La palabra Delicadamente ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece delicadamente.
Estadisticas de la palabra delicadamente
La palabra delicadamente no es muy usada pues no es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE
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Sinonimos de Delicadamente.
Algunas Frases de libros en las que aparece delicadamente
La palabra delicadamente puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 645
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Además de las obras de arte, las curiosidades naturales ocupaban un lugar muy importante. Consistían principalmente en plantas, conchas y otras producciones del océano, que debían ser los hallazgos personales del capitán Nemo. En medio del salón, un surtidor iluminado eléctricamente caía sobre un pilón formado por una sola tridacna. Esta concha, perteneciente al mayor de los moluscos acéfalos, con unos bordes delicadamente festoneados, medía una circunferencia de unos seis metros; excedía, pues, en dimensiones alas bellas tridacnas regaladas a Francisco I por la República de Venecia y de las que la iglesia de San Sulpicio, en París, ha hecho dos gigantescas pilas de agua bendita. ...
En la línea 890
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Después de todo, como observó Conseil, gozábamos de una entera libertad y se nos tenía abundante y delicadamente alimentados. Nuestro huésped se había atenido hasta entonces a los términos de lo estipulado, y no podíamos quejarnos. Además, la singularidad de nuestro destino nos reservaba tan hermosas compensaciones que no teníamos derecho a reprocharle nada. ...
En la línea 2004
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Abrigada en su traje de viaje adornado de pieles, Estella parecía más delicadamente hermosa que en otra ocasión cualquiera, incluso a mis propios ojos. Sus maneras eran más atractivas que antes, y creí advertir en ello la influencia de la señorita Havisham. Me señaló su equipaje mientras estábamos ambos en el patio de la posada, y cuando se hubieron reunido los bultos recordé, pues lo había olvidado todo a excepción de ella misma, que nada sabía acerca de su destino. - Voy a Richmond - me dijo. - Como nos dice nuestro tratado de geografía, hay dos Richmonds, uno en Surrey y otro en Yorkshire, y el mío es el Richmond de Surrey. La distancia es de diez millas. Tomaré un coche, y usted me acompañará. Aquí está mi bolsa, de cuyo contenido ha de pagar mis gastos. Debe usted tomar la bolsa. Ni usted ni yo podemos hacer más que obedecer las instrucciones recibidas. No nos es posible obrar a nuestro antojo. Y mientras me miraba al darme la bolsa, sentí la esperanza de que en sus palabras hubiese una segunda intención. Ella las pronunció como al descuido, sin darles importancia, pero no con disgusto. -Tomaremos un carruaje, Estella. ¿Quiere usted descansar un poco aquí? - Sí. Reposaré un momento, tomaré una taza de té y, mientras tanto, usted cuidará de mí. Apoyó el brazo en el mío, como si eso fuese obligado; yo llamé a un camarero que se había quedado mirando a la diligencia como quien no ha visto nada parecido en su vida, a fin de que nos llevase a un saloncito particular. Al oírlo, sacó una servilleta como si fuese un instrumento mágico sin el cual no pudiese encontrar su camino escaleras arriba, y nos llevó hacia el agujero negro del establecimiento, en donde había un espejo de disminución - artículo completamente superfluo en vista de las dimensiones de la estancia, - una botellita con salsa para las anchoas y unos zuecos de ignorado propietario. Ante mi disconformidad con aquel lugar, nos llevó a otra sala, en donde había una mesa de comedor para treinta personas y, en la chimenea, una