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La palabra cantando
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la palabra cantando

La palabra Cantando ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece cantando.

Estadisticas de la palabra cantando

Cantando es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 7360 según la RAE.

Cantando aparece de media 11.47 veces en cada libro en castellano.

Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la cantando en las obras de referencia de la RAE contandose 1743 apariciones .

Errores Ortográficos típicos con la palabra Cantando

Cómo se escribe cantando o santando?

Más información sobre la palabra Cantando en internet

Cantando en la RAE.
Cantando en Word Reference.
Cantando en la wikipedia.
Sinonimos de Cantando.

Algunas Frases de libros en las que aparece cantando

La palabra cantando puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 502
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Todos los días veían lo mismo: las mujeres cosiendo y cantando bajo las parras; los hombres, en los caminos, encorvados, con la vista en el suelo sin dar descanso a los activos brazos; Pimentó, tendido a lo gran señor ante las varitas de liga, esperando a los pájaros, o ayudando a Pepeta torpe y perezosamente; en la taberna de Copa, unos cuantos viejos tomando el sol o jugando al truco. ...

En la línea 916
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Esta devoción no les impedía que riesen cantando, y por lo bajo, entre oración y oración, se insultasen y apalabrasen para darse cuatro arañazos a la salida, pues estas muchachas morenas, esclavizadas por la rígida tiranía que reina en la familia labriega, y obligadas por preocupación hereditaria a estar siempre ante los hombres con los ojos bajos, eran allí verdaderos demonios al verse juntas y sin freno, complaciéndose sus lenguas en soltar todo lo oído en los caminos a carreteros y labradores. ...

En la línea 1098
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Recordaba la poesía árabe cantando a la mujer junto a la fuente con el cántaro a sus pies, uniendo en un solo cuadro las dos pasiones más vehementes del oriental: la belleza y el agua. ...

En la línea 670
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... «Es la chica del capataz de Marchamalo», decían a mi lao. «Bendito sea su pico: es un riuseñor». Y yo me ajogaba de pena sin saber por qué; y te veía delante de tus amigas, tan bonita como una santa, cantando la _saeta_, con las manos juntas, mirando al Cristo con esos ojasos que paecen espejos, en los que se veían toos los cirios de la procesión. Y yo, que había jugao contigo de pequeñuelo, creí que eras otra, que te habían cambiao de pronto; y sentí algo en la espalda, como si me arañasen con una navaja; y miré al buen Señor de las Espinas con envidia, porque cantabas para él como un pájaro y para él eran tus ojos; y me fartó poco pa dicile: «Señó, sea su mercé misericordioso con los pobres y déjeme un rato su puesto en la cruz. Na me importa que me vean desnúo, con enagüillas y los remos enclavaos, con tal que María de la Luz me orsequie con su voz de ángel...» --¡Loco!--decía la joven riendo.--¡Pamplinero! ¡Así me tienes chalaíta con esas mentiras que te traes! --Endimpués volví a oírte en la plaza de la Cárcel. Los pobrecitos presos, agarraos a las rejas, como si fuesen malas bestias, le cantaban al Señó unas cosas muy tristes, unas saetas hablando de sus jierros, de sus penitas, de la madre que lloraba por ellos, de sus hijitos que no podían besar. Y tú, entrañas mías, desde abajo contestabas con otras saetas, que eran un jipío durce como el de los ángeles, pidiendo al Señó que se apiadase de los infelices. Y yo entonses juré que te quería con toa mi arma, que habías de ser mía, y tuve tentasiones de gritar a los pobrecitos de las rejas: «Hasta la vista, compañeros; si esta mujer no me quiere, yo jago una barbariá: mato a arguien y el año que viene cantaré enjaulao con vosotros al Señó de las Espinas.» --Rafaé, no seas bárbaro--dijo la muchacha con cierto temor.--No digas esas cosas; eso es tentar la paciencia de Dios. ...

