Cual es errónea Varonil o Baronil?
La palabra correcta es Varonil. Sin Embargo Baronil se trata de un error ortográfico.
El Error ortográfico detectado en el termino baronil es que hay un Intercambio de las letras v;b con respecto la palabra correcta la palabra varonil
Más información sobre la palabra Varonil en internet
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Varonil en la wikipedia.
Sinonimos de Varonil.
Errores Ortográficos típicos con la palabra Varonil
Cómo se escribe varonil o varronil?
Cómo se escribe varonil o baronil?

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece varonil
La palabra varonil puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 8128
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... —¡Oh, como el barítono Battistini, yo no he oído nada! —respondía el escribano, que estimaba la voz de barítono, por lo varonil, más que la del tenor y la del bajo. ...
En la línea 8129
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... —Pues más varonil es la del bajo —decía Foja. ...
En la línea 8219
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... También le sirvió mucho su hermosura varonil y noble, ayudada por la expresión de su pasioncilla, en aquel momento irritada. ...
En la línea 10114
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Así iba entrando, entrando en el corazón de todos; los amores con Angelina (o quien fuera, pues de tales aventuras había tenido muchas) comenzaban en secreto; y poco a poco, junto a la camilla, una mesa cubierta con gran tapete debajo del cual hay un brasero; en el balcón al obscurecer, en cuantas ocasiones podía, se acercaba, se apretaba contra su víctima, la llenaba de deseos de él, de su arrogante belleza varonil y simpática; después hablaba de amor como en broma, con un tono de paternal amparo que parecía la misma inocencia; y cualquier día o cualquiera noche, en una merienda en el campo, después de la cena de Noche-buena, mientras los demás de la familia reían alegres, descuidados, la pasión de Angelina llegaba al paroxismo, la ocasión echaba el resto y la deshonra entraba en la casa, y el amigo íntimo, el favorito de todos, salía para no volver nunca. ...
En la línea 345
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Cambia la belleza según los gustos. Rodrigo tenía la hermosura varonil admirada en aquellos tiempos de ferviente culto a todo lo antiguo. Era grande, carnudo, vigoroso, con una majestad natural en el andar y en los ademanes, los ojos negros, de mirar intenso; la tez, morena; la boca, sensual, de labios abultados; la barbilla, algo entrante. En la madurez de su vida se hizo obeso; pero esto pareció aumentar más la prestancia de su persona. Era como un reflejo viviente del símbolo que figuraba en el escudo de su familia. Sus fuerzas y su fogosidad carnal hacían recordar al toro rojo sobre su fondo heráldico de oro. Ocho llamas orlaban dicho escudo, cual si la mencionada bestia no bastase para expresar las pasiones ardorosas de los Borjas. ...
En la línea 863
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Babia seguido el Papa ciegamente una tradición de su familia. Su hijo mayor, Juan, debía ser hombre de espada, a semejanza de Pedro Luis bajo el reinado de Calixto III. César, el segundo, iba a vivir como cardenal. lo mismo que él en la época de su tío. Pero este segundón, el más notable de todos los Borgias jóvenes, no obstante sus altas dignidades eclesiásticas, seguía ejercitándose en el manejo de las armas, llegando a ser, como su padre en otro tiempo, el primer jinete de Roma. Dotado de igual temperamento ardoroso que su progenitor, y notabilísimo por su belleza varonil, iniciaba a los diecisiete años su historia amorosa, favorecido por las libertinas costumbres de la época y el entusiasmo que inspiraba a las damas. Estas empezaron a popularizar .los nombres con que luego le fueron designando sus panegiristas: el rubio César, nuestro César, el único César. ...
En la línea 1104
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Había olvidado la presencia de Claudio Borja. Hablaba de la moral con autoridad, como si fuese algo propio que le perteneciera desde su nacimiento. Por esto miró en torno con extrañeza, cual si no creyese en sus sensaciones auditivas al quedar cortada su peroración por una voz varonil, algo temblona de cólera, lo mismo que la de ella. ...
En la línea 1521
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Sólo guardaba de dichas evocaciones un recuerdo insistente, el de la energía. varonil de César Borgia, su prontitud en desembarazarse de los enemigos, su desprecio elegante y amable para las mujeres, que le proporcionaba el verse deseado por todas ellas. Y al pensar en esto último, sonreía ligeramente con una expresión—según él—semejante a la de Valentino cuando estaba preparando su terrible encerrona en Sinigaglia. ...
