La palabra Alarmado ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
Niebla de Miguel De Unamuno
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece alarmado.
Estadisticas de la palabra alarmado
Alarmado es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 22870 según la RAE.
Alarmado aparece de media 2.51 veces en cada libro en castellano.
Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la alarmado en las obras de referencia de la RAE contandose 381 apariciones .
Errores Ortográficos típicos con la palabra Alarmado
Cómo se escribe alarmado o halarmado?
Cómo se escribe alarmado o alarrmado?
Más información sobre la palabra Alarmado en internet
Alarmado en la RAE.
Alarmado en Word Reference.
Alarmado en la wikipedia.
Sinonimos de Alarmado.
Algunas Frases de libros en las que aparece alarmado
La palabra alarmado puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1063
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El aperador, alarmado por el aspecto de la enferma, hablaba de traer un médico de la ciudad. ...
En la línea 9273
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Él no estaba alarmado, bien lo sabía Dios; no había peligro; si lo hubiese lo conocería en el susto, en el dolor que le estaría atormentando; no había susto, no había dolor, luego no había peligro. ...
En la línea 1011
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Commines, embajador de Francia en Venecia, escribía a su rey, alarmado por la opinión que empezaba a levantarse en Italia, aconsejándole que retrocediese cuanto antes. ...
En la línea 2022
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Y ¿qué es lo contrario? –le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia. ...
En la línea 1998
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Después de reflexionar profundamente acerca del asunto, mientras, a la mañana siguiente, me vestía en E1 Jabalí , resolví decir a mi tutor que abrigaba dudas de que Orlick fuese el hombre apropiado para ocupar un cargo de confianza en casa de la señorita Havisham. - Desde luego, Pip, no es el hombre apropiado - dijo mi tutor, muy convencido de la verdad de estas palabras, - porque el hombre que ocupa un lugar de confianza nunca es el más indicado. Parecía muy satisfecho de enterarse de que aquel empleo especial no lo ocupase, excepcionalmente, el hombre apropiado, y muy complacido escuchó las noticias que le di acerca de Orlick. - Muy bien, Pip - observó en cuanto hube terminado -. Voy a ir inmediatamente a despedir a nuestro amigo. Algo alarmado al enterarme de que quería obrar con tanta rapidez, le aconsejé esperar un poco, y hasta le indiqué la posibilidad de que le resultase difícil tratar con nuestro amigo. - ¡Oh, no, no se mostrará difícil! - aseguró mi tutor, doblando, confiado, su pañuelo de seda-. Me gustaría ver cómo podrá contradecir mis argumentos. Como debíamos regresar juntos a Londres en la diligencia del mediodía y yo me desayuné tan aterrorizado a causa de Pumblechook que apenas podía sostener mi taza, esto me dio la oportunidad de decirle que deseaba dar un paseo y que seguiría la carretera de Londres mientras él estuviese ocupado, y que me hiciera el favor de avisar al cochero de que subiría a la diligencia en el lugar en que me encontrasen. Así pude alejarme de EL Jabalí Azul inmediatamente después de haber terminado el desayuno. Y dando una vuelta de un par de millas hacia el campo y por la parte posterior del establecimiento de Pumblechook, salí otra vez a la calle Alta, un poco más allá de aquel peligro, y me sentí, relativamente , en seguridad. Me resultaba muy agradable hallarme de nuevo en la tranquila y vieja ciudad, sin que me violentase encontrarme con alguien que al reconocerme se quedase asombrado. Incluso uno o dos tenderos salieron de sus tiendas y dieron algunos pasos en la calle ante mí, con objeto de volverse, de pronto, como si se hubiesen olvidado algo, y cruzar por mi lado para contemplarme. En tales ocasiones, ignoro quién de los dos, si ellos o yo, fingíamos peor; ellos por no fingir bien, y yo por pretender que no me daba cuenta. Sin embargo, mi posición era muy distinguida, y aquello no me resultaba molesto, hasta que el destino me puso en el camino del desvergonzado aprendiz de Trabb. Mirando a lo largo de la calle y en cierto punto de mi camino, divisé al aprendiz de Trabb atándose a sí mismo con una bolsa vacía de color azul. Persuadido de que lo mejor sería mirarle serenamente, fingiendo no reconocerle, lo cual, por otra parte, bastaría tal vez para contenerle e impedirle hacer alguna de sus trastadas, avancé con expresión indiferente, y ya me felicitaba por mi propio éxito, cuando, de pronto, empezaron a temblar las rodillas del aprendiz de Trabb, se le erizó el cabello, se le cayó la gorra y se puso a temblar de pies a cabeza, tambaleándose por el centro de la calle y gritando a los transeúntes: - ¡Socorro! ¡Sostenedme! ¡Tengo mucho miedo! Fingía hallarse en el paroxismo del terror y de la contrición a causa de la dignidad de mi porte. Cuando pasé por su lado le castañeteaban los dientes y, con todas las muestras de extremada humillación, se postró en el polvo. Tal escena me resultó muy molesta, pero aún no era nada para lo que me esperaba. No había andado doscientos pasos, cuando, con gran terror, asombro e indignación por mi parte, vi que se me acercaba otra vez el aprendiz de Trabb. Salía de una callejuela estrecha. Llevaba colgada sobre el hombro la bolsa azul y en sus ojos se advertían inocentes intenciones, en tanto que su porte indicaba su alegre propósito de dirigirse a casa de Trabb. Sobresaltado, advirtió mi presencia y sufrió un ataque tan fuerte como el anterior; 117 pero aquella vez sus movimientos fueron rotativos y se tambaleó dando vueltas alrededor de mí, con las rodillas más temblorosas que nunca y las manos levantadas, como si me pidiese compasión. Sus sufrimientos fueron contemplados con el mayor gozo por numerosos espectadores, y yo me quedé confuso a más no poder. No había avanzado mucho, descendiendo por la calle, cuando, al hallarme frente al correo, volví a ver al chico de Trabb que salía de otro callejón. Aquella vez, sin embargo, estaba completamente cambiado. Llevaba la bolsa azul de la misma manera como yo mi abrigo, y se pavoneaba a lo largo de la acera, yendo hacia mí, pero por el lado opuesto de la calle y seguido por un grupo de amigachos suyos a quienes decía de vez en cuando, haciendo un ademán: - ¿No lo habéis visto? Es imposible expresar con palabras la burla y la ironía del aprendiz de Trabb, cuando, al pasar por mi lado, se alzó el cuello de la camisa, se echó el cabello a un lado de la cabeza, puso un brazo en jarras, se sonrió con expresión de bobería, retorciendo los codos y el cuerpo, y repitiendo a sus compañeros: - ¿No lo habéis visto? ¿No lo habéis visto? Inmediatamente, sus amigos empezaron a gritarme y a correr tras de mí hasta que atravesé el puente, como gallina perseguida y dando a entender que me conocieron cuando yo era herrero. Ése fue el coronamiento de mi desgracia de aquel día, que me hizo salir de la ciudad como si. por decirlo así, hubiese sido arrojado por ella, hasta que estuve en el campo. Pero, de no resolverme entonces a quitar la vida al aprendiz de Trabb, en realidad no podía hacer otra cosa sino aguantarme. Hubiera sido fútil y degradante el luchar contra él en la calle o tratar de obtener de él otra satisfacción inferior a la misma sangre de su corazón. Además, era un muchacho a quien ningún hombre había podido golpear; más parecía una invulnerable y traviesa serpiente que, al ser acorralada, lograba huir por entre las piernas de su enemigo y aullando al mismo tiempo en son de burla. Sin embargo, al día siguiente escribí al señor Trabb para decirle que el señor Pip se vería en la precisión de interrumpir todo trato con quien de tal manera olvidaba sus deberes para con la sociedad teniendo a sus órdenes a un muchacho que excitaba el desprecio en toda mente respetable. La diligencia que llevaba al señor Jaggers llegó a su debido tiempo; volví a ocupar mi asiento y llegué salvo a Londres, aunque no entero, porque me había abandonado mi corazón. Tan pronto como llegué me apresuré a mandar a Joe un bacalao y una caja de ostras, en carácter de desagravio, como reparación por no haber ido yo mismo, y luego me dirigí a la Posada de Barnard. Encontré a Herbert comiendo unos fiambres y muy satisfecho de verme regresar. Después de mandar al Vengador al café para que trajesen algo más que comer, comprendí que aquella misma tarde debía abrir mi corazón a mi amigo y compañero. Como era imposible hacer ninguna confidencia mientras el Vengador estuviese en el vestíbulo, el cual no podía ser considerado más que como una antecámara del agujero de la cerradura, le mandé al teatro. Difícil sería dar una prueba más de mi esclavitud con respecto a aquel muchacho que esta constante preocupación de buscarle algo que hacer. Y a veces me veía tan apurado, que le mandaba a la esquina de Hyde Park para saber qué hora era. Después de comer nos sentamos apoyando los pies en el guardafuegos. Entonces dije a Herbert: - Mi querido amigo, tengo que decirte algo muy reservado. - Mi querido Haendel - dij o él, a su vez, - aprecio y respeto tu confianza. - Es con respecto a mí mismo, Herbert – añadí, - y también se refiere a otra persona. Herbert cruzó los pies, miró al fuego con la cabeza ladeada y, en vista de que transcurrían unos instantes sin que yo empezase a hablar, me miró. -Herbert - dije poniéndole una mano en la rodilla. - Amo, mejor dicho, adoro a Estella. En vez de asombrarse, Herbert replicó, como si fuese la cosa más natural del mundo: - Perfectamente. ¿Qué más? - ¡Cómo, Herbert! ¿Esto es lo que me contestas? - Sí, ¿y qué más? - repitió Herbert. - Desde luego, ya estaba enterado de eso. - ¿Cómo lo sabías? - pregunté. - ¿Que como lo sé, Haendel? Pues por ti mismo. -Nunca te dije tal cosa. - ¿Que nunca me lo has dicho? Cuando te cortas el pelo, tampoco vienes a contármelo, pero tengo sentidos que me permiten observarlo. Siempre la has adorado, o, por lo menos, desde que yo te conozco. Cuando viniste aquí, te trajiste tu adoración para ella al mismo tiempo que tu equipaje. No hay necesidad de que me lo digas, porque me lo has estado refiriendo constantemente durante todo el día. Cuando me 118 referiste tu historia, del modo más claro me diste a entender que habías estado adorándola desde el momento en que la viste, es decir, cuando aún eras muy joven. - Muy bien - contesté, pensando que aquello era algo nuevo, aunque no desagradable.- Nunca he dejado de adorarla. Ella ha regresado convertida en una hermosa y elegante señorita. Ayer la vi. Y si antes la adoraba, ahora la adoro doblemente. - F'elizmente para ti, Haendel - dijo Herbert, - has sido escogido y destinado a ella. Sin que nos metamos en terreno prohibido, podemos aventurarnos a decir que no puede existir duda alguna entre nosotros con respecto a este hecho. ¿Tienes ya alguna sospecha sobre cuáles son las ideas de Estella acerca de tu adoración? Moví tristemente la cabeza. -¡Oh!