En la línea 1335
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y Rafael reía como un bendito, lo mismo que el señor Fermín. ¡Pero qué don Luis tan gracioso y tan bueno! El señorito, continuando en el tono de cómica gravedad, se encaraba con su aperador: --Ríe, bigardo... ¡Mirad ustedes, qué satisfechote está de la envidia que le tienen los demás! El mejor día te mato y me llevo a Mariquita de la Luz, y la pongo en un trono en Jerez en medio de la plaza Nueva, y al pie toos los gitanos de Andalucía para que toquen y bailen, y se arranquen cantando a la reina de la hermosura y de la gracia, todo lo que merece... Eso lo hago yo: Luis Dupont, aunque mi primo me excomulgue. ...

En la línea 1807
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Dos curas llevaban al borrico por el ramal; otros dos caminaban a cada lado, cantando letanías, en las que percibí palabras de paz y tranquilidad celestiales; el delincuente se había reconciliado con la iglesia, confesado sus culpas y recibido la absolución, con promesa de ser admitido en el cielo. ...

En la línea 1833
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Le faltan, es cierto, la amabilidad y la generosidad del _mujik_ ruso, capaz de dar su único _rouble_ antes que el forastero pase necesidad; tampoco tiene su tranquilo valor, que le hace invulnerable al miedo y le impulsa, al mando de su zar, a arrostrar cantando una muerte cierta. ...

En la línea 2074
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Dieron la vuelta al espacioso local, cantando a coro con fuertes voces la siguiente bárbara copla: ¿Qué es lo que abaja por aquel cerro? Ta ra ra ra ra. ...

En la línea 2310
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... El portugués estaba siempre cantando: El rey chegou, el rey chegou, E en Belem desembarcou. ...

En la línea 613
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y ansí, dijo a su amo: -Bien puede vuestra merced acomodarse desde luego adonde ha de posar esta noche, que el trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día no permite que pasen las noches cantando. ...

En la línea 1866
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y, queriéndolo poner en efeto, hizo la mesma voz que no se moviesen, la cual llegó de nuevo a sus oídos, cantando este soneto: Soneto Santa amistad, que con ligeras alas, tu apariencia quedándose en el suelo, entre benditas almas, en el cielo, subiste alegre a las impíreas salas, desde allá, cuando quieres, nos señalas la justa paz cubierta con un velo, por quien a veces se trasluce el celo de buenas obras que, a la fin, son malas. ...

En la línea 3702
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Finalmente, Anselmo y yo nos concertamos de dejar el aldea y venirnos a este valle, donde él, apacentando una gran cantidad de ovejas suyas proprias, y yo un numeroso rebaño de cabras, también mías, pasamos la vida entre los árboles, dando vado a nuestras pasiones, o cantando juntos alabanzas o vituperios de la hermosa Leandra, o suspirando solos y a solas comunicando con el cielo nuestras querellas. ...

En la línea 3706
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Entre estos disparatados, el que muestra que menos y más juicio tiene es mi competidor Anselmo, el cual, teniendo tantas otras cosas de que quejarse, sólo se queja de ausencia; y al son de un rabel, que admirablemente toca, con versos donde muestra su buen entendimiento, cantando se queja. ...

En la línea 1036
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Había encontrado después del molino un bosque y lo había cruzado corriendo, cantando, y eso que tenía aún los ojos llenos de llanto, pero cantaba de miedo. ...

En la línea 1095
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Y sin saber cómo, sin querer se le apareció el Teatro Real de Madrid y vio a don Álvaro Mesía, el presidente del Casino, ni más ni menos, envuelto en una capa de embozos grana, cantando bajo los balcones de Rosina: Ecco ridente il ciel. ...

En la línea 2631
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Joaquinito, encarnado de placer, y un poco por el anís del mono que había bebido, creyó del caso coronar el edificio de su gloria cantando algo nuevo. ...

En la línea 3477
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Y todo aquello había sido movimiento, luz, vida, ruido, cantando en el bosque, volando por el cielo azul, serpeando por las frescas linfas, luciendo al sol destellos de todo el iris, al pender de las ramas, en vega, prados, ríos, montes. ...

