La palabra Ciento ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
Memoria De Las Islas Filipinas. de Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Sandokán: Los tigres de Mompracem de Emilio Salgàri
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
El jugador de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
La llamada de la selva de Jack London
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece ciento.
Estadisticas de la palabra ciento
La palabra ciento es una de las palabras más comunes del idioma Español, estando en la posición 400 según la RAE.
Ciento es una palabra muy común y se encuentra en el Top 500 con una frecuencia media de 198.33 veces en cada obra en castellano
El puesto de esta palabra se basa en la frecuencia de aparición de la ciento en 150 obras del castellano contandose 30146 apariciones en total.
Errores Ortográficos típicos con la palabra Ciento
Cómo se escribe ciento o ziento?
Cómo se escribe ciento o siento?
Más información sobre la palabra Ciento en internet
Ciento en la RAE.
Ciento en Word Reference.
Ciento en la wikipedia.
Sinonimos de Ciento.

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece ciento
La palabra ciento puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1301
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... -Cuestión de ciento veinte o ciento treinta. ...
En la línea 5347
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -¡Oh, Dios mío! ¡Sí, dado! Esa es la palabra -dijo Porthos-; porque ciertamente valía ciento cincuenta luises, y el ladrón no ha queri do pagármelo más que en ochenta. ...
En la línea 6191
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... ¡Adiós, o mejor, hasta luego!»El mendigo seguía descosiendo; de sus sucios vestidos sacó una a una ciento cincuenta pistolas dobles de España, que alineó sobre la mesa; luego, abrió la puerta, saludó y partió antes de que el joven, estu pefacto, hubiera osado dirigirlela palabra. ...
En la línea 8034
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... ¿Y cómo? ¿Tenemos rela ciones en la corte? ¿Podemos enviar a alguien a Paris sin que se sepa en el campamento? De aquí a Paris hay ciento cuarenta leguas: la car ta no habrá llegado a Angers cuando estemos ya en el calabozo. ...
En la línea 10250
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Os tienen sin cuidado esas ciento ochenta leguas. ...
En la línea 135
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... a Al juzgado de Cagayan debe separársele la factoría ó colectoría del tabaco, y nombrar el gobierno factor colector á sueldo fijo, ó con un módico tanto por ciento, pues segun la planta que tiene, causa asombro; es escandaloso que un alcalde mayor por reunir ese cargo de colector del tabaco, cuente la escesiva dotacion que goza, la que con los acopios de tabaco para España, subirá estraordinariamente; pasa de doce mil duros anuales lo que sacó el alcalde que dejó de serlo últimamente. ...
En la línea 183
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Por otra parte, de esa abundancia de empleados tan innecesaria y que grava al tesoro público, resultan otros daños de no menor consideracion: tales son el cúmulo de jente desocupada que tan poco favorece al público sosiego; que existiendo siempre en todas las oficinas escedentes, agregados y supernumerarios para una vacante que ocurre, hay ciento á quien colocar de efectivos, con notorio perjuicio de la escala y de los beneméritos hijos de los españoles, que son tambien acreedores á que se les atienda segun su aptitud y mérito y antecedentes de sus padres, como demandan principios de política, de pública conveniencia y de rigurosa justicia: y por último, en esta parte es de decirse que si en la administracion de la hacienda pública ha de haber el buen órden que se debe observar y las posibles economías, mucho mas en los actuales tiempos de escasez y penuria por lo recargado del estado, ni uno ni otro se conseguirá aumentando empleados todos los dias, siempre innecesarios, y teniendo un número escesivo de agregados, que sobre perjudicar la escala de los de número, absorve sumas de entidad anualmente por los sueldos que disfrutan. ...
En la línea 247
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... , que hay en todas ellas, y la necesidad de una limpia, que reduciéndolos á los puramente precisos, útiles y necesarios, descargue el tesoro público de tanto sueldo, pension y rentas que no debia pagar, porque si con veinte buenos empleados puede estar cubierto el servicio, ¿por que ha de mantener el estado ciento ó doscientos? Esto y solo esto es el plan de reforma que estas oficinas necesitan; la culpa de este abuso, de este desórden, y aun si se quiere de esta iniquidad, no es de los infelices pretendientes que obtaron y consiguieron esas colocaciones, sino del gobierno, que debiendo saber le bastaban veinte empleados, por ejemplo, fue nombrando á cientos, sin cuenta y razon, proveyendo supernumerarios y futuras contra ley espresa de Indias [21], gravando y perjudicando aquel erario, y no poniendo todo el esmero y celo en administrarlo cual debia. ...
En la línea 358
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Emancipadas las Américas, la administracion de correos de Manila empezó á entenderse directamente con la direccion jeneral de Madrid, y poco despues de esta época, se aumentó al administrador en Filipinas un abono de trecientos pesos por razon de casa y cien pesos para un escribiente, únicos gastos de la renta; y que si se querian garantir mas sus ingresos, con solo añadir un interventor al tanto por ciento igualmente, estaba hecho cuanto se podia apetecer para mayor seguridad de sus fondos. ...
En la línea 1069
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Sin embargo, me aseguraron que, positivamente, tenía más de ciento diez años, y pasaba por ser la persona más vieja de Portugal. ...
En la línea 2164
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... La torre de la catedral, llamada La Giralda, pertenece a la época de los moros, y formó parte de la gran mezquita de Sevilla; se calcula su altura en unos ciento quince metros, y se sube hasta el remate, no por escalera, sino por una rampa abovedada a manera de plano inclinado. ...
En la línea 2669
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... De esa manera, los hijos de España llegarían a saber que el Nuevo Testamento existe, hecho que apenas conocía entonces el cinco por ciento de los españoles, a pesar de la catolicidad y cristiandad de que con harta frecuencia se jactan. ...
En la línea 5281
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Esos calabozos tienen capacidad para ciento o ciento cincuenta presos cada uno, y en ellos quedan encerrados por la noche con cerrojos y barras; pero durante el día pueden vagar por los patios a su antojo. ...
En la línea 823
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -¿Qué diablos de venganza hemos de tomar -respondió Sancho-, si éstos son más de veinte y nosotros no más de dos, y aun, quizá, nosotros sino uno y medio? -Yo valgo por ciento -replicó don Quijote. ...
En la línea 873
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y, despidiendo treinta ayes, y sesenta sospiros, y ciento y veinte pésetes y reniegos de quien allí le había traído, se levantó, quedándose agobiado en la mitad del camino, como arco turquesco, sin poder acabar de enderezarse; y con todo este trabajo aparejó su asno, que también había andado algo destraído con la demasiada libertad de aquel día. ...
En la línea 1372
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Fue en fragante, no hubo lugar de tormento; concluyóse la causa, acomodáronme las espaldas con ciento, y por añadidura tres precisos de gurapas, y acabóse la obra. ...
En la línea 1503
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... En tanto que don Quijote pasaba el libro, pasaba Sancho la maleta, sin dejar rincón en toda ella, ni en el cojín, que no buscase, escudriñase e inquiriese, ni costura que no deshiciese, ni vedija de lana que no escarmenase, porque no se quedase nada por diligencia ni mal recado: tal golosina habían despertado en él los hallados escudos, que pasaban de ciento. ...
En la línea 697
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... alcanza la tempestad su grado máximo; nuestro horizonte queda reducidísimo por las nubes de espuma que levanta el viento; el mar tiene un aspecto terrible; parece una inmensa llanura movediza cubierta por todas partes de nieve. Mientras que nuestro barco se agita horriblemente, los albatros, con las alas extendidas, parecen gozar del viento. Al mediodía viene una ola inmensa a llenar de agua una de nuestras balleneras, que hay que arrojar al mar en el acto. El pobre Beagle se estremece bajo el choque, y durante unos instantes resiste al gobernalle; pero como valiente barco que es, no tarda en rehacerse y presenta la proa al viento. Si una segunda ola hubiera seguido a la primera, se apodera de nosotros en el instante. Hace veinticuatro días que luchamos por ganar la costa occidental; los hombres están extenuados de cansancio, y desde hace tiempo no tienen ya un traje seco. El capitán Fitz-Roy abandona el proyecto de abordar al oeste rodeando la Tierra del Fuego. Por la tarde vamos a abrigarnos tras el falso Cabo de Hornos y echamos el ancla en un fondeadero de cuarenta y siete brazas; al desarrollarse la cadena sobre el cabrestante deja escapar verdaderas chispas. ¡Cuán deliciosa es una noche tranquila después de tanto tiempo de haber sido juguete de los elementos embravecidos! I5 de enero de 1833.- Echa el Beagle el ancla en la Bahía de Goeree. El capitán Fitz-Roy, resuelto a desembarcar a los fueguenses en el estrecho de Ponsonby, lo cual desean, hace equipar cuatro embarcaciones para conducirles allí por el canal del Beagle. Este canal, descubierto por el capitán Fitz-Roy durante su anterior viaje constituye un carácter notable de la geografía de este país. Puede comparársele al valle de Lochness, en Escocia, con su cadena de lagos y de bahías. El canal del Beagle tiene unas ciento veinte millas de largo por una anchura media, que varía muy poco de unas dos millas. En casi todas su extensión es recto hasta tal punto, que, limitada la vista a cada lado por una línea de montañas, se pierde en lontananza. Este canal atraviesa la parte meridional de la Tierra del Fuego, en dirección de este a oeste; hacia su parte media viene a unírsele formando ángulo recto con él, otro canal irregular llamado el estrecho de Ponsonby; allí es donde residen la tribu y la familia de Jemmy Button. ...
En la línea 715
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Todo marchó tranquilamente durante los tres días siguientes, mientras se trazaba el jardín y se construían las barracas (wigwams). Unos ciento veinte indígenas se habían reunido en otro sitio. Las mujeres- trabajaban con ardor, mientras los hombres paseaban todo el día, sin dejar de vigilarnos un instante. Preguntaban por todo lo que veían y robaban cuanto podían. ...
En la línea 1028
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... s pumas se matan con facilidad. los países de grandes llanuras los traban primero con bolas y después les arrojan un lazo y los arrastran hasta aturdirlos. Tandil (al sur de la Plata).me han dicho que han dado muerte en tres meses, de esta manera, a más de ciento. Chile se los acosa, por lo común, hasta que se hacen fuertes contra un árbol o unas malezas y se los mata a tiros o atacados por perros ...
