Cual es errónea Soledad o Zoledad?
La palabra correcta es Soledad. Sin Embargo Zoledad se trata de un error ortográfico.
El Error ortográfico detectado en el termino zoledad es que hay un Intercambio de las letras s;z con respecto la palabra correcta la palabra soledad
Errores Ortográficos típicos con la palabra Soledad
Cómo se escribe soledad o zoledad?
Algunas Frases de libros en las que aparece soledad
La palabra soledad puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 882
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y como su fino oído de hombre habituado a la soledad creyó percibir cierto rumor inquietante en los vecinos cañares, corrió a la barraca, para volver inmediatamente empuñando su escopeta nueva. ...
En la línea 1074
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Marchaban por el camino casi desierto, en la penumbra del anochecer, y la misma soledad parecía alejar de su pensamiento todo propósito impuro. ...
En la línea 1844
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... La soledad le reanimó. ...
En la línea 32
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... La tristeza de su soledad le hacía agarrarse con nueva fuerza a sus entusiasmos de rebelde. Dedicaría lo que le restaba de existencia a sus ideales. Por segunda vez le sacaban de presidio y volvería a él siempre que los hombres quisieran. Mientras se mantuviera de pie, pelearía contra la injusticia social. ...
En la línea 215
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Temblaban de miedo al entrar en ciertas gargantas en cuya oscuridad brillaba el fogonazo y silbaba la bala, al no obedecer ellos al ¡boca abajo! de los guardias emboscados. Algunos compañeros habían muerto en estos malos pasos. Además, los enemigos se vengaban de las largas esperas al acecho y de la inquietud que les inspiraban los caballistas, dando tremendas palizas a los de a pie. Más de una vez se rasgaba el silencio nocturno de la sierra con los alaridos de dolor que arrancaban los bárbaros culatazos dados al azar, en la oscuridad, lejos de toda vivienda, lejos de toda ley, en una soledad salvaje... ...
En la línea 378
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Al volver de sus viajes, Rafael hablaba con cierta admiración del yegüero y de los _veladores_ a sus órdenes que cuidaban el ganado durante la noche. Eran hombres de una honradez primitiva, con el espíritu petrificado por la soledad y la monotonía de su existencia. ...
En la línea 412
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Después hablaba con tristeza de la tierra en que vivía. Inmensos campos cuyo término perdíase en el horizonte; surcos que se juntaban y confundían a lo lejos como las varillas de un abanico, sin que ningún límite los cortase. Cuanto se abarcaba con la vista, tierras llanas o colinas, bancales labrados o manchones para el pasto, todo era de un amo. Podía un hombre caminar horas enteras sin salir de la propiedad de un solo dueño. Aquellos campos no eran para hombres: eran extensiones que sólo podían cultivar gigantes como los que aparecían en los cuentos, labrándolas con bestias que tuviesen pies y alas. Y la soledad por todas partes: ni un pueblo, ni otras viviendas que el cortijo. Había que caminar horas y más horas hasta el límite de otras propiedades. ...
En la línea 220
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... VI.—El frío en Portugal.—Me libro de una extorsión.—Sensación de soledad.—El perro.—El convento.—Un paisaje encantador.—El castillo morisco.—Plegaria por un enfermo. ...
En la línea 877
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... CAPÍTULO VI El frío en Portugal.—Me libro de una extorsión.—Sensación de soledad.—El perro.—El convento.—Un paisaje encantador.—El castillo morisco.—Plegaria por un enfermo. ...
En la línea 905
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... En mis numerosos y lejanos viajes, nunca he tenido sensación de soledad ni deseo de conversar y de cambiar ideas tan vivos y fuertes como en aquel momento. ...
En la línea 2002
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Segundo, la soledad reinante en aquel lugar, tan distinta del bullicio, ruido y actividad observados por mí mientras aguardaba a ser recibido por Mendizábal. ...
En la línea 739
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por premio ser despojos de la muerte en la mitad de la carrera de su vida, a la cual dio fin una pastora a quien él procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes, cual lo pudieran mostrar bien esos papeles que estáis mirando, si él no me hubiera mandado que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra. ...
En la línea 786
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquel que, por sólo su gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda? »Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos. ...
En la línea 791
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y si se me hace cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo que, cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este desengaño, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento, ¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor intención y prosupuesto. ...