En la línea 712
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Edwin creyó ver que era el doctor quien había tomado la iniciativa, de estas caricias, con una impetuosidad varonil. Pero esto no le produjo extrañeza alguna. Ya estaba acostumbrado a las tergiversaciones de este mundo dominado por las mujeres. Lo que el deseaba era conocer el rostro de la joven universitaria y oír lo que se decían ambos, pero no resultaba empresa fácil. ...
En la línea 926
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Golbasto, que allá donde iba se consideraba el centro de la reunión, entró en los salones saludando majestuosamente a la concurrencia. Casi todos los altos profesores de la Universidad habían venido con sus familias. Las esposas masculinas y los hijos, con blancos velos, coronados de flores y exhalando perfumes, ocupaban los asientos. Las mujeres triunfadoras y de aspecto varonil se paseaban por el centro de los salones o formaban grupos junto a las ventanas. ...
En la línea 933
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... La vanidad de Platón cayó de golpe cuando más se remontaba, y no encontrando aplicación adecuada a su personalidad, se estrelló en la conciencia de su estolidez. «Yo… para tirar de un carromato—pensó—. Después dejó caer la varonil y gallarda cabeza sobre el pecho y estuvo meditando un rato sobre el por qué de su perra suerte. Ido permaneció completamente insensible a la lisonja que le soltara su amigo, y tenía la imaginación sumergida en sombrío lago de tristezas, dudas, temores y desconfianzas. A Izquierdo le roía el pesimismo. La carga de la bebida en su estómago no tuvo poca parte en aquel desaliento horrible, durante el cual vio desfilar ante su mente los treinta años de fracasos que formaban su historia activa… Lo más singular fue que en su tristeza sentía una dulce voz silbándole en el oído: «Tú sirves para algo… no te amontones… ». Mas no se convencía, no. «Al que me dijera —pensaba—, cuál es la judía cosa pa que sirve este piazo de hombre, le querría, si es caso, más que a mi padre». Aquel desventurado era como otros muchos seres que se pasan la mayor parte de la vida fuera de su sitio, rodando, rodando, sin llegar a fijarse en la casilla que su destino les ha marcado. Algunos se mueren y no llegan nunca; Izquierdo debía llegar, a los cincuenta y un años, al puesto que la Providencia le asignara en el mundo, y que bien podríamos llamar glorioso. Un año después de lo que ahora se narra estaba ya aquel planeta errante, puedo dar fe de ello, en su sitio cósmico. Platón descubrió al fin la ley de su sino, aquello para que exclusiva y solutamente servía. Y tuvo sosiego y pan, fue útil y desempeñó un gran papel, y hasta se hizo célebre y se lo disputaban y le traían en palmitas. No hay ser humano, por despreciable que parezca, que no pueda ser eminencia en algo, y aquel buscón sin suerte, después de medio siglo de equivocaciones, ha venido a ser, por su hermosísimo talante, el gran modelo de la pintura histórica contemporánea. Hay que ver la nobleza y arrogancia de su figura cuando me lo encasquetan una armadura fina, o ropillas y balandranes de raso, y me lo ponen haciendo el duque de Gandía, al sentir la corazonada de hacerse santo, o el marqués de Bedmar ante el Consejo de Venecia, o Juan de Lanuza en el patíbulo, o el gran Alba poniéndoles las peras a cuarto a los flamencos. Lo más peregrino es que aquella caballería, toda ignorancia y rudeza, tenía un notable instinto de la postura, sentía hondamente la facha del personaje, y sabía traducirla con el gesto y la expresión de su admirable rostro. ...
En la línea 1995
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Doña Lupe, al llegar aquí, se engolfó en cavilaciones tan abstrusas que no es posible seguirla. Su mente se sumergía y salía a flote, como un madero arrojado en medio de las bravas olas. La buena señora estuvo así toda la tarde. Llegada la noche, deseaba ardientemente que el sobrino entrase de la calle para descargar sobre él todo el material de lavas que el volcán de su pecho no podía contener. Entró el sietemesino muy tarde, cuando su tía estaba ya comiendo y se había servido el cocido. Maximiliano se sentó a la mesa sin decir nada, muy grave y algo azorado. Empezó a comer con apetito la sopa fría, echando miradas indagatorias e inquietas a su señora tía, que evitaba el mirarle… por no romper… «Debo contenerme—pensaba ella—, hasta que coma… Y parece que tiene ganitas… ». A ratos el joven daba hondos suspiros mirando a su tía, cual si deseara tener una explicación con ella. Más de una vez quiso doña Lupe romper en denuestos; pero el silencio y la compostura de su sobrino la contenían, haciéndole temer que se repitiera el rasgo varonil de aquella mañana. Por fin, apenas cató el joven unas pasas que de postre había, se levantó para ir a su cuarto; y apenas le vio doña Lupe de espalda, se le encendieron bruscamente los ánimos y corrió tras él, conteniendo las palabras que a la boca se le salían. Estaba el pobre chico encendiendo el quinqué de su cuarto, cuando la señora apareció en la puerta, gritando con toda la fuerza de sus pulmones: «Zascandil». ...
