La palabra Chal ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece chal.
Estadisticas de la palabra chal
La palabra chal no es muy usada pues no es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE
Errores Ortográficos típicos con la palabra Chal
Cómo se escribe chal o shal?
Cómo se escribe chal o cal?
Más información sobre la palabra Chal en internet
Chal en la RAE.
Chal en Word Reference.
Chal en la wikipedia.
Sinonimos de Chal.

El Español es una gran familia
Algunas Frases de libros en las que aparece chal
La palabra chal puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 8964
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Entonces Ana se ponía en pie, recorría el comedor a grandes pasos, hundida la cabeza en el embozo del chal apretado al cuerpo, daba vuelta alrededor de la mesa oval, y acababa por acercarse a los vidrios del balcón y apretar contra ellos la frente. ...
En la línea 9070
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Ana había desaparecido otra vez, había entrado en la casa, olvidando a Santa Juana Francisca sobre el banco, y a los dos minutos estaba otra vez allí con chal y sombrero; y los cuatro habían salido por la puerta del parque, que abrió Frígilis con su llave. ...
En la línea 69
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... También la casa de Gumersindo Arnaiz, hermano de Barbarita, ha pasado por grandes crisis y mudanzas desde que murió D. Bonifacio. Dos años después del casamiento de su hermana con Santa Cruz, casó Gumersindo con Isabel Cordero, hija de D. Benigno Cordero, mujer de gran disposición, que supo ver claro en el negocio de tiendas y ha sido la salvadora de aquel acreditado establecimiento. Comprometido éste del 40 al 45, por los últimos errores del difunto Arnaiz, se defendió con los mahones, aquellas telas ligeras y frescas que tanto se usaron hasta el 54. El género de China decaía visiblemente. Las galeras aceleradas iban trayendo a Madrid cada día con más presteza las novedades parisienses, y se apuntaba la invasión lenta y tiránica de los medios colores, que pretenden ser signo de cultura. La sociedad española empezaba a presumir de seria; es decir, a vestirse lúgubremente, y el alegre imperio de los colorines se derrumbaba de un modo indudable. Como se habían ido las capas rojas, se fueron los pañuelos de Manila. La aristocracia los cedía con desdén a la clase media, y esta, que también quería ser aristócrata, entregábalos al pueblo, último y fiel adepto de los matices vivos. Aquel encanto de los ojos, aquel prodigio de color, remedo de la naturaleza sonriente, encendida por el sol de Mediodía, empezó a perder terreno, aunque el pueblo, con instinto de colorista y poeta, defendía la prenda española como defendió el parque de Monteleón y los reductos de Zaragoza. Poco a poco iba cayendo el chal de los hombros de las mujeres hermosas, porque la sociedad se empeñaba en parecer grave, y para ser grave nada mejor que envolverse en tintas de tristeza. Estamos bajo la influencia del Norte de Europa, y ese maldito Norte nos impone los grises que toma de su ahumado cielo. El sombrero de copa da mucha respetabilidad a la fisonomía, y raro es el hombre que no se cree importante sólo con llevar sobre la cabeza un cañón de chimenea. Las señoras no se tienen por tales si no van vestidas de color de hollín, ceniza, rapé, verde botella o pasa de corinto. Los tonos vivos las encanallan, porque el pueblo ama el rojo bermellón, el amarillo tila, el cadmio y el verde forraje; y está tan arraigado en la plebe el sentimiento del color, que la seriedad no ha podido establecer su imperio sino transigiendo. El pueblo ha aceptado el oscuro de las capas, imponiendo el rojo de las vueltas; ha consentido las capotas, conservando las mantillas y los pañuelos chillones para la cabeza; ha transigido con los gabanes y aun con el polisón, a cambio de las toquillas de gama clara, en que domina el celeste, el rosa y el amarillo de Nápoles. El crespón es el que ha ido decayendo desde 1840, no sólo por la citada evolución de la seriedad europea, que nos ha cogido de medio a medio, sino por causas económicas a las que no podíamos sustraernos. ...