hoja arrancada de un libro de contabilidad bajo un montón de polvo de carbón. Después de mirar aquel fuego apagado y de mover la cabeza, recibió mis órdenes, que se limitaron a encargarle un poco de té para la señorita, y salió de la estancia, en apariencia muy deprimido. Me molestó la atmósfera de aquella estancia, que ofrecía una fuerte combinación de olor de cuadra con el de sopa trasnochada, gracias a lo cual se podía inferir que el departamento de coches no marchaba bien y que su empresario hervía los caballos para servirlos en el restaurante. Sin embargo, poca importancia di a todo eso en vista de que Estella estaba conmigo. Y hasta me dije que con ella me habría sentido feliz aunque tuviera que pasar allí la vida. De todos modos, en aquellos instantes yo no era feliz, y eso me constaba perfectamente. - ¿Y en compañía de quién va usted a vivir en Richmond? - pregunté a Estella. - Voy a vivir - contestó ella - sin reparar en gastos y en compañía de una señora que tiene la posibilidad, o por lo menos así lo asegura, de presentarme en todas partes, de hacerme conocer a muchas personas y de lograr que me vea mucha gente. - Supongo que a usted le gustará mucho esa variedad y la admiración que va a despertar. - Sí, también lo creo. Contestó en tono tan ligero, que yo añadí: - Habla de usted misma como si fuese otra persona. - ¿Y dónde ha averiguado usted mi modo de hablar con otros? ¡Vamos! ¡Vamos!-añadió Estella sonriendo deliciosamente -. No creo que tenga usted la pretensión de darme lecciones; no tengo más remedio que hablar del modo que me es peculiar. ¿Y cómo lo pasa usted con el señor Pocket? - Vivo allí muy agradablemente; por lo menos… - y me detuve al pensar que tal vez perdía una oportunidad. - Por lo menos… - repitió Estella . 127 - … de un modo tan agradable como podría vivir en cualquier parte, lejos de usted. - Es usted un tonto - dijo Estella con la mayor compostura -. ¿Cómo puede decir esas niñerías? Según tengo entendido, su amigo, el señor Mateo, es superior al resto de su familia. - Mucho. Además, no tiene ningún enemigo… - No añada usted que él es su propio enemigo - interrumpió Estella, - porque odio a esa clase de hombres. He oído decir que, realmente, es un hombre desinteresado y que está muy por encima de los pequeños celos y del despecho. - Estoy seguro de tener motivos para creerlo así. - Indudablemente, no tiene usted las mismas razones para decir lo mismo del resto de su familia - continuó Estella mirándome con tal expresión que, a la vez, era grave y chancera, - porque asedian a la señorita Havisham con toda clase de noticias y de insinuaciones contra usted. Le observan constantemente y le presentan bajo cuantos aspectos desfavorables les es posible. Escriben cartas acerca de usted, a veces anónimas, y es usted el tormento y la ocupación de sus vidas. Es imposible que pueda comprender el odio que toda esa gente le tiene. -Espero, sin embargo, que no me perjudicarán. En vez de contestar, Estella se echó a reír. Esto me pareció muy raro y me quedé mirándola perplejo. Cuando se calmó su acceso de hilaridad, y no se rió de un modo lánguido, sino verdaderamente divertida, le dije, con cierta desconfianza: - Creo poder estar seguro de que a usted no le parecería tan divertido si realmente me perjudicasen. - No, no. Puede usted estar seguro de eso - contestó Estella. - Tenga la certeza de que me río precisamente por su fracaso. Esos pobres parientes de la señorita Havisham sufren indecibles torturas. Se echó a reír de nuevo, y aun entonces, después de haberme descubierto la causa de su risa, ésta me pareció muy singular, porque, como no podía dudar acerca de que el asunto le hacía gracia, me parecía excesiva su hilaridad por tal causa. Por