En la línea 1383
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Comenzó el terremoto la las once y media de la mañana. llega a producirse a media noche, el mayor número de los habitantes, que es esta provincia son muchos miles, hubiese perecido. total no llegaron a ciento las víctimas, gracias a la costumbre que se tiene de lanzarse fuera de las casas en cuanto se siente temblar el suelo. Concepción, cada hilera de casas y cada casa aislada formaba una masa de ruinas independiente; por el contrario, en Talcahuano, la ola que había seguido al temblor de tierra e inundado la villa había dejado al retirarse una masa confusa de ladrillos, tejas, vigas y muebles, y algún que otro muro suelto todavía de pie ...
En la línea 2177
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Más viejo es un perro de diez años que un cuervo de ciento, si es cierto que los cuervos duran siglos. ...
En la línea 4692
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Venga usted acá, viborezno libre-pensador, Voltaire de monterilla, Lutero con cascabeles; según ese disparatado modo de pensar que usa vuecencia, también se podrá asegurar lo que dice el vulgo de los préstamos del Magistral al veinte por ciento. ...
En la línea 4710
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¿Reparto yo dinero por las aldeas al treinta por ciento? Y el dinero que yo presto ¿procede de capellanías cuyo soy el depositario sin facultades para lucrar con el interés del depósito? ¿Mis rentas proceden de los cristianos bobalicones que tienen algo que ver con la curia eclesiástica? ¿Robo yo en esos montes de Toledo que se llaman Palacio? —De manera, que si usted empieza a disparatar y a pasarse a mayores, yo le dejo con la palabra en la boca. ...
En la línea 9218
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Recetó; censuró también a don Víctor por su intempestiva ausencia; dijo que un loco hacía ciento; que Frígilis sabía tanto de darwinismo como él de herrar moscas; dio dos palmaditas en la cara a la Regenta, complaciéndose en el contacto; y cerrando puertas con estrépito salió, no sin despedirse hasta mañana temprano, desde lejos. ...
En la línea 581
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... La usura era la principal industria de muchas ciudades italianas. Los judíos, únicos que la ejercían al principio, veíanse suplantados por los cristianos, resultando éstos al fin más sin entrañas que los prestamistas israelitas. El interés de treinta por ciento era ordinario, llegando algunas veces al setenta u ochenta. Todos querían dinero para divertirse, tomándolo sin fijarse en las consecuencias. ...
En la línea 869
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El señor de Pésaro, hermoso jinete, la saludaba graciosamente con su gorra, y ella devolvía el saludo a este esposo visto por primera vez. Después de la ceremonia del matrimonio celebrábase un banquete en el Belvedere del Vaticano, al que asistían ciento cincuenta damas de la nobleza romana. los embajadores, los personajes más notables de la ciudad, once cardenales y numerosos obispos También estaba presente la señora Teodorina. hija de Inocencio VIII, y su hija, la marquesa de Gerase. Los hijos de los pontífices difuntos continuaban figurando honorablemente en la Corte de los papas herederos. Su situación era comparable a la de las familias de los ex presidentes de República, que siguen teniendo entrada libre en las fiestas de los presidentes sucesores si es que no existe una enemistad irreconciliable. ...
En la línea 954
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El 3 de septiembre pasaba el rey de Francia la frontera de Saboya. Iban con él quince mil hombres de armas y escuderos, ocho mil arcabuceros gascones, seis mil alabarderos suizos, mil quinientos arqueros franceses y ciento cincuenta cañones enormes. Esta aglomeración de hombres armados, la más grande en realidad que se había visto en aquella época, no llevaba tiendas de campaña, ni víveres ni dinero. Las tropas vivían sobre las tierras, conquistadas. Además, este ejército de franceses iba hacia la rica Italia en el mismo estado de ánimo que las andrajosas y famélicas bridas de la República, tres siglos después, cuando el principiante Bonaparte les mostraba desde lo alto de los Alpes la tierra de promisión. ...
En la línea 1321
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Seguía adelante el duque del Valentinado, siempre de fiesta en fiesta, acogido reglamente por los más altos señores franceses, que habían recibido órdenes de su monarca para obsequiarlo cual si fuese un príncipe heredero. En Lyon le daban un banquete pantagruélico, con trescientas sesenta piezas de volatería o de caza mayor y ciento sesenta y dos platos montados de confitería, corriendo verdaderos ríos de hipocrás y los mejores vinos de Francia. Por Valence, capital de su ducado, pasaba casi sin detenerse, pretextando que debía ser investido por el mismo rey en persona, y también se negaba a recibir el collar de San Miguel, presentado por un embajador del monarca, arguyendo que él sólo podía aceptarlo de manos de Luis XII. ...
En la línea 1253
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Un anochecer, cuando Gillespie había terminado su trabajo y, sentado en la playa, descansaba de ciento ochenta viajes entre la orilla del mar y la punta de la escollera, recibió una visita extraordinaria. ...
En la línea 114
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Vivía Plácido en la Cava de San Miguel. Su casa era una de las que forman el costado occidental de la Plaza Mayor, y como el basamento de ellas está mucho más bajo que el suelo de la Plaza, tienen una altura imponente y una estribación formidable, a modo de fortaleza. El piso en que el tal vivía era cuarto por la Plaza y por la Cava séptimo. No existen en Madrid alturas mayores, y para vencer aquellas era forzoso apechugar con ciento veinte escalones, todos de piedra, como decía Plácido con orgullo, no pudiendo ponderar otra cosa de su domicilio. El ser todas de piedra, desde la Cava hasta las bohardillas, da a las escaleras de aquellas casas un aspecto lúgubre y monumental, como de castillo de leyendas, y Estupiñá no podía olvidar esta circunstancia que le hacía interesante en cierto modo, pues no es lo mismo subir a su casa por una escalera como las del Escorial, que subir por viles peldaños de palo, como cada hijo de vecino. ...
En la línea 416
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Los Samaniegos, oriundos, como los Morenos, del país de Mena también son ciento y la madre. Ya sabemos que la hija segunda de Gumersindo Arnaiz, hermana de Jacinta, casó con Pepe Samaniego, hijo de un droguista arruinado de la Concepción Jerónima… Hay muchos Samaniegos en el comercio menudo, y leyendo el instructivo libro de los rótulos de tiendas, se encuentra la Farmacia de Samaniego en la calle del Ave María (cuyo dueño era el marido de Castita Moreno), y la Carnicería de Samaniego en la de las Maldonadas. Sin rótulo hay un Samaniego prestamista y medio curial, otro cobrador del Banco, otro que tiene tienda de sedas en la calle de Botoneras y, por fin, varios que son horteras en diferentes tiendas. El Samaniego agente de Bolsa es primo de estos. ...
En la línea 488
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Barbarita, que conocía bien a su amiga, no machacaba como D. Baldomero, dejándola comer lo que quisiese o no comer nada. Si por acaso estaba en la mesa el gordo Arnaiz, se permitía algunas cuchufletas de buen género sobre aquellos antiquísimos estilos de santidad, consistentes en no comer. «Lo que entra por la boca no daña al alma. Lo ha dicho San Francisco de Sales nada menos». La de Pacheco, que tenía buenas despachaderas, no se quedaba callada, y respondía con donaire a todas las bromas sin enojarse nunca. Concluida la comida, se diseminaban los comensales, unos a tomar café al despacho y a jugar al tresillo, otros a formar grupos más o menos animados y chismosos, y Guillermina a su sillita baja y al teje maneje de las agujas. Jacinta se le ponía al lado y tomaba muy a menudo parte en aquellas tareas, tan simpáticas a su corazón. Guillermina hacía camisolas, calzones y chambritas para sus ciento y pico de hijos de ambos sexos. ...
En la línea 495
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... »Con que ya ven ustedes cómo así, a lo tonto a lo tonto, ha venido sobre mi asilo el pan de cada día. La suscripción fija creció tanto que al año pude tomar la casa de la calle de Alburquerque, que tiene un gran patio y mucho desahogo. He puesto una zapatería para que los muchachos grandecitos trabajen, y dos escuelas para que aprendan. El año pasado eran sesenta y ya llegan a ciento diez. Se pasan apuros; pero vamos viviendo. Un día andamos mal y al otro llueven provisiones. Cuando veo la despensa vacía, me echo a la calle, como dicen los revolucionarios, y por la noche ya llevo a casa la libreta para tantas bocas. Y hay días en que no les falta su extraordinario, ¿qué creían ustedes? Hoy les he dado un arroz con leche, que no lo comen mejor los que me oyen. Veremos si al fin me salgo con la mía, que es un grano de anís, nada menos que levantarles un edificio de nueva planta, un verdadero palacio con la holgura y la distribución convenientes, todo muy propio, con departamento de esto, departamento de lo otro, de modo que me quepan allí doscientos o trescientos huérfanos, y puedan vivir bien y educarse y ser buenos cristianos». ...
En la línea 2066
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Al caer la tarde, la roca presentaba un aspecto imponente; parecía inexpugnable. Los ciento cincuenta hombres que quedaban después del ataque de la escuadra y de la pérdida de las dos tripulaciones que siguieran a Sandokán a Labuán, habían trabajado como quinientos. ...
En la línea 2395
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¿Cómo querías que no lo siguiera? ¡Dispongo de tres barcos y ciento veinte hombres! ...
En la línea 18
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Nadie ignora el nombre del célebre armador inglés Cunard, el inteligente industrial que fundó, en 1840, un servicio postal entre Liverpool y Halifax, con tres barcos de madera, de ruedas, de cuatrocientos caballos de fuerza y con un arqueo de mil ciento sesenta y dos toneladas. Ocho años después, el material de la compañía se veía incrementado en cuatro barcos de seiscientos cincuenta caballos y mil ochocientas veinte toneladas, y dos años más tarde, en otros dos buques de mayor potencia y tonelaje. En 1853, la Compañía Cunard, cuya exclusiva del transporte del correo acababa de serle renovada, añadió sucesivamente a su flota el Arabia, el Persia, el China, el Scotia, el Java y el Rusia, todos ellos muy rápidos y los más grandes que, a excepción del Great Eastern, hubiesen surcado nunca los mares. Así, pues, en 1867, la compañía poseía doce barcos, ocho de ellos de ruedas y cuatro de hélice. ...
En la línea 165
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Exactamente, Ned. Así, pues, a treinta y dos pies por debajo de la superficie del mar sufriría usted una presión de diecisiete mil quinientos sesenta y ocho kilogramos; a trescientos veinte pies, diez veces esa presión, o sea, ciento setenta y cinco mil seiscientos ochenta kilogramos; a tres mil doscientos pies, cien veces esa presión, es decir, un millón setecientos cincuenta y seis mil ochocientos kilogramos; y a treinta y dos mil pies, mil veces esa presión, o sea diecisiete millones quinientos sesenta y ocho mil kilogramos. En una palabra, que se quedaría usted planchado como si le sacaran de una apisonadora. ...
