Cómo se escribe.org.es

La palabra encanto
Cómo se escribe

la palabra encanto

La palabra Encanto ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Niebla de Miguel De Unamuno
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Amnesia de Amado Nervo
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece encanto.

Estadisticas de la palabra encanto

Encanto es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 6814 según la RAE.

Encanto aparece de media 12.64 veces en cada libro en castellano.

Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la encanto en las obras de referencia de la RAE contandose 1921 apariciones .

Más información sobre la palabra Encanto en internet

Encanto en la RAE.
Encanto en Word Reference.
Encanto en la wikipedia.
Sinonimos de Encanto.


la Ortografía es divertida

Algunas Frases de libros en las que aparece encanto

La palabra encanto puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 2087
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Se había roto el encanto. ...

En la línea 1317
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... La alegría de la muchacha, la frescura de su piel de morena fuerte, producían en el señorito cierta emoción. La castidad voluntaria que observaba en su retiro, le hacían ver considerablemente agrandados los encantos de la campesina. Siempre había sentido cierta predilección por la muchacha, encontrando en ella un encanto modesto, pero picante y fuerte, como el perfume de las hierbas del campo. Pero ahora, en la soledad, María de la Luz le parecía superior a la _Marquesita_ y a todas las cantaoras y mozas de arranque de Jerez. ...

En la línea 2097
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Milord, es posible, sí, que la influencia del lugar, que el encanto de aquella hermosa noche, que la fascinación de vuestra mirada, que esas mil circunstancias, en fin, que se juntan a veces para perder a una mujer, se hayan agrupado en torno mío en aquella noche fatal; pero ya lo visteis, milord; la reina vino en ayuda de la mujer que flaqueaba: a la primera palabra que osasteis decir, a la primera osadía a la que tuve que responder, pedí ayuda. ...

En la línea 3818
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Durante todo el camino, y a medida que los corredores se hacían más desiertos, D'Artagnan quería detener a la joven, cogerla, contemplarla, aunque no fuera más que un instan te; pero vivaz como un pájaro, se deslizaba siempre entre sus manos, y cuando él quería hablar, su dedo puesto en su boca con un leve gesto imperativo lleno de encanto le recordaba que estaba bajo el imperio de una potencia a la que debía obedecer ciegamente, y que le prohibía incluso la más ligera queja; por fin, tras un minuto o dos de vueltas y revueltas, la señora Bonacieux abrió una puerta a introdujo al joven en un gabinete completamente oscuro. ...

En la línea 4521
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Todos los objetos munda nos que pueden sorprender a la vista cuando se entra en la habitació n de un joven, y sobre todo cuando ese joven es mosquetero, habían desaparecido como por encanto; y por miedo, sin duda, a que su vista no volviese a llevar a su amo a las ideas de este mundo, Bazin se había apoderado de la espada, las pistolas, el sombrero de pluma, los broca dos y las puntillas de todo género y toda especie. ...

En la línea 8105
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Pero se habría dicho que Athos tenía un encanto pegado a su per sona: las balas pasaron silbando a su alrededor y ninguna lo tocó. ...

En la línea 3535
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y en esto del encanto de mi amo, Dios sabe la verdad; y quédese aquí, porque es peor meneallo. ...

En la línea 3586
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y ¿es posible que sea vuestra merced tan duro de celebro, y tan falto de meollo, que no eche de ver que es pura verdad la que le digo, y que en esta su prisión y desgracia tiene más parte la malicia que el encanto? Pero, pues así es, yo le quiero probar evidentemente como no va encantado. ...

En la línea 4353
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Así lo digo yo -respondió Sancho-: quien la vido y la vee ahora, ¿cuál es el corazón que no llora? -Eso puedes tú decir bien, Sancho -replicó don Quijote-, pues la viste en la entereza cabal de su hermosura, que el encanto no se estendió a turbarte la vista ni a encubrirte su belleza: contra mí solo y contra mis ojos se endereza la fuerza de su veneno. ...

En la línea 4683
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Mire, señor -decía Sancho-, que aquí no hay encanto ni cosa que lo valga; que yo he visto por entre las verjas y resquicios de la jaula una uña de león verdadero, y saco por ella que el tal león, cuya debe de ser la tal uña, es mayor que una montaña. ...

En la línea 453
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... encanto que habría en pasearse por estos bosques. En la tarde de este día, no había andado cien pasos, cuando noté señales indudables de la presencia del tigre; por tanto, me vi obligado a volver pies atrás. En todas las islas se encuentran análogas huellas; así como en la excursión anterior, el rastro de los indios, había sido el tema de nuestras conversaciones, del mismo modo esta vez sólo se habló del rastro del tigre. ...

En la línea 849
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Richard Corfield, que vive hoy en Valparaíso, y gracias a su afecto y cordial hospitalidad, fue un verdadero encanto mi estancia en Chile todo el tiempo que el Beagle permaneció en aquel país ...

En la línea 889
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... ene un encanto inexplicable el vivir así al aire libre. noche es tranquila; de cuando en cuando se oye el grito agudo de la liebre de las montañas o la quejumbrosa nota del chotacabras ...

En la línea 268
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¡Cuántas veces en el púlpito, ceñido al robusto y airoso cuerpo el roquete, cándido y rizado, bajo la señoril muceta, viendo allá abajo, en el rostro de todos los fieles la admiración y el encanto, había tenido que suspender el vuelo de su elocuencia, porque le ahogaba el placer, y le cortaba la voz en la garganta! Mientras el auditorio aguardaba en silencio, respirando apenas, a que la emoción religiosa permitiera al orador continuar, él oía como en éxtasis de autolatría el chisporroteo de los cirios y de las lámparas; aspiraba con voluptuosidad extraña el ambiente embalsamado por el incienso de la capilla mayor y por las emanaciones calientes y aromáticas que subían de las damas que le rodeaban; sentía como murmullo de la brisa en las hojas de un bosque el contenido crujir de la seda, el aleteo de los abanicos; y en aquel silencio de la atención que esperaba, delirante, creía comprender y gustaba una adoración muda que subía a él; y estaba seguro de que en tal momento pensaban los fieles en el orador esbelto, elegante, de voz melodiosa, de correctos ademanes a quien oían y veían, no en el Dios de que les hablaba. ...

En la línea 478
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Eso que usted cree obra del humo es la pátina; precisamente el encanto de los cuadros antiguos. ...

En la línea 2977
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Hasta en aquellos lugares donde el hombre suele perder todo encanto, porque es el deber, lograba conquistas verdaderas y de ello se pagaba no poco el Marquesito, que trataba con desdén a las queridas ganadas en buena lid, y con grandes miramientos y hasta cariño a las que le costaban su dinero. ...