-exclamé-. ¡Está a millares de millas lejos de mí! - Paciencia, mi querido Haendel. Hay que dar tiempo al tiempo. ¿Tienes algo más que comunicarme? - Me avergüenza decirlo – repliqué, - y, sin embargo, no es peor decirlo que pensarlo. Tú me consideras un muchacho de suerte y, en realidad, lo soy. Ayer, como quien dice, no era más que un aprendiz de herrero; pero hoy, ¿quién podrá decir lo que soy? - Digamos que eres un buen muchacho, si no encuentras la frase - replicó Herbert sonriendo y golpeando con su mano el dorso de la mía. - Un buen muchacho, impetuoso e indeciso, atrevido y tímido, pronto en la acción y en el ensueño: toda esta mezcla hay de ti. Me detuve un momento para reflexionar acerca de si, verdaderamente, había tal mezcla en mi carácter. En conjunto, no me pareció acertado el análisis, pero no creí necesario discutir acerca de ello. - Cuando me pregunto lo que pueda ser hoy, Herbert - continué -, me refiero a mis pensamientos. Tú dices que soy un muchacho afortunado. Estoy persuadido de que no he hecho nada para elevarme en la vida y que la fortuna por sí sola me ha levantado. Esto, naturalmente, es tener suerte. Y, sin embargo, cuando pienso en Estella… - Y también cuando no piensas - me interrumpió Herbert mirando al fuego, cosa que me pareció bondadosa por su parte. - Entonces, mi querido Herbert, no puedo decirte cuán incierto y supeditado me siento y cuán expuesto a centenares de contingencias. Sin entrar en el terreno prohibido, como tú dijiste hace un momento, puedo añadir que todas mis esperanzas dependen de la constancia de una persona (aunque no la nombre). Y aun en el mejor caso, resulta incierto y desagradable el saber tan sólo y de un modo tan vago cuáles son estas esperanzas. A1 decir eso alivié mi mente de lo que siempre había estado en ella, en mayor o menor grado, aunque, sin duda alguna, con mayor intensidad desde el día anterior. - Me parece, Haendel - contestó Herbert con su acento esperanzado y alegre, - que en el desaliento de esa tierna pasión miramos el pelo del caballo regalado con una lente de aumento. También me parece que al concentrar nuestra atención en el examen, descuidamos por completo una de las mejores cualidades del animal. ¿No me dijiste que tu tutor, el señor Jaggers, te comunicó desde el primer momento que no tan sólo tendrías grandes esperanzas? Y aunque él no te lo hubiera dicho así, a pesar de que esta suposición es muy aventurada, ¿puedes creer que, entre todos los hombres de Londres, el señor Jaggers es capaz de sostener tales relaciones contigo si no estuviese seguro del terreno que pisa? Contesté que me era imposible negar la verosimilitud de semejante suposición. Dije eso, como suele verse en muchos casos, cual si fuese una concesión que de mala gana hacía a la verdad y a la justicia, como si, en realidad, me hubiese gustado poder negarlo. - Indudablemente, éste es un argumento poderoso - dij o Herbert, - y me parece que no podrías encontrar otro mejor. Por lo demás, no tienes otro recurso que el de conformarte durante el tiempo que estés bajo la tutoría del señor Jaggers, así como éste ha de esperar el que le háya fijado su cliente. Antes de que hayas cumplido los veintiún años no podrás enterarte con detalles de este asunto, y entonces tal vez te darán más noticias acerca del particular. De todos modos, cada día te aproximas a ello, porque por fin no tendrás más remedio que llegar. - ¡Qué animoso y esperanzado eres! - dije admirando, agradecido, sus optimistas ideas. - No tengo más remedio que ser así - contestó Herbert, - porque casi no poseo otra cosa. He de confesar, sin embargo, que el buen sentido que me alabas no me pertenece, en realidad, sino que es de mi padre. La única observación que le oí hacer con respecto a tu historia fue definitiva: «Sin duda se trata de un asunto serio, porque, de lo contrario, no habría intervenido el señor Jaggers.» Y ahora, antes que decir otra cosa acerca de mi padre o del hijo de mi padre, corresponderé a tu confianza con la mía propia y por un momento seré muy antipático para ti, es decir, positivamente repulsivo. 119 - ¡Oh, no, no lo lograrás! - exclamé. - Sí que lo conseguiré - replicó -. ¡A la una, a las dos y a las tres! Voy a ello. Mi querido amigo Haendel - añadió, y aunque hablaba en tono ligero lo hacía, sin embargo, muy en serio. - He estado reflexionando desde que empezamos a hablar y a partir del momento en que apoyamos los pies en el guardafuegos, y estoy seguro de que Estella no forma parte de tu herencia, porque, como recordarás, tu tutor jamás se ha referido a ella. ¿Tengo razón, a juzgar por lo que me has dicho, al creer que él nunca se refirió a Estella, directa o indirectamente, en ningún sentido? ¿Ni siquiera insinuó, por ejemplo, que tu protector tuviese ya un plan formado con respecto a tu casamiento? - Nunca. - Ahora, Haendel, ya no siento, te doy mi palabra, el sabor agrio de estas uvas. Puesto que no estás prometido a ella, ¿no puedes desprenderte de ella? Ya te dije que me mostraría antipático. Volví la cabeza y pareció que soplaba en mi corazón con extraordinaria violencia algo semejante a los vientos de los marjales que procedían del mar, y experimenté una sensación parecida a la que sentí la mañana en que abandoné la fragua, cuando la niebla se levantaba solemnemente y cuando apoyé la mano en el poste indicador del pueblo. Por unos momentos reinó el silencio entre nosotros. - Sí; pero mi querido Haendel - continuó Herbert como si hubiésemos estado hablando en vez de permanecer silenciosos, - el hecho de que esta pasión esté tan fuertemente arraigada en el corazón de un muchacho a quien la Naturaleza y las circunstancias han hecho tan romántico la convierten en algo muy serio. Piensa en la educación de Estella y piensa también en la señorita Havisham. Recuerda lo que es ella, y aquí es donde te pareceré repulsivo y abominable. Todo eso no puede conducirte más que a la desgracia. - Lo sé, Herbert - contesté con la cabeza vuelta -, pero no puedo remediarlo. - ¿No te es posible olvidarla? - Completamente imposible. - ¿No puedes intentarlo siquiera? - De ninguna manera. - Pues bien - replicó Herbert poniéndose en pie alegremente, como si hubiese estado dormido, y empezando a reanimar el fuego -. Ahora trataré de hacerme agradable otra vez. Dio una vuelta por la estancia, levantó las cortinas, puso las sillas en su lugar, ordenó los libros que estaban diseminados por la habitación, miró al vestíbulo, examinó el interior del buzón, cerró la puerta y volvió a sentarse ante el fuego. Y cuando lo hizo empezó a frotarse la pierna izquierda con ambas manos. - Me disponía a decirte unas palabras, Haendel, con respecto a mi padre y al hijo de mi padre. Me parece que apenas necesita observar el hijo de mi padre que la situación doméstica de éste no es muy brillante. - Siempre hay allí abundancia, Herbert - dije yo, con deseo de alentarle. - ¡Oh, sí! Lo mismo dice el basurero, muy satisfecho, y también el dueño de la tienda de objetos navales de la callejuela trasera. Y hablando en serio, Haendel, porque el asunto lo es bastante, conoces la situación tan bien como yo. Supongo que reinó la abundancia en mi casa cuando mi padre no había abandonado sus asuntos. Pero si hubo abundancia, ya no la hay ahora. ¿No te parece haber observado en tu propia región que los hijos de los matrimonios mal avenidos son siempre muy aficionados a casarse cuanto antes? Ésta era una pregunta tan singular, que en contestación le pregunté: - ¿Es así? - Lo ignoro, y por eso te lo pregunto - dijo Herbert; - y ello porque éste es el caso nuestro. Mi pobre hermana Carlota, que nació inmediatamente después de mí y murió antes de los catorce años, era un ejemplo muy notable. La pequeña Juanita es igual. En su deseo de establecerse matrimonialmente, cualquiera podría suponer que ha pasado su corta existencia en la contemplación perpetua de la felicidad doméstica. El pequeño Alick, a pesar de que aún va vestido de niño, ya se ha puesto de acuerdo para unirse con una personita conveniente que vive en Kew. Y, en realidad, me figuro que todos estamos prometidos, a excepción del pequeño. - ¿De modo que también lo estás tú? - pregunté. - Sí - contestó Herbert, - pero esto es un secreto. Le aseguré que lo guardaría y le rogué que me diese más detalles. Había hablado con tanta comprensión acerca de mi propia debilidad, que deseaba conocer algo acerca de su fuerza. - ¿Puedes decirme cómo se llama? - pregunté. - Clara - dijo Herbert. - ¿Vive en Londres? - Sí. Tal vez debo mencionar - añadió Herbert, que se había quedado muy desanimado desde que empezamos a hablar de tan interesante asunto - que está por debajo de las tontas preocupaciones de mi 120 madre acerca de la posición social. Su padre se dedicó a aprovisionar de vituallas los barcos de pasajeros. Creo que era una especie de sobrecargo. - ¿Y ahora qué es? - pregunté. - Tiene una enfermedad crónica - contestó Herbert. - ¿Y vive… ? - En el primer piso - contestó Herbert. Eso no era lo que yo quería preguntar, porque quise referirme a sus medios de subsistencia -. Yo nunca le he visto - continuó Herbert -, porque desde que conocí a Clara, siempre permanece en su habitación del piso superior. Pero le he oído constantemente. Hace mucho ruido y grita y golpea el suelo con algún instrumento espantoso. Al mirarme se echó a reír de buena gana, y, por un momento, Herbert recobró su alegre carácter. - ¿Y no esperas verle? - pregunté. - ¡Oh, sí, constantemente! - contestó Herbert -. Porque cada vez que le oigo me figuro que se caerá a través del techo. No sé cómo resisten las vigas. Después de reírse otra vez con excelente humor, recobró su tristeza y me dijo que en cuanto empezase a ganar un capital se proponía casarse con aquella joven. Y añadió, muy convencido y desalentado: - Pero no es posible casarse, según se comprende, en tanto que uno ha de observar alrededor de sí. Mientras contemplábamos el fuego y yo pensaba en lo difícil que era algunas veces el conquistar un capital, me metía las manos en los bolsillos. En uno de ellos me llamó la atención un papel doblado que encontré, y al abrirlo vi que era el prospecto que me entregó Joe, referente al célebre aficionado provincial de fama extraordinaria. - ¡Dios mío! - exclamé involuntariamente y en voz alta -. Me había olvidado que era para esta noche. Eso cambió en un momento el asunto de nuestra conversación, y apresuradamente resolvimos asistir a tal representación. Por eso, en cuanto hube resuelto consolar y proteger a Herbert en aquel asunto que tanto importaba a su corazón, valiéndome de todos los medios practicables e impracticables, y cuando Herbert me hubo dicho que su novia me conocía de referencia y que me presentaría a ella, nos estrechamos cordialmente las manos para sellar nuestra mutua confianza, apagamos las bujías, arreglamos el fuego, cerramos la puerta y salimos en busca del señor Wopsle y de Dinamarca. ...