En la línea 186
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Y los abrían desmesuradamente. Los ojos y los catalejos, un poco deslumbrados, cierto es, por la perspectiva de los dos mil dólares, no tuvieron un instante de reposo. Día y noche se observaba la superficie del océano. Los nictálopes, cuya facultad de ver en la oscuridad aumentaba sus posibilidades en un cincuenta por ciento, jugaban con ventaja en la conquista del premio. ...
En la línea 718
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Como ve usted -me dijo el capitán Nemo-, uso elementos Bunsen y no de Ruhmkorff, que resultarían impotentes. Los elementos Bunsen son poco numerosos, pero grandes y fuertes, lo que da mejores resultados según nuestra experiencia. La electricidad producida se dirige hacia atrás, donde actúa por electroimanes de gran dimensión sobre un sistema particular de palancas y engranajes que transmiten el movimiento al árbol de la hélice. Ésta, con un diámetro de seis metros y un paso de siete metros y medio, puede dar hasta ciento veinte revoluciones por segundo. ...
En la línea 2006
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Como me había acostumbrado ya a mis esperanzas, empecé, insensiblemente, a notar su efecto sobre mí mismo y sobre los que me rodeaban. Me esforzaba en disimularme todo lo posible la influencia de aquéllas en mi propio carácter, pero comprendía perfectamente que no era en manera alguna beneficiosa para mí. Vivía en un estado de crónica inquietud con respecto a mi conducta para con Joe. Tampoco mi conciencia se sentía tranquila con respecto a Biddy: Cuando me despertaba por las noches, como Camilla, solía decirme, con ánimo deprimido, que habría sido mucho más feliz y mejor si nunca hubiese visto el rostro de la señorita Havisham y llegara a la virilidad contento y satisfecho con ser socio de Joe, en la honrada y vieja fragua. Muchas veces, en las veladas, cuando estaba solo y sentado ante el fuego, me decía que, en resumidas cuentas, no había otro fuego como el de la forja y el de la cocina de mi propio hogar. Sin embargo, Estella era de tal modo inseparable de mi intranquilidad mental, que, realmente, yo sentía ciertas dudas acerca de la parte que a mí mismo me correspondía en ello. Es decir, que, suponiendo que yo no tuviera esperanzas y, sin embargo, Estella hubiese ocupado mi mente, yo no habría podido precisar a mi satisfaccion si eso habría sido mejor para mí. No tropezaba con tal dificultad con respecto a la influencia de mi posición sobre otros, y así percibía, aunque tal vez débilmente, que no era beneficioso para nadie y, 130 sobre todo, que no hacía ningun bien a Herbert. Mis hábitos de despilfarro inclinaban a su débil naturaleza a hacer gastos que no podía soportar y corrompían la sencillez de su vida, arrebatándole la paz con ansiedades y pesares. No sentía el menor remordimiento por haber inducido a las otras ramas de la familia Pocket a que practicasen las pobres artes a que se dedicaban, porque todos ellos valían tan poco que, aun cuando yo dejara dormidas tales inclinaciones, cualquiera otra las habría despertado. Pero el caso de Herbert era muy diferente, y muchas veces me apenaba pensar que le había hecho un flaco servicio al recargar sus habitaciones, escasamente amuebladas, con trabajos inapropiados de tapicería y poniendo a su disposición al Vengador del chaleco color canario. Entonces, como medio infalible de salir de un apuro para entrar en otro mayor, empecé a contraer grandes deudas, y en cuanto me aventuré a recorrer este camino, Herbert no tuvo más remedio que seguirme. Por consejo de Startop presentamos nuestra candidatura en un club llamado Los Pinzones de la Enramada. Jamás he sabido cuál era el objeto de tal institución, a no ser que consistiera en que sus socios debían cenar opíparamente una vez cada quince días, pelearse entre sí lo mas posible después de cenar y ser la causa de que se emborrachasen, por lo menos, media docena de camareros. Me consta que estos agradables fines sociales se cumplían de un modo tan invariable que, según Herbert y yo entendimos, a nada más se refería el primer brindis que pronunciaban los socios, y que decía: «Caballeros: ojalá siempre reinen los sentimientos de amistad entre Los Pinzones de 1a Enramada.» Los Pinzones gastaban locamente su dinero (solíamos cenar en un hotel de «Covent Garden»), y el primer Pinzón a quien vi cuando tuve el honor de pertenecer a la «Enramada» fue Bentley Drummle; en aquel tiempo, éste iba dando tumbos por la ciudad en un coche de su propiedad y haciendo enormes estropicios en los postes y en las esquinas de las calles. De vez en cuando salía despedido de su propio carruaje, con la cabeza por delante, para ir a parar entre los caballeros, y en una ocasión le vi caer en la puerta de la «Enramada», aunque sin intención de ello, como si fuese un saco de carbón. Pero al hablar así me anticipo un poco, porque yo no era todavía un Pinzón ni podía serlo, de acuerdo con los sagrados reglamentos de la sociedad, hasta que fuese mayor de edad. Confiando en mis propios recursos, estaba dispuesto a tomar a mi cargo los gastos de Herbert; pero éste era orgulloso y yo no podía hacerle siquiera tal proposición. Por eso el pobre luchaba con toda clase de dificultades y continuaba observando alrededor de él. Cuando, gradualmente, adquirimos la costumbre de acostarnos a altas horas de la noche y de pasar el tiempo con toda suerte de trasnochadores, noté que, al desayuno, Herbert observaba alrededor con mirada llena de desaliento; empezaba a mirar con mayor confianza hacia el mediodía; volvia a desalentarse antes de la cena, aunque después de ésta parecía advertir claramente la posibilidad de realizar un capital; y, hasta la medianoche, estaba seguro de alcanzarlo. Sin embargo, a las dos de la madrugada estaba tan desalentado otra vez, que no hablaba más que de comprarse un rifle y marcharse a América con objeto de obligar a los búfalos a que fuesen ellos los autores de su fortuna. Yo solía pasar en Hammersmith la mitad de la semana, y entonces hacía visitas a Richmond, aunque cada vez más espaciadas. Cuando estaba en Hammersmith, Herbert iba allá con frecuencia, y me parece que en tales ocasiones su padre sentía, a veces, la impresión pasajera de que aún no se había presentado la oportunidad que su hijo esperaba. Pero, entre el desorden que reinaba en la familia, no era muy importante lo que pudiera suceder a Herbert. Mientras tanto, el señor Pocket tenía cada día el cabello más gris y con mayor frecuencia que antes trataba de levantarse a sí mismo por el cabello, para sobreponerse a sus propias perplejidades, en tanto que la señora Pocket echaba la zancadilla a toda la familia con su taburete, leía continuamente su libro acerca de la nobleza, perdía su pañuelo, hablaba de su abuelito y demostraba prácticamente sus ideas acerca de la educación de los hijos, mandándolos a la cama en cuanto se presentaban ante ella. Y como ahora estoy generalizando un período de mi vida con objeto de allanar mi propio camino, no puedo hacer nada mejor que concretar la descripción de nuestras costumbres y modo de vivir en la Posada de Barnard. Gastábamos tanto dinero como podíamos y, en cambio, recibíamos tan poco como la gente podía darnos. Casi siempre estábamos aburridos; nos sentíamos desdichados, y la mayoría de nuestros amigos y conocidos se hallaban en la misma situación. Entre nosotros había alegre ficción de que nos divertíamos constantemente, y tambien la verdad esquelética de que nunca lo lograbamos. Y, según creo, nuestro caso era, en resumidas cuentas, en extremo corriente. Cada mañana, y siempre con nuevo talante, Herbert iba a la City para observar alrededor de él. Con frecuencia, yo le visitaba en aquella habitacion trasera y oscura, donde estaba acompañado por una gran botella de tinta, un perchero para sombreros, un cubo para el carbón, una caja de cordel, un almanaque, un 131 pupitre, un taburete y una regla. Y no recuerdo haberle visto hacer otra cosa sino observar alrededor. Si todos hiciéramos lo que nos proponemos con la misma fidelidad con que Herbert cumplía sus propósitos, viviríamos sin duda alguna en una republica de las virtudes. No tenía nada más que hacer el pobre muchacho, a excepción de que, a determinada hora de la tarde, debía ir al Lloyd, en cumplimiento de la ceremonia de ver a su principal, según imagino. No hacía nunca nada que se relacionara con el Lloyd, según pude percatarme, salvo el regresar a su oficina. Cuando consideraba que su situación era en extremo seria y que, positivamente, debía encontrar una oportunidad, se iba a la Bolsa a la hora de sesion, y allí empezaba a pasear entrando y saliendo, cual si bailase una triste contradanza entre aquellos magnates allí reunidos. - He observado - me dijo un día Herbert al llegar a casa para comer, en una de aquellas ocasiones especiales, - Haendel, que las oportunidades no se presentan a uno, sino que es preciso ir en busca de ellas. Por eso yo he ido a buscarla. Si hubiéramos estado menos unidos, creo que habríamos llegado a odiarnos todas las mañanas con la mayor regularidad. En aquel período de arrepentimiento, yo detestaba nuestras habitaciones más de lo que podría expresar con palabras, y no podía soportar el ver siquiera la librea del Vengador, quien tenía entonces un aspecto más costoso y menos remunerador que en cualquier otro momento de las veinticuatro horas del día. A medida que nos hundíamos más y más en las deudas, los almuerzos eran cada día menos substanciosos, y en una ocasión, a la hora del almuerzo, fuimos amenazados, aunque por carta, con procedimientos legales «bastante relacionados con las joyas», según habría podido decir el periódico de mi país. Y hasta incluso, un día, cogí al Vengador por su cuello azul y lo sacudí levantándolo en vilo, de modo que al estar en el aire parecía un Cupido con botas altas, por presumir o suponer que necesitábamos un panecillo. Ciertos días, bastante inciertos porque dependían de nuestro humor, yo decía a Herbert, como si hubiese hecho un notable descubrimiento: - Mi querido Herbert, llevamos muy mal camino. - Mi querido Haendel - me contestaba Herbert con la mayor sinceridad, - tal vez no me creerás, pero, por extraña coincidencia, estaba a punto de pronunciar esas mismas palabras. - Pues, en tal caso, Herbert - le contestaba yo, - vamos a examinar nuestros asuntos. Nos satisfacía mucho tomar esta resolución. Yo siempre pensé que éste era el modo de tratar los negocios y tal el camino de examinar los nuestros, así como el de agarrar por el cuello a nuestro enemigo. Y me consta que Herbert opinaba igual. Pedíamos algunos platos especiales para comer, con una botella de vino que se salía de lo corriente, a fin de que nuestros cerebros estuviesen reconfortados para tal ocasión y pudiésemos dar en el blanco. Una vez terminada la comida, sacábamos unas cuantas plumas, gran cantidad de tinta y de papel de escribir, así como de papel secante. Nos resultaba muy agradable disponer de una buena cantidad de papel. Yo entonces tomaba una hoja y, en la parte superior y con buena letra, escribía la cabecera: «Memorándum de las deudas de Pip». Añadía luego, cuidadosamente, el nombre de la Posada de Barnard y la fecha. Herbert tomaba tambien una hoja de papel y con las mismas formalidades escribía: «Memorándum de las deudas de Herbert». Cada uno de nosotros consultaba entonces un confuso montón de papeles que tenía al lado y que hasta entonces habían sido desordenadamente guardados en los cajones, desgastados por tanto permanecer en los bolsillos, medio quemados para encender bujias, metidos durante semanas enteras entre el marco y el espejo y estropeados de mil maneras distintas. El chirrido de nuestras plumas al correr sobre el papel nos causaba verdadero contento, de tal manera que a veces me resultaba dificil advertir la necesaria diferencia existente entre aquel proceder absolutamente comercial y el verdadero pago de las deudas. Y con respecto a su carácter meritorio, ambas cosas parecían absolutamente iguales. Después de escribir un rato, yo solía preguntar a Herbert cómo andaba en su trabajo, y mi compañero se rascaba la cabeza con triste ademán al contemplar las cantidades que se iban acumulando ante su vista. - Todo eso ya sube, Haendel - decía entonces Herbert, - a fe mía que ya sube a… - Ten firmeza, Herbert - le replicaba manejando con la mayor asiduidad mi propia pluma. - Mira los hechos cara a cara. Examina bien tus asuntos. Contempla su estado con serenidad. - Así lo haría, Haendel, pero ellos, en cambio, me miran muy confusos. Sin embargo, mis maneras resueltas lograban el objeto propuesto, y Herbert continuaba trabajando. Después de un rato abandonaba nuevamente su tarea con la excusa de que no había anotado la factura de Cobbs, de Lobbs, de Nobbs u otra cualquiera, segun fuese el caso. - Si es así, Herbert, haz un cálculo. Señala una cantidad en cifras redondas y escríbela. 