La palabra Burla ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras. 
				 La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
 La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
 Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
 La Biblia en España de Tomás Borrow y  Manuel Azaña
 El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
 La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
 El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
 Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
 El príncipe y el mendigo de Mark Twain
 Niebla de Miguel De Unamuno
 Grandes Esperanzas de Charles Dickens
 Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
 El jugador de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
 Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
				Por tanto puede ser considerada correcta en Español. 
				Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece burla.
				
					 Estadisticas de la palabra  burla
				 Burla es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el  puesto 8421 según la RAE. 
			 Burla aparece de media 9.65 veces  en cada libro en castellano. 
 
			Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la burla en las obras de referencia de la RAE  contandose 1467 apariciones .
					 Errores Ortográficos típicos con la palabra Burla  
									
				 
					 Cómo se escribe burla o burrla?
  
					 Cómo se escribe burla o vurla?
 
								 Más información sobre la palabra Burla en internet
								 Burla en la RAE. 
								 Burla en Word Reference. 
								
								 Burla en la wikipedia.  
								
								 Sinonimos de Burla. 
  
								
								 
  El Español es una gran familia 
 
								 							  
							                                            
				Algunas Frases de libros en las que aparece burla
				La palabra burla puede ser considerada correcta por su aparición en estas  obras maestras de la literatura. 
							  En la línea 1216
   del libro  La Barraca
 del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
  ... Y las comadres de la huerta, sin perjuicio de olvidarse alguno que otro sábado de los dos cuartos de la escuela, respetaban como un ser superior a don Joaquín, reservándose un poco de burla para la casaquilla verde con faldones cuadrados que se endosaba los días de fiesta, cuando cantaba en el coro de la iglesia de Alboraya durante la misa mayor. ... 
 
 
							  En la línea 524
   del libro  La Bodega
 del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
  ... _Alcaparrón_ abría los ojos, recelando la burla. Pero temeroso de cometer una falta si no daba las gracias a aquel señor, abrumó con palabras dulzonas a Salvatierra, mientras éste miraba al aperador, no sabiendo adonde iba a parar. ... 
 
 
							  En la línea 1258
   del libro  La Bodega
 del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
  ... --¿Sabéis ustedes--decía--por qué la Francia es más rica y más adelantada que nosotros?... Porque metió mano a los bandidos de la _Commune_, y en unos cuantos días se cargó más de cuarenta mil de aquellos puntos. Empleó el cañón y la ametrallodora para acabar más aprisa con la gentuza, y todo quedó limpio y tranquilo... A mí--continuó el señorito con aire doctoral--no me gusta Francia, porque es una República y porque allí las gentes decentes se olvidan de Dios y hacen burla de sus ministros. Pero quisiera para este país un hombre como Thiers. Esto es lo que aquí hace falta, un hombre que sonría y ametralle a la canalla. ... 
 
 
							  En la línea 1129
   del libro  Los tres mosqueteros
 del afamado autor Alejandro Dumas
  ... Y ahora, veamos, joven, con la mano en el corazón, ¿cómo ocurrió?D'Artagnan contó la aventura de la víspera en todos sus detalles: cómo no habiendo podido dormir de la alegría que experimentaba por ver a Su Majestad, había llegado al alojamiento de sus amigos tres ho ras antes de la audiencia; cómo habían ido juntos al garito, y cómo por el temor que había manifestado de recibir un pelotazo en la cara, había sido objeto de la burla de Bernajoux, que había estado a punto de pa gar aquella burla c on la pérdida de la vida, y el señor de La Trémoui lle, que en nada se había mezclado, con la pérdida de su palacio. ... 
 
 
							  En la línea 4026
   del libro  Los tres mosqueteros
 del afamado autor Alejandro Dumas
  ... -El señor se burla, pero ya verá. ... 
 
 
							  En la línea 6491
   del libro  Los tres mosqueteros
 del afamado autor Alejandro Dumas
  ... «Véngame de ese infame de Wardes -murmuró Milady entre dientes-, y sabré desembarazarme de ti luego, ¡doble tonto, hoja de espada v iviente!»«Cae voluntariamente entre mis brazos después de haberme burla do descaradamente,hipócrita y peligrosa mujer -pensaba D'Artagnan por su parte -, y luego me reiré de ti con aquel a quien quieres matar por rni mano. ... 
 
 
							  En la línea 8118
   del libro  Los tres mosqueteros
 del afamado autor Alejandro Dumas
  ... -Precisamente: entonces creerán en una emboscada, deliberarán; enviarán un parlamentario, y cuando se den cuenta de la burla, estare mos fuera del alcance de las balas. ... 
 
 
							  En la línea 5335
   del libro  La Biblia en España
 del afamado autor Tomás Borrow y  Manuel Azaña
  ... ¿No tiene usted para vivir algo más que la ración de la cárcel? ¿No tiene usted amigos?  —¿Amigos en este país? Se burla usted de mí. ... 
 
 
							  En la línea 7184
   del libro  La Biblia en España
 del afamado autor Tomás Borrow y  Manuel Azaña
  ... Sus ojos chispeaban como brillantes, y en su rostro había una indescriptible expresión de buen humor y burla. ... 
 
 
							  En la línea 1008
   del libro  El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
 del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
  ... Cuando así le vio don Quijote, le dijo:  -Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que aquel castillo o venta, de que es encantado sin duda; porque aquellos que tan atrozmente tomaron pasatiempo contigo, ¿qué podían ser sino fantasmas y gente del otro mundo? Y confirmo esto por haber visto que, cuando estaba por las bardas del corral mirando los actos de tu triste tragedia, no me fue posible subir por ellas, ni menos pude apearme de Rocinante, porque me debían de tener encantado; que te juro, por la fe de quien soy, que si pudiera subir o apearme, que yo te hiciera vengado de manera que aquellos follones y malandrines se acordaran de la burla para siempre, aunque en ello supiera contravenir a las leyes de la caballería, que, como ya muchas veces te he dicho, no consienten que caballero ponga mano contra quien no lo sea, si no fuere en defensa de su propria vida y persona, en caso de urgente y gran necesidad. ... 
 
 
							  En la línea 1230
   del libro  El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
 del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
  ... Viendo, pues, don Quijote que Sancho hacía burla dél, se corrió y enojó en tanta manera, que alzó el lanzón y le asentó dos palos, tales que, si, como los recibió en las espaldas, los recibiera en la cabeza, quedara libre de pagarle el salario, si no fuera a sus herederos. ... 
 
 
							  En la línea 1234
   del libro  El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
 del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
  ... Si no, haced vos que estos seis mazos se vuelvan en seis jayanes, y echádmelos a las barbas uno a uno, o todos juntos, y, cuando yo no diere con todos patas arriba, haced de mí la burla que quisiéredes. ... 
 
 
							  En la línea 1253
   del libro  El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
 del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
  ... Que trata de la alta aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino, con otras cosas sucedidas a nuestro invencible caballero   En esto, comenzó a llover un poco, y quisiera Sancho que se entraran en el molino de los batanes; mas habíales cobrado tal aborrecimiento don Quijote, por la pesada burla, que en ninguna manera quiso entrar dentro; y así, torciendo el camino a la derecha mano, dieron en otro como el que habían llevado el día de antes. ... 
 
 
							  En la línea 2901
   del libro  La Regenta
 del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
  ... Casi siempre pasaba él allí por el más ignorante, y el ver a Ronzal objeto de burla general, le puso muy contento. ... 
 
 
							  En la línea 3780
   del libro  La Regenta
 del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
  ...  —gritó al oído de Álvaro Visita con voz en que asomaba un poco de burla. ... 
 