En la línea 1147
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Era la noche, como se ha dicho, escura, y ellos acertaron a entrar entre unos árboles altos, cuyas hojas, movidas del blando viento, hacían un temeroso y manso ruido; de manera que la soledad, el sitio, la escuridad, el ruido del agua con el susurro de las hojas, todo causaba horror y espanto, y más cuando vieron que ni los golpes cesaban, ni el viento dormía, ni la mañana llegaba; añadiéndose a todo esto el ignorar el lugar donde se hallaban. ...
En la línea 565
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Comenzamos por buscar ciertos manantiales de agua dulce indicados en una antigua carta española. Encontramos un puertezuelo en cuyo vértice corría un arroyito de agua salobre. El estado de la marea nos obligó a permanecer allí algunas horas, y yo aproveché este tiempo para dar un paseo por el interior de las tierras. El llano se componía, como de ordinario, de cantos rodados mezclados con una tierra que presentaba todo el aspecto de la creta, pero de naturaleza muy diferente. La poca dureza de estos materiales determina la formación de numerosos barrancos. En todo el paisaje no hay más que soledad y desolación; no se ve un solo árbol, y salvo algún guanaco que parece hacer la guardia, centinela vigilante, sobre el vértice de alguna colina, apenas si se ve ningún animal ni un pájaro; y sin embargo, se siente como un placer intenso, aunque no bien definido, al atravesar estas llanuras donde ni un solo objeto atrae nuestras miradas, y nos preguntamos: ¿desde cuándo existirá así esta llanura? ¿cuánto tiempo durará aún esta desolación? «¿Quién puede responder? Todo lo que hoy nos rodea parece eterno. Y no obstante, el desierto hace oír voces misteriosas que evocan dudas terribles». ...
En la línea 1037
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... mbién se parece mucho al turco por el modo de buscar el alimento, por la vivacidad al lanzarse fuera de unas matas y al guarecerse en otras, por sus costumbres de soledad, por el poco afán que tiene de usar las alas y por la manera de hacer el nido. todas maneras, no tiene el aspecto tan decididamente ridículo. tapaculo es muy astuto ...
En la línea 2387
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Una sola canoa sale a nuestro encuentro. suma: esta soledad y el aspecto total del cuadro forman duro y poco agradable contraste con la alegre acogida que tuvimos en Taití. ...
En la línea 3098
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ¡Qué diferencia no hay entre un naufragio en el Pacífico hoy, y en la época de Cook! ¡Desde los viajes de éste, todo un hemisferio ha entrado en la vía de la civilización! El que se maree, mire despacio lo que hace antes de emprender un viaje largo. es enfermedad de que se vea uno libre en pocos días; y hablo por experiencia. , por el contrario, se tiene afición al mar, sin interesan las maniobras de a bordo, hay seguridad de tener en qué ocuparse; pero no debe olvidarse que son muchos menos los días de escala en los puertos en comparación de los muy largos paseos por el mar. Y qué son, después de todo, las tan decantadas bellezas del inmenso océano! El océano es una soledad angustiante, un desierto de agua, como lo llaman los árabes ...
En la línea 271
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... En la gran ciudad colocaba él maravillas que halagaban el sentido y llenaban la soledad de su espíritu inquieto. ...
En la línea 1642
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Estaba segura de su soledad. ...
En la línea 1842
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Para aquella ausencia, para la necesidad que sentía de creer que vería a su padre en otro mundo, servíale sin embargo la religión; pero muy poco para consuelo de los propios males, para remediar las angustias del egoísmo asustado, de los apuros del momento que nacían de la soledad y la pobreza. ...
En la línea 1844
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... —La Virgen está conmigo —pensaba Ana en el lecho, allá en Loreto, y acababa por llorar, por rezar fervorosamente y sentir sobre su cabeza las caricias de la mano invisible de Dios; pero sobrevenía un ataque nervioso, sentía la congoja de la soledad, de la frialdad ambiente, del abandono sordo y mudo, y entonces las imágenes místicas no acudían. ...
En la línea 18
del libro El Señor
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... De sus estudios de catecismo, de las fábulas, de la historia sagrada y aun de la profana, sacaba partido, aunque no tanto como de su imaginación, para los sermones que se predicaba a sí mismo en la soledad de su alcoba, hecha templo, figurándose ante una multitud de pecadores cristianos. ...
En la línea 196
del libro El Señor
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¡Qué solas estaban! No podían adivinar que él, un transeúnte, las acompañaba en su tristeza, en su soledad, desde lejos. ...