132 - Eres un hombre de recursos - contestaba mi amigo, lleno de admiración. - En realidad, tus facultades comerciales son muy notables. Yo también lo creía así. En tales ocasiones me di a mí mismo la reputación de un magnífico hombre de negocios, rápido, decisivo, enérgico, claro y dotado de la mayor sangre fría. En cuanto había anotado en la lista todas mis responsabilidades, comparaba cada una de las cantidades con la factura correspondiente y le ponía la señal de haberlo hecho. La aprobación que a mí mismo me daba en cuanto comprobaba cada una de las sumas anotadas me producía una sensación voluptuosa. Cuando ya había terminado la comprobación, doblaba uniformemente las facturas, ponía la suma en la parte posterior y con todas ellas formaba un paquetito simétrico. Luego hacía lo mismo en beneficio de Herbert (que con la mayor modestia aseguraba no tener ingenio administrativo), y al terminar experimentaba la sensación de haber aclarado considerablemente sus asuntos. Mis costumbres comerciales tenían otro detalle brillante, que yo llamaba «dejar un margen». Por ejemplo, suponiendo que las deudas de Herbert ascendiesen a ciento sesenta y cuatro libras esterlinas, cuatro chelines y dos peniques, yo decía: «Dejemos un margen y calculemos las deudas en doscientas libras redondas.» O, en caso de que las mías fuesen cuatro veces mayores, también «dejaba un margen» y las calculaba en setecientas libras. Tenía una alta opinion de la sabiduría de dejar aquel margen, pero he de confesar, al recordar aquellos días, que esto nos costaba bastante dinero. Porque inmediatamente contraíamos nuevas deudas por valor del margen calculado, y algunas veces, penetrados de la libertad y de la solvencia que nos atribuía, llegábamos muy pronto a otro margen. Pero había, después de tal examen de nuestros asuntos, unos días de tranquilidad, de sentimientos virtuosos y que me daban, mientras tanto, una admirable opinión de mí mismo. Lisonjeado por mi conducta y por mi método, como asimismo por los cumplidos de Herbert, guardaba el paquetito simétrico de sus facturas y también el de las mías en la mesa que tenia delante, entre nuestra provisión de papel en blanco, y experimentaba casi la sensación de constituir un banco de alguna clase, en vez de ser tan sólo un individuo particular. En tan solemnes ocasiones cerrábamos a piedra y lodo nuestra puerta exterior, a fin de no ser interrumpidos. Una noche hallábame en tan sereno estado, cuando oímos el roce de una carta que acababan de deslizar por la expresada puerta y que luego cayó al suelo. - Es para ti, Haendel - dijo Herbert yendo a buscarla y regresando con ella -. Y espero que no será nada importante. - Esto último era una alusión a la faja de luto que había en el sobre. La carta la firmaba la razón social «Trabb & Co.» y su contenido era muy sencillo. Decía que yo era un distinguido señor y me informaba de que la señora J. Gargery había muerto el lunes último, a las seis y veinte de la tarde, y que se me esperaba para concurrir al entierro el lunes siguiente a las tres de la tarde. ...
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del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Herbert y yo íbamos de mal en peor por lo que se refiere al aumento de nuestras deudas. De vez en cuando examinábamos nuestros asuntos, dejábamos márgenes y hacíamos otros arreglos igualmente ejemplares. Pasó el tiempo tanto si nos gustaba como si no, según tiene por costumbre, y yo llegué a mi mayoría de edad, cumpliéndose la predicción de Herbert de que me ocurriría eso antes de darme cuenta. También Herbert había llegado ya a su mayoría de edad, ocho meses antes que yo. Y como en tal ocasión no ocurrió otra cosa, aquel acontecimiento no causó una sensación profunda en la Posada de Barnard. Pero, en cambio, esperábamos ambos mi vigesimoprimer aniversario con la mayor ansiedad y forjándonos toda suerte de esperanzas, porque los dos teníamos la seguridad de que mi tutor no podría dejar de decirme algo preciso en aquella ocasión. Tuve el mayor cuidado de avisar en Little Britain el día de mi cumpleaños. El anterior a esta fecha recibí un aviso oficial de Wemmick comunicándome que el señor Jaggers tendría el mayor gusto en recibirme a las cinco de la tarde aquel señalado día. Esto nos convenció de que iba a ocurrir algo importante, y yo estaba muy emocionado cuando acudí a la oficina de mi tutor con ejemplar puntualidad. En el despacho exterior, Wemmick me felicitó e, incidentalmente, se frotó un lado de la nariz con un paquetito de papel de seda, cuyo aspecto me gustó bastante. Pero nada dijo con respecto a él, y con una seña me indicó la conveniencia de entrar en el despacho de mi tutor. Corría el mes de noviembre, y el señor Jaggers estaba ante el fuego, apoyando la espalda en la chimenea, con las manos debajo de los faldones de la levita. - Bien, Pip – dijo. - Hoy he de llamarle señor Pip. Le felicito, señor Pip. Nos estrechamos la mano, y he de hacer notar que él lo hacía siempre con mucha rapidez. Luego le di las gracias. -Tome una silla, señor Pip - dijo mi tutor. Mientras yo me sentaba, él conservó su actitud a inclinó el ceño hacia sus botas, lo cual me pareció una desventaja por mi parte, recordándome la ocasión en que me vi tendido sobre una losa sepulcral. Las dos espantosas mascarillas no estaban lejos de mi interlocutor, y su expresión era como si ambas hiciesen una tentativa estúpida y propia de un apoplético para intervenir en la conversación. - Ahora, joven amigo - empezó diciendo mi tutor como si yo fuese un testigo ante el tribunal, - voy a decirle una o dos palabras. - Como usted guste, caballero. - Dígame ante todo - continuó el señor Jaggers, inclinándose hacia delante para mirar al suelo y levantando luego la cabeza para contemplar el techo, - dígame si tiene idea de la cantidad que se le ha señalado anualmente para vivir. - ¿De la cantidad… ? - Sí - repitió el señor Jaggers sin apartar la mirada del techo, - si tiene idea de la cantidad anual que se le ha señalado para vivir. Dicho esto, miró alrededor de la estancia y se detuvo, teniendo en la mano su pañuelo de bolsillo, a medio camino de su nariz. Yo había examinado mis asuntos con tanta frecuencia, que había llegado a destruir la más ligera noción que hubiese podido tener acerca de la pregunta que se me hacía. Tímidamente me confesé incapaz de contestarla, y ello pareció complacer al señor Jaggers, que replicó: - Ya me lo figuraba. Y se sonó ruidosamente, con la mayor satisfacción. - Yo le he dirigido una pregunta, amigo mío - continuó el señor Jaggers. - ¿Tiene usted algo que preguntarme ahora a mí? - Desde luego, me sería muy agradable dirigirle algunas preguntas, caballero; pero recuerdo su prohibición. - Hágame una - replicó el señor Jaggers. - ¿Acaso hoy se dará a conocer mi bienhechor? - No. Pregunte otra cosa. - ¿Se me hará pronto esta confidencia? - Deje usted eso por el momento - dijo el señor Jaggers - y haga otra pregunta. Miré alrededor de mí, mas, en apariencia, no había modo de eludir la situación. - ¿Acaso… acaso he de recibir algo, caballero? A1 oír mis palabras, el señor Jaggers exclamó triunfante: - Ya me figuraba que acabaríamos en eso. Llamó a Wemmick para que le entregase aquel paquetito de papel. El llamado apareció, lo dejó en sus manos y se marchó. -Ahora, señor Pip, hágame el favor de fijarse. Sin que se le haya puesto ningún obstáculo, ha ido usted pidiéndome las cantidades que le ha parecido bien. Su nombre figura con mucha frecuencia en el libro de caja de Wemmick. A pesar de ello, estoy persuadido de que tiene usted muchas deudas. - No tengo más remedio que confesarlo, caballero. - No le pregunto cuánto debe, porque estoy convencido de que lo ignora; y si no lo ignorase, tampoco me lo diría. La cantidad que confesara estaría siempre por debajo de la realidad. Sí, sí, amigo-exclamó el señor Jaggers accionando con su dedo índice para hacerme callar, al advertir que yo me disponía a hacer una ligera protesta. - No hay duda de que usted se figura que no lo haría, pero yo estoy seguro de lo contrario. Supongo que me dispensará, pero conozco mejor estas cosas que usted mismo. Ahora tome usted este paquetito. ¿Lo tiene ya? Muy bien. Ábralo y dígame qué hay dentro. - Es un billete de Banco - dije - de quinientas libras esterlinas. - Es un billete de Banco - repitió el señor Jaggers -de quinientas libras esterlinas. Me parece una bonita suma. ¿Lo cree usted también? - ¿Cómo puedo considerarlo de otro modo? - ¡Ya! Pero conteste usted a la pregunta - dijo el señor Jaggers. -Sin duda. - De modo que usted, sin duda, considera que eso es una bonita suma. Ahora, Pip, esa bonita suma de dinero es de usted. Es un regalo que se le hace en este día, como demostración de que se realizarán sus esperanzas. Y a tenor de esta bonita suma de dinero cada año, y no mayor, en manera alguna, tendrá que vivir hasta que aparezca el donador de todo. Es decir, que tomará a su cargo sus propios asuntos de dinero, y cada trimestre cobrará usted en Wemmick ciento veinticinco libras, hasta que esté en comunicación con el origen de todo esto, no con el agente, que soy yo. Yo cumplo mis instrucciones y me pagan por ello. Todo eso me parece poco juicioso, pero no me pagan por expresar mi opinión acerca de sus méritos. Yo empezaba a expresar mi gratitud hacia mi bienhechor por la liberalidad con que me trataba, cuando el señor Jaggers me interrumpió. - No me pagan, Pip - dijo -, para transmitir sus palabras a persona alguna. Dicho esto, se levantó los faldones de la levita y se quedó mirando, ceñudo, a sus botas, como si sospechara que éstas abrigaban algún mal designio hacia él. Después de una pausa, indiqué: - Hemos hablado de un asunto, señor Jaggers, que usted me aconsejó abandonar por un momento. Espero no hacer nada malo al preguntarle acerca de ello. - ¿Qué era eso? - dijo. Podía haber estado seguro de que jamás me ayudaría a averiguar lo que me interesaba, de modo que tuve que hacer de nuevo la pregunta, como si no la hubiese formulado anteriormente. - ¿Cree usted posible - dije después de vacilar un momento - que mi bienhechor, de quien usted me ha hablado, dentro de breve tiempo… ? - y al decir esto me interrumpí delicadamente. - ¿Dentro de breve tiempo? - repitió el señor Jaggers. - Hasta ahora, la pregunta queda incompleta. - Deseo saber si, dentro de breve tiempo, vendrá a Londres - dije después de buscar con cuidado las palabras convenientes, - o si, por el contrario, me llamará para que vaya a algún sitio determinado. - Pues bien - replicó el señor Jaggers mirándome por vez primera con sus oscuros y atentos ojos. - Deberemos recordar la primera ocasión en que nos vimos en su mismo pueblo. ¿Qué le dije entonces, Pip? -Me dijo usted, señor Jaggers, que tal vez pasarían años enteros antes de que apareciese esa persona. - Precisamente - dijo el señor Jaggers - ésa es la respuesta que también doy ahora. ...