En la línea 3187
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Tenía todo el orgullo y todas las preocupaciones de sus compañeros en nobleza vetustense, pero afectaba una llaneza que era el encanto de las almas sencillas. ...

En la línea 404
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Estela Bustamante ya no era una muñeca tímida y modosita entre la bruma de vagarosos recuerdos. La dulce mediocridad de su carácter se transformaba en encanto místico. Era la Elisabeta de Tannhauser, tolerante, abandonada y dispuesta a perdonar poeta pecador rendido a los pies de Venus. ...

En la línea 562
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Siempre, al iniciar la conversación con ella, resurgía en su memoria la imagen de Rosaura. Luego la olvidaba, influido por el encanto ingenuo y discreto de Estela. Seguía comparando mentalmente esta atracción con el perfume de la violeta silvestre. Además, llevaba muchos meses de aislamiento, y esta criatura modosita y tímida era una mujer, aunque ¡ tan distinta de la otra!… ...

En la línea 69
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... También la casa de Gumersindo Arnaiz, hermano de Barbarita, ha pasado por grandes crisis y mudanzas desde que murió D. Bonifacio. Dos años después del casamiento de su hermana con Santa Cruz, casó Gumersindo con Isabel Cordero, hija de D. Benigno Cordero, mujer de gran disposición, que supo ver claro en el negocio de tiendas y ha sido la salvadora de aquel acreditado establecimiento. Comprometido éste del 40 al 45, por los últimos errores del difunto Arnaiz, se defendió con los mahones, aquellas telas ligeras y frescas que tanto se usaron hasta el 54. El género de China decaía visiblemente. Las galeras aceleradas iban trayendo a Madrid cada día con más presteza las novedades parisienses, y se apuntaba la invasión lenta y tiránica de los medios colores, que pretenden ser signo de cultura. La sociedad española empezaba a presumir de seria; es decir, a vestirse lúgubremente, y el alegre imperio de los colorines se derrumbaba de un modo indudable. Como se habían ido las capas rojas, se fueron los pañuelos de Manila. La aristocracia los cedía con desdén a la clase media, y esta, que también quería ser aristócrata, entregábalos al pueblo, último y fiel adepto de los matices vivos. Aquel encanto de los ojos, aquel prodigio de color, remedo de la naturaleza sonriente, encendida por el sol de Mediodía, empezó a perder terreno, aunque el pueblo, con instinto de colorista y poeta, defendía la prenda española como defendió el parque de Monteleón y los reductos de Zaragoza. Poco a poco iba cayendo el chal de los hombros de las mujeres hermosas, porque la sociedad se empeñaba en parecer grave, y para ser grave nada mejor que envolverse en tintas de tristeza. Estamos bajo la influencia del Norte de Europa, y ese maldito Norte nos impone los grises que toma de su ahumado cielo. El sombrero de copa da mucha respetabilidad a la fisonomía, y raro es el hombre que no se cree importante sólo con llevar sobre la cabeza un cañón de chimenea. Las señoras no se tienen por tales si no van vestidas de color de hollín, ceniza, rapé, verde botella o pasa de corinto. Los tonos vivos las encanallan, porque el pueblo ama el rojo bermellón, el amarillo tila, el cadmio y el verde forraje; y está tan arraigado en la plebe el sentimiento del color, que la seriedad no ha podido establecer su imperio sino transigiendo. El pueblo ha aceptado el oscuro de las capas, imponiendo el rojo de las vueltas; ha consentido las capotas, conservando las mantillas y los pañuelos chillones para la cabeza; ha transigido con los gabanes y aun con el polisón, a cambio de las toquillas de gama clara, en que domina el celeste, el rosa y el amarillo de Nápoles. El crespón es el que ha ido decayendo desde 1840, no sólo por la citada evolución de la seriedad europea, que nos ha cogido de medio a medio, sino por causas económicas a las que no podíamos sustraernos. ...

En la línea 1267
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Este y otros términos que se dicen a los niños les hacían reír cada vez que los pronunciaban; pero la confianza y la soledad daban encanto a ciertas expresiones que habrían sido ridículas en pleno día y delante de gente. Pasado un ratito, Juan abrió los ojos, diciendo en tono de hombre: ...

En la línea 2282
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Hay en Madrid tres conventos destinados a la corrección de mujeres. Dos de ellos están en la población antigua, uno en la ampliación del Norte, que es la zona predilecta de los nuevos institutos religiosos y de las comunidades expulsadas del centro por la incautación revolucionaria de sus históricas casas. En esta faja Norte son tantos los edificios religiosos que casi es difícil contarlos. Los hay para monjas reclusas, y para las religiosas que viven en comunicación con el mundo y en batalla ruda con la miseria humana, en estas órdenes modernas derivadas de la de San Vicente de Paúl, cuya mortificación consiste en recoger ancianos, asistir enfermos o educar niños. Como por encanto hemos visto levantarse en aquella zona grandes pelmazos de ladrillo, de dudoso valer arquitectónico, que manifiestan cuán positiva es aún la propaganda religiosa, y qué resultados tan prácticos se obtienen del ahorro espiritual, o sea la limosna, cultivado por buena mano. Las Hermanitas de los Pobres, las Siervas de María y otras, tan apreciadas en Madrid por los positivos auxilios que prestan al vecindario, han labrado en esta zona sus casas con la prontitud de las obras de contrata. De institutos para clérigos sólo hay uno, grandón, vulgar y triste como un falansterio. Las Salesas Reales, arrojadas del convento que les hizo doña Bárbara, tienen también domicilio nuevo, y otras monjas históricas, las que recogieron y guardaron los huesos de D. Pedro el Cruel, acampan allá sobre las alturas del barrio de Salamanca. ...

En la línea 3514
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Pues lo que es hoy sí que no me quedo con esto dentro del cuerpo—pensó mi hombre al otro día, entrando en la sala, hecho un sol de limpio y despidiendo, como todas las mañanas al salir de su casa, un fuerte olor a colonia—. ¿Y dónde está?, ¿qué hace que no sale? Es un encanto esa mujer, y tengo al tal Santa Cruz por el gaznápiro más grande que come pan… ¡Cuánto me hace esperar! Paréceme que oigo trastazos como de dar con el zorro en los muebles. Estará de limpieza, aunque hoy no es sábado. Pero no importa que no sea sábado. Eso le conviene: trabajar, hacer ejercicio, distraerse, andar de aquí para allí. ¡Magnífico!… Sí, sí, sin duda está de limpieza. Es un diamante en bruto esa mujer. Si hubiera caído en mis manos, en vez de caer en las de ese simplín, ¡qué facetas, Dios mío, qué facetas le habría tallado yo!… Y sigue el traqueteo allá dentro. Parece que arrastran muebles… Bien, muy bien, dale duro. Para cosas del corazón, sudar, sudar. ¡Ay qué contento estoy hoy! Tiempo hacía, compañero, mucho tiempo hacía que no te sentías tan feliz como te sientes hoy. Desde que estuviste en Filipinas… Pues ahora parece que están moviendo la cama de hierro. ¡Cómo rechina el metal!… ¡Ah!, por fin sale… ». ...