 
							  En la línea 5919
   del libro  La Regenta
 del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
  ...  —El Estado se burla de la Iglesia, sí señor, eso es evidente, no hay concordato que valga; todo se promete, y no se hace nada. ... 
 
 
							  En la línea 9736
   del libro  La Regenta
 del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
  ... Frígilis mientras don Pompeyo afirmaba estas cosas, le miraba sonriendo con benevolencia; y con un poco de burla, en que había algo de caridad, le decía:   —¿Pero, señor Guimarán, tan seguro está usted de que no hay Dios?. ... 
 
 
							  En la línea 1290
   del libro  El paraíso de las mujeres
 del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
  ... No encontró como alimento más que un caldo sucio en el que flotaban espinas y cabezas de pescado. Dio un rugido, amenazando con sus puños a los insolentes que acababan de devorar su comida, pero estos huyeron, estableciendo cierta distancia entre ellos y el coloso. Además se sentían protegidos por las tinieblas de la noche, y contestaron con risas y exclamaciones de burla a la protesta del Hombre-Montaña. ... 
 
 
							  En la línea 1669
   del libro  El paraíso de las mujeres
 del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
  ... Reconoció de pronto que los supersticiosos no son dignos de burla, como el había creido siempre. Se imaginó que todo lo que llevaba visto en sueños no era más que una preparación para llegar a la muerte de Popito y que esta muerte debía considerarla como un aviso de las potencias misteriosas que rigen el curso de la vida humana. ... 
 
 
							  En la línea 441
   del libro  Fortunata y Jacinta
 del afamado autor Benito Pérez Galdós
  ... Deogracias se volvió a poner en cuatro pies, se arremangó el brazo y lo metió por aquel hueco. Jacinta no podía advertir en su rostro la expresión de incredulidad, casi de burla. Llovía más, y por el absorbedero empezaba a entrar agua, chorreando dentro con un ruido de freidera que apenas permitía ya oír el ahilado miiii. No obstante, la Delfina lo oía siempre bien claro. El portero volvió hacia arriba, como quien invoca al Cielo, su cara estúpida, y dijo sonriendo: ... 
 
 
							  En la línea 1022
   del libro  Fortunata y Jacinta
 del afamado autor Benito Pérez Galdós
  ... «¡Grandísimo tuno, me haces burla, a mí!… ». ... 
 
 
							  En la línea 1374
   del libro  Fortunata y Jacinta
 del afamado autor Benito Pérez Galdós
  ... Jacinta se puso muy colorada, y todos, todos los presentes, incluso el Delfín, celebraron mucho la gracia. Después hubo gran tertulia en el salón; pero poco después de las doce se habían retirado todos. Durmió Jacinta sin sosiego, y a la mañana siguiente, cuando su marido no había despertado aún, salió para ir a misa. Oyola en San Ginés, y después fue a casa de Benigna, donde encontró escenas de desolación. Todos los sobrinitos estaban alborotados, inconsolables, y en cuanto la vieron entrar corrieron hacia ella pidiendo justicia. ¡Vaya con lo que había hecho Juanín!… ¡Ahí era nada en gracia de Dios! Empezó por arrancarles la cabeza a las figuras del nacimiento… y lo peor era que se reía al hacerlo, como si fuera una gracia. ¡Vaya una gracia! Era un sinvergüenza, un desalmado, un asesino. Así lo atestiguaban Isabel, Paquito y los demás, hablando confusa y atropelladamente, porque la indignación no les permitía expresarse con claridad. Disputábanse la palabra y se cogían a la tiita, empinándose sobre las puntas de los pies. Pero ¿dónde estaba el muy bribón? Jacinta vio aparecer su cara inteligente y socarrona. Cuando él la vio, quedose algo turbado, y se arrimó a la pared. Acercósele Jacinta, mostrándole severidad y conteniendo la risa… pidiole cuentas de sus horribles crímenes. ¡Arrancar la cabeza a las figuras!… Escondía el Pituso la cara muy avergonzado, y se metía el dedo en la nariz… La mamá adoptiva no había podido obtener de él una respuesta, y las acusaciones rayaban en frenesí. Se le echaban en cara los delitos más execrables, y se hacía burla de él y de sus hábitos groseros. ... 
 
 
							  En la línea 1697
   del libro  Fortunata y Jacinta
 del afamado autor Benito Pérez Galdós
  ... Fortunata le miró también a él, sorprendida. Le parecía imposible que el bicho raro se expresase así… Vio en sus ojos una lealtad y una honradez que la dejaron pasmada. Después reflexionó un instante, tratando de apoyarse en un juicio pesimista. Se habían burlado tanto de ella, que lo que estaba viendo no podía ser sino una nueva burla. Aquel era, sin duda, más pillo y más embustero que los demás. Consecuencia de tales ideas fue la sonora carcajada que soltó la mujer aquella ante la faz compungida de un hombre que era todo espíritu. Pero él no se desconcertó, y la circunstancia de verse escuchado con atención, dábale un valor desconocido. ¡Ánimo! «Si usted me quiere, yo la adoraré, yo la idolatraré a usted… ». ... 
 
 
							  En la línea 1087
   del libro  El príncipe y el mendigo
 del afamado autor Mark Twain
  ... –Espera, espera, señor. Te ruego que esperes un poco. ¡El juez! Tiene con los bromistas tan poca compasión como un cadáver. Ven y seguiremos hablando. ¡Cuerpo de tal! Por lo visto estoy en un atolladero y todo por, una burla inocente y sin malicia. Señor, tengo familia y mi mujer y mis hijos… Atiende a razones, señor. ¿Qué quieres de mí? ... 
 
 
							  En la línea 1091
   del libro  El príncipe y el mendigo
 del afamado autor Mark Twain
  ... –Esa burla tuya tiene un nombre en la ley. ¿Sabes cuál es? ... 
 
 
							  En la línea 1308
   del libro  El príncipe y el mendigo
 del afamado autor Mark Twain
  ... El temible sir Hugo hizo dar vuelta a su caballo y, al apretar el paso, el muro viviente se dividió silenciosamente para abrirle paso, y tan silenciosamente se juntó de nuevo. Y así permaneció; ninguno llegó tan lejos como para aventurar una observación en favor del prisionero ni en alabanza, suya; mas no importaba: la ausencia de insultos era de por sí suficiente homenaje. Un recién llegado que no estaba al tanto de las circunstancias y que lanzó una burla al 'impostor', y estaba a punto de continuarla arrojándole un gato muerto, fue inmediatamente derribado y echado a puntapiés, sin palabra alguna, y luego el profundo silencio reinó de nuevo. ... 
 
 
							  En la línea 874
   del libro  Niebla
 del afamado autor Miguel De Unamuno
  ... –¿Ella? ¡Como yo! Esto es una mala jugada de la Providencia, de la Naturaleza o de quien sea, una burla. Si hubiera venido… el nene o nena, lo que fuere… si hubiera venido cuando, inocentes tórtolos llenos, más que de amor paternal, de vanidad, le esperábamos; si hubiera venido cuando creíamos que el no tener hijos era ser menos que otros; si hubiera venido entonces, ¡santo y muy bueno!, pero ¿ahora, ahora? Te digo que esto es una burla. Si no fuera por… ... 
 
 
							  En la línea 1337
   del libro  Niebla
 del afamado autor Miguel De Unamuno
  ... –Yo no sé qué es esto, si inocencia, malicia, burla, precoz perversidad… ... 
 