En la línea 3459
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Durmiose pronto la infeliz señora de Rubín; pero a la media hora ya estaba despierta y muy excitada. Dorotea, que se quedó junto a ella, la oyó cantando, a media voz y con las manos cruzadas, las coplas místicas de las Micaelas. ...

En la línea 4525
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Seguía cantando y el otro ¡plum!, se chapuzaba otra vez en su lectura. ...

En la línea 2055
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Había llegado ya al lugar de mi nacimiento y a su vecindad, no sin antes de que lo hiciera yo, la noticia de que mi fortuna extraordinaria se había desvanecido totalmente. Pude ver que en El Jabalí Azul se conocía la noticia y que eso había cambiado por completo la conducta de todos con respecto a mí. Y así como El Jabalí Azul había cultivado, con sus asiduidades, la buena opinión que pudiera tener de él cuando mi situación monetaria era excelente, se mostró en extremo frío en este particular ahora que ya no tenía propiedad alguna. Llegué por la tarde y muy fatigado por el viaje, que tantas veces realizara con la mayor facilidad. El Jabalí Azul no pudo darme el dormitorio que solía ocupar, porque estaba ya comprometido (tal vez por otro que tenía grandes esperanzas), y tan sólo pudo ofrecerme una habitación corriente entre las sillas de posta y el palomar que había en el patio. Pero dormí tan profundamente en aquella habitación como en la mejor que hubiera podido darme, y la calidad de mis sueños fue tan buena como lo podia haber resultado la del mejor dormitorio. Muy temprano, por la mañana, mientras se preparaba el desayuno, me fui a dar una vuelta por la casa Satis. En las ventanas colgaban algunas alfombras y en la puerta había unos carteles anunciando que en la siguiente semana se celebraría una venta pública del mobiliario y de los efectos de la casa. Ésta también iba a ser vendida como materiales de construcción y luego derribada. El lote núnero uno estaba señalado con letras blancas en la fábrica de cerveza. El lote número dos consistía en la parte del edificio principal que había permanecido cerrado durante tanto tiempo. Habíanse señalado otros lotes en distintas partes de la finca y habían arrancado la hiedra de las paredes, para que resultasen visibles las inscripciones, de modo que en el suelo había gran cantidad de hojas de aquella planta trepadora, ya secas y casi convertidas en polvo. Atravesando por un momento la puerta abierta y mirando alrededor de mí con la timidez propia de un forastero que no tenía nada que hacer en aquel lugar, vi al representante del encargado de la venta que se paseaba por entre los barriles y que los contaba en beneficio de una persona que tomaba nota pluma en mano y que usaba como escritorio el antiguo sillón de ruedas que tantas veces empujara yo cantando, al mismo tiempo, la tonada de Old C1em. Cuando volví a desayunarme en la sala del café de El Jabalí Azul encontré al señor Pumblechook, que estaba hablando con el dueño. El primero, cuyo aspecto no había mejorado por su última aventura nocturna, estaba aguardándome y se dirigió a mí en los siguientes términos: -Lamento mucho, joven, verle a usted en tan mala situación. Pero ¿qué podia esperarse? Y extendió la mano con ademán compasivo, y como yo, a consecuencia de mi enfermedad, no me sentía con ánimos para disputar, se la estreché. - ¡Guillermo! - dijo el señor Pumblechook al camarero. - Pon un panecillo en la mesa. ¡A esto ha llegado a parar! ¡A esto! Yo me senté de mala gana ante mi desayuno. El señor Pumblechook estaba junto a mí y me sirvió el té antes de que yo pudiese alcanzar la tetera, con el aire de un bienhechor resuelto a ser fiel hasta el final. 