En la línea 77
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... De la pañolería y artículos asiáticos, sólo quedaban en la casa por los años del 50 al 60 tradiciones religiosamente conservadas. Aún había alguna torrecilla de marfil, y buena porción de mantones ricos de alto precio en cajas primorosas. Era quizás Gumersindo la persona que en Madrid tenía más arte para doblarlos, porque ha de saberse que doblar un crespón era tarea tan difícil como hinchar un perro. No sabían hacerlo sino los que de antiguo tenían la costumbre de manejar aquel artículo, por lo cual muchas damas, que en algún baile de máscaras se ponían el chal, lo mandaban al día siguiente, con la caja, a la tienda de Gumersindo Arnaiz, para que este lo doblase según arte tradicional, es decir, dejando oculta la rejilla de a tercia y el fleco de a cuarta, y visible en el cuartel superior el dibujo central. También se conservaban en la tienda los dos maniquís vestidos de mandarines. Se pensó en retirarlos, porque ya estaban los pobres un poco tronados; pero Barbarita se opuso, porque dejar de verlos allí haciendo juego con la fisonomía lela y honrada del Sr. de Ayún, era como si enterrasen a alguno de la familia; y aseguró que si su hermano se obstinaba en quitarlos, ella se los llevaría a su casa para ponerlos en el comedor, haciendo juego con los aparadores. ...
En la línea 1460
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Volví al despacho para preguntar si había vuelto el señor Jaggers, y me dijeron que no, razón por la cual volví a salir. Aquella vez me fui a dar una vuelta por Little Britain, y me metí en Bartolomew Close; entonces observé que había otras personas esperando al señor Jaggers, como yo mismo. En Bartolomew Close había dos hombres de aspecto reservado y que, muy pensativos, metían los pies en los huecos del pavimento mientras hablaban. Uno de ellos dijo al otro, cuando yo pasaba por su lado, que «Jaggers lo haría si fuera preciso hacerlo». En un rincón había un grupo de tres hombres y dos mujeres, una de las cuales lloraba sobre su sucio chal y la otra la consolaba diciéndole, mientras le ponía su propio chal sobre los hombros: «Jaggers está a favor de él; le ayuda, Melia. ¿Qué más quieres?» Había un judío pequeñito, de ojos rojizos, que entró en Bartolomew Close mientras yo esperaba, en compañía de otro judío, también de corta estatura, a quien mandó a hacer un recado; cuando se marchó el mensajero, observé al judío, hombre de temperamento muy excitable, que casi bailaba de ansiedad bajo el poste de un farol y decía al mismo tiempo, como si estuviera loco: «¡Oh Jaggers! ¡Solamente éste es el bueno! ¡Todos los demás no valen nada!» Estas pruebas de la popularidad de mi tutor me causaron enorme impresión y me quedé más admirado que nunca. ...
En la línea 1460
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Volví al despacho para preguntar si había vuelto el señor Jaggers, y me dijeron que no, razón por la cual volví a salir. Aquella vez me fui a dar una vuelta por Little Britain, y me metí en Bartolomew Close; entonces observé que había otras personas esperando al señor Jaggers, como yo mismo. En Bartolomew Close había dos hombres de aspecto reservado y que, muy pensativos, metían los pies en los huecos del pavimento mientras hablaban. Uno de ellos dijo al otro, cuando yo pasaba por su lado, que «Jaggers lo haría si fuera preciso hacerlo». En un rincón había un grupo de tres hombres y dos mujeres, una de las cuales lloraba sobre su sucio chal y la otra la consolaba diciéndole, mientras le ponía su propio chal sobre los hombros: «Jaggers está a favor de él; le ayuda, Melia. ¿Qué más quieres?» Había un judío pequeñito, de ojos rojizos, que entró en Bartolomew Close mientras yo esperaba, en compañía de otro judío, también de corta estatura, a quien mandó a hacer un recado; cuando se marchó el mensajero, observé al judío, hombre de temperamento muy excitable, que casi bailaba de ansiedad bajo el poste de un farol y decía al mismo tiempo, como si estuviera loco: «¡Oh Jaggers! ¡Solamente éste es el bueno! ¡Todos los demás no valen nada!» Estas pruebas de la popularidad de mi tutor me causaron enorme impresión y me quedé más admirado que nunca. ...