 
							  En la línea 1891
   del libro  Niebla
 del afamado autor Miguel De Unamuno
  ... Iba aterrado de sí mismo y de lo que le pasaba, o mejor aún, de lo que no le pasaba. Aquella frialdad, al menos aparente, con que recibió el golpe de la burla suprema, aquella calma le hacía que hasta dudase de su propia existencia. «Si yo fuese un hombre como los demás –se decía–, con corazón; si fuese siquiera un hombre, si existiese de verdad, ¿cómo podía haber recibido esto con la relativa tranquilidad con que lo recibo?» Y empezó, sin darse de ello cuenta, a palparse, y hasta se pellizcó para ver si lo sentía. ... 
 
 
							  En la línea 1907
   del libro  Niebla
 del afamado autor Miguel De Unamuno
  ... –Es que no me duele en el amor; ¡es la burla, la burla, la burla! Se han burlado de mí, me han escarnecido, me han puesto en ridículo; han querido demostrarme… ¿qué sé yo?… que no existo. ... 
 
 
							  En la línea 662
   del libro  Grandes Esperanzas
 del afamado autor Charles Dickens
  ... Los alumnos comíamos manzanas y nos metíamos pajas cada uno en la espalda del otro, hasta que la tía abuela del señor Wopsle reunía sus energías y, sin averiguación ninguna, nos daba una paliza con una vara de abedul. Después de recibir los golpes con todas las posibles muestras de burla, los alumnos se formaban en fila y, con el mayor ruido, se pasaban de mano en mano un libro casi destrozado. Este libro contenía el alfabeto, algunos guarismos y tablas aritméticas, así como algunas lecciones fáciles de lectura; mejor dicho, las tuvo en algún tiempo. En cuanto este volumen empezaba a circular, la tía abuela del señor Wopsle se desplomaba en estado comatoso, debido tal vez al sueño o a un ataque reumático. Entonces los alumnos se entregaban a un examen y a una competencia relacionados con el calzado y con el objeto de averiguar quién sería capaz de pisar al otro con mayor fuerza. Este ejercicio mental duraba hasta que Biddy se precipitaba contra todos y distribuía tres Biblias sin portada y de una forma tal que no parecía sino que alguien las hubiese cortado torpemente. La impresión era más ilegible que cualquiera de las curiosidades literarias que he visto en mi vida entera; aquellos libros estaban manchados de orín y entre sus hojas había aplastados numerosos ejemplares del mundo de los insectos. Esta parte de la enseñanza se hacía más agradable gracias a algunos combates mano a mano entre Biddy y los alumnos refractarios. Cuando se habían terminado las peleas, Biddy señalaba el número de una página, y entonces todos leíamos en voz alta lo que nos era posible y también lo que no podíamos leer, a coro y con espantosas voces; Biddy llevaba el compás con voz aguda, fuerte y monótona, y, por otra parte, ninguno de nosotros tenía la más pequeña noción ni tampoco reverencia alguna con respecto a lo que estábamos leyendo. Cuando aquel horrible ruido había durado algún tiempo, despertaba mecánicamente a la tía abuela del señor Wopsle, quien, dejándose llevar por la casualidad, cogía a un muchacho y le tiraba de las orejas. Ésta era la señal de que la clase había terminado aquella tarde, y nos apresurábamos a salir al aire libre con grandes gritos de victoria intelectual. Conviene hacer observar que en la escuela no había prohibición alguna acerca de que un alumno cualquiera se entretuviese con la pizarra o con la tinta, cuando la había. Pero no era fácil proseguir aquella rama de los estudios durante el invierno, a causa de que la abacería en que se daban las clases y que también era el salón y el dormitorio de la tía abuela del señor Wopsle, no estaba alumbrada más que muy débilmente por un candil y, además, no había espabladeras. ... 
 
 
							  En la línea 842
   del libro  Grandes Esperanzas
 del afamado autor Charles Dickens
  ... — Supongo que no se puede hacer otra cosa - observó Camila - más que obedecer y marcharnos. Ya es bastante haber podido contemplar, aunque por tan poco tiempo, a la persona que es objeto del amor y del deber de una. Cuando me despierte, por las noches, podré pensar con melancólica satisfacción en esta visita. Me gustaría que Mateo pudiese tener tal consuelo, pero se burla de eso. Estoy decidida a no hacer gala de mis sentimientos, pero es muy duro oírse decir que una desea festejar la muerte de un pariente… , como si una fuese un gigante… , y luego que le ordenen marcharse. ¡Vaya una idea! ... 
 