En la línea 650
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –¡Cállate, hombre –exclamó doña Ermelinda–, que no me dejas oír cantar al canario! ¿No le oye usted, don Augusto?, ¡es un encanto oírle! Y cuando esta se ponía a aprender sus lecciones de piano había que oírle a un canario que entonces tuve: se excitaba, y cuanto más esta daba a las teclas, más él a cantar y más cantar. Como que se murió de eso, reventado… ...

En la línea 860
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –En efecto. Y todo iba muy bien y nosotros contentísimos. Ni me turban el sueño llantos de niño, ni tenía que preocuparme de si será varón o hembra y qué he de hacer de él o de ella… Y, además, he tenido siempre mi mujer a mi disposición, cómodamente, sin estorbos de embarazos ni de lactancias; en fin, ¡un encanto de vida! ...

En la línea 1102
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –¿Y por qué será esto?… –Pues porque a la gente le gusta la conversación por la conversación misma, aunque no diga nada. Hay quien no resiste un discurso de media hora y se está tres horas charlando en un café. Es el encanto de la conversación, de hablar por hablar, del hablar roto a interrumpido. ...

En la línea 1246
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Y siguió diciéndose: «Lo que sobran son mujeres. ¡Y qué encanto la inocencia maliciosa, la malicia inocente de Rosarito, esta nueva edición de la eterna Eva!, ¡qué encanto de chiquilla! Ella, Eugenia, me ha bajado del abstracto al concreto, pero ella me llevó al genérico, y hay tantas mujeres apetitosas, tantas… ¡tantas Eugenias!, ¡tantas Rosarios! No, no, conmigo no juega nadie, y menos una mujer. ¡Yo soy yo! ¡Mi alma será pequeña, pero es mía!» Y sintiendo en esta exaltación de su yo como si este se le fuera hinchando, hinchando y la casa le viniera estrecha, salió a la calle para darle espacio y desahogo. ...

En la línea 1190
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Grande era el peligro, en efecto. Pero el Nautilus parecía deslizarse como por encanto en medio de los terribles escollos. No seguía exactamente el rumbo del Astrolabe y de la Zelée, que tan funesto fue para Dumont d'Urville, sino que, orientándose más al Norte, pasó ante la isla Murray, para luego dirigirse al Sudoeste, hacia el paso de la Cumberland. Por un momento temí que fuera a chocar con ella, pero puso rumbo al Noroeste para dirigirse, a través de una gran cantidad de islas e islotes poco conocidos, hacia la isla Tound y el canal Malo. ...

En la línea 1592
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Yo no quise oír hablar de ello, de modo que él se sentó a la cabecera y yo frente a él. Era una cena bastante apetitosa, que entonces me pareció un festín digno del lord mayor y que adquirió mayor encanto por estar completamente independientes, pues no había personas de edad con nosotros, y Londres nos rodeaba. ...

En la línea 1593
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Además, hubo en todo cierto carácter nómada o gitano, que acabó de dar encanto al banquete; porque mientras la mesa era, según podía haber dicho el señor Pumblechook, el regazo del lujo y de la esplendidez-pues fue servida desde el café más cercano -, la región circundante de la sala tenía un carácter de desolación que obligó al camarero a seguir la mala costumbre de poner las tapaderas en el suelo, que, por cierto, estuvieron a punto de hacerle caer; la mantequilla derretida, en un sillón de brazos; el pan, en los estantes de la librería; el queso, en el cubo del carbón, y el pollo guisado, sobre mi cama, que estaba en la habitación inmediata; de manera que cuando aquella noche me retiré a dormir encontré una parte de manteca y de perejil en estado de congelación. ...

