La palabra Funesta ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece funesta.
Estadisticas de la palabra funesta
La palabra funesta no es muy usada pues no es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE
Errores Ortográficos típicos con la palabra Funesta
Cómo se escribe funesta o funezta?
Más información sobre la palabra Funesta en internet
Funesta en la RAE.
Funesta en Word Reference.
Funesta en la wikipedia.
Sinonimos de Funesta.

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece funesta
La palabra funesta puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 6623
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -¿No preferiríais, pues -replicó D'Artagnan-, un medio que os vengara y a la vez hiciera inútil el combate?Milady miró a su amante en silencio: aquella luz macilenta de los primeros rayos del día daba a sus ojos claros una expresión extraña mente funesta. ...
En la línea 5384
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Refugio, la querida de Juan Pablo, estaba aquel invierno muy mal de ropa, y no iba al café del Siglo, sino al de Gallo, porque le cogía cerca (la pareja moraba en la Concepción Jerónima), y además porque la sociedad modesta que frecuentaba aquel establecimiento, permitía presentarse en él de trapillo o con mantón y pañuelo a la cabeza. Agregábansele a Refugio algunas personas con quienes tenía amistad fácil y adventicia, de esas que se contraen por vecindad de casa o de mesa de café. Eran un portero de la Academia de la Historia con su esposa, y un cobrador municipal de puestos del mercado, con la suya o lo que fuese. Este matrimonio solía ir los domingos acompañado de toda la familia, a saber: una abuela que había sido víctima del 2 de Mayo, y siete menores. El café se compone de dos crujías, separadas por gruesa pared y comunicadas por un arco de fábrica; mas a pesar de esta rareza de construcción, que le asemeja algo a una logia masónica, el local no tiene aspecto lúgubre. En la segunda sala, donde se instalaba Refugio, había siempre animación campechana y confianzuda, y como el espacio es allí tan reducido, toda la parroquia venía a formar una sola tertulia. En ella imperaba Refugio como en un salón elegante en el cual fuera estrella de la moda, Dábase mucho lustre, tomando aires de señora, alardeando de expresarse con agudeza y de decir gracias que los demás estaban en la obligación de reír. Poníase siempre en un ángulo, que tenía, por la disposición del local, honores de presidencia. Cuando Maxi iba, su cuñada le hacía sentar a su lado, y le mimaba y atendía mucho, con sentimientos compasivos y de protección familiar, permitiéndose también tutearle y darle consejos higiénicos. Él se dejaba querer, y apenas tomaba parte en la tertulia, como no fuera con los silogismos que mentalmente hacía sobre todo lo que allí se charlaba. Una noche estaba el pobre chico tomándose su café, muy callado, en la misma mesa de Refugio, cuando se fijó en dos hombres que en la próxima estaban, uno de los cuales no le era desconocido. Pensando, pensando, acertó al fin. Era Pepe Izquierdo, tío de su mujer, a quien sólo había visto una vez, yendo de paseo con Fortunata por las Rondas, y ella se lo presentó. Como en Gallo había tanta confianza, pronto se comunicaron los de una y otra mesa. Primero se hablaba de política, después de que la guerra se acabaría a fuerza de dinero, y como la política y las guerras vienen a ser las fibras con que se teje la Historia, hablose de la Revolución francesa, época funesta en que, según el cobrador municipal, habían sido guillotinadas muchas almas. Oír que se hablaba de Historia y no meter baza, era imposible para Izquierdo; pues desde que se puso a modelo sabía que Nabucodonosor era un Rey que comía hierba; que D. Jaime entró en Valencia a caballo, y que Hernán-Cortés era un endivido muy templado que se entretenía en quemar barcos. Los disparates que aquel hombre dijo acerca del Pronunciamiento de Francia, hicieron reír mucho a todos, particularmente al portero de la Academia de la Historia, que echaba al concurso miradas desdeñosas, no queriendo aventurar una opinión, que habría sido lo mismo que arrojar margaritas a cerdos. Mas el compañero de Platón, persona enteramente desconocida para Maxi, debía de ser uno de los sujetos más eruditos que en aquel local se habían visto nunca, y cuando rompió a hablar, se ganó la atención del auditorio. Tenía la cara granulosa y el pescuezo como el de un pavo, con una nuez muy grande, el pelo escobillón, y se expresaba en términos muy distintos del gárrulo lenguaje de su amigo: «Al Rey Luis XVI—dijo—, y a la Reina Doña María Antonieta les cortaron la cabeza, naturalmente, porque no querían darle libertad al pueblo. Por eso hubo, naturalmente, aquel gran pronunciamiento, y todo lo variaron, hasta los nombres de los meses, señores, y hasta abolieron la vara de medir y pusieron el metro, y la religión también fue abolida, celebrándose las misas, naturalmente, a la diosa Razón». ...