En la línea 2088
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Maximiliano, que al principiar el réspice, estaba anonadado, se rehízo de súbito, y todas las fuerzas de su espíritu se pronunciaron con varonil arranque. Tal era el síntoma característico del hombre nuevo que en él había surgido. Roto el hielo de la cortedad desde el momento en que la tremenda cuestión salía a vista pública, le brotaban del fondo del alma aquellos alientos grandes para su defensa. Discutir, eso no; pero lo que es obrar, sí, o al menos demostrar con palabras breves y enfáticas su firme propósito de independencia… ...
En la línea 2319
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Mauricia la Dura representaba treinta años o poco más, y su rostro era conocido de todo el que entendiese algo de iconografía histórica, pues era el mismo, exactamente el mismo de Napoleón Bonaparte antes de ser Primer Cónsul. Aquella mujer singularísima, bella y varonil tenía el pelo corto y lo llevaba siempre mal peinado y peor sujeto. Cuando se agitaba mucho trabajando, las melenas se le soltaban, llegándole hasta los hombros, y entonces la semejanza con el precoz caudillo de Italia y Egipto era perfecta. No inspiraba simpatías Mauricia a todos los que la veían; pero el que la viera una vez, no la olvidaba y sentía deseos de volverla a mirar. Porque ejercían indecible fascinación sobre el observador aquellas cejas rectas y prominentes, los ojos grandes y febriles, escondidos como en acecho bajo la concavidad frontal, la pupila inquieta y ávida, mucho hueso en los pómulos, poca carne en las mejillas, la quijada robusta, la nariz romana, la boca acentuada terminando en flexiones enérgicas, y la expresión, en fin, soñadora y melancólica. Pero en cuanto Mauricia hablaba, adiós ilusión. Su voz era bronca, más de hombre que de mujer, y su lenguaje vulgarísimo, revelando una naturaleza desordenada, con alternativas misteriosas de depravación y de afabilidad. ...
En la línea 1060
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Mientras de tal suerte espantaban Perico y Miranda el mal humor, a Pilar se le deshacía el pulmón que le restaba, paulatinamente, como se deshace una tabla roída por la carcoma. No empeoraba, porque ya no podía estar peor, y su vivir, más que vida, era agonía lenta, no muy penosa, amargándola solamente unas crisis de tos que traían a la garganta las flemas del pulmón deshecho, amenazando ahogar a la enferma. Estaba allí la vida como el resto de llama en el pábilo consumido casi: el menor movimiento, un poco de aire, bastan para extinguirlo del todo. Se había determinado la afonía parcial y apenas lograba hablar, y sólo en voz muy queda y sorda, como la que pudiese emitir un tambor rehenchido de algodón en rama. Apoderábanse de ella somnolencias tenaces, largas; modorras profundas, en que todo su organismo, sumido en atonía vaga, remedaba y presentía el descanso final de la tumba. Cerrados los ojos, inmóvil el cuerpo, juntos los pies ya como en el ataúd, quedábase horas y horas sobre la cama, sin dar otra señal de vida que la leve y sibilante respiración. Eran las horas meridianas aquellas en que preferentemente la atacaba el sueño comático, y la enfermera, que nada podía hacer sino dejarla reposar, y a quien abrumaba la espesa atmósfera del cuarto, impregnada de emanaciones de medicinas y de vahos de sudor, átomos de aquel ser humano que se deshacía, salía al balconcillo, bajaba las escaleras que conducían al jardín, y aprovechando la sombra del desmedrado plátano, se pasaba allí las horas muertas cosiendo o haciendo crochet. Su labor y dechado consistía en camisitas microscópicas, baberos no mayores, pañales festoneados pulcramente. En faena tan secreta y dulce íbanse sin sentir