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del afamado autor Charles Dickens
... Como estaba abandonado a mí mismo, avisé mi intención de dejar libres las habitaciones que ocupaba en el Temple en cuanto terminase legalmente mi contrato de arrendamiento y que mientras tanto las realquilaría. En seguida puse albaranes en las ventanas, porque como tenía muchas deudas y apenas algún dinero, empecé a alarmarme seriamente acerca del estado de mis asuntos. Mejor debiera escribir que debería haberme alarmado, de tener bastante energía y clara percepción mental para darme cuenta de alguna verdad, aparte del hecho de que me sentía muy enfermo. Los últimos sucesos me habían dado energía bastante para aplazar la enfermedad, pero no para vencerla; luego vi que iba a apoderarse de mí, y poco me importaba lo demás, porque nada me daba cuidado alguno. Durante uno o dos días estuve echado en el sofá, en el suelo… , en cualquier parte, según diese la casualidad de que me cayera en un lugar o en otro. Tenía la cabeza pesada y los miembros doloridos, pero ningún propósito ni ninguna fuerza. Luego llegó una noche que me pareció de extraordinaria duración y que pasé sumido en la ansiedad y el horror; y cuando, por la mañana, traté de sentarme en la cama y reflexionar acerca de todo aquello, vi que era tan incapaz de una cosa como de otra. Ignoro si, en realidad, estuve en Garden Court, en plena noche, buscando la lancha que me figuraba hallaría allí, o si dos o tres veces me di cuenta, aterrado, de que estaba en la escalera y, sin saber cómo, había salido de la cama; otra vez me pareció verme en el momento de encender la lámpara, penetrado de la idea de que él subía la escalera y de que todas las demás luces estaban apagadas; también me molestó bastante una conversación, unas carcajadas y unos gemidos de alguien, y hasta llegué a sospechar que tales gemidos los hubiese proferido yo mismo; en otra ocasión creí ver en algún oscuro rincón de la estancia una estufa de hierro, y me pareció oír una voz que repetidamente decía que la señorita Havisham se estaba consumiendo dentro. Todo eso quise aclararlo conmigo mismo y poner algún orden en mis ideas cuando, aquella mañana, me vi en la cama. Pero entre ellas y yo se interponía el vapor de un horno de cal, desordenándolas por completo, y a través de aquel vapor fue cuando vi a dos hombres que me miraban. - ¿Qué quieren ustedes? - pregunté sobresaltado. - No los conozco. 221 - Perfectamente, señor - replicó uno de ellos inclinándose y tocándome el hombro. - Éste es un asunto que, según creo, podrá usted arreglar en breve; pero, mientras tanto, queda detenido. - ¿A cuánto asciende la deuda? - A ciento veintitrés libras esterlinas, quince chelines y seis peniques. Creo que es la cuenta del joyero. - ¿Qué puedo hacer? - Lo mejor es ir a mi casa - dijo aquel hombre. - Tengo una habitación bastante confortable. Hice algunos esfuerzos para levantarme y vestirme. Cuando me fijé en ellos de nuevo, vi que estaban a alguna distancia de la cama y mirándome. Yo seguía echado. - Ya ven ustedes cuál es mi estado - dije - Si pudiese, los acompañaría, pero en realidad no me es posible. Y si se me llevan, me parece que me moriré en el camino. Tal vez me replicaron, o discutieron el asunto, o trataron de darme ánimos para que me figurase que estaba mejor de lo que yo creía. Pero como en mi memoria sólo están prendidos por tan débil hilo, no sé lo que realmente hicieron, a excepción de que desistieron de llevárseme. Después tuve mucha fiebre y sufrí mucho. Con, frecuencia, perdía la razón, y el tiempo me pareció interminable. Sé que confundí existencias imposibles con mi propia identidad; me figuré ser un ladrillo en la pared de la casa y que deseaba salir del lugar en que me habían colocado los constructores; luego creí ser una barra de acero de una enorme máquina que se movía ruidosamente y giraba como sobre un abismo, y, sin embargo, yo imploraba en mi propia persona que se detuviese la máquina, y la parte que yo constituía en ella se desprendió; en una palabra, pasé por todas esas fases de la enfermedad, según me consta por mis propios recuerdos y según comprendí en aquellos días. Algunas veces luchaba con gente real y verdadera, en la creencia de que eran asesinos; de pronto comprendía que querían hacerme algún bien, y entonces me abandonaba exhausto en sus brazos y dejaba que me tendiesen en la cama. Pero, sobre todo, comprendí que había una tendencia constante en toda aquella gente, pues, cuando yo estaba muy enfermo, me ofrecían toda suerte de extraordinarias transformaciones del rostro humano y se presentaban a mí con tamaño extraordinario; pero sobre todo, repito, observé una decidida tendencia, en todas aquellas personas, a asumir, más pronto o más tarde, el parecido de Joe. En cuanto hubo pasado la fase más peligrosa de mi enfermedad empecé a darme cuenta de que, así como cambiaban todos los demás detalles, este rostro conocido no se transformaba en manera alguna. Cualesquiera que fuesen las variaciones por las que pasara, siempre acababa pareciéndose a Joe. Al abrir los ojos, por la noche, veía a Joe sentado junto a mi cama. Cuando los abría de día, le veía sentado junto a la semicerrada ventana y fumando en su pipa. Cuando pedía una bebida refrescante, la querida mano que me la daba era también la de Joe. Después de beber me reclinaba en mi almohada, y el rostro que me miraba con tanta ternura y esperanza era asimismo el de Joe. Por fin, un día tuve bastante ánimo para preguntar: - ¿Es realmente Joe? - Sí; Joe, querido Pip - me contestó aquella voz tan querida de mis tiempos infantiles. - ¡Oh Joe! ¡Me estás destrozando el corazón! Mírame enojado, Joe. ¡Pégame! Dime que soy un ingrato. No seas tan bu eno conmigo. Eso lo dije porque Joe había apoyado su cabeza en la almohada, a mi lado, y me rodeó el cuello con el brazo, feliz en extremo de que le hubiese conocido. - Cállate, querido Pip - dijo Joe. - Tú y yo siempre hemos sido buenos amigos. Y cuando estés bien para dar un paseo, ya verás qué alondras cazamos. Dicho esto, Joe se retiró a la ventana y me volvió la espalda mientras se secaba los ojos. Y como mi extrema debilidad me impedía levantarme a ir a su lado, me quedé en la cama murmurando, lleno de remordimientos: - ¡Dios le bendiga! ¡Dios bendiga a este hombre cariñoso y cristiano! Los ojos de Joe estaban enrojecidos cuando le vi otra vez a mi lado; pero entonces le tomé la mano y los dos fuimos muy felices. - ¿Cuánto tiempo hace, querido Joe? - ¿Quieres saber, Pip, cuánto tiempo ha durado tu enfermedad? - Sí, Joe. - Hoy es el último día de mayo. Mañana es primero de junio. - ¿Y has estado siempre aquí, querido Joe? - Casi siempre, Pip. Porque, como dije a Biddy cuando recibimos por carta noticias de tu enfermedad, carta que nos entregó el cartero, el cual, así como antes era soltero, ahora se ha casado, a pesar de que 222 apenas le pagan los paseos que se da y los zapatos que gasta, pero el dinero no le importa gran cosa, porque ante todo deseaba casarse… - ¡Qué agradable me parece oírte, Joe! Pero te he interrumpido en lo que dijiste a Biddy. - Pues fue - dijo Joe - que, como tú estarías entre gente extraña, y como tú y yo siempre hemos sido buenos amigos, una visita en tales momentos sería bien recibida, y Biddy me dijo: «Vaya a su lado sin pérdida de tiempo.» Éstas - añadió Joe con la. mayor solemnidad - fueron las palabras de Biddy: «Vaya usted a su lado sin pérdida de tiempo.» En fin, no te engañaré mucho - añadió Joe después de graves reflexiones - si te digo que las palabras de Biddy fueron: «Sin perder un solo minuto.» Entonces se interrumpió Joe y me informó que no debía hablar mucho y que tenía que tomar un poco de alimento con alguna frecuencia, tanto si me gustaba como si no, pues había de someterme a sus órdenes. Yo le besé la mano y me quedé quieto, en tanto que él se disponía a escribir una carta a Biddy para transmitirle mis cariñosos recuerdos. Sin duda alguna, Biddy había enseñado a escribir a Joe. Mientras yo estaba en la cama mirándole, me hizo llorar de placer al ver el orgullo con que empezaba a escribir la carta. Mi cama, a la que se habían quitado las cortinas, había sido trasladada, mientras yo la ocupaba, a la habitación que se usaba como sala, por ser la mayor y la más ventilada. Habían quitado de allí la alfombra, y la habitación se conservaba fresca y aireada de día y de noche. En mi propio escritorio, que estaba en un rincón lleno de botellitas, Joe se dispuso a realizar su gran trabajo. Para ello escogió una pluma de entre las varias que había, como si se tratase de un cajón lleno de herramientas, y se arremangó los brazos como si se dispusiera a empuñar una palanca de hierro o un martillo de enormes dimensiones. Tuvo necesidad de apoyarse pesadamente en la mesa sobre su codo izquierdo y situar la pierna derecha hacia atrás, antes de que pudiese empezar, y, cuando lo hizo, cada uno de sus rasgos era tan lento que habría tenido