En la línea 2031
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Habían dado las ocho de la noche antes de que me rodease el aire impregnado, y no desagradablemente, del olor del serrín y de las virutas de los constructores navales y de las motonerías de la orilla del río. Toda aquella parte contigua al río me era por completo desconocida. Bajé por la orilla de la corriente y observé que el lugar que buscaba no se hallaba donde yo creía y que no era fácil de encontrar. Poco importa el detallar las veces que me extravié entre las naves que se reparaban y los viejos cascos a punto de ser desguazados, ni tampoco el cieno y los restos de toda clase que pisé, depositados en la orilla por la marea, ni cuántos astilleros vi, o cuántas áncoras, ya desechadas, mordían ciegamente la tierra, o los montones de maderas viejas y de trozos de cascos, cuerdas y motones que se ofrecieron a mi vista. Después de acercarme varias veces a mi destino y de pasar de largo otras, llegué inesperadamente a Mill Pond Bank. Era un lugar muy fresco y ventilado, en donde el viento procedente del río tenía espacio para revolverse a su sabor; había allí dos o tres árboles, el esqueleto de un molino de viento y una serie de armazones de madera que en la distancia parecían otros tantos rastrillos viejos que hubiesen perdido la mayor parte de sus dientes. Buscando, entre las pocas que se ofrecían a mi vista, una casa que tuviese la fachada de madera y tres pisos con ventanas salientes (y no miradores, que es otra cosa distinta), miré la placa de la puerta, y en ella leí el nombre de la señora Whimple. Como éste era el que buscaba, llamé, y apareció una mujer de aspecto agradable y próspero. Pronto fue sustituida por Herbert, quien silenciosamente me llevó a la sala y cerró la puerta. Me resultaba muy raro ver aquel rostro amigo y tan familiar, que parecía hallarse en su casa, en un barrio y una vivienda completamente desconocidos para mí, y me sorprendí mirándole de la misma manera como miraba el armarito de un rincón, lleno de piezas de cristal y de porcelana; los caracoles y las conchas de la chimenea; los grabados iluminados que se veían en las paredes, representando la muerte del capitán Cook, una lancha y Su Majestad el rey Jorge III, en la terraza de Windsor, con su peluca, propia de un cochero de lujo, pantalones cortos de piel y botas altas. -Todo va bien, Haendel - dijo Herbert. - Él está completamente satisfecho, aunque muy deseoso de verte. Mi prometida se halla con su padre, y, si esperas a que baje, te la presentaré y luego iremos arriba. Ése… es su padre. Habían llegado a mis oídos unos alarmantes ruidos, procedentes del piso superior, y tal vez Herbert vio el asombro que eso me causara. - Temo que ese hombre sea un bandido - dijo Herbert sonriendo, - pero nunca le he visto. ¿No hueles a ron? Está bebiendo continuamente. - ¿Ron? 179 - Sí - contestó Herbert, - y ya puedes suponer lo que eso le alivia la gota. Tiene el mayor empeño en guardar en su habitación todas las provisiones, y luego las entrega a los demás, según se necesitan. Las guarda en unos estantes que tiene en la cabecera de la cama y las pesa cuidadosamente. Su habitación debe de parecer una tienda de ultramarinos. Mientras hablaba así, aumentó el rumor de los rugidos, que parecieron ya un aullido ronco, hasta que se debilitó y murió. - Naturalmente, las consecuencias están a la vista - dijo Herbert. - Tiene el queso de Gloucester a su disposición y lo come en abundantes cantidades. Eso le hace aumentar los dolores de gota de la mano y de otras partes de su cuerpo. Tal vez en aquel momento el enfermo se hizo daño, porque profirió otro furioso rugido. - Para la señora Whimple, el tener un huésped como el señor Provis es, verdaderamente, un favor del cielo, porque pocas personas resistirían este ruido. Es un lugar curioso, Haendel, ¿no es verdad? Así era, realmente; pero resultaba más notable el orden y la limpieza que reinaban por todas partes. - La señora Whimple - replicó Herbert cuando le hice notar eso - es una ama de casa excelente, y en verdad no sé lo que haría Clara sin su ayuda maternal. Clara no tiene madre, Haendel, ni ningún otro pariente en la tierra que el viejo Gruñón. - Seguramente no es éste su nombre, Herbert. - No - contestó mi amigo, - es el que yo le doy. Se llama Barley. Es una bendición para el hijo de mis padres el amar a una muchacha que no tiene parientes y que, por lo tanto, no puede molestar a nadie hablándole de su familia. Herbert me había informado en otras ocasiones, y ahora me lo recordó, que conoció a Clara cuando ésta completaba su educación en una escuela de Hammersmith, y que al ser llamada a su casa para cuidar a su padre, los dos jóvenes confiaron su afecto a la maternal señora Whimple, quien los protegió y reglamentó sus relaciones con extraordinaria bondad y la mayor discreción. Todos estaban convencidos de la imposibilidad de confiar al señor Barley nada de carácter sentimental, pues no se hallaba en condiciones de tomar en consideración otras cosas más psicológicas que la gota, el ron y los víveres almacenados en su estancia. Mientras hablábamos así en voz baja, en tanto que el rugido sostenido del viejo Barley hacía vibrar la viga que cruzaba el techo, se abrió la puerta de la estancia y apareció, llevando un cesto en la mano, una muchacha como de veinte años, muy linda, esbelta y de ojos negros. Herbert le quitó el cesto con la mayor ternura y, ruborizándose, me la presentó. Realmente era una muchacha encantadora, y podría haber pasado por un hada reducida al cautiverio y a quien el terrible ogro Barley hubese dedicado a su servicio. - Mira - dijo Herbert mostrándome el cesto con compasiva y tierna sonrisa, después de hablar un poco. - Aquí está la cena de la pobre Clara, que cada noche le entrega su padre. Hay aquí su porción de pan y un poquito de queso, además de su parte de ron… , que me bebo yo. Éste es el desayuno del señor Barley, que mañana por la mañana habrá que servir guisado. Dos chuletas de carnero, tres patatas, algunos guisantes, un poco de harina, dos onzas de mantequilla, un poco de sal y además toda esa pimienta negra. Hay que guisárselo todo junto, para servirlo caliente. No hay duda de que todo eso es excelente para la gota. Había tanta naturalidad y encanto en Clara mientras miraba aquellas provisiones que Herbert nombraba una tras otra, y parecía tan confiada, amante e inocente al prestarse modestamente a que Herbert la rodeara con su brazo; mostrábase tan cariñosa y tan necesitada de protección, que ni a cambio de todo el dinero que contenía la cartera que aún no había abierto, no me hubiese sentido capaz de deshacer aquellas relaciones entre ambos, en el supuesto de que eso me fuera posible. Contemplaba a la joven con placer y con admiración, cuando, de pronto, el rezongo que resonaba en el piso superior se convirtió en un rugido feroz. Al mismo tiempo resonaron algunos golpes en el techo, como si un gigante que tuviese una pierna de palo golpeara furiosamente el suelo con ella, en su deseo de llegar hasta nosotros. Al oírlo, Clara dijo a Herbert: - Papá me necesita. Y salió de la estancia. - Ya veo que te asusta - dijo Herbert. - ¿Qué te parece que quiere ahora, Haendel? - Lo ignoro – contesté. - ¿Algo que beber? - Precisamente - repuso, satisfecho como si yo acabara de adivinar una cosa extraordinaria. - Tiene el grog ya preparado en un recipiente y encima de la mesa. Espera un momento y oirás como Clara lo incorpora para que beba. ¡Ahora! - Resonó otro rugido, que terminó con mayor violencia. - Ahora - añadió Herbert fijándose en el silencio que siguió - está bebiendo. Y en este momento - añadió al notar que el gruñido resonaba de nuevo en la viga - ya se ha tendido otra vez. 180 Clara regresó en breve, y Herbert me acompañó hacia arriba a ver a nuestro protegido. Cuando pasábamos por delante de la puerta del señor Barley, oímos que murmuraba algo con voz ronca, cuyo tono disminuía y aumentaba como el viento. Y sin cesar decía lo que voy a copiar, aunque he de advertir que he sustituido con bendiciones otras palabras que eran precisamente todo lo contrario. - ¡Hola! ¡Benditos sean mis ojos, aquí está el viejo Bill Barley! ¡Aquí está el viejo Bill Barley, benditos sean mis ojos! ¡Aquí está el viejo Bill Barley, tendido en la cama y sin poder moverse, bendito sea Dios! ¡Tendido de espaldas como un lenguado muerto! ¡Así está el viejo Bill Barley, bendito sea Dios! ¡Hola! Según me comunicó Herbert, el viejo se consolaba así día y noche. También, a veces, de día, se distraía mirando al río por medio de un anteojo convenientemente colocado para usarlo desde la cama. Encontré cómodamente instalado a Provis en sus dos habitaciones de la parte alta de la