consiguiente, me dije que habría algo más que yo desconocía. Y como ella advirtiese tal pensamiento en mí, me contestó diciendo: - Ni usted mismo puede darse cuenta de la satisfacción que me causa presenciar el disgusto de esa gente ni lo que me divierten sus ridiculeces. Usted, al revés de mí misma, no fue criado en aquella casa desde su más tierna infancia. Sus intrigas contra usted, aunque contenidas y disfrazadas por la máscara de la simpatía y de la compasión que no sentían, no pudieron aguzar su inteligencia, como me pasó a mí, y tampoco pudo usted, como yo, abrir gradualmente sus ojos infantiles ante la impostura de aquella mujer que calcula sus reservas de paz mental para cuando se despierta por la noche. Aquello ya no parecía divertido para Estella, que traía nuevamente a su memoria tales recuerdos de su infancia. Yo mismo no quisiera haber sido la causa de la mirada que entonces centelleó en sus ojos, ni a cambio de todas las esperanzas que pudiera tener en la vida. - Dos cosas puedo decirle - continuó Estella. - La primera, que, a pesar de asegurar el proverbio que una gota constante es capaz de agujerear una piedra, puede tener la seguridad de que toda esa gente, ni siquiera en cien años, podría perjudicarle en el ánimo de la señorita Havisham ni poco ni mucho. La segunda es que yo debo estar agradecida a usted por ser la causa de sus inútiles esfuerzos y sus infructuosas bajezas, y, en prueba de ello, aquí tiene usted mi mano. Mientras me la daba como por juego, porque su seriedad fue momentánea, yo la tomé y la llevé a mis labios. - Es usted muy ridículo - dijo Estella. - ¿No se dará usted nunca por avisado? ¿O acaso besará mi mano con el mismo ánimo con que un día me dejé besar mi mejilla? - ¿Cuál era ese ánimo? - pregunté. - He de pensar un momento. El de desprecio hacia los aduladores e intrigantes. - Si digo que sí, ¿me dejará que la bese otra vez en la mejilla? - Debería usted haberlo pedido antes de besar la mano. Pero sí. Puede besarme, si quiere. Yo me incliné; su rostro estaba tan tranquilo como el de una estatua. - Ahora - dijo Estella apartándose en el mismo instante en que mis labios tocaban su mejilla -, ahora debe usted cuidar de que me sirvan el té y luego acompañarme a Richmond. Me resultó doloroso ver que volvía a recordar las órdenes recibidas, como si al estar juntos no hiciésemos más que cumplir nuestro deber, como verdaderos muñecos; pero todo lo que ocurrió mientras estuvimos juntos me resultó doloroso. Cualquiera que fuese el tono de sus palabras, yo no podía confiar en él nifundar ninguna esperanza; y, sin embargo, continué igualmente, contra toda esperanza y contra toda confianza. ¿Para qué repetirlo un millar de veces? Así fue siempre. 128 Llamé para pedir el té, y el camarero apareció de nuevo, llevando su servilleta mágica y trayendo, por grados, una cincuentena de accesorios para el té, pero éste no aparecía de ningún modo. Trajo una bandeja, tazas, platitos, platos, cuchillos y tenedores; cucharas de varios tamaños; saleros; un pequeño panecillo, cubierto, con la mayor precaución, con una tapa de hierro; una cestilla que contenía una pequeña cantidad de manteca, sobre un lecho de perejil; un pan pálido y empolvado de harina por un extremo; algunas rebanadas triangulares en las que estaban claramente marcadas las rejas del fogón, y, finalmente, una urna familiar bastante grande, que el mozo trajo penosamente, como si le agobiara y le hiciera sufrir su peso. Después de una ausencia prolongada en aquella fase del espectáculo, llegó por fin con un cofrecillo de hermoso aspecto que contenía algunas ramitas. Yo las sumergí en agua caliente, y, así, del conjunto de todos aquellos accesorios extraje una taza de no sé qué