En la línea 546
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Cuando en su reflexiva soledad se preguntaba el motivo de tal viaje, atribuíalo a no existir en el presente momento ningún lugar de la Tierra que pudiese ejercer sobre él mayor atracción. Había vuelto a pensar en aquella novela suya cuyo protagonista era el Papa Luna, varón tenaz, empeñado en la conquista de Roma, y que nunca I llegó a pisar su suelo. \ ...
En la línea 68
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El paquebote, acostándose en una última convulsión, desapareció bajo el agua, lanzando antes varias explosiones, como ronquidos de agonía. La soledad oceánica pareció agrandarse después del hundimiento de esta isla creada por los hombres. Las diversas embarcaciones, pequeñas como moscas, se fueron perdiendo de vista unas de otras en la penumbra vaporosa del crepúsculo. El mar, que visto desde lo alto del buque solo estaba rizado por suaves ondulaciones, era ahora una interminable sucesión de montañas enormes de angustioso descenso y de sombríos valles, en los que el bote parecía que iba a quedarse inmóvil, sin fuerzas para emprender la ascensión de la nueva cumbre que venía a su encuentro. ...
En la línea 390
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Otros autores afirman, basándose en el testimonio de personas que trataron a Eulame y pudieron oír sus confidencias, que el audaz liliputiense apenas fue conocido por la generalidad de los gigantes. Él y el marinero en cuyo bote se escapó fueron recogidos por un gran barco, y, al llegar a la tierra donde todo es monstruosamente enorme, los navegantes lo vendieron a un sabio, y con el vivió, en el ambiente de una soledad estudiosa, aprendiendo con rápidas síntesis todo lo que el ilustre gigante había buscado en los libros y en las experiencias de laboratorio durante muchos años. ...
En la línea 1418
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Al despertar en la mañana siguiente, se vio completamente sólo. Todos sus acompañantes habían huido. Esta soledad inquieto al Hombre-Montaña. Nadie iba a traerle el pescado para el diario alimento, ni el agua necesaria, ni la leña para hacerle hervir el caldero. Lo único que le tranquilizó, dándole la seguridad de no morir de hambre, fue ver que no quedaba nadie en torno de él capaz de cortarle el paso. ...
En la línea 1434
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El flamante capitán se interrumpió para mirar abajo, extrañándose de la soledad de la playa. Todos los servidores habían desaparecido. ...
En la línea 132
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Cuando Estupiñá le vio entrar sintió tanta alegría, que a punto estuvo de ponerse bueno instantáneamente por la sola virtud del contento. No estaba el hablador en la cama sino en un sillón, porque el lecho le hastiaba, y la mitad inferior de su cuerpo no se veía porque estaba liado como las momias, y envuelto en mantas y trapos diferentes. Cubría su cabeza, orejas inclusive, el gorro negro de punto que usaba dentro de la iglesia. Más que los dolores reumáticos molestaba al enfermo el no tener con quién hablar, pues la mujer que le servía, una tal doña Brígida, patrona o ama de llaves, era muy displicente y de pocas palabras. No poseía Estupiñá ningún libro, pues no necesitaba de ellos para instruirse. Su biblioteca era la sociedad y sus textos las palabras calentitas de los vivos. Su ciencia era su fe religiosa, y ni para rezar necesitaba breviarios ni florilogios, pues todas las oraciones las sabía de memoria. Lo impreso era para él música, garabatos que no sirven de nada. Uno de los hombres que menos admiraba Plácido era Guttenberg. Pero el aburrimiento de su enfermedad le hizo desear la compañía de alguno de estos habladores mudos que llamamos libros. Busca por aquí, busca por allá, y no se encontraba cosa impresa. Por fin, en polvoriento arcón halló doña Brígida un mamotreto perteneciente a un exclaustrado que moró en la misma casa allá por el año 40. Abriolo Estupiñá con respeto, ¿y qué era? El tomo undécimo del Boletín Eclesiástico de la Diócesis de Lugo. Apechugó, pues, con aquello, pues no había otra cosa. Y se lo atizó todo, de cabo a rabo, sin omitir letra, articulando correctamente las sílabas en voz baja a estilo de rezo. Ningún tropiezo le detenía en su lectura, pues cuando le salía al encuentro un latín largo y oscuro, le metía el diente sin vacilar. Las pastorales, sinodales, bulas y demás entretenidas cosas que el libro traía, fueron el único remedio de su soledad triste, y lo mejor del caso es que llegó a tomar el gusto a manjar tan desabrido, y algunos párrafos se los echaba al coleto dos veces, masticando las palabras con una sonrisa, que a cualquier observador mal enterado le habría hecho creer que el tomazo era de Paul de Kock. ...