227 - Guillermo - añadió el señor Pumblechook con triste acento. - Trae la sal. En tiempos más felices - exclamó dirigiéndose a mí, - creo que tomaba usted azúcar. ¿Le gustaba la leche? ¿Sí? Azúcar y leche. Guillermo, trae berros. - Muchas gracias - dije secamente, - pero no me gustan los berros. - ¿No le gustan a usted? - repitió el señor Pumblechook dando un suspiro y moviendo de arriba abajo varias veces la cabeza, como si ya esperase que mi abstinencia con respecto a los berros fuese una consecuencia de mi mala situación económica. - Es verdad. Los sencillos frutos de la tierra. No, no traigas berros, Guillermo. Continué con mi desayuno, y el señor Pumblechook siguió a mi lado, mirándome con sus ojos de pescado y respirando ruidosamente como solía. -Apenas ha quedado de usted algo más que la piel y los huesos - dijo en voz alta y con triste acento. - Y, sin embargo, cuando se marchó de aquí (y puedo añadir que con mi bendición) y cuando yo le ofrecí mi humilde establecimiento, estaba tan redondo como un melocotón. Esto me recordó la gran diferencia que había entre sus serviles modales al ofrecerme su mano cuando mi situación era próspera: «¿Me será permitido… ?», y la ostentosa clemencia con que acababa de ofrecer los mismos cinco dedos regordetes. - ¡Ah! - continuó, ¿Y se va usted ahora - entregándome el pan y la manteca - al lado de Joe? - ¡En nombre del cielo! - exclamé, irritado, a mi pesar— ¿Qué le importa adónde voy? Haga el favor de dejar quieta la tetera. Esto era lo peor que podia haber hecho, porque dio a Pumblechook la oportunidad que estaba aguardando. - Sí, joven - contestó soltando el asa de la tetera, retirándose uno o dos pasos de la mesa y hablando de manera que le oyesen el dueño y el camarero, que estaban en la puerta. - Dejaré la tetera, tiene usted razón, joven. Por una vez siquiera, tiene usted razón. Me olvidé de mí mismo cuando tome tal interés en su desayuno y cuando deseé que su cuerpo, exhausto ya por los efectos debilitantes de la prodigalidad, se estimulara con el sano alimento de sus antepasados. Y, sin embargo - añadió volviéndose al dueño y al camarero y señalándome con el brazo estirado, - éste es el mismo a quien siempre atendí en los días de su feliz infancia. Por más que me digan que no es posible, yo repetiré que es el mismo. Le contestó un débil murmullo de los dos oyentes; el camarero parecía singularmente afectado. - Es el mismo - añadió Pumblechook - a quien muchas veces Ilevé en mi cochecillo. Es el mismo a quien vi criar con biberón. Es el mismo hermano de la pobre mujer que era mi sobrina por su casamiento, la que se llamaba Georgians Maria, en recuerdo de su propia madre. ¡Que lo niegue, si se atreve a tanto! El camarero pareció convencido de que yo no podia negarlo, y, naturalmente, esto agravó en extremo mi caso. -Joven-añadió Pumblechook estirando la cabeza hacia mí como tenía por costumbre. - Ahora se va usted al lado de Joe. Me ha preguntado qué me importa el saber adónde va. Y le afirmo, caballero, que usted se va al lado de Joe. El camarero tosió, como si me invitase modestamente a contradecirle. - Ahora - añadió Pumblechook, con el acento virtuoso que me exasperaba y que ante sus oyentes era irrebatible y concluyente, - ahora voy a decirle lo que dirá usted a Joe. Aquí están presentes estos señores de El Jabalí Azul, conocidos y respetados en la ciudad, y aquí está Guillermo, cuyo apellido es Potkins, si no me engaño. - No se engaña usted, señor - contestó Guillermo. -Pues en su presencia le diré a usted, joven, lo que, a su vez, dirá a Joe. Le dirá usted: «Joe, hoy he visto a mi primer bienhechor y al fundador de mi fortuna. No pronuncio ningún nombre, Joe, pero así le llaman en la ciudad entera. A él, pues, le he visto». - Pues, por mi parte, juro que no le veo - contesté. - Pues dígaselo así - replicó Pumblechook. - Dígaselo así, y hasta el mismo Joe se quedará sorprendido. - Se engaña usted por completo con respecto a él – contesté, - porque le conozco bastante mejor. - Le dirá usted - continuó Pumblechook: - «Joe, he visto a ese hombre, quien no conoce la malicia y no me quiere mal. Conoce tu carácter, Joe, y está bien enterado de que eres duro de mollera y muy ignorante; también conoce mi carácter, Joe, y conoce mi ingratitud. Sí, Joe, conoce mi carencia total de gratitud. Él lo sabe mejor que nadie, Joe. Tú no lo sabes, Joe, porque no tienes motivos para ello, pero ese hombre sí lo sabe». A pesar de lo asno que demostraba ser, llegó a asombrarme de que tuviese el descaro de hablarme de esta manera. 228 - Le dirá usted: «Joe, me ha dado un encargo que ahora voy a repetirte. Y es que en mi ruina ha visto el dedo de la Providencia. Al verlo supo que era el dedo de la Providencia - aquí movió la mano y la cabeza significativamente hacia mí, - y ese dedo escribió de un modo muy visible: En prueba de ingratitud hacia su primer bienhechor y fundador de su fortuna. Pero este hombre me dijo que no se arrepentía de lo hecho, Joe, de ningún modo. Lo hizo por ser justo, porque él era bueno y benévolo, y otra vez volvería a hacerlo». - Es una lástima - contesté burlonamente al terminar mi interrumpido desayuno - que este hombre no dijese lo que había hecho y lo que volvería a hacer. - Oigan ustedes - exclamó Pumblechook dirigiéndose al dueño de El Jabalí Azul y a Guillermo. - No tengo inconveniente en que digan ustedes por todas partes, en caso de que lo deseen, que lo hice por ser justo, porque yo era hombre bueno y benévolo, y que volvería a hacerlo. Dichas estas palabras, el impostor les estrechó vigorosamente la mano y abandonó la casa, dejándome más asombrado que divertido. No tardé mucho en salir a mi vez, y al bajar por la calle Alta vi que, sin duda con el mismo objeto, había reunido a un grupo de personas ante la puerta de su tienda, quienes me honraron con miradas irritadas cuando yo pasaba por la acera opuesta. Me pareció más atrayente que nunca ir al encuentro de Biddy y de Joe, cuya gran indulgencia hacia mí brillaba con mayor fuerza que nunca, después de resistir el contraste con aquel desvergonzado presuntuoso. Despacio me dirigí hacia ellos, porque mis piernas estaban débiles aún, pero a medida que me aproximaba aumentaba el alivio de mi mente y me parecía que había dejado a mi espalda la arrogancia y la mentira. El tiempo de junio era delicioso. El cielo estaba azul, las alondras volaban a bastante altura sobre el verde trigo y el campo me pareció más hermoso y apacible que nunca. Entretenían mi camino numerosos cuadros de la vida que llevaría allí y de lo que mejoraría mi carácter cuando pudiese gozar de un cariñoso guía cuya sencilla fe y buen juicio había observado siempre. Estas imágenes despertaron en mí ciertas emociones, porque mi corazón sentíase suavizado por mi regreso y esperaba tal cambio que no me pareció sino que volvía a casa descalzo y desde muy lejos y que mi vida errante había durado muchos años. Nunca había visto la escuela de la que Biddy era profesora; pero la callejuela por la que me metí en busca de silencio me hizo pasar ante ella. Me desagradó que el día fuese festivo. Por allí no había niños y la casa de Biddy estaba cerrada. Desaparecieron en un instante las esperanzas que había tenido de verla ocupada en sus deberes diarios, antes de que ella me viese. Pero la fragua estaba a muy poca distancia, y a ella me dirigí pasando por debajo de los verdes tilos y esperando oír el ruido del martillo de Joe. Mucho después de cuando debiera haberlo oído, y después también de haberme figurado que lo oía, vi que todo era una