con todo el desdén de un Borbón legítimo hacia la rama degenerada de los Orleáns. El camino de las Señoras era la excursión favorita de Lucía. Estrecha vereda, sombreada por espesos árboles, sigue dócil el curso del Sichón, deteniéndose cuando al río se le antoja formar un remanso y torciéndose en graciosas curvas como la tranquila corriente. A cada paso corta la monotonía de las hileras de chopos y negrillos algún accidente pintoresco: ya un lavadero, ya una casita que remoja los pies en el río, ya una presa, ya un molino, ya una charca de patos. El molino, en particular, parecía dispuesto por un pintor efectista para algún lienzo de naturaleza perfeccionada. Vetusto, comido de húmeda y verdegueante lepra, sustentado en postes de madera que iba pudriendo el agua, brillaba sobre el edificio la rueda, como el ojo disforme sobre la morena y rugosa frente de un cíclope. Eran destellos de la enorme pupila las gotas de refulgente argentería líquida que saltaban de rayo a rayo, a cada vuelta; y el quejido penoso que la pesada rueda exhalaba al girar, completaba el símil, remedando el hálito del monstruo. Un puente lanzado con osadía sobre el mismo arco de la catarata que formaba la presa dejaba ver, al través de su tablazón mal junta, el agua espumante y rugiente. En la presa bogaban con pachorra hasta media docena de patos, e infinitos gorriones revolaban en el alero irregular del tejado, mientras en el obscuro agujero de una de las desiguales ventanas florecía un tiesto de petunias. Quedábase Lucía muchos ratos mirando al molino, sentada en el ribazo opuesto, arrullada por el ronquido cadencioso de la rueda y por el blando chapaleteo del agua batida. Pilar prefería el manantial intermitente que le proporcionaba las emociones de que era tan ávido su endeble organismo. Llegábase al manantial por un ameno sendero; ya desde el puente se cogía bella perspectiva. El Allier es vasto y caudaloso, pero muy mermado a la sazón por los calores estivales; sólo en los puntos más anchos del cauce llevaba agua, y el resto descubría el álveo formado de arena en prolongadas zonas blancas. A lo más rápido de la corriente, obscuros peñascos se interponían, originando otros tantos remolinos; saltaba el agua, espumaba un punto colérica, y después seguía mansa y sesga como de costumbre. En lontananza se descubría extensa vega. Dilatadas praderías, donde pacían vacas y borregos, estaban limitadas al término del horizonte por una línea de chopos verde pálido, muy rectos y agudos, a la manera de los árboles contrahechos de las cajas de juguetes; los mimbrales, en cambio, eran rechonchos y panzones, como bolas de verdor sombrío rodantes por la pradera. Completaba la lejanía la cima de la Montaña Verde, recortándose sobre el cielo con cierta dureza de paisaje flamenco en sus contornos exactos y marcados, de un verde obscuro límpido. A la margen del río se veía bajar y subir el brazo derecho de las lavanderas, como miembro de marioneta movido por resortes, y se oía el plas acompasado de la paleta con que azotaban la ropa. Por el agrio talud de la ribera ascendían lentos carros cargados de arena y casquijo, y cruzaban después el puente, bañado en sudor el tiro, muy despacio, sonando a largos intervalos las campanillas. Pasaban las aldeanas auvernesas, vestidas de colores apagados, la esportilla de paja puesta sobre la blanca escofieta, conduciendo sus vacas, cuyos ubres henchidos de leche se columpiaban al andar, y que, posando una mirada triste en los transeúntes, solían pegar una huida de costado, un trote de diez segundos, tras de lo cual recobraban la resignación de su paso grave. En la esquina del puente, un pobre, decentemente vestido y con trazas de militar, pedía limosna con sólo una inflexión suplicante de la voz y un doliente fruncimiento de cejas. ...

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