tiempo de hacerlos de seis pies de largo, en tanto que cada vez que dirigía la pluma hacia arriba, yo la oía rechinar ruidosamente. Tenía la curiosa ilusión de que el tintero estaba en un lugar en donde realmente no se hallaba, y repetidas veces hundía la pluma en el espacio y, al parecer, quedaba muy satisfecho del resultado. De vez en cuando se veía interrumpido por algún serio problema ortográfico, pero en conjunto avanzaba bastante bien, y en cuanto hubo firmado con su nombre, después de quitar un borrón, trasladándolo a su cabeza por medio de los dedos, se levantó y empezó a dar vueltas cerca de la mesa, observando el resultado de su esfuerzo desde varios puntos de vista, muy satisfecho. Con objeto de no poner a Joe en un apuro si yo hablaba mucho, aun suponiendo que hubiera sido capaz de ello, aplacé mi pregunta acerca de la señorita Havisham hasta el día siguiente. Cuando le pregunté si se había restablecido, movió la cabeza. - ¿Ha muerto, Joe? - Mira, querido Pip - contestó Joe en tono de reprensión y con objeto de darme la noticia poco a poco, - no llegaré a afirmar eso; pero el caso es que no… - ¿Que no vive, Joe? - Esto se acerca mucho a la verdad - contestó Joe. - No vive. - ¿Duró mucho, Joe? - Después de que tú te pusiste malo, duró casi… lo que tú llamarías una semana - dijo Joe, siempre decidido, en obsequio mío, a darme la noticia por grados. - ¿Te has enterado, querido Joe, a quién va a parar su fortuna? - Pues mira, Pip, parece que dispuso de la mayor parte de ella en favor de la señorita Estella. Aunque parece que escribió un codicilo de su propia mano, pocos días antes del accidente, dejando unas cuatro mil libras esterlinas al señor Mateo Pocket. ¿Y por qué te figuras, Pip, que dejó esas cuatro mil libras al señor Pocket? Pues as consecuencia de lo que Pip le dijo acerca de Mateo Pocket. Según me ha informado Biddy, esto es lo que decía el codicilo: «a consecuencia de lo que Pip me dijo acerca de Mateo Pocket». ¡Cuatro mil libras, Pip! Estas palabras me causaron mucha alegría, pues tal legado completaba la única cosa buena que yo había hecho en mi vida. Pregunté entonces a Joe si estaba enterado acerca de los legados que hubieran podido recibir los demás parientes. - La señorita Sara - contestó Joe - recibirá veinticinco libras esterlinas cada año para que se compre píldoras, pues parece que es biliosa. La señorita Georgiana recibirá veinte libras esterlinas. La señora… , ¿cómo se llaman aquellos extraños animales que tienen joroba, Pip? - ¿Camellos? - dije, preguntándome para qué querría saberlo. - Eso es - dijo Joe -. La señora Camello… Comprendí entonces que se refería a la señora Camilla. 223 - Pues la señora Camello recibirá cinco libras esterlinas para que se compre velas, a fin de que no esté a oscuras por las noches cuando se despierte. La exactitud de estos detalles me convenció de que Joe estaba muy bien enterado. - Y ahora - añadió Joe - creo que hoy ya estás bastante fuerte para que te dé otra noticia. El viejo Orlick cometió un robo con fractura en una casa. - ¿De quién? - pregunté. - Realmente se ha convertido en un criminal - dijo Joe, - porque el hogar de un inglés es un castillo y no se debe asaltar los castillos más que en tiempos de guerra. Parece que entró violentamente en casa de un tratante en granos. - ¿Entró, acaso, en la morada del señor Pumblechook? - Eso es, Pip - me contestó Joe -, y le quitaron la gaveta; se quedaron con todo el dinero que hallaron en la casa, se le bebieron el vino y se le comieron todo lo que encontraron, y, no contentos con eso, le abofetearon, le tiraron de la nariz, le ataron al pie de la cama y, para que no gritase, le llenaron la boca con folletos que trataban de jardinería. Pero Pumblechook conoció a Orlick, y éste ha sido encerrado en la cárcel del condado. Así, gradualmente, llegamos al momento en que ya podíamos hablar con toda libertad. Recobré las fuerzas con mucha lentitud, pero avanzaba sin cesar, de manera que cada día estaba mejor que el anterior. Joe permanecía constantemente a mi lado, y yo llegué a figurarme que de nuevo era el pequeño Pip. La ternura y el afecto de Joe estaban tan proporcionados a mis necesidades, que yo no era más que un niño en sus manos. Solía sentarse a mi lado y me hablaba con la antigua confianza que había reinado entre ambos, con la misma sencillez que en los tiempos pasados y del modo protector que había conocido siempre en él, hasta el punto de que llegué a sentir la ilusión de que toda mi vida, a partir de los días pasados en la vieja cocina, no había sido más que una de tantas pesadillas de la fiebre que había desaparecido ya. Hacía en mi obsequio todo lo necesario, a excepción de los trabajos domésticos, para los cuales contrató a una mujer muy decente, después de despedir a la lavandera el mismo día de su llegada. - Te aseguro, Pip - decía Joe para justificar la libertad que se había tomado, - que sorprendí en la cama de repuesto un agujero hecho por ella, como si se tratase de un barril de cerveza, y que había llenado ya un cubo de plumas para venderlas. Luego no hay duda de que también se habría llevado las plumas de tu propia cama, a pesar de que estuvieras tendido en ella, y que más tarde se llevaría el carbón, los platos y hasta los licores. Esperábamos con verdadera ansia el día en que podría salir a dar un paseo, así como en otros tiempos habíamos esperado la ocasión de que yo entrase a ser su aprendiz. Y cuando llegó este día y entró un carruaje abierto en la callejuela, Joe me abrigó muy bien, me levantó en sus brazos y me bajó hasta el coche, en donde me sentó como si aún fuese el niño pequeño e indefenso en quien tan generosamente empleara la riqueza de su espléndida persona. Joe se sentó a mi lado y juntos salimos al campo, en donde se manifestaba ya el verano en los árboles y en las plantas, mientras sus aromas llenaban el aire. Casualmente, aquel día era domingo, y cuando observé la belleza que me rodeaba y pensé en cómo se había transformado y crecido todo y en cómo se habían formado las flores silvestres y afirmado las vocecillas de los pájaros, de día y de noche, sin cesar, bajo el sol y bajo las estrellas, mientras, pobre de mí. estaba tendido, ardiendo y agitándome en mi cama, el recuerdo de haber sido molestado por la fiebre y por la inquietud en mi lecho pareció interrumpir mi paz. Pero cuando oí las campanas del domingo y miré un poco más a la belleza que me rodeaba, comprendí que en mi corazón no había aún bastante gratitud, pues la misma debilidad me impedía incluso la plenitud de este sentimiento, y apoyé la cabeza en el hombro de Joe, como en otros tiempos, cuando me llevaba a la feria o a otra parte cualquiera, y cual si el espectáculo que tenía delante fuese demasiado para mis juveniles sentidos. Me calmé poco después, y entonces empezamos a hablar como solíamos, sentados en la hierba, junto a la Batería. No había el menor cambio en Joe. Era exactamente el mismo ante mis ojos; tan sencillamente fiel y justo como siempre. Cuando estuvimos de regreso me levantó y me condujo con tanta facilidad a través del patio y por la escalera, que evoqué aquella víspera de Navidad, tan llena de acontecimientos, en que me llevó a cuestas por los marjales. Aún no habíamos hecho ninguna alusión a mi cambio de fortuna, y por mi parte ignoraba de qué cosas estaba enterado acerca de la última parte de mi historia. Estaba tan receloso de mí mismo y confiaba tanto en él, que no podía resolverme a tratar de aquello en vista de que él no lo hacía. - ¿Estás enterado, Joe - le pregunté aquella misma noche, después de reflexionarlo bien y mientras él fumaba su pipa junto a la ventana - de quién era mi protector? 