infusión destinada a Estella. Una vez pagado el gasto y después de haber recordado al camarero, sin olvidar al palafrenero y teniendo en cuenta a la camarera, en una palabra, después de sobornar a la casa entera, dejándola sumida en el desdén y en la animosidad, lo cual aligeró bastante la bolsa de Estella, nos metimos en nuestra silla de posta y emprendimos la marcha, dirigiéndonos hacia Cheapside, subiendo ruidosamente la calle de Newgate. Pronto nos hallamos bajo los muros que tan avergonzado me tenían. - ¿Qué edificio es ése? - me preguntó Estella. Yo fingí, tontamente, no reconocerlo en el primer instante, y luego se lo dije. Después de mirar, retiró la cabeza y murmuró: - ¡Miserables! En vista de esto, yo no habría confesado por nada del mundo la visita que aquella misma mañana hice a la prisión. - E1 señor Jaggers - dije luego, con objeto de echar el muerto a otro - tiene la reputación de conocer mejor que otro cualquiera en Londres los secretos de este triste lugar. - Me parece que conoce los de todas partes - confesó Estella en voz baja. - Supongo que está usted acostumbrada a verle con frecuencia. - En efecto, le he visto con intervalos variables, durante todo el tiempo que puedo recordar. Pero no por eso le conozco mejor ahora que cuando apenas sabía hablar. ¿Cuál es su propia opinión acerca de ese señor? ¿Marcha usted bien con él? - Una vez acostumbrado a sus maneras desconfiadas – contestó, - no andamos mal. - ¿Ha intimado usted con él? - He comido en su compañía y en su domicilio particular - Me figuro - dijo Estella encogiéndose - que debe de ser un lugar muy curioso. - En efecto, lo es. Yo debía haber sido cuidadoso al hablar de mi tutor, para no hacerlo con demasiada libertad, incluso con Estella; mas, a pesar de todo, habría continuado hablando del asunto y describiendo la cena que nos dio en la calle Gerrard, si no hubiésemos llegado de pronto a un lugar muy iluminado por el gas. Mientras duró, pareció producirme la misma sensación inexplicable que antes experimenté; y cuando salimos de aquella luz, me quedé como deslumbrado por unos instantes, como si me hubiese visto rodeado por un rayo. Empezamos a hablar de otras cosas, especialmente acerca de nuestro modo de viajar, de cuáles eran los barrios de Londres que había por aquel lugar y de cosas por el estilo. La gran ciudad era casi nueva para ella, según me dijo, porque no se alejó nunca de las cercanías de la casa de la señorita Havisham hasta que se dirigió a Francia, y aun entonces no hizo más que atravesar Londres a la ida y a la vuelta. Le pregunté si mi tutor estaba encargado de ella mientras permaneciese en Richmond, y a eso ella se limitó a contestar enfáticamente: - ¡No lo quiera Dios! No pude evitar el darme cuenta de que tenía interés en atraerme y que se mostraba todo lo seductora que le era posible, de manera que me habría conquistado por completo aun en el caso de que, para lograrlo, hubiese tenido que esforzarse. Sin embargo, nada de aquello me hizo más feliz, porque aun cuando no hubiera dado a entender que ambos habíamos de obedecer lo dispuesto por otras personas, yo habría comprendido que tenía mi corazón en sus manos, por habérselo propuesto así y no porque eso despertara ninguna ternura en el suyo propio, para despedazarlo y luego tirarlo a lo lejos. Mientras atravesamos Hammersmith le indiqué dónde vivía el señor Mateo Pocket, añadiendo que, como no estaba a mucha distancia de Richmond, esperaba tener frecuentes ocasiones de verla. - ¡Oh, sí! Tendrá usted que ir a verme. Podrá ir cuando le parezca mejor; desde luego, hablaré de usted a la familia con la que voy a vivir, aunque, en realidad, ya le conoce de referencias. Pregunté entonces si era numerosa la familia de que iba a formar parte. 