En la línea 5835
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Maxi se dejaba levantar del asiento como un saco. Se había quedado inerte. De pronto, hubo algo en su espíritu que podría compararse a un vuelco súbito, o movimiento de cosas que, girando sobre un pivote, estaban abajo y se habían puesto arriba. Las manos le temblaban, sus ojos echaron chispas, y cuando dijo matarles, matarles, su voz sonó en falsete como en la noche aquella funesta, después del atropello de que fue víctima en Cuatro Caminos. ...
En la línea 978
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Era cierto: la misma constitución endeble de Pilar, ofreciendo menos campo al mal, retrasaba la crisis funesta de su padecimiento; y así como el huracán, que desgaja encinas, sólo encorva las cañas, la tisis entraba con ímpetu menor en aquel cuerpo linfático, que lo hiciera en uno sanguíneo y pujante. La oquedad de un pulmón estaba infestada de tubérculos, y tenía ya esas brechas terribles que los facultativos denominan cavernas; pero el otro resistía aún, si bien en esto de pulmones acontece lo que con las manzanas: minutos bastan para perder a la sana, si está al lado de una podrida. De todas suertes, el momentáneo alivio de Pilar era tan patente, que le consentía dar todas las mañanas algunos cientos de pasos por la calle, cogida del brazo de Lucía; y el alimento no le repugnaba invenciblemente como antes. ...
En la línea 980
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... A la verdad, infundía tristeza en aquellos días de fin de Octubre, el aspecto de Vichy. No eran sino hojas caídas: el Parque, tan animado siempre, se veía solitario; sólo algunos agüistas tardíos, enfermos de veras, paseaban la acera de asfalto, henchida ayer del roce de ricos trajes y del rumor de alegres conversaciones. Nadie se cuidaba ya de recoger y barrer el amarillo tapiz del follaje, porque Vichy, tan peripuesto y adornado en la estación de aguas, se torna desastrado y desaliñado no bien le vuelven la espalda sus elegantes huéspedes de estío. Toda la villa semejaba una inmensa mudanza: de los chalets, desalquilados ya, desaparecían los adornos y balconadas, para evitar que los pudriesen las lluvias; en las calles se amontonaban la cal, el ladrillo para las obras de albañilería, que nadie osaba emprender en verano por no ensuciar las pulcras avenidas. Las tiendas de objetos de lujo iban cerrándose unas tras otras, y dueños y surtido tomaban el rumbo de Niza, Cannes o cualquiera estación invernal semejante. Algunas quedaban rezagadas todavía, y sus escaparates servían de entretenimiento a Lucía y Pilar, cuando esta última salía a sus despaciosos paseos. Entre ellas se señalaba un almacén de curiosidades, antigüedades y objetos de arte, situado casi frente a la famosa Ninfa, y, por consiguiente, a espaldas del Casino. Angosta en extremo la tienda, apenas podía encerrar el maremágnum de objetos apiñados en ella, que se desbordaban, hasta invadir la acera. Daba gusto revolver por aquellos rincones escudriñar aquí y acullá, hacer a cada instante descubrimientos nuevos y peregrinos. Los dueños del baratillo, ociosos casi todo el día, se prestaban a ello de buen grado. Erase una pareja; él, bohemio del Rastro, ojos soñolientos, raído levitín, corbata rota, semejante a una curiosidad más, a algún mueble usado y desvencijado; ella, rubia, flaca, ondulante, ágil como una zapaquilda de desván, al deslizarse entre los objetos preciosos amontonados hasta el techo. Miraban Lucía y Pilar muy entretenidas la heteróclita mescolanza. En el centro de la tienda se pavoneaba un soberbio velador de porcelana de Sévres y bronce dorado. El medallón principal ofrecía esmaltada, sobre un fondo de ese azul especial de la pasta tierna, la cara ancha, bonachona y tristota de Luis XVI; en torno, un círculo de medallones más chicos, presentaba las gentiles cabezas de las damas de la corte del rey guillotinado; unas empolvado el pelo, con grandes cestos de flores rematando el edificio colosal del peinado, otras con negras capuchas de encaje anudadas bajo la barbilla; todas impúdicamente descotadas, todas risueñas y compuestas, con fresquísima tez y labios de carmín. Si Lucía y Pilar estuviesen fuertes en Historia, ¡a cuánta meditación