 
							  En la línea 1990
   del libro  Grandes Esperanzas
 del afamado autor Charles Dickens
  ... Ocurrió, según me anunciara Wemmick, que se me presentó muy pronto la oportunidad de comparar la morada de mi tutor con la de su cajero y empleado. Mi tutor estaba en su despacho, lavándose las manos con su jabón perfumado, cuando yo entré en la oficina a mi regreso de Walworth; él me llamó en seguida y me hizo la invitacion, para mí mismo y para mis amigos, que Wemmick me había preparado a recibir. - Sin cumplido alguno – dijo. - No hay necesidad de vestirse de etiqueta, y podremos convenir, por ejemplo, el día de mañana. Yo le pregunté adónde tendría que dirigirme, porque no tenía la menor idea acerca de dónde vivía, y creo que, siguiendo su costumbre de no confesar nada, me dijo: - Venga usted aquí y le llevaré a casa conmigo. Aprovecho esta oportunidad para observar que, después de recibir a sus clientes, se lavaba las manos, como si fuese un cirujano o un dentista. Tenía el lavabo en su despacho, dispuesto ya para el caso, y que olía a jabón perfumado como si fuese una tienda de perfumista. En la parte interior de la puerta tenía una toalla puesta sobre un rodillo, y después de lavarse las manos se las secaba con aquélla, cosa que hacía siempre que volvía del tribunal o despedía a un diente. Cuando mis amigos y yo acudimos al día siguiente a su despacho, a las seis de la tarde, parecía haber estado ocupado en un caso mucho más importante que de costumbre, porque le encontramos con la cabeza metida en el lavabo y lavándose no solamente las manos, sino también la cara y la garganta. Y cuando hubo terminado eso y una vez se secó con la toalla, se limpió las uñas con un cortaplumas antes de ponerse la chaqueta. Cuando salimos a la calle encontramos, como de costumbre, algunas personas que esperaban allí y que con la mayor ansiedad deseaban hablarle; pero debió de asustarlas la atmósfera perfumada del jabón que le rodeaba, porque aquel día abandonaron su tentativa. Mientras nos dirigíamos hacia el Oeste, fue reconocido por varias personas entre la multítud, pero siempre que eso ocurría me hablaba en voz más alta y fingía no reconocer a nadie ni fijarse en que los demás le reconociesen. 100 Nos llevó así a la calle Gerrard, en Soho, y a una casa situada en el lado meridional de la calle. El edificio tenía aspecto majestuoso, pero habría necesitado una buena capa de pintura y que le limpiasen el polvo de las ventanas. Saco la llave, abrió la puerta y entramos en un vestíbulo de piedra, desnudo, oscuro y poco usado. Subimos por una escalera, también oscura y de color pardo, y así llegamos a una serie de tres habitaciones, del mismo color, en el primer piso. En los arrimaderos de las paredes estaban esculpidas algunas guirnaldas, y mientras nuestro anfitrión nos daba la bienvenida, aquellas guirnaldas me produjeron extraña impresión. La cena estaba servida en la mejor de aquellas estancias; la segunda era su guardarropa, y la tercera, el dormitorio. Nos dijo que poseía toda la casa, pero que raras veces utilizaba más habitaciones que las que veíamos. La mesa estaba muy bien puesta, aunque en ella no había nada de plata, y al lado de su silla habia un torno muy grande, en el que se veía una gran variedad de botellas y frascos, así como también cuatro platos de fruta para postre. Yo observé que él lo tenía todo al alcance de la mano y lo distribuía por sí mismo. En la estancia había una librería, y por los lomos de los libros me di cuenta de que todos ellos trataban de pruebas judiciales, de leyes criminales, de biografías criminales, de juicios, de actas del Parlamento y de cosas semejantes. Los muebles eran sólidos y buenos, asi como la cadena de su reloj. Pero todo tenía cierto aspecto oficial, y no se veía nada puramente decorativo. En un rincón había una mesita que contenía bastantes papeles y una lámpara con pantalla; de manera que, sin duda alguna, mi tutor se llevaba consigo la oficina a su propia casa y se pasaba algunas veladas trabajando. Como él apenas había visto a mis tres compañeros hasta entonces, porque por la calle fuimos los dos de lado, se quedó junto a la chimenea y, después de tirar del cordón de la campanilla, los examinó atentamente. Y con gran sorpresa mía, pareció interesarse mucho y también casi exclusivamente por Drummle. -Pip-dijo poniéndome su enorme mano sobre el hombro y llevándome hacia la ventana -. No conozco a ninguno de ellos. ¿Quién es esa araña? - ¿Qué araña? - pregunté yo. - Ese muchacho moteado, macizo y huraño. - Es Bentley Drummle - repliqué -. Ese otro que tiene el rostro más delicado se llama Startop. Sin hacer el menor caso de aquel que tenía la cara más delicada, me dijo: - ¿Se llama Bentley Drummle? Me gusta su aspecto. Inmediatamente empezó a hablar con él. Y, sin hacer caso de sus respuestas reticentes, continuó, sin duda con el propósito de obligarle a hablar. Yo estaba mirando a los dos, cuando entre ellos y yo se interpuso la criada que traía el primer plato. Era una mujer que tendría unos cuarenta años, según supuse, aunque tal vez era más joven. Tenía alta estatura, una figura flexible y ágil, el rostro extremadamente palido, con ojos marchitos y grandes y un pelo desordenado y abundante. Ignoro si, a causa de alguna afección cardíaca, tenía siempre los labios entreabiertos como si jadease y su rostro mostraba una expresión curiosa, como de confusión; pero sí sé que dos noches antes estuve en el teatro a ver Macbeth y que el rostro de aquella mujer me parecía agitado por todas las malas pasiones, como los rostros que vi salir del caldero de las brujas. Dejó la fuente y tocó en el brazo a mi tutor para avisarle de que la cena estaba dispuesta; luego se alejo. Nos sentamos alrededor de la mesa, y mi tutor puso a su lado a Drummle, y a Startop al otro. El plato que la criada dejó en la mesa era de un excelente pescado, y luego nos sirvieron carnero muy bien guisado y, finalmente, un ave exquisita. Las salsas, los vinos y todos cuantos complementos necesitábamos eran de la mejor calidad y nos los entregaba nuestro anfitrión tomándolos del torno; y cuando habían dado la vuelta a la mesa los volvía a poner en su sitio. De la misma manera nos entregaba los platos limpios, los cuchillos y los tenedores para cada servicio, y los que estaban sucios los echaba a un cesto que estaba en el suelo y a su lado. No apareció ningún otro criado más que aquella mujer, la cual entraba todos los platos, y siempre me pareció ver en ella un rostro semejante al que saliera del caldero de las brujas. Años más tarde logré reproducir el rostro de aquella mujer haciendo pasar el de una persona, que no se le parecía por otra cosa más que por el cabello, por detrás de un cuenco de alcohol encendido, en una habitación oscura. Inclinado a fijarme cuanto me fue posible en la criada, tanto por su curioso aspecto como por las palabras de Wemmick, observé que siempre que estaba en el comedor no separaba los ojos de mi tutor y que retiraba apresuradamente las manos de cualquier plato que pusiera delante de él, vacilando, como si temiese que la llamara cuando estaba cerca, para decirle alguna cosa. Me pareció observar que él se daba cuenta de eso, pero que quería tenerla sumida en la ansiedad. 101 La cena transcurrió alegremente, y a pesar de que mi tutor parecía seguir la conversación y no iniciarla, vi que nos obligaba a exteriorizar los puntos más débiles de nuestro carácter. En cuanto a mí mismo, por ejemplo, me vi de pronto expresando mi inclinación a derrochar dinero, a proteger a Herbert y a vanagloriarme de mi espléndido porvenir, eso antes de darme cuenta de que hubiese abierto los labios. Lo mismo les ocurrió a los demás, pero a nadie en mayor grado que a Drummle, cuyas inclinaciones a burlarse de un modo huraño y receloso de todos los demás quedaron de manifiesto antes de que hubiesen retirado el plato del pescado. No fue entonces, sino cuando llegó la hora de tomar el queso, cuando nuestra conversación se refirió a nuestras proezas en el remo, y entonces Drummle recibió algunas burlas por su costumbre de seguirnos en su bote. Él informó a nuestro anfitrión de que prefería seguirnos en vez de gozar de nuestra compañía, que en cuanto a habilidad se consideraba nuestro maestro y que con respecto a fuerza era capaz de vencernos a los dos. De un modo invisible, mi tutor le daba cuerda para que mostrase su ferocidad al tratar de aquel hecho sin importancia; y él desnudó su brazo y lo contrajo varias veces para enseñar sus músculos, y nosotros le imitamos del modo más ridículo. Mientras tanto, la criada iba quitando la mesa; mi tutor, sin hacer caso de ella y hasta volviéndole el rostro, estaba recostado en su sillón, mordiéndose el lado de su dedo índice y demostrando un interés hacia Drummle que para mí era completamente inexplicable. De pronto, con su enorme mano, cogió la de la criada, como si fuese un cepo, en el momento en que ella se inclinaba sobre la mesa. Y él hizo aquel movimiento con tanta rapidez y tanta seguridad, que todos interrumpimos nuestra estúpida competencia. - Hablando de fuerza - dijo el señor Jaggers - ahora voy a mostrarles un buen puño. Molly, enséñanos el puño. La mano presa de ella estaba sobre la mesa, pero había ocultado la otra llevándola hacia la espalda - Señor - dijo en voz baja y con ojos fijos y suplican tes -. No lo haga. - Voy a mostrarles un puño - repitió el señor Jaggers, decidido a ello -. Molly, enséñanos el puño. - ¡Señor, por favor! - murmuró ella. - Molly - repitió el señor Jaggers sin mirarla y dirigiendo obstinadamente los ojos al otro lado de la estancia -. Muéstranos los dos puños. En seguida. Le cogió la mano y puso el puño de la criada sobre la mesa. Ella sacó la otra mano y la puso al lado de la primera. Entonces pudimos ver que la última estaba muy desfigurada, atravesada por profundas cicatrices. Cuando adelantó las manos para que las pudiésemos ver, apartó los ojos del señor Jaggers y los fijó, vigilante, en cada uno de nosotros. - Aquí hay fuerza - observó el señor Jaggers señalando los ligamentos con su dedo índice. - Pocos hombres tienen los puños tan fuertes como esta mujer. Es notable la fuerza que hay en estas manos. He tenido ocasión de observar muchas de ellas, pero jamás vi otras tan fuertes como éstas, ya de hombre o de mujer. Mientras decía estas palabras, con acento de indiferencia, ella continuó mirándonos sucesivamente a todos. Cuando mi tutor dejó de ocuparse en sus manos, ella le miró otra vez. - Está bien, Molly - dijo el señor Jaggers moviendo ligeramente la cabeza hacia ella -. Ya has sido admirada y puedes marcharte. La criada retiró sus manos y salió de la estancia, en tanto que el señor Jaggers, tomando un frasco del torno, llenó su vaso e hizo circular el vino. - Alas nueve y media, señores – dijo, - nos separaremos. Procuren, mientras tanto, pasarlo bien. Estoy muy contento de verles en mi casa. Señor Drummle, bebo a su salud. Si eso tuvo por objeto que Drummle diese a entender de un modo más completo su carácter, hay que confesar que logró el éxito. Triunfante y huraño, Drummle mostró otra vez en cuán poco nos tenía a los demás, y sus palabras llegaron a ser tan ofensivas que resultaron ya por fin intolerables. Pero el señor Jaggers le observaba con el mismo interés extraño, y en cuanto a Drummle, parecía hacer más agradable el vino que se bebía aquél. Nuestra juvenil falta de discreción hizo que bebiésemos demasiado y que habláramos excesivamente. Nos enojamos bastante ante una burla de Drummle acerca de que gastábamos demasiado dinero. Eso me hizo observar, con más celo que discreción, que no debía de haber dicho eso, pues me constaba que Startop le había prestado dinero en mi presencia, cosa de una semana antes. - ¿Y eso qué importa? - contestó Drummle -. Se pagará religiosamente. - No quiero decir que deje usted de hacerlo - añadí -; pero eso habría debido bastarle para contener su lengua antes de hablar de nosotros y de nuestro dinero; me parece. - ¿Le parece? - exclamó Drummle -. ¡Dios mío! 102 - Y casi estoy seguro - dije, deseando mostrarme severo - de que no sería usted capaz de prestarnos dinero si lo necesitásemos. - Tiene usted razón - replicó Drummle -: no prestaría ni siquiera seis peniques a ninguno de ustedes. Ni a ustedes ni a nadie. - Es mejor pedir prestado, creo. - ¿Usted cree? - repitió Drummle -. ¡Dios mío! Estas palabras agravaban aún el asunto, y muy especialmente me descontentó el observar que no podía vencer su impertinente torpeza, de modo que, sin hacer caso de los esfuerzos de Herbert, que quería contenerme, añadí: - Ya que hablamos de esto, señor Drummle, voy a repetirle lo que pasó entre Herbert y yo cuando usted pidió prestado ese dinero. - No me importa saber lo que pasó entre ustedes dos - gruñó Drummle. Y me parece que añadió en voz más baja, pero no menos malhumorada, que tanto yo como Herbert podíamos ir al demonio. - Se lo diré a pesar de todo - añadí -, tanto si quiere oírlo como no. Dijimos que mientras usted se metía en el bolsillo el dinero, muy contento de que se lo hubiese prestado, parecía que también le divirtiera extraordinariamente el hecho de que Startop hubiese sido tan débil para facilitárselo. Drummle se sentó, riéndose en nuestra cara, con las manos en los bolsillos y encogidos sus redondos hombros, dando a entender claramente que aquello era la verdad pura y que nos despreció a todos por tontos. Entonces Startop se dirigió a él, aunque con mayor amabilidad que yo, y le exhortó para que se mostrase un poco más cortés. Como Startop era un muchacho afable y alegre, en tanto que Drummle era el reverso de la medalla, por eso el último siempre estaba dispuesto a recibir mal al primero, como si le dirigieran una afrenta personal. Entonces replicó con voz ronca y torpe, y Startop trató de abandonar la discusión, pronunciando unas palabras en broma que nos hicieron reír a todos. Y más resentido por aquel pequeño éxito que por otra cosa cualquiera, Drummle, sin previa amenaza ni aviso, sacó las manos de los bolsillos, dejó caer sus hombros, profirió una blasfemia y, tomando un vaso grande, lo habría arrojado a la cabeza de su adversario, de no habérselo impedido, con la mayor habilidad, nuestro anfitrión, en el momento en que tenía la mano levantada con la intención dicha. - Caballeros - dijo el señor Jaggers poniendo sobre la mesa el vaso y tirando, por medio de la cadena de oro, del reloj de repetición -, siento mucho anunciarles que son las nueve y media. A1 oír esta indicación, todos nos levantamos para marcharnos. Antes de llegar a la puerta de la calle, Startop llamaba alegremente a Drummle «querido amigo», como si no hubiese ocurrido nada. Pero el «querido amigo» estaba tan lejos de corresponder a estas amables palabras, que ni siquiera quiso regresar a Hammersmith siguiendo la misma acera que su compañero; y como Herbert y yo nos quedamos en la ciudad, les vimos alejarse por la calle, siguiendo cada uno de ellos su propia acera; Startop iba delante, y Drummle le seguía guareciéndose en la sombra de las casas, como si también en aquel momento lo siguiese en su bote. Como la puerta no estaba cerrada todavía, dejé solo a Herbert por un momento y volví a subir la escalera para dirigir unas palabras a mi tutor. Le encontré en su guardarropa, rodeado de su colección de calzado y muy ocupado en lavarse las manos, sin duda a causa de nuestra partida. Le dije que había subido otra vez para expresarle mi sentimiento de que hubiese ocurrido algo desagradable, y que esperaba no me echaría a mí toda la culpa. - ¡Bah! - exclamó mientras se mojaba la cara y hablando a través de las gotas de agua. - No vale la pena, Pip. A pesar de todo, me gusta esa araña. Volvió el rostro hacia mí y se sacudía la cabeza, secándose al mismo tiempo y resoplando con fuerza. - Me contenta mucho que a usted le guste, señor - dije -; pero a mí no me gusta nada. - No, no - asintió mi tutor. - Procure no tener nada que ver con él y apártese de ese muchacho todo lo que le sea posible. Pero a mí me gusta, Pip. Por lo menos, es sincero. Y si yo fuese un adivino… Y descubriendo el rostro, que hasta entonces la toalla ocultara, sorprendióle una mirada. - Pero como no soy adivino… - añadió secándose con la toalla las dos orejas.- Ya sabe usted que no lo soy, ¿verdad? Buenas noches, Pip. - Buenas noches, señor. Cosa de un mes después de aquella noche terminó el tiempo que el motejado de araña había de pasar con el señor Pocket, y con gran contento de todos, a excepción de la señora Pocket, se marchó a su casa, a incorporarse a su familia. ... 
 