En la línea 103
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Joven ‑continuó mientras volvía a erguirse‑, creo leer en su semblante la expresión de un dolor. Apenas le he visto entrar, he tenido esta impresión. Por eso le he dirigido la palabra. Si le cuento la historia de mi vida no es para divertir a estos ociosos, que, además, ya la conocen, sino porque deseo que me escuche un hombre instruido. Sepa usted, pues, que mi esposa se educó en un pensionado aristocrático provincial, y que el día en que salió bailó la danza del chal ante el gobernador de la provincia y otras altas personalidades. Fue premiada con una medalla de oro y un diploma. La medalla… se vendió hace tiempo. En cuanto al diploma, mi esposa lo tiene guardado en su baúl. Últimamente se lo enseñaba a nuestra patrona. Aunque estaba a matar con esta mujer, lo hacía porque experimentaba la necesidad de vanagloriarse ante alguien de sus éxitos pasados y de evocar sus tiempos felices. Yo no se lo censuro, pues lo único que tiene son estos recuerdos: todo lo demás se ha desvanecido… Sí, es una dama enérgica, orgullosa, intratable. Se friega ella misma el suelo y come pan negro, pero no toleraría de nadie la menor falta de respeto. Aquí tiene usted explicado por qué no consintió las groserías de Lebeziatnikof; y cuando éste, para vengarse, le pegó ella tuvo que guardar cama, no a causa de los golpes recibidos, sino por razones de orden sentimental. Cuando me casé con ella, era viuda y tenía tres hijos de corta edad. Su primer matrimonio había sido de amor. El marido era un oficial de infantería con el que huyó de la casa paterna. Catalina adoraba a su marido, pero él se entregó al juego, tuvo asuntos con la justicia y murió. En los últimos tiempos, él le pegaba. Ella no se lo perdonó, lo sé positivamente; sin embargo, incluso ahora llora cuando lo recuerda, y establece entre él y yo comparaciones nada halagadoras para mi amor propio; pero yo la dejo, porque así ella se imagina, al menos, que ha sido algún día feliz. Después de la muerte de su marido, quedó sola con sus tres hijitos en una región lejana y salvaje, donde yo me encontraba entonces. Vivía en una miseria tan espantosa, que yo, que he visto los cuadros más tristes, no me siento capaz de describirla. Todos sus parientes la habían abandonado. Era orgullosa, demasiado orgullosa. Fue entonces, señor, entonces, como ya le he dicho, cuando yo, viudo también y con una hija de catorce años, le ofrecí mi mano, pues no podía verla sufrir de aquel modo. El hecho de que siendo una mujer instruida y de una familia excelente aceptara casarse conmigo, le permitirá comprender a qué extremo llegaba su miseria. Aceptó llorando, sollozando, retorciéndose las manos; pero aceptó. Y es que no tenía adónde ir. ¿Se da usted cuenta, señor, se da usted cuenta exacta de lo que significa no tener dónde ir? No, usted no lo puede comprender todavía… Durante un año entero cumplí con mi deber honestamente, santamente, sin probar eso ‑y señalaba con el dedo la media botella que tenía delante‑, pues yo soy un hombre de sentimientos. Pero no conseguí atraérmela. Entre tanto, quedé cesante, no por culpa mía, sino a causa de ciertos cambios burocráticos. Entonces me entregué a la bebida… Ya hace año y medio que, tras mil sinsabores y peregrinaciones continuas, nos instalamos en esta capital magnífica, embellecida por incontables monumentos. Aquí encontré un empleo, pero pronto lo perdí. ¿Comprende, señor? Esta vez fui yo el culpable: ya me dominaba el vicio de la bebida. Ahora vivimos en un rincón que nos tiene alquilado Amalia Ivanovna Lipevechsel. Pero ¿cómo vivimos, cómo pagamos el alquiler? Eso lo ignoro. En la casa hay otros muchos inquilinos: aquello es un verdadero infierno. Entre tanto, la hija que tuve de mi primera mujer ha crecido. En cuanto a lo que su madrastra la ha hecho sufrir, prefiero pasarlo por alto. Pues Catalina Ivanovna, a pesar de sus sentimientos magnánimos, es una mujer irascible e incapaz de contener sus impulsos… Sí, así es. Pero ¿a qué mencionar estas cosas? Ya comprenderá usted que Sonia no ha recibido una educación esmerada. Hace muchos años intenté enseñarle geografía e historia universal, pero como yo no estaba muy fuerte en estas materias y, además, no teníamos buenos libros, pues los libros que hubiéramos podido tener… , pues… , ¡bueno, ya no los teníamos!, se acabaron las lecciones. Nos quedamos en Ciro, rey de los persas. Después leyó algunas novelas, y últimamente Lebeziatnikof le prestó La Fisiología, de Lewis. Conoce usted esta obra, ¿verdad? A ella le pareció muy interesante, e incluso nos leyó algunos pasajes en voz alta. A esto se reduce su cultura intelectual. Ahora, señor, me dirijo a usted, por mi propia iniciativa, para hacerle una pregunta de orden privado. Una muchacha pobre pero honesta, ¿puede ganarse bien la vida con un trabajo honesto? No ganará ni quince kopeks al día, señor mío, y eso trabajando hasta la extenuación, si es honesta y no posee ningún talento. Hay más: el consejero de Estado Klopstock Iván Ivanovitch… , ¿ha oído usted hablar de él… ?, no solamente no ha pagado a Sonia media docena de camisas de Holanda que le encargó, sino que la despidió ferozmente con el pretexto de que le había tomado mal las medidas y el cuello le quedaba torcido. ...