En la línea 2019
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Afortunadamente, tuve que tomar precauciones para lograr en la medida de lo posible la seguridad de mi temible huésped; porque como esta idea me impulsara a obrar en cuanto desperté, dejó a los demás pensamientos a cierta distancia y rodeados de alguna confusión. Era evidente la imposibilidad de mantenerlo oculto en mis habitaciones. No se podía hacer, y tan sólo la tentativa engendraría las sospechas de un modo inevitable. Es verdad que ya no tenía a mi servicio al Vengador, pero me cuidaba una vieja muy vehemente, ayudada por un saco de harapos al que llamaba «su sobrina», y mantener una habitación secreta para ellas sería el mejor modo de excitar su curiosidad y sus chismes. Ambas tenían los ojos muy débiles, cosa que yo atribuía a su costumbre crónica de mirar por los agujeros de las cerraduras, y siempre estaban al lado de uno cuando no se las necesitaba para nada; en realidad, ésta era la única cualidad digna de confianza que tenían, sin contar, naturalmente, que eran incapaces de cometer el más pequeño hurto. Y para que aquellas dos personas no sospechasen ningún misterio, resolví anunciar por la mañana que mi tío había llegado inesperadamente del campo. Decidí esta línea de conducta mientras, en la oscuridad, me esforzaba en encender una luz. Y como no encontrase los medios de conseguir mi propósito, no tuve más remedio que salir en busca del sereno para que me ayudase con su linterna. Cuando me disponía a bajar por la oscura escalera, tropecé con algo que resultó ser un hombre acurrucado en un rincón. Como no contestase cuando le pregunté qué hacía allí, sino que, silenciosamente, evitó mi contacto, eché a correr hacia la habitación del portero para rogar al sereno que acudiese en seguida, y cuando subíamos la escalera le di cuenta del incidente. El viento era tan feroz como siempre, y no nos atrevimos a poner en peligro la luz de farol tratando de encender otra vez las luces de la escalera, sino que hicimos una exploración por ésta de arriba abajo, aunque no pudimos encontrar a nadie. Entonces se me ocurrió la posibilidad de que aquel hombre se hubiese metido en mis habitaciones. Así, encendiendo una bujía en el farol del sereno y dejando a éste ante la puerta, examiné con el mayor cuidado las habitaciones, incluso la en que dormía mi temido huésped, pero todo estaba tranquilo y no había nadie más en aquellas estancias. Me causó viva ansiedad la idea de que precisamente en aquella noche hubiese habido un espía en la escalera, y, con objeto de ver si podía encontrar una explicación plausible, interrogué al sereno mientras le daba un vaso de aguardiente, a fin de averiguar si había abierto la puerta a cualquier caballero que hubiese cenado fuera. Me contestó que sí y que durante la cena abrió la puerta a tres. Uno de ellos vivía en Fountain 156 Court, y los otros dos, en el Callejón. Añadió que los había visto entrar a todos en sus respectivas viviendas. Además, el otro huésped que quedaba, y que vivía en la casa de la que mis habitaciones formaban parte, había pasado algunas semanas en el campo y con toda seguridad no regresó aquella noche, porque al subir la escalera pudimos ver su puerta cerrada con candado. - Ha sido la noche tan mala, caballero - dijo el sereno al devolverme el vaso vacío, - que muy pocos se han presentado para que les abriese la puerta. Aparte de los tres caballeros que he citado, no he visto a nadie más desde las once de la noche. Entonces, un desconocido preguntó por usted. Ya sé - contesté -. Era mi tío. ¿Le ha visto usted, caballero? - Sí. - ¿Y también a la persona que le acompañaba? - ¿La persona que le acompañaba? - repetí. - Me pareció que iba con él - replicó el sereno. - Esa persona se detuvo cuando el primero lo hizo para preguntarme, y luego siguió su mismo camino. - ¿Y cómo era esa persona? El sereno no se había fijado mucho. Le pareció que era un obrero y, según creía recordar, vestía un traje de color pardo y una capa oscura. E1 sereno descubrió algo más que yo acerca del particular, lo cual era muy natural, pero, por otra parte, yo tenía mis razones para conceder importancia al asunto. En cuanto me libré de él, cosa que creí conveniente hacer sin prolongar mis explicaciones, me sentí turbado por aquellas dos circunstancias que se presentaban unidas a mi consideración. Así como separadas ofrecían una solución inocente, pues se podía creer, por ejemplo, que se trataba de alguno que volviera de cenar y que se extravió luego en la escalera, quedándose dormido, o que mi visitante trajera a alguien consigo para enseñarle el camino, las dos circunstancias juntas tenían un aspecto muy feo y capaz de asustar a quien, como yo, las últimas horas le inclinaban a sentir desconfianza y miedo. Volví a encender el fuego, que ardió con pálida llama en aquella hora de la mañana, y me quedé adormecido ante él. Me parecía haber pasado así la noche entera cuando las campanas dieron las seis. Como aún quedaba una hora y media hasta que apareciera la luz del día, volví a dormirme. A veces me despertaba inquieto, sintiendo en mis oídos prolijas conversaciones acerca de nada; otras, me sobresaltaban los rugidos del viento en la chimenea, hasta que por fin caí en un profundo sueño, del que me despertó, sobresaltado, el amanecer. Hasta entonces nunca había podido hacerme cargo de mi propia situación, mas, a pesar de lo ocurrido, tampoco me era posible hacerlo ahora. No tenía fuerzas para reflexionar. Me sentía anonadado y desgraciado, pero de un modo incoherente. En cuanto a formar algún plan para lo futuro, no me habría sido más fácil que formar un elefante. Cuando abrí los postigos y miré hacia el exterior, a la mañana tempestuosa y húmeda, todo de color plomizo, y cuando recorrí todas las habitaciones y me senté tembloroso ante el fuego, esperé la aparición de mi lavandera. Me dije que era muy desgraciado, mas apenas sabía por qué o por cuánto tiempo lo había sido, e ignoraba también el día de la semana en que me hallaba y hasta quién era el autor de mi desgracia. Por fin entraron la vieja y su sobrina, la última con una cabeza que apenas se podía distinguir de su empolvada escoba, y mostraron cierta sorpresa al verme ante el fuego. Les dije que mi tío había llegado por la noche y que a la sazón estaba dormido; además, les di las instrucciones necesarias para que, de acuerdo con ello, preparasen el desayuno. Luego me lavé y me vestí mientras ellas quitaban el polvo alrededor de mí, y así, en una especie de sueño o como si anduviera dormido, volví a verme sentado ante el fuego y esperando que él viniese a tomar el desayuno. Lentamente se abrió su puerta y salió. No podía resolverme a mirarle, pero lo hice, y entonces me pareció que tenía mucho peor aspecto a la luz del día. - Todavía no sé - le dije mientras él se sentaba en la mesa - qué nombre debo darle. He dicho que era usted mi tío. - Perfectamente, querido Pip; llámame tío. - Sin duda, a bordo, debió de hacerse llamar usted por algún nombre supuesto. - Sí, querido Pip. Tomé el nombre de Provis. - ¿Quiere usted conservar ese nombre? - Sí, querido Pip. Es tan bueno como cualquiera, a no ser que tú prefieras otro más de tu gusto. - ¿Cuál es su apellido verdadero? - le pregunté en voz muy baja. - Magwitch - contestó en el mismo tono. - Y mi nombre de pila es Abel. - ¿Y qué oficio le enseñaron? - El de golfo, querido Pip. 157 Hablaba en serio y usó la palabra como si, verdaderamente, indicase alguna profesión. - Cuando llegó usted al Temple, anoche… - dije yo, preguntándome si, en realidad, ello había ocurrido la noche anterior, pues me parecía que había pasado mucho tiempo. - Sí, querido Pip. - … cuando llegó usted a la puerta y preguntó al sereno el camino de mi casa, ¿vio si le acompañaba alguien? - No, querido Pip. Estaba solo. - Pues parece que había alguien más. - En tal caso, no me fijé - dijo, dudando. - Ten en cuenta que no conocía el lugar. Pero, ahora que recuerdo, me parece que conmigo entró otra persona. - ¿Es usted conocido en Londres? - Espero que no - contestó moviendo el cuello de un modo que me desagradó. - ¿Y era usted conocido en Londres en otros tiempos? - No, querido Pip. Casi siempre viví en provincias. - ¿Fue usted… juzgado… en Londres? - ¿En qué ocasión? - preguntó, dirigiéndome una rápida mirada. - La última vez. Movió afirmativamente la cabeza y añadió: - Entonces fue cuando conocí a Jaggers. Él me defendía. Estuve a punto de preguntarle por qué causa le habían juzgado, pero él sacó un cuchillo, hizo con él una especie de rúbrica en el aire y me dijo: - Todo lo que he hecho ha sido ya pagado. Y, dichas estas palabras, empezó a comer. Lo hacía con un hambre extraordinaria que me resultaba muy fastidiosa. Y todos sus actos eran groseros, ruidosos y voraces. Desde que le vi comer en los marjales, había perdido algunos dientes y muelas y, al llevarse el alimento a la boca, ladeaba la cabeza, para ponerlo entre sus muelas más fuertes, lo cual le daba el aspecto de perro viejo y hambriento. Si yo hubiese tenido algún apetito al empezar, me habría desaparecido en el acto, pues sentía por aquel hombre extraordinaria repulsión, aversión invencible, y, así, me quedé mirando tristemente el mantel. - Soy gran comedor, querido Pip - dijo como cortés apología al terminar el desayuno. - Pero siempre he sido así. Si mi constitución no me hubiese hecho tan voraz, talvez mis penalidades hubieran sido menores. Además, necesito fumar. Cuando me alquilé por primera vez como pastor, en el otro lado del mundo, estoy seguro de que me habría vuelto loco de tristeza si no hubiese podido fumar. Hablando así se levantó y, llevándose la mano al pecho, sacó una pipa negra y corta y un puñado de tabaco negro de inferior calidad. Después de llenar la pipa volvió a guardarse el tabaco sobrante, como si su bolsillo fuese un cajón. Tomó con las tenazas una brasa del fuego y con ella encendió la pipa. Hecho esto, se volvió de espaldas al fuego y repitió su ademán favorito de tenderme las dos manos para estrechar las mías. -Éste-dijo levantando y bajando mis manos mientras chupaba la pipa, - éste es el caballero que yo he hecho. Un verdadero caballero. No sabes cuán feliz soy al mirarte, Pip. Todo lo que deseo es permanecer a tu lado y mirarte de vez en cuando, querido Pip. Libré mis manos lo antes que pude, y comprendí que ya empezaba a darme cuenta de mi verdadera situación. Mientras oía su ronca voz y miraba su calva cabeza, en cuyos lados crecía el cabello de color gris, me dije que estaba encadenado y con pesadas cadenas. - No podría ver a mi caballero andar por la calle entre el fango. En sus botas no ha de haber la menor mancha de barro. Mi caballero ha de tener caballos, Pip. Caballos de tiro y de silla, no sólo para ti, sino también para tu criado. ¿Acaso los colonos tendrán sus caballos (y hasta de buena raza) y no los tendrá mi caballero de Londres? No, no. Les demostraremos que podemos hacer lo mismo que ellos, ¿no es verdad, Pip? Sacó entonces de su bolsillo una abultada cartera, de la que rebosaban los papeles, y la tiró sobre la mesa. - Aquí hay algo que gastar, querido Pip. Todo eso es tuyo. Todo lo que yo he ganado no me pertenece, sino que es tuyo. No tengas el menor reparo en gastarlo. Hay mucho más en el lugar de donde ha salido eso. Yo he venido a mi país para ver a mi caballero gastar el dinero como a tal. Esto es lo que me dará el mayor placer de mi vida. Lo que más me gustará será ver cómo lo gastas. Y achica a todo el mundo - dijo levantándose, mirando alrededor de la estancia y haciendo chasquear sus dedos. - Achícalos a todos, desde 158 el juez que se adorna con su peluca hasta el colono que con sus caballos levanta el polvo de las carreteras. Quiero demostrarles que mi caballero vale más que todos ellos. - Espere - dije, asustado y