129 -No; tan sólo son dos personas: madre e hija. La madre, según tengo entendido, es una dama que está en buena posición, aunque no le molesta aumentar sus ingresos. -Me extraña que la señorita Havisham haya consentido en separarse otra vez de usted y tan poco tiempo después de su regreso de Francia. - Eso es una parte de los planes de la señorita Havisham con respecto a mí, Pip - dijo Estella dando un suspiro como si estuviese fatigada. - Yo debo escribirle constantemente y verla también con cierta regularidad, para darle cuenta de mi vida… , y no solamente de mí, sino también de las joyas, porque ya casi todas son mías. Aquélla era la primera vez que me llamó por mi nombre. Naturalmente, lo hizo adrede, y yo comprendí que recordaría con placer semejante ocurrencia. Llegamos demasiado pronto a Richmond, y nuestro destino era una casa situada junto al Green, casa antigua, de aspecto muy serio, en donde más de una vez se lucieron las gorgueras, los lunares, los cabellos empolvados, las casacas bordadas, las medias de seda,los encajes y las espadas. Delante de la casa había algunos árboles viejos, todavía recortados en formas tan poco naturales como las gorgueras, las pelucas y los miriñaques; pero ya estaban señalados los sitios que habían de ocupar en la gran procesión de los muertos, y pronto tomarían parte en ella para emprender el silencioso camino de todo lo demás. Una campana, con voz muy cascada, que sin duda alguna en otros tiempos anunció a la casa: «Aquí está el guardainfante verde… Aquí, la espada con puño de piedras preciosas… «Aquí, los zapatos de rojos tacones adornados con una piedra preciosa azul… »a, resonó gravemente a la luz de la luna y en el acto se presentaron dos doncellas de rostro colorado como cerezas, con objeto de recibir a Estella. Pronto la puerta se tragó el equipaje de mi compañera, quien me tendió la mano, me dirigió una sonrisa y me dio las buenas noches antes de ser tragada a su vez. Y yo continué mirando hacia la casa, pensando en lo feliz que sería viviendo allí con ella, aunque, al mismo tiempo, estaba persuadido de que en su compañía jamás me sentiría dichoso, sino siempre desgraciado Volví a subir al coche para dirigirme a Hammersmith; entré con el corazón dolorido, y cuando salí me dolía más aún. Ante la puerta de mi morada encontré a la pequeña Juana Pocket, que regresaba de una fiesta infantil, escoltada por su diminuto novio, a quien yo envidié a pesar de tener que sujetarse a las órdenes de Flopson. El señor Pocket había salido a dar clase, porque era un profesor delicioso de economía doméstica, y sus tratados referentes al gobierno de los niños y de los criados eran considerados como los mejores libros de texto acerca de tales asuntos. Pero la señora Pocket estaba en casa y se hallaba en una pequeña dificultad, a causa de que habían entregado al pequeño un alfiletero para que se estuviera quieto durante la inexplicable ausencia de Millers (que había ido a visitar a un pariente que tenía en los Guardias de Infantería), y faltaban del alfiletero muchas más agujas de las que podían considerarse convenientes para un paciente tan joven, ya fuesen aplicadas al exterior o para ser tomadas a guisa de tónico. Como el señor Pocket era justamente célebre por los excelentes consejos que daba, así como también por su clara y sólida percepción de las cosas y su modo de pensar en extremo juicioso, al sentir mi corazón dolorido tuve la intención de rogarle que aceptara mis confidencias. Pero como entonces levantase la vista y viese a la señora Pocket mientras leía su libro acerca de la nobleza, después de prescribir que la camarera un remedio soberano para el pequeño, me arrepentí, y decidí no decir una palabra. ...