224 - Me enteré - contestó Joe - de que no era la señorita Havisham. - ¿Supiste quién era, Joe? - Tengo entendido que fue la persona que mandó a la otra persona que te dio los dos billetes de una libra esterlina en Los Tres Alegres Barqueros, Pip. - Así es. - ¡Asombroso! - exclamó Joe con la mayor placidez. - ¿Sabes que ya murió, Joe? - le pregunté con creciente desconfianza. - ¿Quién? ¿El que mandó los billetes, Pip? - Sí. - Me parece - contestó Joe después de larga meditación y mirando evasivamente hacia el asiento que había junto a la ventana - como si hubiese oído que ocurrió algo en esa dirección. - ¿Oíste hablar algo acerca de sus circunstancias, Joe? - No, Pip. - Si quieres que lo diga, Joe… - empecé, pero él se levantó y se acercó a mi sofá. - Mira, querido Pip - dijo inclinándose sobre mí, - siempre hemos sido buenos amigos, ¿no es verdad? Yo sentí vergüenza de contestarle. -Pues, entonces, muy bien-dijo Joe como si yo hubiese contestado. - Ya estamos de acuerdo, y no hay más que hablar. ¿Para qué tratar de asuntos que entre nosotros son absolutamente innecesarios? Hay asuntos de los que no necesitamos hablar para nada. ¡Dios mío! ¡Y pensar en cuando se enfadaba tu pobre hermana! ¿Te acuerdas de «Thickler»? - Sí, Joe. - Pues mira, querido Pip – dijo. - Hice cuanto pude para que tú y «Thickler» estuvierais separados lo más posible, pero mi facultad de lograrlo no siempre estaba de acuerdo con mis inclinaciones. Porque cuando tu pobre hermana estaba resuelta a pegarte – añadió, - no habría sido nada raro que me pegase a mí también si yo mostrase la menor oposición, y, además, la paliza que habrías recibido hubiera sido seguramente mucho más fuerte. De eso estoy seguro. Ya comprendes que no me habría importado en absoluto el que me tirase de una patilla, ni que me sacudiera una o dos veces, si con ello hubiese podido evitarte todos los golpes. Pero cuando, además de un tirón en las patillas o de algunas sacudidas, yo veía que a ti te pegaba con más fuerza, comprendía la inutilidad de interponerme, y por eso me preguntaba: «¿Dónde está el bien que haces al meterte en eso?» El mal era evidente, pero el bien no podía descubrirlo por ninguna parte. ¿Y te parece que ese hombre obraba bien? - Claro que sí, querido Joe. - Pues bien, querido Pip - añadió él. - Si ese hombre obraba siempre bien, no hay duda de que también hacía bien al abstenerse muchas veces, a pesar de su deseo, de que tú y «Thickler» estuvierais separados lo más posible. Por consiguiente, no hay que tratar de asuntos innecesarios. Biddy se esforzó mucho, antes de mi salida, en convencerme de eso, porque tengo la cabeza muy dura. Y ahora que estamos de acuerdo, no hay que pensar más en ello, sino que lo que nos conviene es que cenes, que bebas un poco de agua con vino y luego que te metas entre sábanas. La delicadeza con que Joe evitó el tratar de aquel asunto y el tacto y la bondad con que Biddy le había preparado para eso me impresionaron extraordinariamente. Pero ignoraba aún si Joe estaba enterado de mi pobreza y de que mis grandes esperanzas se habían desvanecido como nuestras nieblas de los marjales ante los rayos del sol. Otra cosa en Joe que no pude comprender cuando empezó a ser aparente fue la siguiente: a medida que me sentía mejor y más fuerte, Joe parecía no estar tan a gusto conmigo. Durante los días de debilidad y de dependencia entera con respecto a él, mi querido amigo había vuelto a adoptar el antiguo tono con que me trataba y, además de tutearme, se dirigía a mí como cuando yo era chiquillo, y eso era para mis oídos una agradable música. Yo también, por mi parte, había vuelto a las costumbres de mi infancia y le agradecía mucho que me lo permitiese. Pero, imperceptiblemente, Joe empezó a abandonar tales costumbres, y aunque al principio me extrañé de ello, pronto pude comprender que la causa estaba en mí y que mía también era toda la culpa. No hay duda de que yo había dado a Joe motivos para dudar de mi constancia y para pensar que en mi prosperidad me olvidaba de él. Sin duda alguna, el inocente corazón de Joe comprendió de un modo instintivo que, a medida que yo me reponía, más se debilitaba la influencia que sobre mí ejercía, y que valía más que él, por sí mismo, mostrase cierta reserva antes de que yo me alejase. En mi tercera o cuarta salida a los jardines del Temple, apoyado en el brazo de Joe, pude observar en él, y muy claramente, este cambio. Habíamos estado sentados tomando la cálida luz del sol y mirando al río, cuando yo dije, en el momento de levantarnos: 225 - Mira, Joe, ya puedo andar por mí mismo y sin apoyo ajeno. Ahora vas a ver como vuelvo solo a casa. - No debes hacer esfuerzos extraordinarios, Pip - contestó Joe; - pero con mucho gusto veré que es usted capaz, señor. Estas últimas palabras me disgustaron mucho, pero ¿cómo podía reconvenirle por ellas? No pasé de la puerta del jardín y fingí estar más débil de lo que realmente me encontraba, rogando a Joe que me permitiese apoyarme en su brazo. Joe consintió, pero se quedó pensativo. Por mi parte, también lo estaba, y no solamente por el deseo de impedir que se realizase este cambio en Joe, sino por la perplejidad en que me sumían mis pensamientos, que me remordían cruelmente. Me avergonzaba decirle cuál era mi situación y cómo había llegado a ella; pero creo que mi repugnancia en contarle todo eso no era completamente indigna. Sin duda alguna, él querría ayudarme con sus pequeñas economías, y, por mi parte, me decía que no era posible consentírselo. Ambos pasamos aquella velada muy preocupados, pero antes de acostarnos resolví esperar al día siguiente, que era domingo, y con la nueva semana empezaría mi nuevo comportamiento. El lunes por la mañana hablaría a Joe acerca de este cambio, dejaría a un lado el último vestigio de mi reserva y le diría cuáles eran mis pensamientos (advirtiendo al lector que aquel segundo lugar no había llegado aún) y por qué había decidido no ir al lado de Herbert, y de este modo no dudaba de que habría vencido para siempr el cambio que en él notaba. A medida que me mostraba más franco, Joe me imitaba, como si él hubiese llegado a alguna resolución. Pasamos apaciblemente el día del domingo y luego salimos al campo para pasear. - No sabes lo que me alegro de haber estado enfermo, Joe - le dije. - Querido Pip, casi ya estás bien. Ya está usted bien, caballero. - Esta temporada la recordaré toda la vida, Joe. - Lo mismo me ocurre a mí, señor - contestó Joe. - Hemos pasado juntos un tiempo muy agradable, Joe, y, por mi parte, no puedo olvidarlo. En otra época pasamos un tiempo juntos, que yo había olvidado últimamente; pero te aseguro que no olvidaré esta última temporada. -Pip-dijo Joe, algo turbado en apariencia.- No sabes cuántas alondras ha habido. Mi querido señor, lo que haya ocurrido entre nosotros… ha ocurrido. Por la noche, en cuanto me hube acostado, Joe vino a mi cuarto, como había hecho durante toda mi convalecencia. Me preguntó si tenía la seguridad de estar tan bien como la mañana anterior. - Sí, Joe. Casi completamente igual. - ¿Estás cada día más fuerte, querido Pip? - Sí, Joe, me voy reforzando cada vez más. Joe dio con su enorme mano algunas palmadas cariñosas sobre la sábana que me cubría el hombro y con voz que me pareció ronca dijo: - Buenas noches. Cuando me levanté a la mañana siguiente, descansado y vigoroso, estaba ya resuelto a decírselo todo a Joe sin más demora. Le hablaría antes de desayunar. Me proponía vestirme en seguida y dirigirme a su cuarto para darle una sorpresa, porque aquél era el primer día en que me levanté temprano. Me dirigí a su habitación, pero observé que no estaba allí, y no solamente no estaba él, sino que también había desaparecido su baúl. Apresuradamente me dirigí hacia la mesa en que solíamos desayunarnos, y en ella encontré una nota escrita, cuyo breve contenido era éste: «Deseando no molestarte, me he marchado porque ya estás completamente bien, querido Pip, y te encontrarás mejor cuando estés solo. »Joe P. S.: Siempre somos buenos amigos». Unido a la carta había el recibo por la deuda y las costas en virtud de lo cual habían querido detenerme. Hasta aquel momento, yo me había figurado que mi acreedor había retirado o suspendido la demanda en espera de mi total restablecimiento, pero jamás me imaginé que Joe la hubiese pagado. Así era, en efecto, y el recibo estaba extendido a su nombre. ¿Qué podia hacer yo, pues, sino seguirle a la vieja y querida fragua y allí hablarle con el corazón en la mano y expresarle mi arrepentimiento, para luego aliviar mi corazón y mi mente de aquella segunda 226 condición que había empezado siendo algo vago en mis propias ideas, hasta que se convirtió en un propósito decidido? Lo cual era que iría ante Biddy, que le mostraría cuán humilde y arrepentido volvía a su lado; le diría cómo había perdido todas mis esperanzas y le recordaría nuestras antiguas confidencias en la época feliz de mi vida. Luego le diría: «Biddy, creo que alguna vez me quisiste, cuando mi errante corazón, a pesar de que se alejaba de ti, se sentía más tranquilo y mejor contigo que en compañía de otra persona cualquiera. Si ahora me quieres tan sólo la mitad de entonces, si puedes aceptarme con todas mis faltas y todas mis desilusiones, si puedes recibirme como a un niño a quien se ha perdonado, y en realidad, Biddy, estoy tan apesadumbrado como si lo fuese, y necesito tanto una voz cariñosa y una mano acariciadora como si todavía fuese pequeño, si todo eso puede ser, creo que ahora soy algo más digno de ti que en otro tiempo, no mucho, desde luego, pero sí algo. Y, además, Biddy, tú has de decir si me dedico a trabajar en la fragua con Joe o si busco otras ocupaciones en esta región o me marcho a un país distante, en donde me espera una oportunidad que desprecié al serme ofrecida, hasta que conociera tu respuesta. Y ahora, querida Biddy, si me dices que podrás ir a través del mundo de mi brazo, harás que ese mundo sea más benigno para conmigo y que yo sea mejor para con él, mientras yo lucharé para convertirlo en lo que tú mereces». Tal era mi propósito. Después de tres días, durante los cuales adelantó algo mi restablecimiento, fui a mi pueblo para ponerlo en ejecución. Y no hay que decir con cuánta prisa me encaminé allá. ...