asqueado; - deseo hablar con usted. Quiero convenir con usted lo que debe hacerse. Ante todo, deseo saber cómo podemos alejar de usted todo peligro, cuánto tiempo va a estar conmigo y qué proyectos tiene. - Mira, Pip - dijo posando su mano en mi brazo, con tono alterado y en voz baja, - ante todo, escúchame. Hace un momento me olvidé de mí mismo. Todo lo que te dije era algo ridículo, eso es, ridículo. Ahora, Pip, no te acuerdes de lo que te he dicho. No volveré a hablarte de esa manera. -Ante todo - continué, muy alarmado, - ¿qué precauciones pueden tomarse para evitar que le reconozcan y le prendan? - No, querido Pip - dijo en el mismo tono, - lo primero no es eso. Lo primero es lo primero. No he pasado tantos años haciendo de ti un caballero para que no sepa ahora lo que se le debe. Mira, Pip, me he enternecido, eso es. Olvídalo, muchacho. Una sensación de triste comicidad me hizo prorrumpir en una forzada carcajada al contestar: - Ya lo he olvidado. Por Dios, hágame el favor de no insistir acerca de ello. - Sí, pero mira - repitió -. No he venido para enternecerte. Ahora, continúa, querido muchacho. Decías… - ¿Cómo habré de protegerle a usted del peligro a que se expone? - Mira, querido Pip, el peligro no es tan grande como te figuras. Según me dijeron, no es tan grave como parece. Conocen mi secreto Jaggers, Wemmick y tú. ¿Quién más estará enterado? - ¿No hay probabilidades de que le reconozcan a usted por la calle? - pregunté. - En realidad, pocas personas me reconocerían – replicó. - Además, como ya puedes comprender, no tengo la intención de anunciar en los periódicos que A. M. ha vuelto de Botany Bay. Han pasado muchos años, y ¿a quién le puede interesar mi captura? Y sigue fijándote, Pip. Aunque el peligro hubiera sido cincuenta veces mayor, yo habría hecho este viaje para verte, de la misma manera que ahora. - ¿Y cuánto tiempo piensa usted estar aquí? - ¿Cuánto tiempo? - preguntó quitándose de la boca su negra pipa y mirándome -. No pienso volver. He venido para quedarme. - ¿Dónde va usted a vivir? - preguntó -. ¿Qué haremos con usted? ¿En dónde estará seguro? - Querido Pip – replicó, - se pueden comprar patillas postizas, puedo empolvarme el cabello y ponerme anteojos, así como un traje negro de calzón corto y cosas por el estilo. Otros han encontrado la seguridad de esta manera, y lo que hicieron los demás puedo hacerlo yo. Y en cuanto a dónde iré a vivir y cómo, te ruego que me des tu opinión. - Veo que ahora lo toma usted con mucha tranquilidad - le dije, - pero anoche parecía estar algo asustado al decirme que su aventura le ponía en peligro de muerte. - Y sigo diciendo lo mismo, con toda seguridad - replicó poniéndose de nuevo la pipa en la boca. - Equivale a la muerte con una cuerda al cuello, en plena calle y no lejos de aquí. Has de comprender muy bien eso, porque es una cosa muy seria y conviene que te des cuenta. Pero ¿qué remedio, si la cosa ya está hecha? Aquí me tienes. Y el intentar ahora el regreso sería tan peligroso como quedarme, y aun tal vez peor. Además, Pip, estoy aquí porque tenía empeño en vivir a tu lado, y lo deseé años y años. Y en cuanto a mi osadía, ten en cuenta que ya soy gallo viejo y que en mi vida he hecho muchas cosas atrevidas desde que me salieron las plumas; de manera que no me da ningún reparo posarme sobre un espantajo. Si me aguarda la muerte, no hay manera de evitarlo. Que venga si quiere y le daremos la cara, pero no hay que pensar en ella antes de que se presente. Y ahora déjame que contemple otra vez a mi caballero. Una vez más me cogió ambas manos y me examinó con la expresión del que contempla un objeto que posee, fumando, mientras tanto, con la mayor complacencia. Me pareció lo mejor buscarle un alojamiento tranquilo y no muy apartado, del que pudiera tomar posesión al regreso de Herbert, a quien esperaba al cabo de dos o tres días. Inevitablemente, debía confiarse el secreto a mi amigo, aunque no fuese más que por el alivio que había de causarme el hecho de compartirlo con él. Pero eso no fue tan del gusto del señor Provis (resolví llamarle por este nombre), que reservó su decisión de confiar su identidad a Herbert hasta haberle visto y formado favorable opinión de él según su fisonomía. - Y aun entonces, querido Pip - dijo sacando un pequeño, grasiento y negro Testamento de su bolsillo -, aun entonces, será preciso que me preste juramento. El asegurar que mi terrible protector llevara consigo aquel librito negro por el mundo tan sólo con objeto de hacer jurar sobre él a la gente en los casos de apuro, sería afirmar una cosa que nunca llegué a averiguar, aunque sí me consta que jamás vi que lo usara de otra manera. El libro parecía haber sido robado a un 159 tribunal de justicia, y tal vez el conocimiento que tenía de sus antecedentes, combinado con sus experiencias en este sentido, le daban cierta confianza en sus cualidades, como si tuviese una especie de sortilegio legal. En el modo como se lo sacó del bolsillo la primera vez, recordé cómo me había hecho jurar fidelidad en el cementerio, muchos años atrás, y que, según me manifestó la noche anterior, solía jurar a solas sus resoluciones. Como entonces llevaba un traje propio para la navegación, aunque muy mal hecho y sucio, con el cual parecía que se dedicara a la venta de loros o de tabaco antillano, empezamos por tratar del traje que le convendría llevar. Él tenía una fe extraordinaria en las virtudes de los trajes de calzón corto como disfraz, y se proponía vestirse de un modo que le diera aspecto de deán o de dentista. Con grandes dificultades pude convencerle de que le convenía llevar un traje propio de un granjero en buena posición; y convinimos en que se cortara el cabello corto y se lo empolvara ligeramente. Por último, y teniendo en cuenta que aún no le habían visto la lavandera ni su sobrina, debería permanecer invisible hasta que se hubiese llevado a cabo su cambio de traje. Parece que el tomar estas precauciones había de ser cosa sencilla; pero, en mi estado de ánimo y dado lo apurado que yo estaba, empleamos ambos tanto tiempo, que la discusión duró hasta las dos o las tres de la tarde. É1 debía permanecer encerrado en su habitación durante mi ausencia, y por ninguna causa ni razón abriría la puerta. Sabía que en la calle de Essex había una casa de huéspedes respetable, cuya parte posterior daba al Temple, y que se hallaba al alcance de la voz desde mis propias ventanas. Por eso me dirigí en seguida a dicha casa, y tuve la buena fortuna de poder tomar el segundo piso para mi tío, el señor Provis. Luego recorrí algunas tiendas, para hacer las compras necesarias a fin de cambiar su aspecto. Una vez hecho todo eso, me dirigí por mi cuenta a Little Britain. E1 señor Jaggers estaba sentado ante su mesa, pero, al verme entrar, se puso en pie inmediatamente y se situó junto al fuego. - Ahora, Pip – dijo, - sea usted prudente. - Lo seré, señor - le contesté. Porque mientras me dirigía a su despacho reflexioné muy bien acerca de lo que le diría. - No se fíe usted de sí mismo, y mucho menos de otra persona. Ya me entiende usted… , de ninguna otra persona. No me diga nada; no necesito saber nada; no soy curioso. Naturalmente, comprendí que estaba enterado de la llegada de aquel hombre. -Tan sólo deseo, señor Jaggers – dije, - cerciorarme de que es verdad lo que me han dicho. No tengo la esperanza de que sea mentira, pero, por lo menos, puedo comprobarlo. El señor Jaggers hizo un movimiento de afirmación con la cabeza. - ¿Le han dicho o le han informado? - me preguntó con la cabeza ladeada y sin mirarme, pero fijando sus ojos en el suelo con la mayor atención. - Si le han dicho, eso significa una comunicación verbal. Y ya comprende que eso no es posible que ocurra con un hombre que está en Nueva Gales del Sur. - Diré que me han informado, señor Jaggers. - Bien. - Pues he sido informado por una persona llamada Abel Magwitch de que él es el bienhechor que durante tanto tiempo ha sido desconocido para mí. - Es decir, ¿el hombre de Nueva Gales del Sur? - ¿Él solamente? - pregunté. - Él solamente - contestó el señor Jaggers. - No soy tan poco razonable, caballero - le dije, - para hacerle a usted responsable de todas mis equivocaciones y de mis conclusiones erróneas; pero yo siempre me imaginé que sería la señorita Havisham. - Como dice usted muy bien, Pip - replicó el señor Jaggers volviendo fríamente su mirada hacia mí y mordiéndose su dedo índice, - yo no soy responsable de eso. -Y, sin embargo, ¡parecía tan verosímil, caballero! - exclamé con desaliento. - No había la más pequeña evidencia, Pip - contestó el señor Jaggers meneando la cabeza y recogiéndose los faldones de la levita. - Acostúmbrese a no considerar nada por su aspecto, sino por su evidencia. No hay regla mejor que ésta. - Nada más tengo que decir - repliqué dando un suspiro y después de quedarme un momento silencioso. - He comprobado los informes recibidos, y ya no hay más que añadir. - Puesto que Magwitch, de Nueva Gales del Sur, se ha dado a conocer - dijo el señor Jaggers, - ya comprenderá usted, Pip, cuánta ha sido la exactitud con que, en mis comunicaciones con usted, me he 160 atenido a los hechos estrictos. Nunca me he separado lo más mínimo de la estricta línea de los hechos. ¿Está usted persuadido de eso? - Por completo, caballero. - Ya comuniqué a Magwitch, en Nueva Gales del Sur, la primera vez que me escribió desde Nueva Gales del Sur, que no debía esperar que yo me desviara lo más mínimo de la estricta línea de los hechos. También le advertí otra cosa. En su carta parecía aludir de un modo vago a su propósito aún lejano de verle a usted en Inglaterra. Le avisé de que no quería saber una palabra más acerca de eso; que no había la menor probabilidad de obtener un perdón; que había sido desterrado por el término de su vida natural, y que al presentarse en este país cometería un acto de audacia que lo pondría en situación de ser castigado con la pena más grave de las leyes. Di a Magwitch este aviso - añadió el señor Jaggers mirándome con fijeza, - se lo escribí a Nueva Gales del Sur. Y no hay duda de que ajustó su conducta de acuerdo con mi advertencia. -Sin duda - dije. - He sido informado por Wemmick - prosiguió el señor Jaggers, mirándome con la misma fijeza - de que recibió una carta fechada en Portsmouth, procedente de un colono llamado Purvis o… - 0 Provis - corregí. - 0 Provis… Gracias, Pip. Tal vez es Provis. Quizás usted sabe que es Provis. - Sí - contesté. - Usted sabe que es Provis. Una carta fechada en Portsmouth, procedente de un colono llamado Provis, pidiendo detalles acerca de la dirección de usted, con destino a Magwitch. Wemmick le mandó los detalles necesarios, según tengo entendido, a vuelta de correo. Probablemente, por medio de ese Provis ha recibido usted la explicación de Magwitch… , de Nueva Gales del Sur. - En efecto, me he enterado por medio de ese Provis - contesté. - Buenos días, Pip - dijo entonces el señor Jaggers ofreciéndome la mano. - Me alegro mucho de haberle visto. Cuando escriba usted a Magwitch, a Nueva Gales del Sur, o cuando comunique usted por mediacion de Provis, tenga la bondad de mencionar que los detalles y comprobantes de nuestra larga cuenta les serán mandados a usted juntamente con el saldo; porque todavía queda un saldo a su favor. Buenos días, Pip. Nos estrechamos la mano, y él siguió mirándome con fijeza mientras le fue posible. Me dirigí a la puerta, y él continuó con los ojos dirigidos a mí, en tanto que las dos horribles mascarillas parecían esforzarse en abrir los párpados y en proferir con sus hinchadas gargantas la frase: «¡Oh, qué hombre!». Wemmick no estaba, pero aunque se hubiese hallado en su puesto, nada podría haber hecho por mí. Me apresuré a regresar al Temple, en donde encontré al terrible Provis bebiendo agua con ron y fumando apaciblemente en