convidaba la vista de tanto ebúrneo cuello, ornado de collares de diamantes o de estrechas cintas de terciopelo, y probablemente segado más tarde por la cuchilla; ni más ni menos, que el pescuezo del rey que presidía melancólicamente aquella corte! La cerámica era el primor de la colección. Había cantidad de muñequitos de Sajonia, de colores suaves, puros y delicados, como las nubes que el alba pinta; rosados cupidillos, atravesando entre haces de flores azul celeste; pastoras blancas como la leche y rubias como unas candelas, apacentando corderillos atados con lazos carmesíes; zagales y zagalas que amorosamente se requestaban entre sotillos verdegay, sembrados de rosas; violinistas que empuñaban el arco remilgadamente, adelantando la pierna derecha para danzar un paso de minueto; ramilleteras que sonreían como papanatas, señalando hacia el canasto de flores que llevaban en el brazo izquierdo. Próximos a estos caprichos galantes y afeminados, los raros productos del arte asiático proyectaban sus siluetas extrañas y deformes, semejantes a ídolos de un bárbaro culto; por los panzudos tibores, cubiertos de una vegetación de hojas amarillas y flores moradas o color de fuego, cruzaban bandadas de pajarracos estrafalarios, o serpenteaban monstruosos reptiles; del fondo obscuro de los vasos tabicados surgían escenas fantásticas, ríos verdes corriendo sobre un lecho de ocre, kioscos de laca purpúrea con campanillas de oro, mandarines de hopalanda recta y charra, bigotes lacios y péndulos, ojos oblicuos y cabeza de calabacín. Las mayólicas y los platos de Palissy parecían trozos de un bajo fondo submarino, jirones de algún hondo arrecife, o del lecho viscoso de un río; allí entre las algas y fucus resbalaba la anguila reluciente y glutinosa, se abría la valva acanalada de la almeja, coleteaba el besugo plateado, enderezaba su cono de ágata el caracol, levantaba la rana sus ojos fríos, y corría de lado el tenazudo cangrejo, parecido a negro arañón. Había una fuente en que Galatea se recostaba sobre las olas, y sus corceles azules como el mar sacaban los pies palmeados, mientras algunos tritones soplaban, hinchados los carrillos, en la retuerta bocina. Amén de las porcelanas, había piezas de argentería antigua y pesada, de esas que se legan de padres a hijos en los honrados hogares de provincia: monumentales salvillas, anchas bandejas, soperones rematados en macizas alcachofas; había cofres de madera embutidos de nácar y marfil, arquillas de hierro labradas como una filigrana, tanques de loza con aro de metal, de formas patriarcales, que recordaban los bebedores de cerveza que inmortalizó el arte flamenco. Pilar se embobaba especialmente con las copas de ágata que servían de joyeros, con las alhajas de distintas épocas, entre las cuales había desde el amuleto de la dama romana hasta el collar, de pedrería contrahecha y finos esmaltes, de la época de María Antonieta; pero Lucía se enamoró sobre todo de los objetos de iglesia, que despertaban el sentimiento religioso, tan hecho para conmover su alma sincera y vehemente. Dos Apóstoles, alzado el dedo al cielo en grave actitud se destacaban, fileteados de latón los contornos, sobre dos cristales de colores, arrancados sin duda de la ojiva de algún desmantelado monasterio. En un tríptico de rancio y acaramelado marfil, aparecía Eva, magra y desnuda, ofreciendo a Adán la manzana funesta, y la Virgen, en los misterios de su Anunciación y Ascensión; todo trabajado incorrectamente, con ese candor divino del primitivo arte hierático, de los siglos de fe. A despecho de la rudeza del diseño, gustaba a Lucía la figura de la Virgen, la modestia de sus ojos bajos, la mística idealidad de su actitud. Si poseyese una cantidad crecida de dinero, a buen seguro que la daría por un Cristo que andaba confundido entre otras curiosidades, en el baratillo. Era de marfil también, y todo de una pieza, menos los brazos; y clavado en rica cruz de concha, agonizaba con dolorosa verdad, encogidos músculos y nervios en una contracción suprema. Tres clavos de diamante trucidaban sus manos y pies. Lucía le rezaba todos los días un padrenuestro, y aun solía besar sus rodillas, cuando no la miraba nadie. ...

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