 
							  En la línea 1998
   del libro  Grandes Esperanzas
 del afamado autor Charles Dickens
  ... Después de reflexionar profundamente acerca del asunto, mientras, a la mañana siguiente, me vestía en E1 Jabalí , resolví decir a mi tutor que abrigaba dudas de que Orlick fuese el hombre apropiado para ocupar un cargo de confianza en casa de la señorita Havisham. - Desde luego, Pip, no es el hombre apropiado - dijo mi tutor, muy convencido de la verdad de estas palabras, - porque el hombre que ocupa un lugar de confianza nunca es el más indicado. Parecía muy satisfecho de enterarse de que aquel empleo especial no lo ocupase, excepcionalmente, el hombre apropiado, y muy complacido escuchó las noticias que le di acerca de Orlick. - Muy bien, Pip - observó en cuanto hube terminado -. Voy a ir inmediatamente a despedir a nuestro amigo. Algo alarmado al enterarme de que quería obrar con tanta rapidez, le aconsejé esperar un poco, y hasta le indiqué la posibilidad de que le resultase difícil tratar con nuestro amigo. - ¡Oh, no, no se mostrará difícil! - aseguró mi tutor, doblando, confiado, su pañuelo de seda-. Me gustaría ver cómo podrá contradecir mis argumentos. Como debíamos regresar juntos a Londres en la diligencia del mediodía y yo me desayuné tan aterrorizado a causa de Pumblechook que apenas podía sostener mi taza, esto me dio la oportunidad de decirle que deseaba dar un paseo y que seguiría la carretera de Londres mientras él estuviese ocupado, y que me hiciera el favor de avisar al cochero de que subiría a la diligencia en el lugar en que me encontrasen. Así pude alejarme de EL Jabalí Azul inmediatamente después de haber terminado el desayuno. Y dando una vuelta de un par de millas hacia el campo y por la parte posterior del establecimiento de Pumblechook, salí otra vez a la calle Alta, un poco más allá de aquel peligro, y me sentí, relativamente , en seguridad. Me resultaba muy agradable hallarme de nuevo en la tranquila y vieja ciudad, sin que me violentase encontrarme con alguien que al reconocerme se quedase asombrado. Incluso uno o dos tenderos salieron de sus tiendas y dieron algunos pasos en la calle ante mí, con objeto de volverse, de pronto, como si se hubiesen olvidado algo, y cruzar por mi lado para contemplarme. En tales ocasiones, ignoro quién de los dos, si ellos o yo, fingíamos peor; ellos por no fingir bien, y yo por pretender que no me daba cuenta. Sin embargo, mi posición era muy distinguida, y aquello no me resultaba molesto, hasta que el destino me puso en el camino del desvergonzado aprendiz de Trabb. Mirando a lo largo de la calle y en cierto punto de mi camino, divisé al aprendiz de Trabb atándose a sí mismo con una bolsa vacía de color azul. Persuadido de que lo mejor sería mirarle serenamente, fingiendo no reconocerle, lo cual, por otra parte, bastaría tal vez para contenerle e impedirle hacer alguna de sus trastadas, avancé con expresión indiferente, y ya me felicitaba por mi propio éxito, cuando, de pronto, empezaron a temblar las rodillas del aprendiz de Trabb, se le erizó el cabello, se le cayó la gorra y se puso a temblar de pies a cabeza, tambaleándose por el centro de la calle y gritando a los transeúntes: - ¡Socorro! ¡Sostenedme! ¡Tengo mucho miedo! Fingía hallarse en el paroxismo del terror y de la contrición a causa de la dignidad de mi porte. Cuando pasé por su lado le castañeteaban los dientes y, con todas las muestras de extremada humillación, se postró en el polvo. Tal escena me resultó muy molesta, pero aún no era nada para lo que me esperaba. No había andado doscientos pasos, cuando, con gran terror, asombro e indignación por mi parte, vi que se me acercaba otra vez el aprendiz de Trabb. Salía de una callejuela estrecha. Llevaba colgada sobre el hombro la bolsa azul y en sus ojos se advertían inocentes intenciones, en tanto que su porte indicaba su alegre propósito de dirigirse a casa de Trabb. Sobresaltado, advirtió mi presencia y sufrió un ataque tan fuerte como el anterior; 117 pero aquella vez sus movimientos fueron rotativos y se tambaleó dando vueltas alrededor de mí, con las rodillas más temblorosas que nunca y las manos levantadas, como si me pidiese compasión. Sus sufrimientos fueron contemplados con el mayor gozo por numerosos espectadores, y yo me quedé confuso a más no poder. No había avanzado mucho, descendiendo por la calle, cuando, al hallarme frente al correo, volví a ver al chico de Trabb que salía de otro callejón. Aquella vez, sin embargo, estaba completamente cambiado. Llevaba la bolsa azul de la misma manera como yo mi abrigo, y se pavoneaba a lo largo de la acera, yendo hacia mí, pero por el lado opuesto de la calle y seguido por un grupo de amigachos suyos a quienes decía de vez en cuando, haciendo un ademán: - ¿No lo habéis visto? Es imposible expresar con palabras la burla y la ironía del aprendiz de Trabb, cuando, al pasar por mi lado, se alzó el cuello de la camisa, se echó el cabello a un lado de la cabeza, puso un brazo en jarras, se sonrió con expresión de bobería, retorciendo los codos y el cuerpo, y repitiendo a sus compañeros: - ¿No lo habéis visto? ¿No lo habéis visto? Inmediatamente, sus amigos empezaron a gritarme y a correr tras de mí hasta que atravesé el puente, como gallina perseguida y dando a entender que me conocieron cuando yo era herrero. Ése fue el coronamiento de mi desgracia de aquel día, que me hizo salir de la ciudad como si. por decirlo así, hubiese sido arrojado por ella, hasta que estuve en el campo. Pero, de no resolverme entonces a quitar la vida al aprendiz de Trabb, en realidad no podía hacer otra cosa sino aguantarme. Hubiera sido fútil y degradante el luchar contra él en la calle o tratar de obtener de él otra satisfacción inferior a la misma sangre de su corazón. Además, era un muchacho a quien ningún hombre había podido golpear; más parecía una invulnerable y traviesa serpiente que, al ser acorralada, lograba huir por entre las piernas de su enemigo y aullando al mismo tiempo en son de burla. Sin embargo, al día siguiente escribí al señor Trabb para decirle que el señor Pip se vería en la precisión de interrumpir todo trato con quien de tal manera olvidaba sus deberes para con la sociedad teniendo a sus órdenes a un muchacho que excitaba el desprecio en toda mente respetable. La diligencia que llevaba al señor Jaggers llegó a su debido tiempo; volví a ocupar mi asiento y llegué salvo a Londres, aunque no entero, porque me había abandonado mi corazón. Tan pronto como llegué me apresuré a mandar a Joe un bacalao y una caja de ostras, en carácter de desagravio, como reparación por no haber ido yo mismo, y luego me dirigí a la Posada de Barnard. Encontré a Herbert comiendo unos fiambres y muy satisfecho de verme regresar. Después de mandar al Vengador al café para que trajesen algo más que comer, comprendí que aquella misma tarde debía abrir mi corazón a mi amigo y compañero. Como era imposible hacer ninguna confidencia mientras el Vengador estuviese en el vestíbulo, el cual no podía ser considerado más que como una antecámara del agujero de la cerradura, le mandé al teatro. Difícil sería dar una prueba más de mi esclavitud con respecto a aquel muchacho que esta constante preocupación de buscarle algo que hacer. Y a veces me veía tan apurado, que le mandaba a la esquina de Hyde Park para saber qué hora era. Después de comer nos sentamos apoyando los pies en el guardafuegos. Entonces dije a Herbert: - Mi querido amigo, tengo que decirte algo muy reservado. - Mi querido Haendel - dij o él, a su vez, - aprecio y respeto tu confianza. - Es con respecto a mí mismo, Herbert – añadí, - y también se refiere a otra persona. Herbert cruzó los pies, miró al fuego con la cabeza ladeada y, en vista de que transcurrían unos instantes sin que yo empezase a hablar, me miró. -Herbert - dije poniéndole una mano en la rodilla. - Amo, mejor dicho, adoro a Estella. En vez de asombrarse, Herbert replicó, como si fuese la cosa más natural del mundo: - Perfectamente. ¿Qué más? - ¡Cómo, Herbert! ¿Esto es lo que me contestas? - Sí, ¿y qué más? - repitió Herbert. - Desde luego, ya estaba enterado de eso. - ¿Cómo lo sabías? - pregunté. - ¿Que como lo sé, Haendel? Pues por ti mismo. -Nunca te dije tal cosa. - ¿Que nunca me lo has dicho? Cuando te cortas el pelo, tampoco vienes a contármelo, pero tengo sentidos que me permiten observarlo. Siempre la has adorado, o, por lo menos, desde que yo te conozco. Cuando viniste aquí, te trajiste tu adoración para ella al mismo tiempo que tu equipaje. No hay necesidad de que me lo digas, porque me lo has estado refiriendo constantemente durante todo el día. Cuando me 118 referiste tu historia, del modo más claro me diste a entender que habías estado adorándola desde el momento en que la viste, es decir, cuando aún eras muy joven. - Muy bien - contesté, pensando que aquello era algo nuevo, aunque no desagradable.- Nunca he dejado de adorarla. Ella ha regresado convertida en una hermosa y elegante señorita. Ayer la vi. Y si antes la adoraba, ahora la adoro doblemente. - F'elizmente para ti, Haendel - dijo Herbert, - has sido escogido y destinado a ella. Sin que nos metamos en terreno prohibido, podemos aventurarnos a decir que no puede existir duda alguna entre nosotros con respecto a este hecho. ¿Tienes ya alguna sospecha sobre cuáles son las ideas de Estella acerca de tu adoración? Moví tristemente la cabeza. -¡Oh!