En la línea 2010
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Herbert y yo íbamos de mal en peor por lo que se refiere al aumento de nuestras deudas. De vez en cuando examinábamos nuestros asuntos, dejábamos márgenes y hacíamos otros arreglos igualmente ejemplares. Pasó el tiempo tanto si nos gustaba como si no, según tiene por costumbre, y yo llegué a mi mayoría de edad, cumpliéndose la predicción de Herbert de que me ocurriría eso antes de darme cuenta. También Herbert había llegado ya a su mayoría de edad, ocho meses antes que yo. Y como en tal ocasión no ocurrió otra cosa, aquel acontecimiento no causó una sensación profunda en la Posada de Barnard. Pero, en cambio, esperábamos ambos mi vigesimoprimer aniversario con la mayor ansiedad y forjándonos toda suerte de esperanzas, porque los dos teníamos la seguridad de que mi tutor no podría dejar de decirme algo preciso en aquella ocasión. Tuve el mayor cuidado de avisar en Little Britain el día de mi cumpleaños. El anterior a esta fecha recibí un aviso oficial de Wemmick comunicándome que el señor Jaggers tendría el mayor gusto en recibirme a las cinco de la tarde aquel señalado día. Esto nos convenció de que iba a ocurrir algo importante, y yo estaba muy emocionado cuando acudí a la oficina de mi tutor con ejemplar puntualidad. En el despacho exterior, Wemmick me felicitó e, incidentalmente, se frotó un lado de la nariz con un paquetito de papel de seda, cuyo aspecto me gustó bastante. Pero nada dijo con respecto a él, y con una seña me indicó la conveniencia de entrar en el despacho de mi tutor. Corría el mes de noviembre, y el señor Jaggers estaba ante el fuego, apoyando la espalda en la chimenea, con las manos debajo de los faldones de la levita. - Bien, Pip – dijo. - Hoy he de llamarle señor Pip. Le felicito, señor Pip. Nos estrechamos la mano, y he de hacer notar que él lo hacía siempre con mucha rapidez. Luego le di las gracias. -Tome una silla, señor Pip - dijo mi tutor. Mientras yo me sentaba, él conservó su actitud a inclinó el ceño hacia sus botas, lo cual me pareció una desventaja por mi parte, recordándome la ocasión en que me vi tendido sobre una losa sepulcral. Las dos espantosas mascarillas no estaban lejos de mi interlocutor, y su expresión era como si ambas hiciesen una tentativa estúpida y propia de un apoplético para intervenir en la conversación. - Ahora, joven amigo - empezó diciendo mi tutor como si yo fuese un testigo ante el tribunal, - voy a decirle una o dos palabras. - Como usted guste, caballero. - Dígame ante todo - continuó el señor Jaggers, inclinándose hacia delante para mirar al suelo y levantando luego la cabeza para contemplar el techo, - dígame si tiene idea de la cantidad que se le ha señalado anualmente para vivir. - ¿De la cantidad… ? - Sí - repitió el señor Jaggers sin apartar la mirada del techo, - si tiene idea de la cantidad anual que se le ha señalado para vivir. Dicho esto, miró alrededor de la estancia y se detuvo, teniendo en la mano su pañuelo de bolsillo, a medio camino de su nariz. Yo había examinado mis asuntos con tanta frecuencia, que había llegado a destruir la más ligera noción que hubiese podido tener acerca de la pregunta que se me hacía. Tímidamente me confesé incapaz de contestarla, y ello pareció complacer al señor Jaggers, que replicó: - Ya me lo figuraba. Y se sonó ruidosamente, con la mayor satisfacción. - Yo le he dirigido una pregunta, amigo mío - continuó el señor Jaggers. - ¿Tiene usted algo que preguntarme ahora a mí? - Desde luego, me sería muy agradable dirigirle algunas preguntas, caballero; pero recuerdo su prohibición. - Hágame una - replicó el señor Jaggers. - ¿Acaso hoy se dará a conocer mi bienhechor? - No. Pregunte otra cosa. - ¿Se me hará pronto esta confidencia? - Deje usted eso por el momento - dijo el señor Jaggers - y haga otra pregunta. Miré alrededor de mí, mas, en apariencia, no había