su pipa. Al día siguiente llegaron a casa las prendas y demás cosas que encargara, y él se lo puso todo. Pero lo que se iba poniendo le daba peor aspecto (o, por lo menos, eso me pareció) que cuando había llegado. A mi juicio, había algo en él completamente imposible de disfrazar. Cuanto más y mejor le vestía, más se parecía al asustado fugitivo de los marjales. Eso, en mi recelosa fantasía, debíase sin duda alguna a que su rostro y sus maneras me eran cada vez más familiares; pero me pareció también que arrastraba una de sus piernas, como si en ella llevase aún el pesado grillete, de manera que a mí me parecía un presidiario de pies a cabeza y en todos sus detalles. Además, se notaba la influencia de su solitaria vida en la cabaña cuando hizo de pastor, y le daba un aspecto salvaje que ningún disfraz podía disimular; también la vida infame que llevara entre los hombres había dejado su sello en él, y, como remate, se advertía su convencimiento de que a la sazón vivía oculto y en peligro de ser perseguido. Tanto si estaba sentado como de pie, y tanto si bebia como si comía o permanecía pensativo, con los hombros encogidos, según era peculiar en él; o cuando sacaba su cuchillo de puño de asta y lo limpiaba en el pantalón antes de cortar los manjares; o si se llevaba a los labios los vasos de cristal fino como si fuesen bastos cazos; o si mordía un cantero de pan, o lo mojaba en la salsa, dándole varias vueltas en el plato, secándose luego los dedos en él antes de tragárselo… , en todos esos detalles y en otros muchos que ocurrían a cada minuto del día, siempre seguía siendo el presidiario, el convicto, el condenado. Había mostrado el mayor empeño en empolvarse el cabello, cosa en la cual consentí después de hacerle desistir del calzón corto. Pero el efecto que producían los polvos en sus cabellos no puedo compararlo a nada más que al que causaría el colorete en un cadáver. Era tan desagradable en él aquel fingimiento, que se desistió de los polvos en cuanto se hizo la prueba, y nos limitamos a que llevase cortado al rape su cabello gris. No puedo expresar con palabras las sensaciones que yo experimentaba acerca del misterio en que para mí estaba envuelto aquel hombre. Cuando se quedaba dormido por la tarde, con sus nudosas manos agarradas 161 a los brazos de su sillón y con la calva y hendida cabeza caída sobre el pecho, me quedaba mirándole, preguntándome qué habría hecho y acusándole mentalmente de todos los crímenes imaginables, hasta que me sentía inclinado a levantarme y huir de él. Y cada hora que pasaba aumentaba de tal manera mi aborrecimiento hacia él que, según creo, habría acabado por obedecer a este impulso en las primeras agonías que pasé de esta suerte, a pesar de cuanto había hecho por mí y del peligro que corría, a no ser porque Herbert estaría muy pronto de regreso. Una vez salté de la cama por la noche y hasta empecé a vestirme apresuradamente con mis peores ropas, con el propósito de abandonarle allí con todo lo que yo poseía y alistarme para la India como soldado raso. Dudo que un fantasma hubiera sido más terrible para mí, en aquellas solitarias habitaciones, durante las largas veladas y no más cortas noches, mientras rugía el viento y la lluvia caía sobre la casa. Un fantasma no habría podido ser cogido y ahorcado por mi causa, y la consideración de que él podía serlo y el miedo de que acabase así no contribuían, ciertamente, a disminuir mis terrores. Cuando no estaba dormido o entretenido en un complicado solitario con una raída baraja que poseía - juego que hasta entonces no había visto jamás y cuyos éxitos registraba clavando su cuchillo en la mesa, - me rogaba que le leyera alguna cosa. -Algo en idioma extranjero, querido Pip-decía. Y mientras yo obedecía, aunque él no entendía una sola palabra, se quedaba sentado ante el fuego, con expresión propia de un expositor, y yo le veía a través de los dedos de la mano con que protegía mi rostro de la luz, como si quisiera llamar la atención de los muebles para que se fijasen en mi instrucción. Aquel sabio de la leyenda que se vio perseguido por la fea figura que hizo impíamente no era más desgraciado que yo, perseguido por el ser que me había hecho, y a medida que aumentaba mi repulsión, más me admiraba él y más me quería. He escrito esto como si tal situación hubiese durado un año, pero no se prolongó más de cinco días. Como esperaba a cada momento la llegada de Herbert, no me atrevía a salir, exceptuando después de anochecer, cuando sacaba a Provis a que tomase un poco el aire. Por fin, una noche, después de haber cenado y cuando yo me había adormecido, derrengado, porque pasaba muy malas noches, agitado por toda suerte de pesadillas, me desperté al oír los agradables pasos de mi amigo en la escalera. Provis, que también se había dormido, se estremeció al oír el ruido que hice, y en un momento vi brillar en su mano la hoja de su cuchillo. - ¡No se alarme! ¡Es Herbert! - dije. Y, en efecto, pocos instantes después penetró Herbert en la estancia, excitado y reanimado por las seiscientas millas que acababa de recorrer en Francia. - Haendel, mi querido amigo, ¿cómo estás? Parece como si hubiese estado un año ausente. Tal vez ha sido así, porque estás muy pálido y flaco. Haendel, mi… Pero… , perdon… A1 ver a Provis se interrumpió en sus saludos y en sus apretones de mano. Éste le miraba con la mayor atención y se guardaba lentamente su cuchillo, en tanto que se metía la otra mano en el bolsillo, sin duda en busca de otra cosa. - Herbert, querido amigo - dije yo cerrando las dobles puertas mientras mi compañero miraba muy asombrado -. Este señor… ha venido a visitarme. - Todo va bien, querido Pip - exclamó Provis adelantándose y llevando en la mano su librito negro. Luego, dirigiéndose a Herbert, le dijo: - Tome usted este libro con la mano derecha. ¡Así Dios le mate si dice usted nada a nadie! ¡Bese el libro! - Haz lo que te dice, Herbert - dije. Mi amigo, mirándome con amistosa alarma y extraordinario asombro, hizo lo que Provis le pedia, y este le estrechó la mano inmediatamente, diciendo: -Ahora ya ha jurado usted. Y nunca crea nada de lo que yo le diga si Pip no hace de usted un verdadero caballero. ...
En la línea 2031
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Habían dado las ocho de la noche antes de que me rodease el aire impregnado, y no desagradablemente, del olor del serrín y de las virutas de los constructores navales y de las motonerías de la orilla del río. Toda aquella parte contigua al río me era por completo desconocida. Bajé por la orilla de la corriente y observé que el lugar que buscaba no se hallaba donde yo creía y que no era fácil de encontrar. Poco importa el detallar las veces que me extravié entre las naves que se reparaban y los viejos cascos a punto de ser desguazados, ni tampoco el cieno y los restos de toda clase que pisé, depositados en la orilla por la marea, ni cuántos astilleros vi, o cuántas áncoras, ya desechadas, mordían ciegamente la tierra, o los montones de maderas viejas y de trozos de cascos, cuerdas y motones que se ofrecieron a mi vista. Después de acercarme varias veces a mi destino y de pasar de largo otras, llegué inesperadamente a Mill Pond Bank. Era un lugar muy fresco y ventilado, en donde el viento procedente del río tenía espacio para revolverse a su sabor; había allí dos o tres árboles, el esqueleto de un molino de viento y una serie de armazones de madera que en la distancia parecían otros tantos rastrillos viejos que hubiesen perdido la mayor parte de sus dientes. Buscando, entre las pocas que se ofrecían a mi vista, una casa que tuviese la fachada de madera y tres pisos con ventanas salientes (y no miradores, que es otra cosa distinta), miré la placa de la puerta, y en ella leí el nombre de la señora Whimple. Como éste era el que buscaba, llamé, y apareció una mujer de aspecto agradable y próspero. Pronto fue sustituida por Herbert, quien silenciosamente me llevó a la sala y cerró la puerta. Me resultaba muy raro ver aquel rostro amigo y tan familiar, que parecía hallarse en su casa, en un barrio y una vivienda completamente desconocidos para mí, y me sorprendí mirándole de la misma manera como miraba el armarito de un rincón, lleno de piezas de cristal y de porcelana; los caracoles y las conchas de la chimenea; los grabados iluminados que se veían en las paredes, representando la muerte del capitán Cook, una lancha y Su Majestad el rey Jorge III, en la terraza de Windsor, con su peluca, propia de un cochero de lujo, pantalones cortos de piel y botas altas. -Todo va bien, Haendel - dijo Herbert. - Él está completamente satisfecho, aunque muy deseoso de verte. Mi prometida se halla con su padre, y, si esperas a que baje, te la presentaré y luego iremos arriba. Ése… es su padre. Habían llegado a mis oídos unos alarmantes ruidos, procedentes del piso superior, y tal vez Herbert vio el asombro que eso me causara. - Temo que ese hombre sea un bandido - dijo Herbert sonriendo, - pero nunca le he visto. ¿No hueles a ron? Está bebiendo continuamente. - ¿Ron? 179 - Sí - contestó Herbert, - y ya puedes suponer lo que eso le alivia la gota. Tiene el mayor empeño en guardar en su habitación todas las provisiones, y luego las entrega a los demás, según se necesitan. Las guarda en unos estantes que tiene en la cabecera de la cama y las pesa cuidadosamente. Su habitación debe de parecer una tienda de ultramarinos. Mientras hablaba así, aumentó el rumor de los rugidos, que parecieron ya un aullido ronco, hasta que se debilitó y murió. - Naturalmente, las consecuencias están a la vista - dijo Herbert. - Tiene el queso de Gloucester a su disposición y lo come en abundantes cantidades. Eso le hace aumentar los dolores de gota de la mano y de otras partes de su cuerpo. Tal vez en aquel momento el enfermo se hizo daño, porque profirió otro furioso rugido. - Para la señora Whimple, el tener un huésped como el señor Provis es, verdaderamente, un favor del cielo, porque pocas personas resistirían este ruido. Es un lugar curioso, Haendel, ¿no es verdad? Así era, realmente; pero resultaba más notable el orden y la limpieza que reinaban por todas partes. - La señora Whimple - replicó Herbert cuando le hice notar eso - es una ama de casa excelente, y en verdad no sé lo que haría Clara sin su ayuda maternal. Clara no tiene madre, Haendel, ni ningún otro pariente en la tierra que el viejo Gruñón. - Seguramente no es éste su nombre, Herbert. - No - contestó mi amigo, - es el que yo le doy. Se llama Barley. Es una bendición para el hijo de mis padres el amar a una muchacha que no tiene parientes y que, por lo tanto, no puede molestar a nadie hablándole de su familia. Herbert me había informado en otras ocasiones, y ahora me lo recordó, que conoció a Clara cuando ésta completaba su educación en una escuela de Hammersmith, y que al ser llamada a su casa para cuidar a su padre, los dos jóvenes confiaron su afecto a la maternal señora Whimple, quien los protegió y reglamentó sus relaciones con extraordinaria bondad y la mayor discreción. Todos estaban convencidos de la imposibilidad de confiar al señor Barley nada de carácter sentimental, pues no se hallaba en condiciones de tomar en consideración otras cosas más psicológicas que la gota, el ron y los víveres almacenados en su estancia. Mientras hablábamos así en voz baja, en tanto que el rugido sostenido del viejo Barley hacía vibrar la viga que cruzaba el techo, se abrió la puerta de la estancia y apareció, llevando un cesto en la mano, una muchacha como de veinte años, muy linda, esbelta y de ojos negros. Herbert le quitó el cesto con la mayor ternura y, ruborizándose, me la presentó. Realmente era una muchacha encantadora, y podría haber pasado por un hada reducida al cautiverio y a quien el terrible ogro Barley hubese dedicado a su servicio. - Mira - dijo Herbert mostrándome el cesto con compasiva y tierna sonrisa, después de hablar un poco. - Aquí está la cena de la pobre Clara, que cada noche le entrega su padre. Hay aquí su porción de pan y un poquito de queso, además de su parte de ron… , que me bebo yo. Éste es el desayuno del señor Barley, que mañana por la mañana habrá que servir guisado. Dos chuletas de carnero, tres patatas, algunos guisantes, un poco de harina, dos onzas de mantequilla, un poco de sal y además toda esa pimienta negra. Hay que guisárselo todo junto, para servirlo caliente. No hay duda de que todo eso es excelente para la gota. Había tanta naturalidad y encanto en Clara mientras miraba aquellas provisiones que Herbert nombraba una tras otra, y parecía tan confiada, amante e inocente al prestarse modestamente a que Herbert la rodeara con su brazo; mostrábase tan cariñosa y tan necesitada de protección, que ni a cambio de todo el dinero que contenía la cartera que aún no había abierto, no me hubiese sentido capaz de deshacer aquellas relaciones entre ambos, en el supuesto de que eso me fuera posible. Contemplaba a la joven con placer y con admiración, cuando, de pronto, el rezongo que resonaba en el piso superior se convirtió en un rugido feroz. Al mismo tiempo resonaron algunos golpes en el techo, como si un gigante que tuviese una pierna de palo golpeara furiosamente el suelo con ella, en su deseo de llegar hasta nosotros. Al oírlo, Clara dijo a Herbert: - Papá me necesita. Y salió de la estancia. - Ya veo que te asusta - dijo Herbert. - ¿Qué te parece que quiere ahora, Haendel? - Lo ignoro – contesté. - ¿Algo que beber? - Precisamente - repuso, satisfecho como si yo acabara de adivinar una cosa extraordinaria. - Tiene el grog ya preparado en un recipiente y encima de la mesa. Espera un momento y oirás como Clara lo incorpora para que beba. ¡Ahora! - Resonó otro rugido, que terminó con mayor violencia. - Ahora - añadió Herbert fijándose en el silencio que siguió - está bebiendo. Y en este momento - añadió al notar que el gruñido resonaba de nuevo en la viga - ya se ha tendido otra vez. 180 Clara regresó en breve, y Herbert me acompañó hacia arriba a ver a nuestro protegido. Cuando pasábamos por delante de la puerta del señor Barley, oímos que murmuraba algo con voz ronca, cuyo tono disminuía y aumentaba como el viento. Y sin cesar decía lo que voy a copiar, aunque he de advertir que he sustituido con bendiciones otras palabras que eran precisamente todo lo contrario. - ¡Hola! ¡Benditos sean mis ojos, aquí está el viejo Bill Barley! ¡Aquí está el viejo Bill Barley, benditos sean mis ojos! ¡Aquí está el viejo Bill Barley, tendido en la cama y sin poder moverse, bendito sea Dios! ¡Tendido de espaldas como un lenguado muerto! ¡Así está el viejo Bill Barley, bendito sea Dios! ¡Hola! Según me comunicó Herbert, el viejo se consolaba así día y noche. También, a veces, de día, se distraía mirando al río por medio de un anteojo convenientemente colocado para usarlo desde la cama. Encontré cómodamente instalado a Provis en sus dos habitaciones de la parte alta de la casa, frescas y ventiladas, y desde las cuales no se oía tanto el escándalo producido por el señor Barley. No parecía estar alarmado en lo más mínimo, pero me llamó la atención que, en apariencia, estuviese más suave, aunque me habría sido imposible explicar el porqué ni cómo lo pude notar. Gracias a las reflexiones que pude hacer durante aquel día de descanso, decidí no decirle una sola palabra de Compeyson, pues temía que, llevado por su animosidad hacia aquel hombre, pudiera sentirse inclinado a buscarle y buscar así su propia perdición. Por eso, en cuanto los tres estuvimos sentados ante el fuego, le pregunté si tenía confianza en los consejos y en los informes de Wemmick. - ¡Ya lo creo, muchacho! - contestó con acento de convicción. - Jaggers lo sabe muy bien. - Pues en tal caso, le diré que he hablado con Wemmick – dije, - y he venido para transmitirle a usted los informes y consejos que me ha dado. Lo hice con la mayor exactitud, aunque con la reserva mencionada; le dije lo que Wemmick había oído en la prisión de Newgate (aunque ignoraba si por boca de algunos presos o de los oficiales de la cárcel), que se sospechaba de él y que se vigilaron mis habitaciones. Le transmití el encargo de Wemmick de no dejarse ver por algún tiempo, y también le di cuenta de su recomendación de que yo viviese alejado de él. Asimismo, le referí lo que me dijera mi amigo acerca de su marcha al extranjero. Añadí que, naturalmente, cuando llegase la ocasión favorable, yo le acompañaría, o le seguiría de cerca, según nos aconsejara Wemmick. No aludí ni remotamente al hecho de lo que podría ocurrir luego; por otra parte, yo no lo sabía aún, y no me habría gustado hablar de ello, dada la peligrosa situación en que se hallaba por mi culpa. En cuanto a cambiar mi modo de vivir, aumentando mis gastos, le hice comprender que tal cosa, en las desagradables circunstancias en que nos hallábamos, no solamente sería ridícula, sino tal vez peligrosa. No pudo negarme eso, y en realidad se portó de un modo muy razonable. Su regreso era una aventura, según dijo, y siempre supo a lo que se exponía. Nada haría para comprometerse, y añadió que temía muy poco por su seguridad, gracias al buen auxilio que le prestábamos. Herbert, que se había quedado mirando al fuego y sumido en sus reflexiones, dijo entonces algo que se le había ocurrido en vista de los consejos de Wemmick y que tal vez fuese conveniente llevar a cabo. - Tanto Haendel como yo somos buenos remeros, y los dos podríamos llevarle por el río en cuanto llegue la ocasión favorable. Entonces no alquilaremos ningún bote y tampoco tomaremos remeros; eso nos evitará posibles recelos y sospechas, y creo que debemos evitarlas en cuanto podamos. Nada importa que la estación no sea favorable. Creo que sería prudente que tú compraras un bote y lo tuvieras amarrado en el desembarcadero del Temple. De vez en cuando daríamos algunos paseos por el río, y una vez la gente se haya acostumbrado a vernos, ya nadie hará caso de nosotros. Podemos dar veinte o cincuenta paseos, y así nada de particular habrá en el paseo vigesimoprimero o quincuagesimoprimero, aunque entonces nos acompañe otra persona. Me gustó el plan, y, en cuanto a Provis, se entusiasmó. Convinimos en ponerlo en práctica y en que Provis no daría muestras de reconocernos cuantas veces nos viese, pero que, en cambio, correría la cortina de la ventana que daba al Este siempre que nos hubiese visto y no hubiera ninguna novedad. Terminada ya nuestra conferencia y convenido todo, me levanté para marcharme, haciendo a Herbert la observación de que era preferible que no regresáramos juntos a casa, sino que yo le precediera media hora. - No le dejo aquí con gusto - dije a Provis, - aunque no dudo de que está más seguro en esta casa que cerca de la mía. ¡Adios! - Querido Pip - dijo estrechándome las manos. - No sé cuándo nos veremos de nuevo y no me gusta decir «¡Adiós!» Digamos, pues, «¡Buenas noches!» - ¡Buenas noches! Herbert nos servirá de lazo de union, y, cuando llegue la ocasión oportuna, tenga usted la seguridad de que estaré dispuesto. ¡Buenas noches! ¡Buenas noches! Creímos mejor que no se moviera de sus habitaciones, y le dejamos en el rellano que había ante la puerta, sosteniendo una luz para alumbrarnos mientras bajábamos la escalera. Mirando hacia atrás, pensé en la 181 primera noche, cuando llegó a mi casa; en aquella ocasión, nuestras posiciones respectivas eran inversas, y entonces poco pude sospechar que llegaría la ocasión en que mi corazón estaría lleno de ansiedad y de preocupaciones al separarme de él, como me ocurría en aquel momento. El viejo Barley estaba gruñendo y blasfemando cuando pasamos ante su puerta. En apariencia, no había cesado de hacerlo ni se disponía a guardar silencio. Cuando llegamos al pie de la escalera, pregunté a Herbert si había conservado el nombre de Provis o lo cambió por otro. Me replicó que lo había hecho así y que el inquilino se llamaba ahora señor Campbell. Añadió que todo cuanto se sabía acerca de él en la casa era que dicho señor Campbell le había sido recomendado y que él, Herbert, tenía el mayor interés en que estuviera bien alojado y cómodo para llevar una vida retirada. Por eso en cuanto llegamos a la sala en donde estaban sentadas trabajando la señora Whimple y Clara, nada dije de mi interés por el señor Campbell, sino que me callé acerca del particular. Cuando me hube despedido de la hermosa y amable muchacha de ojos negros, así como de la maternal señora que había amparado con honesta simpatía un amor juvenil y verdadero, aquella casa y aquel lugar me parecieron muy diferentes. Por viejo que fuese el enfurecido Barley y aunque blasfemase como una cuadrilla de bandidos, había en aquella casa suficiente bondad, juventud, amor y esperanza para compensarlo. Y luego, pensando en Estella y en nuestra despedida, me encaminé tristemente a mi casa. En el Temple, todo seguía tan tranquilo como de costumbre. Las ventanas de las habitaciones de aquel lado, últimamente ocupadas por Provis, estaban oscuras y silenciosas, y en Garden Court no había ningún holgazán. Pasé más allá de la fuente dos o tres veces, antes de descender los escalones que había en el camino de mis habitaciones, pero vi que estaba completamente solo. Herbert, que fue a verme a mi cama al llegar, pues ya me había acostado en seguida, fatigado como estaba mental y corporalmente, había hecho la misma observación. Después abrió una ventana, miró al exterior a la luz de la luna y me dijo que la calle estaba tan solemnemente desierta como la nave de cualquier catedral a la misma hora. Al día siguiente me ocupé en adquirir el bote. Pronto quedó comprado, y lo llevaron junto a los escalones del desembarcadero del Temple, quedando en un lugar adonde yo podía llegar en uno o dos minutos desde mi casa. Luego me embarqué como para practicarme en el remo; a veces iba solo y otras en compañía de Herbert. Con frecuencia salíamos a pasear por el río con lluvia, con frío y con cellisca, pero nadie se fijaba ya en mí después de haberme visto algunas veces. Primero solíamos pasear por la parte alta del Puente de Blackfriars; pero a medida que cambiaban las horas de la marea, empecé a dirigirme hacia el Puente de Londres, que en aquella época era tenido por «el viejo Puente de Londres». y, en ciertos estados de la marea, había allí una corriente que le daba muy mala reputación. Pero pronto empecé a saber cómo había que pasar aquel puente, después de haberlo visto hacer, y así, en breve, pude navegar por entre los barcos anclados en el Pool y más abajo, hacia Erith. La primera vez que pasamos por delante de la casa de Provis me acompañaba Herbert. Ambos íbamos remando, y tanto a la ida como a la vuelta vimos que se bajaban las cortinas de las ventanas que daban al Este. Herbert iba allá, por lo menos, tres veces por semana, y nunca me comunicó cosa alguna alarmante. Sin embargo, estaba persuadido de que aún existía la causa para sentir inquietud, y yo no podía desechar la sensación de que me vigilaban. Una sensación semejante se convierte para uno en una idea fija y molesta, y habría sido difícil precisar de cuántas personas sospechaba que me vigilaban. En una palabra, que estaba lleno de temores con respecto al atrevido que vivía oculto. Algunas veces, Herbert me había dicho que le resultaba agradable asomarse a una de nuestras ventanas cuando se retiraba la marea, pensando que se dirigía hacia el lugar en que vivía Clara, llevando consigo infinidad de cosas. Pero no pensaba que también se dirigía hacia el lugar en que vivía Magwitch y que cada una de las manchas negras que hubiese en su superficie podía ser uno de sus perseguidores, que silenciosa, rápida y seguramente iba a apoderarse de él. ...