casa, frescas y ventiladas, y desde las cuales no se oía tanto el escándalo producido por el señor Barley. No parecía estar alarmado en lo más mínimo, pero me llamó la atención que, en apariencia, estuviese más suave, aunque me habría sido imposible explicar el porqué ni cómo lo pude notar. Gracias a las reflexiones que pude hacer durante aquel día de descanso, decidí no decirle una sola palabra de Compeyson, pues temía que, llevado por su animosidad hacia aquel hombre, pudiera sentirse inclinado a buscarle y buscar así su propia perdición. Por eso, en cuanto los tres estuvimos sentados ante el fuego, le pregunté si tenía confianza en los consejos y en los informes de Wemmick. - ¡Ya lo creo, muchacho! - contestó con acento de convicción. - Jaggers lo sabe muy bien. - Pues en tal caso, le diré que he hablado con Wemmick – dije, - y he venido para transmitirle a usted los informes y consejos que me ha dado. Lo hice con la mayor exactitud, aunque con la reserva mencionada; le dije lo que Wemmick había oído en la prisión de Newgate (aunque ignoraba si por boca de algunos presos o de los oficiales de la cárcel), que se sospechaba de él y que se vigilaron mis habitaciones. Le transmití el encargo de Wemmick de no dejarse ver por algún tiempo, y también le di cuenta de su recomendación de que yo viviese alejado de él. Asimismo, le referí lo que me dijera mi amigo acerca de su marcha al extranjero. Añadí que, naturalmente, cuando llegase la ocasión favorable, yo le acompañaría, o le seguiría de cerca, según nos aconsejara Wemmick. No aludí ni remotamente al hecho de lo que podría ocurrir luego; por otra parte, yo no lo sabía aún, y no me habría gustado hablar de ello, dada la peligrosa situación en que se hallaba por mi culpa. En cuanto a cambiar mi modo de vivir, aumentando mis gastos, le hice comprender que tal cosa, en las desagradables circunstancias en que nos hallábamos, no solamente sería ridícula, sino tal vez peligrosa. No pudo negarme eso, y en realidad se portó de un modo muy razonable. Su regreso era una aventura, según dijo, y siempre supo a lo que se exponía. Nada haría para comprometerse, y añadió que temía muy poco por su seguridad, gracias al buen auxilio que le prestábamos. Herbert, que se había quedado mirando al fuego y sumido en sus reflexiones, dijo entonces algo que se le había ocurrido en vista de los consejos de Wemmick y que tal vez fuese conveniente llevar a cabo. - Tanto Haendel como yo somos buenos remeros, y los dos podríamos llevarle por el río en cuanto llegue la ocasión favorable. Entonces no alquilaremos ningún bote y tampoco tomaremos remeros; eso nos evitará posibles recelos y sospechas, y creo que debemos evitarlas en cuanto podamos. Nada importa que la estación no sea favorable. Creo que sería prudente que tú compraras un bote y lo tuvieras amarrado en el desembarcadero del Temple. De vez en cuando daríamos algunos paseos por el río, y una vez la gente se haya acostumbrado a vernos, ya nadie hará caso de nosotros. Podemos dar veinte o cincuenta paseos, y así nada de particular habrá en el paseo vigesimoprimero o quincuagesimoprimero, aunque entonces nos acompañe otra persona. Me gustó el plan, y, en cuanto a Provis, se entusiasmó. Convinimos en ponerlo en práctica y en que Provis no daría muestras de reconocernos cuantas veces nos viese, pero que, en cambio, correría la cortina de la ventana que daba al Este siempre que nos hubiese visto y no hubiera ninguna novedad. Terminada ya nuestra conferencia y convenido todo, me levanté para marcharme, haciendo a Herbert la observación de que era preferible que no regresáramos juntos a casa, sino que yo le precediera media hora. - No le dejo aquí con gusto - dije a Provis, - aunque no dudo de que está más seguro en esta casa que cerca de la mía. ¡Adios! - Querido Pip - dijo estrechándome las manos. - No sé cuándo nos veremos de nuevo y no me gusta decir «¡Adiós!» Digamos, pues, «¡Buenas noches!» - ¡Buenas noches! Herbert nos servirá de lazo de union, y, cuando llegue la ocasión oportuna, tenga usted la seguridad de que estaré dispuesto. ¡Buenas noches! ¡Buenas noches! Creímos mejor que no se moviera de sus habitaciones, y le dejamos en el rellano que había ante la puerta, sosteniendo una luz para alumbrarnos mientras bajábamos la escalera. Mirando hacia atrás, pensé en la 181 primera noche, cuando llegó a mi casa; en aquella ocasión, nuestras posiciones respectivas eran inversas, y entonces poco pude sospechar que llegaría la ocasión en que mi corazón estaría lleno de ansiedad y de preocupaciones al separarme de él, como me ocurría en aquel momento. El viejo Barley estaba gruñendo y blasfemando cuando pasamos ante su puerta. En apariencia, no había cesado de hacerlo ni se disponía a guardar silencio. Cuando llegamos al pie de la escalera, pregunté a Herbert si había conservado el nombre de Provis o lo cambió por otro. Me replicó que lo había hecho así y que el inquilino se llamaba ahora señor Campbell. Añadió que todo cuanto se sabía acerca de él en la casa era que dicho señor Campbell le había sido recomendado y que él, Herbert, tenía el mayor interés en que estuviera bien alojado y cómodo para llevar una vida retirada. Por eso en cuanto llegamos a la sala en donde estaban sentadas trabajando la señora Whimple y Clara, nada dije de mi interés por el señor Campbell, sino que me callé acerca del particular. Cuando me hube despedido de la hermosa y amable muchacha de ojos negros, así como de la maternal señora que había amparado con honesta simpatía un amor juvenil y verdadero, aquella casa y aquel lugar me parecieron muy diferentes. Por viejo que fuese el enfurecido Barley y aunque blasfemase como una cuadrilla de bandidos, había en aquella casa suficiente bondad, juventud, amor y esperanza para compensarlo. Y luego, pensando en Estella y en nuestra despedida, me encaminé tristemente a mi casa. En el Temple, todo seguía tan tranquilo como de costumbre. Las ventanas de las habitaciones de aquel lado, últimamente ocupadas por Provis, estaban oscuras y silenciosas, y en Garden Court no había ningún holgazán. Pasé más allá de la fuente dos o tres veces, antes de descender los escalones que había en el camino de mis habitaciones, pero vi que estaba completamente solo. Herbert, que fue a verme a mi cama al llegar, pues ya me había acostado en seguida, fatigado como estaba mental y corporalmente, había hecho la misma observación. Después abrió una ventana, miró al exterior a la luz de la luna y me dijo que la calle estaba tan solemnemente desierta como la nave de cualquier catedral a la misma hora. Al día siguiente me ocupé en adquirir el bote. Pronto quedó comprado, y lo llevaron junto a los escalones del desembarcadero del Temple, quedando en un lugar adonde yo podía llegar en uno o dos minutos desde mi casa. Luego me embarqué como para practicarme en el remo; a veces iba solo y otras en compañía de Herbert. Con frecuencia salíamos a pasear por el río con lluvia, con frío y con cellisca, pero nadie se fijaba ya en mí después de haberme visto algunas veces. Primero solíamos pasear por la parte alta del Puente de Blackfriars; pero a medida que cambiaban las horas de la marea, empecé a dirigirme hacia el Puente de Londres, que en aquella época era tenido por «el viejo Puente de Londres». y, en ciertos estados de la marea, había allí una corriente que le daba muy mala reputación. Pero pronto empecé a saber cómo había que pasar aquel puente, después de haberlo visto hacer, y así, en breve, pude navegar por entre los barcos anclados en el Pool y más abajo, hacia Erith. La primera vez que pasamos por delante de la casa de Provis me acompañaba Herbert. Ambos íbamos remando, y tanto a la ida como a la vuelta vimos que se bajaban las cortinas de las ventanas que daban al Este. Herbert iba allá, por lo menos, tres veces por semana, y nunca me comunicó cosa alguna alarmante. Sin embargo, estaba persuadido de que aún existía la causa para sentir inquietud, y yo no podía desechar la sensación de que me vigilaban. Una sensación semejante se convierte para uno en una idea fija y molesta, y habría sido difícil precisar de cuántas personas sospechaba que me vigilaban. En una palabra, que estaba lleno de temores con respecto al atrevido que vivía oculto. Algunas veces, Herbert me había dicho que le resultaba agradable asomarse a una de nuestras ventanas cuando se retiraba la marea, pensando que se dirigía hacia el lugar en que vivía Clara, llevando consigo infinidad de cosas. Pero no pensaba que también se dirigía hacia el lugar en que vivía Magwitch y que cada una de las manchas negras que hubiese en su superficie podía ser uno de sus perseguidores, que silenciosa, rápida y seguramente iba a apoderarse de él. ...