En la línea 112
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... »Eran cerca de las cinco cuando, de pronto, vi que Sonetchka se levantaba, se ponía un pañuelo en la cabeza, cogía un chal y salía de la habitación. Eran más de las ocho cuando regresó. Entró, se fue derecha a Catalina Ivanovna y, sin desplegar los labios, depositó ante ella, en la mesa, treinta rublos. No pronunció ni una palabra, ¿sabe usted?, no miró a nadie; se limitó a coger nuestro gran chal de paño verde (tenemos un gran chal de paño verde que es propiedad común), a cubrirse con él la cabeza y el rostro y a echarse en la cama, de cara a la pared. Leves estremecimientos recorrían sus frágiles hombros y todo su cuerpo… Y yo seguía acostado, ebrio todavía. De pronto, joven, de pronto vi que Catalina Ivanovna, también en silencio, se acercaba a la cama de Sonetchka. Le besó los pies, los abrazó y así pasó toda la noche, sin querer levantarse. Al fin se durmieron, las dos, las dos se durmieron juntas, enlazadas… Ahí tiene usted… Y yo… yo estaba borracho. ...
En la línea 112
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... »Eran cerca de las cinco cuando, de pronto, vi que Sonetchka se levantaba, se ponía un pañuelo en la cabeza, cogía un chal y salía de la habitación. Eran más de las ocho cuando regresó. Entró, se fue derecha a Catalina Ivanovna y, sin desplegar los labios, depositó ante ella, en la mesa, treinta rublos. No pronunció ni una palabra, ¿sabe usted?, no miró a nadie; se limitó a coger nuestro gran chal de paño verde (tenemos un gran chal de paño verde que es propiedad común), a cubrirse con él la cabeza y el rostro y a echarse en la cama, de cara a la pared. Leves estremecimientos recorrían sus frágiles hombros y todo su cuerpo… Y yo seguía acostado, ebrio todavía. De pronto, joven, de pronto vi que Catalina Ivanovna, también en silencio, se acercaba a la cama de Sonetchka. Le besó los pies, los abrazó y así pasó toda la noche, sin querer levantarse. Al fin se durmieron, las dos, las dos se durmieron juntas, enlazadas… Ahí tiene usted… Y yo… yo estaba borracho. ...
En la línea 112
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... »Eran cerca de las cinco cuando, de pronto, vi que Sonetchka se levantaba, se ponía un pañuelo en la cabeza, cogía un chal y salía de la habitación. Eran más de las ocho cuando regresó. Entró, se fue derecha a Catalina Ivanovna y, sin desplegar los labios, depositó ante ella, en la mesa, treinta rublos. No pronunció ni una palabra, ¿sabe usted?, no miró a nadie; se limitó a coger nuestro gran chal de paño verde (tenemos un gran chal de paño verde que es propiedad común), a cubrirse con él la cabeza y el rostro y a echarse en la cama, de cara a la pared. Leves estremecimientos recorrían sus frágiles hombros y todo su cuerpo… Y yo seguía acostado, ebrio todavía. De pronto, joven, de pronto vi que Catalina Ivanovna, también en silencio, se acercaba a la cama de Sonetchka. Le besó los pies, los abrazó y así pasó toda la noche, sin querer levantarse. Al fin se durmieron, las dos, las dos se durmieron juntas, enlazadas… Ahí tiene usted… Y yo… yo estaba borracho. ...
En la línea 235
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Agitábase ya Lucía en su asiento, y echando abajo el chal escocés e incorporándose, se frotaba asombrada los ojos con los nudillos, a la manera de las criaturas soñolientas. Tenía revuelto y aplastado el pelo, y muy encendido el lado del rostro sobre que reposara; una trenza suelta le descendía por el hombro, y, destrenzándose por la punta, ondeaba en tres mechones. Arrugada la blanca enagua, se insubordinaba bajo el vestido de paño; un lazo de un zapato se había desatado, flotando y cubriendo el empeine del pie. Lucía miraba en derredor con ojos vagos e inciertos; estaba seria y atónita. ...