-exclamé-. ¡Está a millares de millas lejos de mí! - Paciencia, mi querido Haendel. Hay que dar tiempo al tiempo. ¿Tienes algo más que comunicarme? - Me avergüenza decirlo – repliqué, - y, sin embargo, no es peor decirlo que pensarlo. Tú me consideras un muchacho de suerte y, en realidad, lo soy. Ayer, como quien dice, no era más que un aprendiz de herrero; pero hoy, ¿quién podrá decir lo que soy? - Digamos que eres un buen muchacho, si no encuentras la frase - replicó Herbert sonriendo y golpeando con su mano el dorso de la mía. - Un buen muchacho, impetuoso e indeciso, atrevido y tímido, pronto en la acción y en el ensueño: toda esta mezcla hay de ti. Me detuve un momento para reflexionar acerca de si, verdaderamente, había tal mezcla en mi carácter. En conjunto, no me pareció acertado el análisis, pero no creí necesario discutir acerca de ello. - Cuando me pregunto lo que pueda ser hoy, Herbert - continué -, me refiero a mis pensamientos. Tú dices que soy un muchacho afortunado. Estoy persuadido de que no he hecho nada para elevarme en la vida y que la fortuna por sí sola me ha levantado. Esto, naturalmente, es tener suerte. Y, sin embargo, cuando pienso en Estella… - Y también cuando no piensas - me interrumpió Herbert mirando al fuego, cosa que me pareció bondadosa por su parte. - Entonces, mi querido Herbert, no puedo decirte cuán incierto y supeditado me siento y cuán expuesto a centenares de contingencias. Sin entrar en el terreno prohibido, como tú dijiste hace un momento, puedo añadir que todas mis esperanzas dependen de la constancia de una persona (aunque no la nombre). Y aun en el mejor caso, resulta incierto y desagradable el saber tan sólo y de un modo tan vago cuáles son estas esperanzas. A1 decir eso alivié mi mente de lo que siempre había estado en ella, en mayor o menor grado, aunque, sin duda alguna, con mayor intensidad desde el día anterior. - Me parece, Haendel - contestó Herbert con su acento esperanzado y alegre, - que en el desaliento de esa tierna pasión miramos el pelo del caballo regalado con una lente de aumento. También me parece que al concentrar nuestra atención en el examen, descuidamos por completo una de las mejores cualidades del animal. ¿No me dijiste que tu tutor, el señor Jaggers, te comunicó desde el primer momento que no tan sólo tendrías grandes esperanzas? Y aunque él no te lo hubiera dicho así, a pesar de que esta suposición es muy aventurada, ¿puedes creer que, entre todos los hombres de Londres, el señor Jaggers es capaz de sostener tales relaciones contigo si no estuviese seguro del terreno que pisa? Contesté que me era imposible negar la verosimilitud de semejante suposición. Dije eso, como suele verse en muchos casos, cual si fuese una concesión que de mala gana hacía a la verdad y a la justicia, como si, en realidad, me hubiese gustado poder negarlo. - Indudablemente, éste es un argumento poderoso - dij o Herbert, - y me parece que no podrías encontrar otro mejor. Por lo demás, no tienes otro recurso que el de conformarte durante el tiempo que estés bajo la tutoría del señor Jaggers, así como éste ha de esperar el que le háya fijado su cliente. Antes de que hayas cumplido los veintiún años no podrás enterarte con detalles de este asunto, y entonces tal vez te darán más noticias acerca del particular. De todos modos, cada día te aproximas a ello, porque por fin no tendrás más remedio que llegar. - ¡Qué animoso y esperanzado eres! - dije admirando, agradecido, sus optimistas ideas. - No tengo más remedio que ser así - contestó Herbert, - porque casi no poseo otra cosa. He de confesar, sin embargo, que el buen sentido que me alabas no me pertenece, en realidad, sino que es de mi padre. La única observación que le oí hacer con respecto a tu historia fue definitiva: «Sin duda se trata de un asunto serio, porque, de lo contrario, no habría intervenido el señor Jaggers.» Y ahora, antes que decir otra cosa acerca de mi padre o del hijo de mi padre, corresponderé a tu confianza con la mía propia y por un momento seré muy antipático para ti, es decir, positivamente repulsivo. 119 - ¡Oh, no, no lo lograrás! - exclamé. - Sí que lo conseguiré - replicó -. ¡A la una, a las dos y a las tres! Voy a ello. Mi querido amigo Haendel - añadió, y aunque hablaba en tono ligero lo hacía, sin embargo, muy en serio. - He estado reflexionando desde que empezamos a hablar y a partir del momento en que apoyamos los pies en el guardafuegos, y estoy seguro de que Estella no forma parte de tu herencia, porque, como recordarás, tu tutor jamás se ha referido a ella. ¿Tengo razón, a juzgar por lo que me has dicho, al creer que él nunca se refirió a Estella, directa o indirectamente, en ningún sentido? ¿Ni siquiera insinuó, por ejemplo, que tu protector tuviese ya un plan formado con respecto a tu casamiento? - Nunca. - Ahora, Haendel, ya no siento, te doy mi palabra, el sabor agrio de estas uvas. Puesto que no estás prometido a ella, ¿no puedes desprenderte de ella? Ya te dije que me mostraría antipático. Volví la cabeza y pareció que soplaba en mi corazón con extraordinaria violencia algo semejante a los vientos de los marjales que procedían del mar, y experimenté una sensación parecida a la que sentí la mañana en que abandoné la fragua, cuando la niebla se levantaba solemnemente y cuando apoyé la mano en el poste indicador del pueblo. Por unos momentos reinó el silencio entre nosotros. - Sí; pero mi querido Haendel - continuó Herbert como si hubiésemos estado hablando en vez de permanecer silenciosos, - el hecho de que esta pasión esté tan fuertemente arraigada en el corazón de un muchacho a quien la Naturaleza y las circunstancias han hecho tan romántico la convierten en algo muy serio. Piensa en la educación de Estella y piensa también en la señorita Havisham. Recuerda lo que es ella, y aquí es donde te pareceré repulsivo y abominable. Todo eso no puede conducirte más que a la desgracia. - Lo sé, Herbert - contesté con la cabeza vuelta -, pero no puedo remediarlo. - ¿No te es posible olvidarla? - Completamente imposible. - ¿No puedes intentarlo siquiera? - De ninguna manera. - Pues bien - replicó Herbert poniéndose en pie alegremente, como si hubiese estado dormido, y empezando a reanimar el fuego -. Ahora trataré de hacerme agradable otra vez. Dio una vuelta por la estancia, levantó las cortinas, puso las sillas en su lugar, ordenó los libros que estaban diseminados por la habitación, miró al vestíbulo, examinó el interior del buzón, cerró la puerta y volvió a sentarse ante el fuego. Y cuando lo hizo empezó a frotarse la pierna izquierda con ambas manos. - Me disponía a decirte unas palabras, Haendel, con respecto a mi padre y al hijo de mi padre. Me parece que apenas necesita observar el hijo de mi padre que la situación doméstica de éste no es muy brillante. - Siempre hay allí abundancia, Herbert - dije yo, con deseo de alentarle. - ¡Oh, sí! Lo mismo dice el basurero, muy satisfecho, y también el dueño de la tienda de objetos navales de la callejuela trasera. Y hablando en serio, Haendel, porque el asunto lo es bastante, conoces la situación tan bien como yo. Supongo que reinó la abundancia en mi casa cuando mi padre no había abandonado sus asuntos. Pero si hubo abundancia, ya no la hay ahora. ¿No te parece haber observado en tu propia región que los hijos de los matrimonios mal avenidos son siempre muy aficionados a casarse cuanto antes? Ésta era una pregunta tan singular, que en contestación le pregunté: - ¿Es así? - Lo ignoro, y por eso te lo pregunto - dijo Herbert; - y ello porque éste es el caso nuestro. Mi pobre hermana Carlota, que nació inmediatamente después de mí y murió antes de los catorce años, era un ejemplo muy notable. La pequeña Juanita es igual. En su deseo de establecerse matrimonialmente, cualquiera podría suponer que ha pasado su corta existencia en la contemplación perpetua de la felicidad doméstica. El pequeño Alick, a pesar de que aún va vestido de niño, ya se ha puesto de acuerdo para unirse con una personita conveniente que vive en Kew. Y, en realidad, me figuro que todos estamos prometidos, a excepción del pequeño. - ¿De modo que también lo estás tú? - pregunté. - Sí - contestó Herbert, - pero esto es un secreto. Le aseguré que lo guardaría y le rogué que me diese más detalles. Había hablado con tanta comprensión acerca de mi propia debilidad, que deseaba conocer algo acerca de su fuerza. - ¿Puedes decirme cómo se llama? - pregunté. - Clara - dijo Herbert. - ¿Vive en Londres? - Sí. Tal vez debo mencionar - añadió Herbert, que se había quedado muy desanimado desde que empezamos a hablar de tan interesante asunto - que está por debajo de las tontas preocupaciones de mi 120 madre acerca de la posición social. Su padre se dedicó a aprovisionar de vituallas los barcos de pasajeros. Creo que era una especie de sobrecargo. - ¿Y ahora qué es? - pregunté. - Tiene una enfermedad crónica - contestó Herbert. - ¿Y vive… ? - En el primer piso - contestó Herbert. Eso no era lo que yo quería preguntar, porque quise referirme a sus medios de subsistencia -. Yo nunca le he visto - continuó Herbert -, porque desde que conocí a Clara, siempre permanece en su habitación del piso superior. Pero le he oído constantemente. Hace mucho ruido y grita y golpea el suelo con algún instrumento espantoso. Al mirarme se echó a reír de buena gana, y, por un momento, Herbert recobró su alegre carácter. - ¿Y no esperas verle? - pregunté. - ¡Oh, sí, constantemente! - contestó Herbert -. Porque cada vez que le oigo me figuro que se caerá a través del techo. No sé cómo resisten las vigas. Después de reírse otra vez con excelente humor, recobró su tristeza y me dijo que en cuanto empezase a ganar un capital se proponía casarse con aquella joven. Y añadió, muy convencido y desalentado: - Pero no es posible casarse, según se comprende, en tanto que uno ha de observar alrededor de sí. Mientras contemplábamos el fuego y yo pensaba en lo difícil que era algunas veces el conquistar un capital, me metía las manos en los bolsillos. En uno de ellos me llamó la atención un papel doblado que encontré, y al abrirlo vi que era el prospecto que me entregó Joe, referente al célebre aficionado provincial de fama extraordinaria. - ¡Dios mío! - exclamé involuntariamente y en voz alta -. Me había olvidado que era para esta noche. Eso cambió en un momento el asunto de nuestra conversación, y apresuradamente resolvimos asistir a tal representación. Por eso, en cuanto hube resuelto consolar y proteger a Herbert en aquel asunto que tanto importaba a su corazón, valiéndome de todos los medios practicables e impracticables, y cuando Herbert me hubo dicho que su novia me conocía de referencia y que me presentaría a ella, nos estrechamos cordialmente las manos para sellar nuestra mutua confianza, apagamos las bujías, arreglamos el fuego, cerramos la puerta y salimos en busca del señor Wopsle y de Dinamarca. ... 
 