modo de eludir la situación. - ¿Acaso… acaso he de recibir algo, caballero? A1 oír mis palabras, el señor Jaggers exclamó triunfante: - Ya me figuraba que acabaríamos en eso. Llamó a Wemmick para que le entregase aquel paquetito de papel. El llamado apareció, lo dejó en sus manos y se marchó. -Ahora, señor Pip, hágame el favor de fijarse. Sin que se le haya puesto ningún obstáculo, ha ido usted pidiéndome las cantidades que le ha parecido bien. Su nombre figura con mucha frecuencia en el libro de caja de Wemmick. A pesar de ello, estoy persuadido de que tiene usted muchas deudas. - No tengo más remedio que confesarlo, caballero. - No le pregunto cuánto debe, porque estoy convencido de que lo ignora; y si no lo ignorase, tampoco me lo diría. La cantidad que confesara estaría siempre por debajo de la realidad. Sí, sí, amigo-exclamó el señor Jaggers accionando con su dedo índice para hacerme callar, al advertir que yo me disponía a hacer una ligera protesta. - No hay duda de que usted se figura que no lo haría, pero yo estoy seguro de lo contrario. Supongo que me dispensará, pero conozco mejor estas cosas que usted mismo. Ahora tome usted este paquetito. ¿Lo tiene ya? Muy bien. Ábralo y dígame qué hay dentro. - Es un billete de Banco - dije - de quinientas libras esterlinas. - Es un billete de Banco - repitió el señor Jaggers -de quinientas libras esterlinas. Me parece una bonita suma. ¿Lo cree usted también? - ¿Cómo puedo considerarlo de otro modo? - ¡Ya! Pero conteste usted a la pregunta - dijo el señor Jaggers. -Sin duda. - De modo que usted, sin duda, considera que eso es una bonita suma. Ahora, Pip, esa bonita suma de dinero es de usted. Es un regalo que se le hace en este día, como demostración de que se realizarán sus esperanzas. Y a tenor de esta bonita suma de dinero cada año, y no mayor, en manera alguna, tendrá que vivir hasta que aparezca el donador de todo. Es decir, que tomará a su cargo sus propios asuntos de dinero, y cada trimestre cobrará usted en Wemmick ciento veinticinco libras, hasta que esté en comunicación con el origen de todo esto, no con el agente, que soy yo. Yo cumplo mis instrucciones y me pagan por ello. Todo eso me parece poco juicioso, pero no me pagan por expresar mi opinión acerca de sus méritos. Yo empezaba a expresar mi gratitud hacia mi bienhechor por la liberalidad con que me trataba, cuando el señor Jaggers me interrumpió. - No me pagan, Pip - dijo -, para transmitir sus palabras a persona alguna. Dicho esto, se levantó los faldones de la levita y se quedó mirando, ceñudo, a sus botas, como si sospechara que éstas abrigaban algún mal designio hacia él. Después de una pausa, indiqué: - Hemos hablado de un asunto, señor Jaggers, que usted me aconsejó abandonar por un momento. Espero no hacer nada malo al preguntarle acerca de ello. - ¿Qué era eso? - dijo. Podía haber estado seguro de que jamás me ayudaría a averiguar lo que me interesaba, de modo que tuve que hacer de nuevo la pregunta, como si no la hubiese formulado anteriormente. - ¿Cree usted posible - dije después de vacilar un momento - que mi bienhechor, de quien usted me ha hablado, dentro de breve tiempo… ? - y al decir esto me interrumpí delicadamente. - ¿Dentro de breve tiempo? - repitió el señor Jaggers. - Hasta ahora, la pregunta queda incompleta. - Deseo saber si, dentro de breve tiempo, vendrá a Londres - dije después de buscar con cuidado las palabras convenientes, - o si, por el contrario, me llamará para que vaya a algún sitio determinado. - Pues bien - replicó el señor Jaggers mirándome por vez primera con sus oscuros y atentos ojos. - Deberemos recordar la primera ocasión en que nos vimos en su mismo pueblo. ¿Qué le dije entonces, Pip? -Me dijo usted, señor Jaggers, que tal vez pasarían años enteros antes de que apareciese esa persona. - Precisamente - dijo el señor Jaggers - ésa es la respuesta que también doy ahora. ...