En la línea 848
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Ínterin llegaba el esperado día de asistir a la fiesta nocturna, Pilar se acostumbró a pasar un par de horas en el salón de Damas del Casino, de una a tres de la tarde generalmente. Es el salón de Damas un atractivo más del hermoso edificio donde se reconcentra la animación termal; allí las señoras abonadas al Casino pueden refugiarse, sin temor a invasiones masculinas; allí están en su casa, y son reinas absolutas, tocan el piano, bordan, charlan, y a veces se deslizan hasta el lujo de un sorbete o de alguna confitura o bombón que roen con igual deleite que si fuesen ratoncillos sueltos en un armario de golosinas. Es un harén de moras civilizadas, un gineceo no oculto en la pudorosa sombra del hogar, sino descaradamente implantado en el sitio más público que darse puede. Allí concurrían y se congregaban todos los astros hembras del firmamento de Vichy, y allí encontraba Pilar reunida a la escasa, pero brillante colonia hispano americana; las de Amézaga, Luisa Natal, la condesa de Monteros: y se formaba una especie de núcleo español, si no el más numeroso, tampoco el menos animado y alegre. Mientras alguna rubia inglesa ejecutaba en el piano trozos de música clásica, y las francesas asían de los cabellos la ocasión de lucir primorosas labores de cañamazo, dando en ellas tres puntos por hora, las españolas, más francas, aceptaban la holgazanería completa, dedicándose a hablar y a manejar el abanico. Una magnífica esfera geográfica, colocada al extremo del salón, parecía preguntarse cuál era su objeto y destino en semejante lugar; y en cambio, los retratos de las dos hermanas de Luis XVI, Victoria y Adelaida, damas tradicionales de Vichy, sonreían, empolvada la cabellera, rosadas y benévolas, presidiendo el certamen de frivolidad continua celebrado a honra suya. Eran murmullos como de voleteos de pájaros en pajarera, ruido de risitas semejante a sartas de perlas que caen desgranándose en una copa de cristal, sedoso crujir de países de abanico, estallido seco de varillajes, ruedecillas de sillón que un punto corrían sobre el encerado piso, ruge-ruge de faldas, que parecía estridor de alitas de insecto. Embalsamaban la atmósfera leves auras de gardenia, de vinagre de tocador, de sal inglesa, de perfumería Rimmel. No se veían sino dijes y prendas graciosas abandonadas sobre sillas y mesas; sombrillas largas, de seda, muy recamadas de cordoncillo de oro; cabás y estuches de labor, ya de cuero de Rusia, ya de paja con moños y borlas de estambre; aquí un chal de encaje, allí un pañuelo de batista; acá un ramo de flores que agoniza exhalando su esencia más deliciosa; acullá un velito de moteado tul, y encima las horquillas que sirven para prenderle… El grupo de españolas, capitaneado por Lola Amézaga, que era muy resuelta, tenía cierta independencia e intimidad, bien distinta de la reserva secatona de las inglesas: y aún entre ambos bandos se advertía disimulada hostilidad y recíproco desdén. ...
En la línea 664
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... La joven fue depositada en un cuarto de la estación. Se encargó a Picaporte que fuese a comprar para ella algunos objetos de tocador, vestido, chal, abrigos, etc., lo que encontrase. Su amo le abría ilimitado crédito. ...
En la línea 1406
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Mister Fogg y sus compañeros no encontraron la ciudad muy poblada. Las calles estaban casi desiertas, salvo la parte del templo, adonde no llegaron sino después de atravesar algunos barrios cercados de empalizadas. Las mujeres eran bastante numerosas, lo cual se explica por la composición singular de las familias mormonas. No debe creerse, sin embargo, que todos los mormones son polígamos. Cada cual es libre de hacer sobre este particular lo que guste; pero conviene observar lo que son las ciudadanas del Utah, las que tienen especial empeño en sei'¿asadas, porque, según la religión del país, el cielo mormón no admite a la participación de sus delicias a las solteras. Estas pobres criaturas no parecen tener existencia holgada ni feliz. Algunas, las más ricas sin duda, llevaban un jubón de seda negro, abierto en la cintura, bajo una capucha o chal muy modesto. Las otras no iban vestidas más que de indiana. ...

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