 
							  En la línea 1545
   del libro  Crimen y castigo
 del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
  ... ‑Óyeme, Rasumikhine ‑empezó a decir Raskolnikof en voz baja y con perfecta calma‑: ¿es que no te das cuenta de que tu protección me fastidia? ¿Qué interés tienes en sacrificarte por una persona a la que molestan tus sacrificios e incluso se burla de ellos? Dime: ¿por qué viniste a buscarme cuando me puse enfermo? ¡Pero si entonces la muerte habría sido una felicidad para mí! ¿No lo he demostrado ya claramente que tu ayuda es para mí un martirio, que ya estoy harto? No sé qué placer se puede sentir torturando a la gente. Y te aseguro que todo esto perjudica a mi curación, pues estoy continuamente irritado. Hace poco, Zosimof se ha marchado para no mortificarme. ¡Déjame tú también, por el amor de Dios! ¿Con qué derecho pretendes retenerme a la fuerza? ¿No ves que ya he recobrado la razón por completo? Te agradeceré que me digas cómo he de suplicarte, para que me entiendas, que me dejes tranquilo, que no te sacrifiques por mí. ¡Dime que soy un ingrato, un ser vil, pero déjame en paz, déjame, por el amor de Dios! ... 
 
 
							  En la línea 1636
   del libro  Crimen y castigo
 del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
  ... ‑¿Es que tienes miedo de ir a la comisaría? ‑le preguntó Raskolnikof en son de burla. ... 
 