En la línea 251
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... »¡Como si mama tuviera el dinero para arrojarlo por la ventana! ¿Con qué llegará a Petersburgo? Con tres rublos, o dos pequeños billetes, como los que mencionaba el otro día la vieja usurera… ¿Cómo cree que podrá vivir en Petersburgo? Pues es el caso que ha visto ya, por ciertos indicios, que le será imposible estar en casa de Dunia, ni siquiera los primeros días después de la boda. Ese hombre encantador habrá dejado escapar alguna palabrita que debe de haber abierto los ojos a mamá, a pesar de que ella se niegue a reconocerlo con todas sus fuerzas. Ella misma ha dicho que no quiere vivir con ellos. Pero ¿con qué cuenta? ¿Pretende acaso mantenerse con los ciento veinte rublos de la pensión, de los que hay que deducir el préstamo de Atanasio Ivanovitch? En nuestra pequeña ciudad desgasta la poca vista que le queda tejiendo prendas de lana y bordando puños, pero yo sé que esto no añade más de veinte rublos al año a los ciento veinte de la pensión; lo sé positivamente. Por lo tanto, y a pesar de todo, ellas fundan sus esperanzas en los sentimientos generosos del señor Lujine. Creen que él mismo les ofrecerá su apoyo y les suplicará que lo acepten. ¡Sí, si… ! Esto es muy propio de dos almas románticas y hermosas. Os presentan hasta el último momento un hombre con plumas de pavo real y no quieren ver más que el bien, nunca el mal, aunque esas plumas no sean sino el reverso de la medalla; no quieren llamar a las cosas por su nombre por adelantado; la sola idea de hacerlo les resulta insoportable. Rechazan la verdad con todas sus fuerzas hasta el momento en que el hombre por ellas idealizado les da un puñetazo en la cara. Me gustaría saber si el señor Lujine está condecorado. Estoy seguro de que posee la cruz de Santa Ana y se adorna con ella en los banquetes ofrecidos por los hombres de empresa y los grandes comerciantes. También la lucirá en la boda, no me cabe duda… En fin, ¡que se vaya al diablo! ...
En la línea 251
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... »¡Como si mama tuviera el dinero para arrojarlo por la ventana! ¿Con qué llegará a Petersburgo? Con tres rublos, o dos pequeños billetes, como los que mencionaba el otro día la vieja usurera… ¿Cómo cree que podrá vivir en Petersburgo? Pues es el caso que ha visto ya, por ciertos indicios, que le será imposible estar en casa de Dunia, ni siquiera los primeros días después de la boda. Ese hombre encantador habrá dejado escapar alguna palabrita que debe de haber abierto los ojos a mamá, a pesar de que ella se niegue a reconocerlo con todas sus fuerzas. Ella misma ha dicho que no quiere vivir con ellos. Pero ¿con qué cuenta? ¿Pretende acaso mantenerse con los ciento veinte rublos de la pensión, de los que hay que deducir el préstamo de Atanasio Ivanovitch? En nuestra pequeña ciudad desgasta la poca vista que le queda tejiendo prendas de lana y bordando puños, pero yo sé que esto no añade más de veinte rublos al año a los ciento veinte de la pensión; lo sé positivamente. Por lo tanto, y a pesar de todo, ellas fundan sus esperanzas en los sentimientos generosos del señor Lujine. Creen que él mismo les ofrecerá su apoyo y les suplicará que lo acepten. ¡Sí, si… ! Esto es muy propio de dos almas románticas y hermosas. Os presentan hasta el último momento un hombre con plumas de pavo real y no quieren ver más que el bien, nunca el mal, aunque esas plumas no sean sino el reverso de la medalla; no quieren llamar a las cosas por su nombre por adelantado; la sola idea de hacerlo les resulta insoportable. Rechazan la verdad con todas sus fuerzas hasta el momento en que el hombre por ellas idealizado les da un puñetazo en la cara. Me gustaría saber si el señor Lujine está condecorado. Estoy seguro de que posee la cruz de Santa Ana y se adorna con ella en los banquetes ofrecidos por los hombres de empresa y los grandes comerciantes. También la lucirá en la boda, no me cabe duda… En fin, ¡que se vaya al diablo! ...
En la línea 310
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... «¡Pobre muchacha! ‑se dijo mirando el pico del banco donde había estado sentada‑. Cuando vuelva en sí, llorará y su madre se enterará de todo. Primero, su madre le pegará, después la azotará cruelmente, como a un ser vil, y acto seguido, a lo mejor, la echará a la calle. Aunque no la eche, una Daría Frantzevna cualquiera acabará por olfatear la presa, y ya tenemos a la pobre muchacha rodando de un lado a otro… Después el hospital (así ocurre siempre a las que tienen madres honestas y se ven obligadas a hacer las cosas discretamente), y después… después… otra vez al hospital. Dos o tres años de esta vida, y ya es un ser acabado; sí, a los dieciocho o diecinueve años, ya es una mujer agotada… ¡Cuántas he visto así! ¡Cuántas han llegado a eso! Sí, todas empiezan como ésta… Pero ¡qué me importa a mí! Un tanto por ciento al año ha de terminar así y desaparecer. Dios sabe dónde… , en el infierno, sin duda, para garantizar la tranquilidad de los demás… ¡Un tanto por ciento! ¡Qué expresiones tan finas, tan tranquilizadoras, tan técnicas, emplea la gente… ! Un tanto por ciento; no hay, pues, razón, para inquietarse… Si se dijera de otro modo, la cosa cambiaria… , la preocupación sería mayor… ...
En la línea 310
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... «¡Pobre muchacha! ‑se dijo mirando el pico del banco donde había estado sentada‑. Cuando vuelva en sí, llorará y su madre se enterará de todo. Primero, su madre le pegará, después la azotará cruelmente, como a un ser vil, y acto seguido, a lo mejor, la echará a la calle. Aunque no la eche, una Daría Frantzevna cualquiera acabará por olfatear la presa, y ya tenemos a la pobre muchacha rodando de un lado a otro… Después el hospital (así ocurre siempre a las que tienen madres honestas y se ven obligadas a hacer las cosas discretamente), y después… después… otra vez al hospital. Dos o tres años de esta vida, y ya es un ser acabado; sí, a los dieciocho o diecinueve años, ya es una mujer agotada… ¡Cuántas he visto así! ¡Cuántas han llegado a eso! Sí, todas empiezan como ésta… Pero ¡qué me importa a mí! Un tanto por ciento al año ha de terminar así y desaparecer. Dios sabe dónde… , en el infierno, sin duda, para garantizar la tranquilidad de los demás… ¡Un tanto por ciento! ¡Qué expresiones tan finas, tan tranquilizadoras, tan técnicas, emplea la gente… ! Un tanto por ciento; no hay, pues, razón, para inquietarse… Si se dijera de otro modo, la cosa cambiaria… , la preocupación sería mayor… ...
En la línea 124
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Esta vez salió el cuatro. Me entregaron ochenta federicos. Recogí los ciento sesenta y salí en busca de Paulina Alexandrovna. ...
En la línea 178
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Son las once de la noche y me hallo en mi cuartito concentrando mis recuerdos. Comencé la mañana yendo a jugar a la ruleta por cuenta de Paulina Alexandrovna. Tomé sus ciento sesenta federicos, pero con dos condiciones: la primera, que no quería jugar a medias, y la segunda, que Paulina me explicara por qué tenía tal necesidad de ganar y me indicara, concretamente, la suma que le era necesaria. ...
En la línea 813
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —Doce veces ya, abuela. Son ciento cuarenta y cuatro federicos perdidos. Dejémoslo, abuela, y volveremos por la noche… ...
En la línea 842
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —Ya no hay dinero, abuela. En la cartera ya no hay más que cheques y obligaciones rusas al cinco por ciento. ...
En la línea 230
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... - No -dijo el obispo-, guardad vuestro dinero. ¿Cuánto tenéis? ¿No me habéis dicho que ciento nueve francos? ...
En la línea 888
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Había pasado la noche y la mañana buscando información; ahora lo sabía todo. Conocía todos los dolorosos pormenores de la historia de la joven. Se apresuró a escribir a los Thenardier. Fantina les debía ciento veinte francos; les envió trescientos, diciéndoles que se pagaran con esa suma y que enviaran inmediatamente a la niña a M., donde la esperaba su madre. ...
En la línea 301
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Pero ningún ser viviente había saqueado la sede del tesoro, y los muertos, muertos estaban; por esta razón, John Thornton, Pete y Hans, con Buck y otra media docena de perros, pusieron rumbo al este por un camino desconocido, con el objetivo de alcanzar el éxito donde otros hombres y perros, tan buenos como ellos, habían fracasado. Recorrieron en el trineo unos ciento treinta kilómetros por el territorio del Yukón, giraron a la izquierda para continuar por el río Stewart, dejaron atrás el Mayo y el McQuestion, y siguieron adelante hasta que el Stewart se convirtió en un riachuelo que se abría paso entre los erguidos picos que marcaban el espinazo del continente. ...
En la línea 124
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... -Un buen inglés no se chancea nunca cuando se trata de una cosa tan formal como una apuesta- respondió Phileas Fogg-. Apuesto veinte mil libras contra quien quiera a que yo doy la vuelta al mundo en ochenta días, o menos, sean mil novecientas veinte horas, o ciento quince mil doscientos minutos. ¿aceptáis? ...
En la línea 191
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Durante los primeros días que siguieron a la partida del gentleman, se habían empeñado importantes sumas sobre lo aleatorio de su empresa. Sabido es que el mundo de los apostadores de Inglaterra es mundo más inteligente y más elevado que el de los jugadores. Apostar es el temperamento inglés. Por eso, no tan sólo fueron los individuos del Reform Club quienes establecieron apuestas considerables en pro o en contra de Phileas Fogg, sino que también entró en ellas la masa del público. Phileas Fogg fue inscrito, como los caballos de carrera, en una especie de 'studbook'. Quedó convertido en valor de Bolsa, y se cotizó en la plaza de Londres. Se pedía y se ofrecía el Phileas Fogg en firme o a plazo, y se hacían enormes negocios. Pero cinco días después de su salida, el artículo del 'Boletín de la Sociedad de Geografía' hizo crecer las ofertas. El Phileas Fogg bajó y llegó a ser ofrecido en paquetes. Tomado primero a cinco, luego a diez, ya no se tomó luego sino a uno por veinte, por cincuenta y aun por ciento. ...
En la línea 193
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Entretanto, los partidarios de Phileas Fogg se iban reduciendo en número; todo el mundo, y no sin razón, se volvía contra él; ya no lo tomaban sino a uno por ciento cincuenta, y aun por doscientos, cuando siete días después de su marcha un incidente completamente inesperado hizo que ya no se quisiera a ningún precio. ...
En la línea 211
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... -No, señor Fix- respondió el cónsul-. Ha sido visto ayer a la altura de Port Said, y los ciento sesenta, kilómetros del canal, no son nada para un andador como ése. Os repito que el 'Mongolia' ha ganado siempre la prima de veinticinco libras que el gobierno concede por cada adelanto de veinticuatro horas sobre el tiempo reglamentario. ...

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