las tardes; y alguna que otra vez la aguja se escapaba de los ágiles dedos, y el silencio, el retiro, la serenidad del cielo, el murmurio blando de los magros arbolillos, inducían a la laboriosa costurera a algún contemplativo arrobo. El sol lanzaba al través del follaje dardos de oro sobre la arena de las calles; el frío era seco y benigno a aquellas horas; las tres paredes del hotel y de la casa de Artegui formaban una como natural estufa, recogiendo todo el calor solar y arrojándolo sobre el jardín. La verja, que cerraba el cuadrilátero, caía a la calle de Rívoli, y al través de sus hierros se veían pasar, envueltas en las azules neblinas de la tarde, estrechas berlinas, ligeras victorias, landós que corrían al brioso trote de sus preciados troncos, jinetes que de lejos semejaban marionetas y peones que parecían chinescas sombras. En lontananza brillaba a veces el acero de un estribo, el color de un traje o de una librea, el rápido girar de los barnizados rayos de una rueda. Lucía observaba las diferencias de los caballos. Habíalos normandos, poderosos de anca, fuertes de cuello, lucios de piel, pausados en el manoteo, que arrastraban a un tiempo pujante y suavemente las anchas carretelas; habíalos ingleses, cuellilargos, desgarbados y elegantísimos, que trotaban con la precisión de maravillosos autómatas; árabes, de ojos que echaban fuego, fosas nasales impacientes y dilatadas, cascos bruñidos, seca piel y enjutos riñones; españoles, aunque pocos, de opulenta crin, soberbios pechos, lomos anchos y manos corveteadoras y levantiscas. Al ir cayendo el sol se distinguían los coches a lo lejos por la móvil centella de sus faroles; pero confundidos ya colores y formas, cansábanse los ojos de Lucía en seguirlos, y con renovada melancolía se posaban en el mezquino y ético jardín. A veces turbaba su soledad en él, no viajero ni viajera alguna, que los que vienen a París no suelen pasarse la tarde haciendo labor bajo un plátano, sino el mismísimo Sardiola en persona, que so pretexto de acudir con una regadera de agua a las plantas, de arrancar alguna mala hierba, o de igualar un poco la arena con el rodezno, echaba párrafos largos con su meditabunda compatriota. Ello es que nunca les faltó conversación. Los ojos de Lucía no eran menos incansables en preguntar que solícita en responder la lengua de Sardiola. Jamás se describieron con tal lujo de pormenores cosas en rigor muy insignificantes. Lucía estaba ya al corriente de las rarezas, gustos e ideas especiales de Artegui, conociendo su carácter y los hechos de su vida, que nada ofrecían de particular. Acaso maravillará al lector, que tan enterado anduviese Sardiola de lo concerniente a aquel a quien sólo trató breve tiempo; pero es de advertir que el vasco era de un lugar bien próximo al solar de los Arteguis, y familiar amigo de la vieja ama de leche, única que ahora cuidaba de la casa solitaria. En su endiablado dialecto platicaban largo y tendido los dos, y la pobre mujer no sabía sino contar gracias de su criatura, que oía Sardiola tan embelesado como si él también hubiese ejercido el oficio nada varonil de Engracia. Por tal conducto vino Lucía a saber al dedillo los ápices más menudos del genio y condición de Ignacio; su infancia melancólica y callada siempre, su misántropa juventud, y otras muchas cosas relativas a sus padres, familia y hacienda. ¿Será cierto que a veces se complace el Destino en que por extraña manera, por sendas torturosas, se encuentren dos existencias, y se tropiecen a cada paso e influyan la una en la otra, sin causa ni razón para ello? ¿Será verdad que así como hay hilos de simpatía que los enlazan, hay otro hilo oculto en los hechos, que al fin las aproxima en la esfera material y tangible? ...