En la línea 2053
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Como estaba abandonado a mí mismo, avisé mi intención de dejar libres las habitaciones que ocupaba en el Temple en cuanto terminase legalmente mi contrato de arrendamiento y que mientras tanto las realquilaría. En seguida puse albaranes en las ventanas, porque como tenía muchas deudas y apenas algún dinero, empecé a alarmarme seriamente acerca del estado de mis asuntos. Mejor debiera escribir que debería haberme alarmado, de tener bastante energía y clara percepción mental para darme cuenta de alguna verdad, aparte del hecho de que me sentía muy enfermo. Los últimos sucesos me habían dado energía bastante para aplazar la enfermedad, pero no para vencerla; luego vi que iba a apoderarse de mí, y poco me importaba lo demás, porque nada me daba cuidado alguno. Durante uno o dos días estuve echado en el sofá, en el suelo… , en cualquier parte, según diese la casualidad de que me cayera en un lugar o en otro. Tenía la cabeza pesada y los miembros doloridos, pero ningún propósito ni ninguna fuerza. Luego llegó una noche que me pareció de extraordinaria duración y que pasé sumido en la ansiedad y el horror; y cuando, por la mañana, traté de sentarme en la cama y reflexionar acerca de todo aquello, vi que era tan incapaz de una cosa como de otra. Ignoro si, en realidad, estuve en Garden Court, en plena noche, buscando la lancha que me figuraba hallaría allí, o si dos o tres veces me di cuenta, aterrado, de que estaba en la escalera y, sin saber cómo, había salido de la cama; otra vez me pareció verme en el momento de encender la lámpara, penetrado de la idea de que él subía la escalera y de que todas las demás luces estaban apagadas; también me molestó bastante una conversación, unas carcajadas y unos gemidos de alguien, y hasta llegué a sospechar que tales gemidos los hubiese proferido yo mismo; en otra ocasión creí ver en algún oscuro rincón de la estancia una estufa de hierro, y me pareció oír una voz que repetidamente decía que la señorita Havisham se estaba consumiendo dentro. Todo eso quise aclararlo conmigo mismo y poner algún orden en mis ideas cuando, aquella mañana, me vi en la cama. Pero entre ellas y yo se interponía el vapor de un horno de cal, desordenándolas por completo, y a través de aquel vapor fue cuando vi a dos hombres que me miraban. - ¿Qué quieren ustedes? - pregunté sobresaltado. - No los conozco. 221 - Perfectamente, señor - replicó uno de ellos inclinándose y tocándome el hombro. - Éste es un asunto que, según creo, podrá usted arreglar en breve; pero, mientras tanto, queda detenido. - ¿A cuánto asciende la deuda? - A ciento veintitrés libras esterlinas, quince chelines y seis peniques. Creo que es la cuenta del joyero. - ¿Qué puedo hacer? - Lo mejor es ir a mi casa - dijo aquel hombre. - Tengo una habitación bastante confortable. Hice algunos esfuerzos para levantarme y vestirme. Cuando me fijé en ellos de nuevo, vi que estaban a alguna distancia de la cama y mirándome. Yo seguía echado. - Ya ven ustedes cuál es mi estado - dije - Si pudiese, los acompañaría, pero en realidad no me es posible. Y si se me llevan, me parece que me moriré en el camino. Tal vez me replicaron, o discutieron el asunto, o trataron de darme ánimos para que me figurase que estaba mejor de lo que yo creía. Pero como en mi memoria sólo están prendidos por tan débil hilo, no sé lo que realmente hicieron, a excepción de que desistieron de llevárseme. Después tuve mucha fiebre y sufrí mucho. Con, frecuencia, perdía la razón, y el tiempo me pareció interminable. Sé que confundí existencias imposibles con mi propia identidad; me figuré ser un ladrillo en la pared de la casa y que deseaba salir del lugar en que me habían colocado los constructores; luego creí ser una barra de acero de una enorme máquina que se movía ruidosamente y giraba como sobre un abismo, y, sin embargo, yo imploraba en mi propia persona que se detuviese la máquina, y la parte que yo constituía en ella se desprendió; en una palabra, pasé por todas esas fases de la enfermedad, según me consta por mis propios recuerdos y según comprendí en aquellos días. Algunas veces luchaba con gente real y verdadera, en la creencia de que eran asesinos; de pronto comprendía que querían hacerme algún bien, y entonces me abandonaba exhausto en sus brazos y dejaba que me tendiesen en la cama. Pero, sobre todo, comprendí que había una tendencia constante en toda aquella gente, pues, cuando yo estaba muy enfermo, me ofrecían toda suerte de extraordinarias transformaciones del rostro humano y se presentaban a mí con tamaño extraordinario; pero sobre todo, repito, observé una decidida tendencia, en todas aquellas personas, a asumir, más pronto o más tarde, el parecido de Joe. En cuanto hubo pasado la fase más peligrosa de mi enfermedad empecé a darme cuenta de que, así como cambiaban todos los demás detalles, este rostro conocido no se transformaba en manera alguna. Cualesquiera que fuesen las variaciones por las que pasara, siempre acababa pareciéndose a Joe. Al abrir los ojos, por la noche, veía a Joe sentado junto a mi cama. Cuando los abría de día, le veía sentado junto a la semicerrada ventana y fumando en su pipa. Cuando pedía una bebida refrescante, la querida mano que me la daba era también la de Joe. Después de beber me reclinaba en mi almohada, y el rostro que me miraba con tanta ternura y esperanza era asimismo el de Joe. Por fin, un día tuve bastante ánimo para preguntar: - ¿Es realmente Joe? - Sí; Joe, querido Pip - me contestó aquella voz tan querida de mis tiempos infantiles. - ¡Oh Joe! ¡Me estás destrozando el corazón! Mírame enojado, Joe. ¡Pégame! Dime que soy un ingrato. No seas tan bu eno conmigo. Eso lo dije porque Joe había apoyado su cabeza en la almohada, a mi lado, y me rodeó el cuello con el brazo, feliz en extremo de que le hubiese conocido. - Cállate, querido Pip - dijo Joe. - Tú y yo siempre hemos sido buenos amigos. Y cuando estés bien para dar un paseo, ya verás qué alondras cazamos. Dicho esto, Joe se retiró a la ventana y me volvió la espalda mientras se secaba los ojos. Y como mi extrema debilidad me impedía levantarme a ir a su lado, me quedé en la cama murmurando, lleno de remordimientos: - ¡Dios le bendiga! ¡Dios bendiga a este hombre cariñoso y cristiano! Los ojos de Joe estaban enrojecidos cuando le vi otra vez a mi lado; pero entonces le tomé la mano y los dos fuimos muy felices. - ¿Cuánto tiempo hace, querido Joe? - ¿Quieres saber, Pip, cuánto tiempo ha durado tu enfermedad? - Sí, Joe. - Hoy es el último día de mayo. Mañana es primero de junio. - ¿Y has estado siempre aquí, querido Joe? - Casi siempre, Pip. Porque, como dije a Biddy cuando recibimos por carta noticias de tu enfermedad, carta que nos entregó el cartero, el cual, así como antes era soltero, ahora se ha casado, a pesar de que 222 apenas le pagan los paseos que se da y los zapatos que gasta, pero el dinero no le importa gran cosa, porque ante todo deseaba casarse… - ¡Qué agradable me parece oírte, Joe! Pero te he interrumpido en lo que dijiste a Biddy. - Pues fue - dijo Joe - que, como tú estarías entre gente extraña, y como tú y yo siempre hemos sido buenos amigos, una visita en tales momentos sería bien recibida, y Biddy me dijo: «Vaya a su lado sin pérdida de tiempo.» Éstas - añadió Joe con la. mayor solemnidad - fueron las palabras de Biddy: «Vaya usted a su lado sin pérdida de tiempo.» En fin, no te engañaré mucho - añadió Joe después de graves reflexiones - si te digo que las palabras de Biddy fueron: «Sin perder un solo minuto.» Entonces se interrumpió Joe y me informó que no debía hablar mucho y que tenía que tomar un poco de alimento con alguna frecuencia, tanto si me gustaba como si no, pues había de someterme a sus órdenes. Yo le besé la mano y me quedé quieto, en tanto que él se disponía a escribir una carta a Biddy para transmitirle mis cariñosos recuerdos. Sin duda alguna, Biddy había enseñado a escribir a Joe. Mientras yo estaba en la cama mirándole, me hizo llorar de placer al ver el orgullo con que empezaba a escribir la carta. Mi cama, a la que se habían quitado las cortinas, había sido trasladada, mientras yo la ocupaba, a la habitación que se usaba como sala, por ser la mayor y la más ventilada. Habían quitado de allí la alfombra, y la habitación se conservaba fresca y aireada de día y de noche. En mi propio escritorio, que estaba en un rincón lleno de botellitas, Joe se dispuso a realizar su gran trabajo. Para ello escogió una pluma de entre las varias que había, como si se tratase de un cajón lleno de herramientas, y se arremangó los brazos como si se dispusiera a empuñar una palanca de hierro o un martillo de enormes dimensiones. Tuvo necesidad de apoyarse pesadamente en la mesa sobre su codo izquierdo y situar la pierna derecha hacia atrás, antes de que pudiese empezar, y, cuando lo hizo, cada uno de sus rasgos era tan lento que habría tenido tiempo de hacerlos de seis pies de largo, en tanto que cada vez que dirigía la pluma hacia arriba, yo la oía rechinar ruidosamente. Tenía la curiosa ilusión de que el tintero estaba en un lugar en donde realmente no se hallaba, y repetidas veces hundía la pluma en el espacio y, al parecer, quedaba muy satisfecho del resultado. De vez en cuando se veía interrumpido por algún serio problema ortográfico, pero en conjunto avanzaba bastante bien, y en cuanto hubo firmado con su nombre, después de quitar un borrón, trasladándolo a su cabeza por medio de los dedos, se levantó y empezó a dar vueltas cerca de la mesa, observando el resultado de su esfuerzo desde varios puntos de vista, muy satisfecho. Con objeto de no poner a Joe en un apuro si yo hablaba mucho, aun suponiendo que hubiera sido capaz de ello, aplacé mi pregunta acerca de la señorita Havisham hasta el día siguiente. Cuando le pregunté si se había restablecido, movió la cabeza. - ¿Ha muerto, Joe? - Mira, querido Pip - contestó Joe en tono de reprensión y con objeto de darme la noticia poco a poco, - no llegaré a afirmar eso; pero el caso es que no… - ¿Que no vive, Joe? - Esto se acerca mucho a la verdad - contestó Joe. - No vive. - ¿Duró mucho, Joe? - Después de que tú te pusiste malo, duró casi… lo que tú llamarías una semana - dijo Joe, siempre decidido, en obsequio mío, a darme la noticia por grados. - ¿Te has enterado, querido Joe, a quién va a parar su fortuna? - Pues mira, Pip, parece que dispuso de la mayor parte de ella en favor de la señorita Estella. Aunque parece que escribió un codicilo de su propia mano, pocos días antes del accidente, dejando unas cuatro mil libras esterlinas al señor Mateo Pocket. ¿Y por qué te figuras, Pip, que dejó esas cuatro mil libras al señor Pocket? Pues as consecuencia de lo que Pip le dijo acerca de Mateo Pocket. Según me ha informado Biddy, esto es lo que decía el codicilo: «a consecuencia de lo que Pip me dijo acerca de Mateo Pocket». ¡Cuatro mil libras, Pip! Estas palabras me causaron mucha alegría, pues tal legado completaba la única cosa buena que yo había hecho en mi vida. Pregunté entonces a Joe si estaba enterado acerca de los legados que hubieran podido recibir los demás parientes. - La señorita Sara - contestó Joe - recibirá veinticinco libras esterlinas cada año para que se compre píldoras, pues parece que es biliosa. La señorita Georgiana recibirá veinte libras esterlinas. La señora… , ¿cómo se llaman aquellos extraños animales que tienen joroba, Pip? - ¿Camellos? - dije, preguntándome para qué querría saberlo. - Eso es - dijo Joe -. La señora Camello… Comprendí entonces que se refería a la señora Camilla. 