En la línea 2057
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Por espacio de once años no había visto a Joe ni a Biddy con los ojos del cuerpo, aunque con mucha frecuencia habían estado presentes ante los de mi alma. Una nocha de diciembre, una hora o dos después de oscurecer, apoyé suavemente la mano en el picaporte de la vieja puerta de la cocina. Lo hice con tanta suavidad que no me oyó nadie, y, sin que se dieran cuenta de mi presencia, miré al interior. Allí, fumando su pipa en el lugar acostumbrado ante la luz del fuego, tan fuerte y tan robusto como siempre, aunque con los cabellos grises, estaba Joe; y, protegido en un rincón por la pierna de éste y sentado en mi taburetito, vi que, mirando al fuego, estaba… ¿yo mismo, acaso? - Le dimos el nombre de Pip en recuerdo tuyo - dijo Joe, alegre en extremo, cuando yo me senté en otro taburete al lado del niño (aunque me guardé muy bien de mesarle el cabello) y esperamos que se parecerá bastante a ti. Así pensaba yo también, y a la mañana siguiente me lo llevé a dar un paseo. Hablamos mucho, y mutuamente nos comprendimos a la perfección. Luego le llevé al cementerio, le hice sentar en determinada tumba y él me mostró desde aquel lugar la losa consagrada a la memoria de «Philip Pirrip, último de la parroquia, y también de Georgiana, esposa del anterior». - Biddy - dije al hablar con ella después de comer y mientras su hijito dormía en su regazo. - Es preciso que me des a Pip, o me lo prestes. - De ningún modo - contestó Biddy cariñosamente. - Es preciso que te cases. - Lo mismo me dicen Herbert y Clara, pero yo no soy de la misma opinión, Biddy. Me he establecido ya en su casa de un modo tan permanente, que no es fácil que esto ocurra. Soy un solterón a perpetuidad. Biddy miró al niño, se llevó su manecita a los labios y luego, con la misma mano bondadosa, me tocó la mía. En aquella acción y en la ligera presión de la sortija de boda de Biddy hubo algo que en sí era muy elocuente. - Querido Pip - dijo Biddy. - ¿Estás seguro de no sentirte enojado con ella? - ¡Oh, no! Me parece que no, Biddy. - Dímelo como a una antigua amiga. ¿La has olvidado ya? - Mi querida Biddy, no he olvidado en mi vida nada que se haya relacionado con este lugar. Pero aquel pobre sueño, como solía llamarlo, ha desaparecido por completo. Pero aún, mientras decía estas palabras, estaba convencido de mi deseo secreto de volver a visitar el lugar en que existiera la antigua casa, y en recuerdo de ella. Sí: en recuerdo de Estella. Habíame enterado de que su vida era muy desgraciada; de que se separó de su marido, que la trataba con la mayor crueldad y que llegó a ser famoso por su orgullo, su avaricia, su brutalidad y su bajeza. También me enteré de la muerte de su marido a causa de un accidente debido al mal trato que dio a un caballo. Esta liberación de Estella ocurrió dos años antes y, según me figuraba, se habría casado ya otra vez. Como en casa de Joe se comía temprano, tenía tiempo más que suficiente, sin necesidad de apresurar el rato de charla con Biddy, para ir a hacer la visita deseada antes de que oscureciese. Pero como me entretuve mucho por el camino, mirando cosas que recordaba y pensando en los tiempos pasados, declinaba ya el día cuando llegué allí. Ya no existía la casa, ni la fábrica de cerveza, ni construcción alguna, a excepción de la tapia del antiguo jardín. El terreno había sido rodeado con una mala cerca, y mirando por encima de ella observé que parte de la antigua hiedra había retoñado y crecía verde y fresca sobre los montones de ruinas. Como la puerta de esa cerca estaba entreabierta, la acabé de abrir y penetré en el recinto. Una niebla fría y plateada envolvía el atardecer, y la luna no había salido para disiparla. Pero las estrellas brillaban más allá de la niebla y salía ya la luna, de modo que la noche no era oscura. Distinguí perfectamente dónde había estado la antigua casa, la fábrica de cerveza, las puertas y los barriles. Después de esto y cuando miraba la desolada cerca del jardín, vi en él a una figura solitaria. Ésta pareció haberme descubierto también mientras yo avanzaba. Hasta entonces se había ido acercando, pero luego se quedó quieta. Yo me aproximé y me di cuenta de que era una mujer. Y, al acercarme más, estuvo a punto de alejarse, pero por fin se detuvo, permitiéndome llegar a su lado. Luego, como si estuviera muy sorprendida, pronunció mi nombre, y yo, al reconocerla, exclamé: - ¡Estella! - Estoy muy cambiada. Me extraña que me reconozca usted. En realidad, había perdido la lozanía de su belleza, pero aún conservaba su indescriptible majestad y su extraordinario encanto. Esos atractivos ya los conocía, pero lo que nunca vi en otros tiempos era la luz suavizada y entristecida de aquellos ojos, antes tan orgullosos, y lo que nunca sentí en otro tiempo fue el contacto amistoso de aquella mano, antes insensible. Nos sentamos en un banco cercano, y entonces dije: 231 - Después de tantos años es realmente extraño, Estella, que volvamos a encontrarnos en el mismo lugar que nos vimos por vez primera. ¿Viene usted aquí a menudo? -Desde entonces no había vuelto. - Yo tampoco. La luna empezó a levantarse, y me recordó aquella plácida mirada al techo blanco, que ya había pasado, y recordé también la presión en mi mano en cuanto yo hube pronunciado las últimas palabras que él oyó en este mundo. Estella fue la primera en romper el silencio que reinaba entre nosotros. -Muchas veces había esperado, proponiéndome volver, pero me lo impidieron numerosas circunstancias. ¡Pobre, pobre lugar éste! La plateada niebla estaba ya iluminada por los primeros rayos de luz de la luna, que también alumbraban las lágrimas que derramaban sus ojos. Entonces, ignorando que yo las veía y ladeándose para ocultarlas, añadió: - ¿Se preguntaba usted, acaso, mientras paseaba por aquí, cómo ha llegado a transformarse este lugar? - Sí, Estella. - El terreno me pertenece. Es la única posesión que no he perdido. Todo lo demás me ha sido arrebatado poco a poco; pero pude conservar esto. Fue el objeto de la única resistencia resuelta que llegué a hacer en los miserables años pasados. - ¿Va a construirse algo aquí? -Sí. Y he venido a darle mi despedida antes de que ocurra este cambio. Y usted - añadió con voz tierna para una persona que, como yo, vivía errante, - ¿vive usted todavía en el extranjero? - Sí. - ¿Le va bien? - Trabajo bastante, pero me gano la vida y, por consiguiente… , sí, sí, me va bien. - Muchas veces he pensado en usted - dijo Estella. - ¿De veras? -últimamente con mucha frecuencia. Pasó un tiempo muy largo y muy desagradable, cuando quise alejar de mi memoria el recuerdo de lo que desdeñé cuando ignoraba su valor; pero, a partir del momento en que mi deber no fue incompatible con la admisión de este recuerdo, le he dado un lugar en mi corazón. - Pues usted siempre ha ocupado un sitio en el mío - contesté. Guardamos nuevamente silencio, hasta que ella habló, diciendo: - Poco me figuraba que me despediría de usted al despedirme de este lugar. Me alegro mucho de que sea así. - ¿Se alegra de que nos despidamos de nuevo, Estella? Para mí, las despedidas son siempre penosas. Para mí, el recuerdo de nuestra última despedida ha sido siempre triste y doloroso. - Usted me dijo - replicó Estella con mucha vehemencia-: «¡Dios la bendiga y la perdone!» Y si entonces pudo decirme eso, ya no tendrá inconveniente en repetírmelo ahora, ahora que el sufrimiento ha sido más fuerte que todas las demás enseñanzas y me ha hecho comprender lo que era su corazón. He sufrido mucho; mas creo que, gracias a eso, soy mejor ahora de lo que era antes. Sea considerado y bueno conmigo, como lo fue en otro tiempo, y dígame que seguimos siendo amigos. - Somos amigos - dije levantándome e inclinándome hacia ella cuando se levantaba a su vez. -Y continuaremos siendo amigos, aunque vivamos lejos uno de otro - dijo Estella. Yo le tomé la mano y salimos de aquel desolado lugar. Y así como las nieblas de la mañana se levantaron, tantos años atrás, cuando salí de la fragua, del mismo modo las nieblas de la tarde se levantaban ahora, y en la dilatada extensión de luz tranquila que me mostraron, ya no vi la sombra de una nueva separación entre Estella y yo. ...