En la línea 1080
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Aquella tarde Lucía bajó como de costumbre al jardín. Pero era tal el cansancio que sentían sus miembros y su espíritu, que recostando en el tronco del plátano la cabeza, quedose dormida. Empezó presto a soñar: y es lo raro del caso que no soñaba hallarse en lugar alguno nuevo ni desconocido, sino en el mismo sitio, en el jardinete; únicamente las caprichosas representaciones del sueño se lo convirtieron de chico y estrecho en enorme. Era el propio jardín, pero visto al través de una colosal lente de aumento. No se distinguía la verja sino a distancia fabulosa, como una hilera de puntos brillantes, allá en el horizonte; y tal aumento de proporciones acrecentaba la tristeza del mezquino jardín, haciéndolo parecer más bien seco y agostado erial. Recorriéndolo, fijaba Lucía la vista en la fachada correspondiente a la casa de Artegui, de una de cuyas ventanas salía una mano pálida que le hacía señas. ¿Era mano de hombre o de mujer? ¿era de vivo, o de cadáver? Lucía lo ignoraba; pero los misteriosos llamamientos de aquella diestra desconocida la atraían cada vez más, y corriendo, corriendo, trataba de acercarse a la casa; pero el erial se prolongaba, detrás de unas calles de arena venían otras, y después de andar horas y horas aún veía delante de sí larguísima hilera de plátanos entecos, cuyo fin no se divisaba, y la casa de Artegui más lejana que nunca. Y la mano hacía señas impacientes y furiosas, semejante a diestra de epiléptico que se agita en el aire: sus cinco dedos eran aspas incesantes en girar, y Lucía, desalentada, jadeante, iba a escape, y a cada plátano sucedía otro, y la casa lejos… lejos… «¡Necia de mi!» exclamaba al fin; «ya que corriendo no llego nunca… volaré.» Dicho y hecho: como se vuela tan aína en sueños, Lucía se empinaba y… ¡pim! al aire de un brinco. ¡Oh placer! ¡oh gloria! el erial quedaba debajo; surcaba la región ambiente, pura, serena, azul, y ya la casa no estaba lejos, y ya se acababan los eternos plátanos, y ya distinguía el cuerpo dueño de la mano… era un cuerpo esbelto sin delgadez, dignamente rematado por una cabeza varonil y melancólica… pero que entonces se sonreía cariñosamente, con expansión infinita… ¡Cómo volaba Lucía! ¡cómo respiraba a placer en la atmósfera serena! ánimo, poco falta… Lucía escuchaba el batir de sus propias alas, porque tenía alas; y el regalado frescor de las plumas le refrigeraba el corazón… Ya estaba cerca de la ventana… ...

El Español es una gran familia
Te vas a reir con las pifia que hemos hemos encontrado cambiando las letras v;b
Reglas relacionadas con los errores de v;b
Las Reglas Ortográficas de la V
Regla 1 de la V Se escriben con v el presente de indicativo, subjuntivo e imperativo del verbo ir, así como el pretérito perfecto simple y el pretérito imperfecto de subjuntivo de los verbos tener, estar, andar y sus derivados. Por ejemplo: estuviera o estuviese.
Regla 2 de la V Se escriben con v los adjetivos que terminan en -ava, -ave, -avo, -eva, -eve, -evo, -iva, -ivo.
Por ejemplo: octava, grave, bravo, nueva, leve, longevo, cautiva, primitivo.
Regla 3 de la V Detrás de d y de b también se escribe v. Por ejemplo: advertencia, subvención.
Regla 4 de la V Las palabras que empiezan por di- se escriben con v.
Por ejemplo: divertir, división.
Excepciones: dibujo y sus derivados.
Regla 5 de la V Detrás de n se escribe v. Por ejemplo: enviar, invento.
Las Reglas Ortográficas de la B
Regla 1 de la B
Detrás de m se escribe siempre b.
Por ejemplo:
sombrío
temblando
asombroso.
Regla 2 de la B
Se escriben con b las palabras que empiezan con las sílabas bu-, bur- y bus-.
Por ejemplo: bujía, burbuja, busqué.
Regla 3 de la B
Se escribe b a continuación de la sílaba al- de inicio de palabra.
Por ejemplo: albanés, albergar.
Excepciones: Álvaro, alvéolo.
Regla 4 de la B
Las palabras que terminan en -bundo o -bunda y -bilidad se escriben con b.
Por ejemplo: vagabundo, nauseabundo, amabilidad, sociabilidad.
Excepciones: movilidad y civilidad.
Regla 5 de la B
Se escriben con b las terminaciones del pretérito imperfecto de indicativo de los verbos de la primera conjugación y también el pretérito imperfecto de indicativo del verbo ir.
Ejemplos: desplazaban, iba, faltaba, estaba, llegaba, miraba, observaban, levantaba, etc.
Regla 6 de la B
Se escriben con b, en todos sus tiempos, los verbos deber, beber, caber, haber y saber.
Regla 7 de la B
Se escribe con b los verbos acabados en -buir y en -bir. Por ejemplo: contribuir, imbuir, subir, recibir, etc.
Excepciones: hervir, servir y vivir, y sus derivados.
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