223 - Pues la señora Camello recibirá cinco libras esterlinas para que se compre velas, a fin de que no esté a oscuras por las noches cuando se despierte. La exactitud de estos detalles me convenció de que Joe estaba muy bien enterado. - Y ahora - añadió Joe - creo que hoy ya estás bastante fuerte para que te dé otra noticia. El viejo Orlick cometió un robo con fractura en una casa. - ¿De quién? - pregunté. - Realmente se ha convertido en un criminal - dijo Joe, - porque el hogar de un inglés es un castillo y no se debe asaltar los castillos más que en tiempos de guerra. Parece que entró violentamente en casa de un tratante en granos. - ¿Entró, acaso, en la morada del señor Pumblechook? - Eso es, Pip - me contestó Joe -, y le quitaron la gaveta; se quedaron con todo el dinero que hallaron en la casa, se le bebieron el vino y se le comieron todo lo que encontraron, y, no contentos con eso, le abofetearon, le tiraron de la nariz, le ataron al pie de la cama y, para que no gritase, le llenaron la boca con folletos que trataban de jardinería. Pero Pumblechook conoció a Orlick, y éste ha sido encerrado en la cárcel del condado. Así, gradualmente, llegamos al momento en que ya podíamos hablar con toda libertad. Recobré las fuerzas con mucha lentitud, pero avanzaba sin cesar, de manera que cada día estaba mejor que el anterior. Joe permanecía constantemente a mi lado, y yo llegué a figurarme que de nuevo era el pequeño Pip. La ternura y el afecto de Joe estaban tan proporcionados a mis necesidades, que yo no era más que un niño en sus manos. Solía sentarse a mi lado y me hablaba con la antigua confianza que había reinado entre ambos, con la misma sencillez que en los tiempos pasados y del modo protector que había conocido siempre en él, hasta el punto de que llegué a sentir la ilusión de que toda mi vida, a partir de los días pasados en la vieja cocina, no había sido más que una de tantas pesadillas de la fiebre que había desaparecido ya. Hacía en mi obsequio todo lo necesario, a excepción de los trabajos domésticos, para los cuales contrató a una mujer muy decente, después de despedir a la lavandera el mismo día de su llegada. - Te aseguro, Pip - decía Joe para justificar la libertad que se había tomado, - que sorprendí en la cama de repuesto un agujero hecho por ella, como si se tratase de un barril de cerveza, y que había llenado ya un cubo de plumas para venderlas. Luego no hay duda de que también se habría llevado las plumas de tu propia cama, a pesar de que estuvieras tendido en ella, y que más tarde se llevaría el carbón, los platos y hasta los licores. Esperábamos con verdadera ansia el día en que podría salir a dar un paseo, así como en otros tiempos habíamos esperado la ocasión de que yo entrase a ser su aprendiz. Y cuando llegó este día y entró un carruaje abierto en la callejuela, Joe me abrigó muy bien, me levantó en sus brazos y me bajó hasta el coche, en donde me sentó como si aún fuese el niño pequeño e indefenso en quien tan generosamente empleara la riqueza de su espléndida persona. Joe se sentó a mi lado y juntos salimos al campo, en donde se manifestaba ya el verano en los árboles y en las plantas, mientras sus aromas llenaban el aire. Casualmente, aquel día era domingo, y cuando observé la belleza que me rodeaba y pensé en cómo se había transformado y crecido todo y en cómo se habían formado las flores silvestres y afirmado las vocecillas de los pájaros, de día y de noche, sin cesar, bajo el sol y bajo las estrellas, mientras, pobre de mí. estaba tendido, ardiendo y agitándome en mi cama, el recuerdo de haber sido molestado por la fiebre y por la inquietud en mi lecho pareció interrumpir mi paz. Pero cuando oí las campanas del domingo y miré un poco más a la belleza que me rodeaba, comprendí que en mi corazón no había aún bastante gratitud, pues la misma debilidad me impedía incluso la plenitud de este sentimiento, y apoyé la cabeza en el hombro de Joe, como en otros tiempos, cuando me llevaba a la feria o a otra parte cualquiera, y cual si el espectáculo que tenía delante fuese demasiado para mis juveniles sentidos. Me calmé poco después, y entonces empezamos a hablar como solíamos, sentados en la hierba, junto a la Batería. No había el menor cambio en Joe. Era exactamente el mismo ante mis ojos; tan sencillamente fiel y justo como siempre. Cuando estuvimos de regreso me levantó y me condujo con tanta facilidad a través del patio y por la escalera, que evoqué aquella víspera de Navidad, tan llena de acontecimientos, en que me llevó a cuestas por los marjales. Aún no habíamos hecho ninguna alusión a mi cambio de fortuna, y por mi parte ignoraba de qué cosas estaba enterado acerca de la última parte de mi historia. Estaba tan receloso de mí mismo y confiaba tanto en él, que no podía resolverme a tratar de aquello en vista de que él no lo hacía. - ¿Estás enterado, Joe - le pregunté aquella misma noche, después de reflexionarlo bien y mientras él fumaba su pipa junto a la ventana - de quién era mi protector? 224 - Me enteré - contestó Joe - de que no era la señorita Havisham. - ¿Supiste quién era, Joe? - Tengo entendido que fue la persona que mandó a la otra persona que te dio los dos billetes de una libra esterlina en Los Tres Alegres Barqueros, Pip. - Así es. - ¡Asombroso! - exclamó Joe con la mayor placidez. - ¿Sabes que ya murió, Joe? - le pregunté con creciente desconfianza. - ¿Quién? ¿El que mandó los billetes, Pip? - Sí. - Me parece - contestó Joe después de larga meditación y mirando evasivamente hacia el asiento que había junto a la ventana - como si hubiese oído que ocurrió algo en esa dirección. - ¿Oíste hablar algo acerca de sus circunstancias, Joe? - No, Pip. - Si quieres que lo diga, Joe… - empecé, pero él se levantó y se acercó a mi sofá. - Mira, querido Pip - dijo inclinándose sobre mí, - siempre hemos sido buenos amigos, ¿no es verdad? Yo sentí vergüenza de contestarle. -Pues, entonces, muy bien-dijo Joe como si yo hubiese contestado. - Ya estamos de acuerdo, y no hay más que hablar. ¿Para qué tratar de asuntos que entre nosotros son absolutamente innecesarios? Hay asuntos de los que no necesitamos hablar para nada. ¡Dios mío! ¡Y pensar en cuando se enfadaba tu pobre hermana! ¿Te acuerdas de «Thickler»? - Sí, Joe. - Pues mira, querido Pip – dijo. - Hice cuanto pude para que tú y «Thickler» estuvierais separados lo más posible, pero mi facultad de lograrlo no siempre estaba de acuerdo con mis inclinaciones. Porque cuando tu pobre hermana estaba resuelta a pegarte – añadió, - no habría sido nada raro que me pegase a mí también si yo mostrase la menor oposición, y, además, la paliza que habrías recibido hubiera sido seguramente mucho más fuerte. De eso estoy seguro. Ya comprendes que no me habría importado en absoluto el que me tirase de una patilla, ni que me sacudiera una o dos veces, si con ello hubiese podido evitarte todos los golpes. Pero cuando, además de un tirón en las patillas o de algunas sacudidas, yo veía que a ti te pegaba con más fuerza, comprendía la inutilidad de interponerme, y por eso me preguntaba: «¿Dónde está el bien que haces al meterte en eso?» El mal era evidente, pero el bien no podía descubrirlo por ninguna parte. ¿Y te parece que ese hombre obraba bien? - Claro que sí, querido Joe. - Pues bien, querido Pip - añadió él. - Si ese hombre obraba siempre bien, no hay duda de que también hacía bien al abstenerse muchas veces, a pesar de su deseo, de que tú y «Thickler» estuvierais separados lo más posible. Por consiguiente, no hay que tratar de asuntos innecesarios. Biddy se esforzó mucho, antes de mi salida, en convencerme de eso, porque tengo la cabeza muy dura. Y ahora que estamos de acuerdo, no hay que pensar más en ello, sino que lo que nos conviene es que cenes, que bebas un poco de agua con vino y luego que te metas entre sábanas. La delicadeza con que Joe evitó el tratar de aquel asunto y el tacto y la bondad con que Biddy le había preparado para eso me impresionaron extraordinariamente. Pero ignoraba aún si Joe estaba enterado de mi pobreza y de que mis grandes esperanzas se habían desvanecido como nuestras nieblas de los marjales ante los rayos del sol. Otra cosa en Joe que no pude comprender cuando empezó a ser aparente fue la siguiente: a medida que me sentía mejor y más fuerte, Joe parecía no estar tan a gusto conmigo. Durante los días de debilidad y de dependencia entera con respecto a él, mi querido amigo había vuelto a adoptar el antiguo tono con que me trataba y, además de tutearme, se dirigía a mí como cuando yo era chiquillo, y eso era para mis oídos una agradable música. Yo también, por mi parte, había vuelto a las costumbres de mi infancia y le agradecía mucho que me lo permitiese. Pero, imperceptiblemente, Joe empezó a abandonar tales costumbres, y aunque al principio me extrañé de ello, pronto pude comprender que la causa estaba en mí y que mía también era toda la culpa. No hay duda de que yo había dado a Joe motivos para dudar de mi constancia y para pensar que en mi prosperidad me olvidaba de él. Sin duda alguna, el inocente corazón de Joe comprendió de un modo instintivo que, a medida que yo me reponía, más se debilitaba la influencia que sobre mí ejercía, y que valía más que él, por sí mismo, mostrase cierta reserva antes de que yo me alejase. En mi tercera o cuarta salida a los jardines del Temple, apoyado en el brazo de Joe, pude observar en él, y muy claramente, este cambio. Habíamos estado sentados tomando la cálida luz del sol y mirando al río, cuando yo dije, en el momento de levantarnos: 225 - Mira, Joe, ya puedo andar por mí mismo y sin apoyo ajeno. Ahora vas a ver como vuelvo solo a casa. - No debes hacer esfuerzos extraordinarios, Pip - contestó Joe; - pero con mucho gusto veré que es usted capaz, señor. Estas últimas palabras me disgustaron mucho, pero ¿cómo podía reconvenirle por ellas? No pasé de la puerta del jardín y fingí estar más débil de lo que realmente me encontraba, rogando a Joe que me permitiese apoyarme en su brazo. Joe consintió, pero se quedó pensativo. Por mi parte, también lo estaba, y no solamente por el deseo de impedir que se realizase este cambio en Joe, sino por la perplejidad en que me sumían mis pensamientos, que me remordían cruelmente. Me avergonzaba decirle cuál era mi situación y cómo había llegado a ella; pero creo que mi repugnancia en contarle todo eso no era completamente indigna. Sin duda alguna, él querría ayudarme con sus pequeñas economías, y, por mi parte, me decía que no era posible consentírselo. Ambos pasamos aquella velada muy preocupados, pero antes de acostarnos resolví esperar al día siguiente, que era domingo, y con la nueva semana empezaría mi nuevo comportamiento. El lunes por la mañana hablaría a Joe acerca de este cambio, dejaría a un lado el último vestigio de mi reserva y le diría cuáles eran mis pensamientos (advirtiendo al lector que aquel segundo lugar no había llegado aún) y por qué había decidido no ir al lado de Herbert, y de este modo no dudaba de que habría vencido para siempr el cambio que en él notaba. A medida que me mostraba más franco, Joe me imitaba, como si él hubiese llegado a alguna resolución. Pasamos apaciblemente el día del domingo y luego salimos al campo para pasear. - No sabes lo que me alegro de haber estado enfermo, Joe - le dije. - Querido Pip, casi ya estás bien. Ya está usted bien, caballero. - Esta temporada la recordaré toda la vida, Joe. - Lo mismo me ocurre a mí, señor - contestó Joe. - Hemos pasado juntos un tiempo muy agradable, Joe, y, por mi parte, no puedo olvidarlo. En otra época pasamos un tiempo juntos, que yo había olvidado últimamente; pero te aseguro que no olvidaré esta última temporada. -Pip-dijo Joe, algo turbado en apariencia.- No sabes cuántas alondras ha habido. Mi querido señor, lo que haya ocurrido entre nosotros… ha ocurrido. Por la noche, en cuanto me hube acostado, Joe vino a mi cuarto, como había hecho durante toda mi convalecencia. Me preguntó si tenía la seguridad de estar tan bien como la mañana anterior. - Sí, Joe. Casi completamente igual. - ¿Estás cada día más fuerte, querido Pip? - Sí, Joe, me voy reforzando cada vez más. Joe dio con su enorme mano algunas palmadas cariñosas sobre la sábana que me cubría el hombro y con voz que me pareció ronca dijo: - Buenas noches. Cuando me levanté a la mañana siguiente, descansado y vigoroso, estaba ya resuelto a decírselo todo a Joe sin más demora. Le hablaría antes de desayunar. Me proponía vestirme en seguida y dirigirme a su cuarto para darle una sorpresa, porque aquél era el primer día en que me levanté temprano. Me dirigí a su habitación, pero observé que no estaba allí, y no solamente no estaba él, sino que también había desaparecido su baúl. Apresuradamente me dirigí hacia la mesa en que solíamos desayunarnos, y en ella encontré una nota escrita, cuyo breve contenido era éste: «Deseando no molestarte, me he marchado porque ya estás completamente bien, querido Pip, y te encontrarás mejor cuando estés solo. »Joe P. S.: Siempre somos buenos amigos». Unido a la carta había el recibo por la deuda y las costas en virtud de lo cual habían querido detenerme. Hasta aquel momento, yo me había figurado que mi acreedor había retirado o suspendido la demanda en espera de mi total restablecimiento, pero jamás me imaginé que Joe la hubiese pagado. Así era, en efecto, y el recibo estaba extendido a su nombre. ¿Qué podia hacer yo, pues, sino seguirle a la vieja y querida fragua y allí hablarle con el corazón en la mano y expresarle mi arrepentimiento, para luego aliviar mi corazón y mi mente de aquella segunda 226 condición que había empezado siendo algo vago en mis propias ideas, hasta que se convirtió en un propósito decidido? Lo cual era que iría ante Biddy, que le mostraría cuán humilde y arrepentido volvía a su lado; le diría cómo había perdido todas mis esperanzas y le recordaría nuestras antiguas confidencias en la época feliz de mi vida. Luego le diría: «Biddy, creo que alguna vez me quisiste, cuando mi errante corazón, a pesar de que se alejaba de ti, se sentía más tranquilo y mejor contigo que en compañía de otra persona cualquiera. Si ahora me quieres tan sólo la mitad de entonces, si puedes aceptarme con todas mis faltas y todas mis desilusiones, si puedes recibirme como a un niño a quien se ha perdonado, y en realidad, Biddy, estoy tan apesadumbrado como si lo fuese, y necesito tanto una voz cariñosa y una mano acariciadora como si todavía fuese pequeño, si todo eso puede ser, creo que ahora soy algo más digno de ti que en otro tiempo, no mucho, desde luego, pero sí algo. Y, además, Biddy, tú has de decir si me dedico a trabajar en la fragua con Joe o si busco otras ocupaciones en esta región o me marcho a un país distante, en donde me espera una oportunidad que desprecié al serme ofrecida, hasta que conociera tu respuesta. Y ahora, querida Biddy, si me dices que podrás ir a través del mundo de mi brazo, harás que ese mundo sea más benigno para conmigo y que yo sea mejor para con él, mientras yo lucharé para convertirlo en lo que tú mereces». Tal era mi propósito. Después de tres días, durante los cuales adelantó algo mi restablecimiento, fui a mi pueblo para ponerlo en ejecución. Y no hay que decir con cuánta prisa me encaminé allá. ...

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