ilusión, porque en la fragua reinaba el mayor silencio. Allí estaban los tilos y las oxiacantas, así como los avellanos, y sus hojas se movieron armoniosamente cuando me detuve a escuchar; pero en la brisa del verano no se oían los martillazos de Joe. Lleno de temor, aunque sin saber por qué, de llegar por fin al lado de la fragua, la descubrí al cabo, viendo que estaba cerrada. En ella no brillaban el fuego ni las centellas, ni se movían tampoco los fuelles. Todo estaba cerrado e inmóvil. Pero la casa no estaba desierta, sino que, por el contrario, parecía que la gente se hallase en la sala grande, pues blancas cortinas se agitaban en su ventana, que estaba abierta y llena de flores. Suavemente me acerqué a ella, dispuesto a mirar por entre las flores; pero, de súbito, Joe y Biddy se presentaron ante mí, cogidos del brazo. En el primer instante, Biddy dio un grito como si se figurara hallarse en presencia de mi fantasma, pero un momento después estuvo entre mis brazos. Lloré al verla, y ella lloró también al verme; yo al observar cuán bella y lozana estaba, y ella notando lo pálido y demacrado que estaba yo. - ¡Qué linda estás, querida Biddy! - Gracias, querido Pip. - ¡Y tú, Joe, qué guapo estás también! - Gracias, querido Pip. Yo los miré a a los dos, primero a uno y luego a otro, y después… - Es el día de mi boda - exclamó Biddy en un estallido de felicidad. - Acabo de casarme con Joe. Me llevaron a la cocina, y pude reposar mi cabeza en la vieja mesa. Biddy acercó una de mis manos a sus labios, y en mi hombro sentí el dulce contacto de la mano de Joe. - Todavía no está bastante fuerte para soportar esta sorpresa, querida mía - dijo Joe. - Habría debido tenerlo en cuenta, querido Joe - replicó Biddy, - pero ¡soy tan feliz… ! Y estaban tan contentos de verme, tan orgullosos, tan conmovidos y tan satisfechos, que no parecía sino que, por una casualidad, hubiese llegado yo para completar la felicidad de aquel día. 229 Mi primera idea fue la de dar gracias a Dios por no haber dado a entender a Joe la esperanza que hasta entonces me animara. ¡Cuántas veces, mientras me acompañaba en mi enfermedad, había acudido a mis labios! ¡Cuán irrevocable habría sido su conocimiento de esto si él hubiese permanecido conmigo durante una hora siquiera! - Querida Biddy – dije. - Tienes el mejor marido del mundo entero. Y si lo hubieses visto a la cabecera de mi cama… , pero no, no. No es posible que le ames más de lo que le amas ahora. - No, no es posible - dijo Biddy. -Y tú, querido Joe, tienes a la mejor esposa del mundo, y te hará tan feliz como mereces, querido, noble y buen Joe. Éste me miró con temblorosos labios y se puso la manga delante de los ojos. - Y ahora, Joe y Biddy, como hoy habéis estado en la iglesia y os sentís dispuestos a demostrar vuestra caridad y vuestro amor hacia toda la humanidad, recibid mi humilde agradecimiento por cuanto habéis hecho por mí, a pesar de que os lo he pagado tan mal. Y cuando os haya dicho que me marcharé dentro de una hora, porque en breve he de dirigirme al extranjero, y que no descansaré hasta haber ganado el dinero gracias al cual me evitasteis la cárcel y pueda mandároslo, no creáis, Joe y Biddy queridos, que si pudiese devolvéroslo multiplicado por mil Podría pagaros la deuda que he contraído con vosotros y que dejaría de hacerlo si me fuese posible. Ambos estaban conmovidos por mis palabras y me suplicaron que no dijese nada más. - He de deciros aún otra cosa. Espero, querido Joe, que tendréis hijos a quienes amar y que en el rincón de esta chimenea algún pequeñuelo se sentará una noche de invierno y que os recordará a otro pequeñuelo que se marchó para siempre. No le digas, Joe, que fui ingrato; no le digas, Biddy, que fui poco generoso e injusto; decidle tan