En la línea 229
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... El tren seguía su marcha retemblando, acelerándose y cuneando a veces, deteniéndose un minuto solo en las estaciones, cuyo nombre cantaba la voz gutural y melancólica de los empleados. Después de cada parada volvía, como si hubiese descansado, y con mayores bríos, a manera de corcel que siente el acicate, a devorar el camino. La diferencia de temperatura del exterior al interior del coche, empañaba con un velo de tul gris la superficie del vidrio; y el viajero, cansado quizá de fundirlo con su hálito, se dedicó nuevamente a considerara la dormida, y cediendo a involuntario sentimiento, que a él mismo le parecía ridículo, a medida que transcurrían las horas perezosas de la noche, iba impacientándole más y más, hasta casi sacarle de quicio, la regalada placidez de aquel sueño insolente, y deseaba, a pesar suyo, que la viajera se despertara, siquiera fuese tan sólo por oír algo que orientase su curiosidad. Quizá con tanta impaciencia andaba mezclada buena parte de envidia. ¡Qué apetecible y deleitoso sueño; qué calma bienhechora! Era el suelto descanso de la mocedad, de la doncellez cándida, de la conciencia serena, del temperamento rico y feliz, de la salud. Lejos de descomponerse, de adquirir ese hundimiento cadavérico, esa contracción de las comisuras labiales, esa especie de trastorno general que deja asomar al rostro, no cuidadoso ya de ajustar sus músculos a una expresión artificiosa, los roedores cuidados de la vigilia, brillaba en las facciones de Lucía la paz, que tanto cautiva y enamora en el semblante de los niños dormidos. Con todo, un punto suspiró quedito, estremeciéndose. El frío de la noche penetraba, aun cerrados los cristales, a través de las rendijas. Levantose el viajero, y sin mirar que en la rejilla había un envoltorio de mantas, abrió su propio maletín y sacó un chal escocés, peludo, de finísima lana, que delicadamente extendió sobre los pies y muslos de la dormida. Volviose ésta un poco sin despertar, y su cabeza quedó envuelta en sombra. ...
En la línea 576
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... No cabiendo juntos por la angosta senda, iban Lucia y Artegui uno tras otro, si bien Artegui a veces se echaba a campo traviesa, sin gran respeto de la ajena propiedad. Detuvo al fin la niña su indisciplinada carrera al pie de espesos mimbrales, que, creciendo al borde de un pantano, sombreaban pendiente ribazo muy mullido de hierba, y desde el cual se oteaba todo el paisaje recorrido. Dejáronse caer en el natural diván, y vieron tenderse ante ellos la vega, como remendada de varios colores, según eran los de las verduras que en cada heredad se cultivaban. En la blanca cinta de la carretera distinguieron un punto negro: el cesto con las jacas. No picaba el sol; su luz se cernía por un velo de nubes, y la campiña tenía tonos mates, verdes glaucos, amarilleces areniscas, lejanías delicadamente cenicientas, suaves matices que se copiaban en la ciénaga tranquila. ...
En la línea 883
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Todas volvieron el rostro, en extremo conmovidas. La puerta del salón de Damas se abría solemnemente; un elegante y correcto anciano, con blancas patillas y delicadamente afeitado el resto de la faz, se quedó en el umbral en diplomática postura; una mujer alta y gallarda penetró en el recinto; acrecentaba su clásica beldad el negro traje de tafetán, muy ceñido y golpeado de azabache; sobre su frente de diosa, el sombrero de tul con espigas de oro, parecía mitológica diadema; era su andar noble y soberano, y sin cuidarse de saludar a nadie, se fue hacia el piano, vacante a la sazón, y sentándose, comenzó a interpretar magistralmente unas mazurcas de Chopín. La postura patentizaba lo brioso de su talle, los largos y tornátiles brazos, las caderas, los omoplatos que, a cada pulsación de la blanca mano, se dibujaban vigorosamente bajo el ajustado corpiño. ...

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