 
							  En la línea 2044
   del libro  Crimen y castigo
 del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
  ... Zosimof, cuyos prudentes consejos obedecían al deseo de lucirse ante las damas, quedó profundamente decepcionado cuando, terminado su discurso, dirigió una mirada a su paciente y advirtió que su rostro expresaba una franca burla. Pero esta decepción se desvaneció muy pronto: Pulqueria Alejandrovna empezó a abrumar al doctor con sus expresiones de gratitud, especialmente por su visita nocturna. ... 
 
 
							  En la línea 2387
   del libro  Crimen y castigo
 del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
  ... «¡Qué estúpido soy! ¿Qué necesidad tenía de decir esto?» ‑Es que todos los demás se han presentado ya. Sólo faltaba usted ‑dijo Porfirio Petrovitch con un tonillo de burla casi imperceptible. ... 
 
 
							  En la línea 345
   del libro  El jugador
 del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
  ... —Usted se burla de mí, ¿no es cierto? —gritó e general. ... 
 
 
							  En la línea 536
   del libro  Un viaje de novios
 del afamado autor Emilia Pardo Bazán
  ... -Así suele suceder todas las semanas -contestó Artegui con afable burla. ... 
 
 
							  En la línea 618
   del libro  Un viaje de novios
 del afamado autor Emilia Pardo Bazán
  ... -Muriendo. El dolor no concluye sino en la muerte: sólo la muerte burla a la fuerza creedora que goza en engendrar para atormentar después a su infeliz progenitura. ... 
 
 							  
							   
								 
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