En la línea 328
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... En el primer momento, el verdor y la frescura del paisaje alegraron sus cansados ojos, habituados al polvo de las calles, a la blancura de la cal, a los enormes y aplastantes edificios. Aquí la atmósfera no era irrespirable ni pestilente. No se veía ni una sola taberna… Pero pronto estas nuevas sensaciones perdieron su encanto para él, que otra vez cayó en un malestar enfermizo. ...

En la línea 1904
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Avdotia Romanovna era extraordinariamente hermosa, alta, esbelta, pero sin que esta esbeltez estuviera reñida con el vigor físico. Todos sus movimientos evidenciaban una firmeza que no afectaba lo más mínimo a su gracia femenina. Se parecía a su hermano. Su cabello era de un castaño claro; su tez, pálida, pero no de una palidez enfermiza, sino todo lo contrario; su figura irradiaba lozanía y juventud; su boca, demasiado pequeña y cuyo labio inferior, de un rojo vivo, sobresalía, lo mismo que su mentón, era el único defecto de aquel maravilloso rostro, pero este defecto daba al conjunto de la fisonomía cierta original expresión de energía y arrogancia. Su semblante era, por regla general, más grave que alegre, pero, en compensación, adquiría un encanto incomparable las contadas veces que Dunia sonreía, o reía con una risa despreocupada, juvenil, gozosa… ...