sólo que os honré a los dos por lo buenos y lo fieles que fuisteis y que, como hijo vuestro, yo dije que sería muy natural en él el llegar a ser un hombre mucho mejor que yo. - No le diremos - replicó Joe cubriéndose todavía los ojos con la manga, - no le diremos nada de eso, Pip, y Biddy tampoco se lo dirá. Ninguno de los dos. - Y ahora, a pesar de constarme que ya lo habéis hecho en vuestros bondadosos corazones, os ruego que me digáis si me habéis perdonado. Dejadme que oiga como me decís estas palabras, a fin de que pueda llevarme conmigo el sonido de ellas, y así podré creer que confiáis en mí y que me tendréis en mejor opinión en los tiempos venideros. - ¡Oh querido Pip! - exclamó Joe. - ¡Dios sabe que te perdono, en caso de que tenga algo que perdonarte! - ¡Amén! ¡Y Dios sabe que yo pienso lo mismo! - añadió Biddy. -Ahora dejadme subir para que contemple por última vez mi cuartito y para que permanezca en él sólo durante algunos instantes. Y luego, cuando haya comido y bebido con vosotros, acompañadme, Joe y Biddy, hasta el poste indicador del pueblo, antes de que nos despidamos definitivamente. Vendí todo lo que tenía, reuní tanto como me fue posible para llegar a un acuer do con mis acreedores, que me concedieron todo el tiempo necesario para pagarles, y luego me marché para reunirme con Herbert. Un mes después había abandonado Inglaterra, y dos meses más tarde era empleado de «Clarriker & Co.». Pasados cuatro meses, ya tomé los asuntos bajo mi exclusiva responsabilidad, porque la viga que atravesaba el techo de la sala de la casa de Mill Pond Bank donde viviera Provis había cesado de temblar a impulsos de los gruñidos y de los golpes de Bill Barley, y allí reinaba absoluta paz. Herbert había regresado a Inglaterra para casarse con Clara, y yo me quedé como único jefe de la sucursal de Oriente hasta que él regresara. Varios años pasaron antes de que yo fuese socio de la casa; pero fui feliz con Herbert y su esposa. Viví con frugalidad, pagué mis deudas y mantuve constante correspondencia con Biddy y Joe. Cuando fui socio a mi vez, Clarriker me hizo traición con respecto a Herbert; entonces declaró el secreto de las razones por las cuales Herbert había sido asociado a la casa, añadiendo que el tal secreto pesaba demasiado en su conciencia y no tenía más remedio que divulgarlo. Así, pues, lo hizo, y Herbert se quedó tan conmovido como asombrado, pero no por eso fuimos mejores amigos que antes. No debe creer el lector que nuestra firma era muy importante y que acumulábamos enormidades de dinero. Nuestros negocios eran limitados, pero teníamos excelente reputación y ganábamos lo suficiente para vivir. La habilidad y la actividad de Herbert eran tan grandes, que muchas veces me pregunté cómo pude figurarme ni por un momento que era un hombre inepto. Pero por fin comprendí que tal vez la ineptitud no estuvo en él, sino en mí. ...

En la línea 4075
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Una vez que entró en uno de estos figones, oyó que estaban cantando. Anochecía. Estuvo una hora escuchando, e incluso con gran satisfacción. Pero al fin una profunda agitación volvió a apoderarse de él y le asaltó una especie de remordimiento. ...

En la línea 522
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Aquel día parecía una aurora continua. Las cuatro alegres parejas resplandecían al sol en el campo, entre las flores y los árboles. En aquella felicidad común, hablando, cantando, corriendo, bailando, persiguiendo mariposas, cogiendo campanillas, mojando sus botas en las hierbas altas y húmedas, recibían a cada momento los besos de todos, excepto Fantina que permanecía encerrada en su vaga resistencia pensativa y respetable. ...


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