En la línea 2894
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Dunia le parecía ya algo indispensable para su vida y no podía admitir la idea de renunciar a ella. Hacía ya mucho tiempo, años, que soñaba voluptuosamente con el matrimonio, pero se limitaba a reunir dinero y esperar. Su ideal, en el que pensaba con secreta delicia, era una muchacha pura y pobre (la pobreza era un requisito indispensable), bonita, instruida y noble, que conociera los contratiempos de una vida difícil, pues la práctica del sufrimiento la llevaría a renunciar a su voluntad ante él; y le miraría durante toda su vida como a un salvador, le veneraría, se sometería a él, le admiraría, vería en él el único hombre. ¡Qué deliciosas escenas concebía su imaginación en las horas de asueto sobre este anhelo aureolado de voluptuosidad! Y al fin vio que el sueño acariciado durante tantos años estaba a punto de realizarse. La belleza y la educación de Avdotia Romanovna le habían cautivado, y la difícil situación en que se hallaba había colmado sus ilusiones. Dunia incluso rebasaba el límite de lo que él había soñado. Veía en ella una muchacha altiva, noble, enérgica, incluso más culta que él (lo reconocía), y esta criatura iba a profesarle un reconocimiento de esclava, profundo, eterno, por su acto heroico; iba a rendirle una veneración apasionada, y él ejercería sobre ella un dominio absoluto y sin límites… Precisamente poco antes de pedir la mano de Dunia había decidido ampliar sus actividades, trasladándose a un campo de acción más vasto, y así poder ir introduciéndose poco a poco en un mundo superior, cosa que ambicionaba apasionadamente desde hacía largo tiempo. En una palabra, había decidido probar suerte en Petersburgo. Sabía que las mujeres pueden ser una ayuda para conseguir muchas cosas. El encanto de una esposa adorable, culta y virtuosa al mismo tiempo podía adornar su vida maravillosamente, atraerle simpatías, crearle una especie de aureola… Y todo esto se había venido abajo. Aquella ruptura, tan inesperada como espantosa, le había producido el efecto de un rayo. Le parecía algo absurdo, una broma monstruosa. Él no había tenido tiempo para decir lo que quería; sólo había podido alardear un poco. Primero no había tomado la cosa en serio, después se había dejado llevar de su indignación, y todo había terminado en una gran ruptura. Amaba ya a Dunia a su modo, la gobernaba y la dominaba en su imaginación, y, de improviso… No, era preciso poner remedio al mal, conseguir un arreglo al mismo día siguiente y, sobre todo, aniquilar a aquel jovenzuelo, a aquel granuja que había sido el causante del mal. Pensó también, involuntariamente y con una especie de excitación enfermiza, en Rasumikhine, pero la inquietud que éste le produjo fue pasajera. ...

En la línea 3220
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... »Algunos resultan hasta cómicos. Supongamos que yo dejo a uno de esos señores en libertad. No lo mando detener, no lo molesto para nada. Él debe saber, o por lo menos suponer, que en todo momento, hora por hora, minuto por minuto, yo estoy al corriente de lo que hace, que conozco perfectamente su vida, que le vigilo día y noche. Le sigo por todas partes y sin descanso, y puede estar usted seguro de que, por poco que él se dé cuenta de ello, acabará por perder la cabeza. Y entonces él mismo vendrá a entregarse y, además, me proporcionará los medios de dar a mi sumario un carácter matemático. Esto no deja de tener cierto atractivo. Este sistema puede tener éxito con un burdo mujik, pero aún más con un hombre culto e inteligente. Pues hay en todo esto algo muy importante, amigo mío, y es establecer cómo puede haber procedido el culpable. No nos olvidemos de los nervios. Nuestros contemporáneos los tienen enfermos, excitados, en tensión… ¿Y la bilis? ¡Ah, los que tienen bilis… ! Le aseguro que aquí hay una verdadera fuente de información. ¿Por qué, pues, me ha de inquietar ver a mi hombre ir y venir libremente? Puedo dejarlo pasear, gozar del poco tiempo que le queda, pues sé que está en mi poder y que no se puede escapar… ¿Adónde iría? ¡Je, je, je! ¿Al extranjero, dice usted? Un polaco podría huir al extranjero, pero no él, y menos cuando se le vigila y están tomadas todas las medidas para evitar su evasión. ¿Huir al interior del país? Allí no encontrará más que incultos mujiks, gente primitiva, verdaderos rusos, y un hombre civilizado prefiere el presidio a vivir entre unos mujiks que para él son como extranjeros. ¡Je, je… ! Por otra parte, todo esto no es sino la parte externa de la cuestión. ¡Huir! Esto es sólo una palabra. Él no huirá, no solamente porque no tiene adónde ir, sino porque me pertenece psicológicamente… ¡Je, je! ¿Qué me dice usted de la expresión? No huirá porque se lo impide una ley de la naturaleza. ¿Ha visto usted alguna vez una mariposa ante una bujía? Pues él girará incesantemente alrededor de mi persona como el insecto alrededor de la llama. La libertad ya no tendrá ningún encanto para él. Su inquietud irá en aumento; una sensación creciente de hallarse como enredado en una tela de araña le dominará; un terror indecible se apoderará de él. Y hará tales cosas, que su culpabilidad quedará tan clara como que dos y dos son cuatro. Para que así suceda, bastará proporcionarle un entreacto de suficiente duración. Siempre, siempre irá girando alrededor de mi persona, describiendo círculos cada vez más estrechos, y al fin, ¡plaf!, se meterá en mi propia boca y yo lo engulliré tranquilamente. Esto no deja de tener su encanto, ¿no le parece? ...

En la línea 6
del libro Amnesia
del afamado autor Amado Nervo
... Habrás advertido el supremo encanto de unos ojos claros; verdes o zarcos especialmente, en un rostro moreno: encanto y misterio… ...

En la línea 259
del libro Amnesia
del afamado autor Amado Nervo
... La travesía fue un encanto. El vapor se detuvo en Génova, la marmórea, y en la vivaz y alegre Marsella. ...

En la línea 814
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Pero Picaporte lo puso pronto al corriente de la historia. Refirió el incidente de la pagoda de Bombay, la adquisición del elefante al precio de dos mil libras, el suceso del 'sutty', el rapto de Aouida, la sentencia del tribunal de Calcuta, la libertad bajo caución. Fix, que conocía la última parte de estos incientes, fingía ignorarlos todos, y Picaporte se dejaba llevar por el encanto de contar sus aventuras a un oyente que tanto interés demostraba en escucharlas. ...

En la línea 859
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Y sin embargo, había en las cercanías- segun expresión de los astrónomos- un astro perturbador que hubiera debido producir algunas alteraciones en el corazón de ese caballero. ¡Pero no! El encanto de Aouida no tenía acción alguna, con gran sorpresa de Picaporte, y las perturbaciones, si existían, hubieran sido más difíciles de calcular que las de Urano, que han ocasionado el descubrimiento de Neptuno. ...


El Español es una gran familia

Errores Ortográficos típicos con la palabra Encanto

Cómo se escribe encanto o hencanto?

Busca otras palabras en esta web

Palabras parecidas a encanto

La palabra abandonadas
La palabra dejar
La palabra burlado
La palabra visita
La palabra sacaban
La palabra vuelto
La palabra reventar

Webs Amigas:

VPO en Oviedo . Ciclos Fp de informática en Ourense . Guia de Torremolinos . - Hotel Toril