En la línea 447
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Sólo a su marido, bajo palabra de secreto, contó el lance de los gatitos. Jacinta no podía ocultarle nada, y tenía un gusto particular en hacerle confianza hasta de las más vanas tonterías que por su cabeza pasaban referentes a aquel tema de la maternidad. Y Juan, que tenía talento, era indulgente con estos desvaríos del cariño vacante o de la maternidad sin hijo. Aventurábase ella a contarle cuanto le pasaba, y muchas cosas que a la luz del día no osara decir, decíalas en la intimidad y soledad conyugales, porque allí venían como de molde, porque allí se decían sin esfuerzo cual si se dijeran por sí solas, porque, en fin, los comentarios sobre la sucesión tenían como una base en la renovación de las probabilidades de ella. ...
En la línea 1267
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Este y otros términos que se dicen a los niños les hacían reír cada vez que los pronunciaban; pero la confianza y la soledad daban encanto a ciertas expresiones que habrían sido ridículas en pleno día y delante de gente. Pasado un ratito, Juan abrió los ojos, diciendo en tono de hombre: ...
En la línea 1663
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... De esta manera aquel misántropo llegó a vivir más con la visión interna que con la externa. El que antes era como una ostra había venido a ser algo como un poeta. Vivía dos existencias, la del pan y la de las quimeras. Esta la hacía a veces tan espléndida y tal alta, que cuando caía de ella a la del pan, estaba todo molido y maltrecho. Tenía Maximiliano momentos en que se llegaba a convencer de que era otro, esto siempre de noche y en la soledad vagabunda de sus paseos. Bien era oficial de ejército y tenía una cuarta más de alto, nariz aguileña, mucha fuerza muscular y una cabeza… una cabeza que no le dolía nunca; o bien un paisano pudiente y muy galán, que hablaba por los codos sin turbarse nunca, capaz de echarle una flor a la mujer más arisca, y que estaba en sociedad de mujeres como el pez en el agua. Pues como dije, se iba calentando de tal modo los sesos, que se lo llegaba a creer. Y si aquello le durara, sería tan loco como cualquiera de los que están en Leganés. La suerte suya era que aquello se pasaba, como pasaría una jaqueca; pero la alucinación recobraba su imperio durante el sueño, y allí eran los disparates y el teje maneje de unas aventuras generalmente muy tiernas, muy por lo fino, con abnegaciones, sacrificios, heroísmos y otros fenómenos sublimes del alma. Al despertar, en ese momento en que los juicios de la realidad se confunden con las imágenes mentirosas del sueño y hay en el cerebro un crepúsculo, una discusión vaga entre lo que es verdad y lo que no lo es, el engaño persistía un rato, y Maximiliano hacía por retenerlo, volviendo a cerrar los ojos y atrayendo las imágenes que se dispersaban. «Verdaderamente—decía él—, ¿por qué ha de ser una cosa más real que la otra? ¿Por qué no ha de ser sueño lo del día y vida efectiva lo de la noche? Es cuestión de nombres y de que diéramos en llamar dormir a lo que llamamos despertar, y acostarse al levantarse… ¿Qué razón hay para que no diga yo ahora mientras me visto: 'Maximiliano, ahora te estás echando a dormir. Vas a pasar mala noche, con pesadilla y todo, o sea con clase de Materia farmacéutica animal… ?'». ...
En la línea 854
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –¡Natural! Y si no acudo a tiempo y entramos en razón me las lío al otro mundo. Pero curé de aquello en ambos sentidos, volví a mi mujer y nos calmamos y resignamos. Y poco a poco volvió a reinar en casa no ya la paz, sino hasta la dicha. Al principio de esta nueva vida, a los cuatro o cinco años de casados, lamentábamos alguna que otra vez nuestra soledad, pero muy pronto no sólo nos consolamos, sino que nos habituamos. Y acabamos no sólo por no echar de menos a los hijos, sino hasta por compadecer a los que los tienen. Nos habituamos uno a otro, nos hicimos el uno costumbre del otro. Tú no puedes entender esto… ...
En la línea 1612
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Sí, soledad de cuerpo y soledad de alma. ...
En la línea 1612
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Sí, soledad de cuerpo y soledad de alma. ...
En la línea 889
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Al día siguiente, 10 de noviembre, se nos mantuvo en el mismo abandono, en la misma soledad. No vi a nadie de la tripulación. Ned y Conseil pasaron la mayor parte del día conmigo, desconcertados ante la inexplicable ausencia del capitán. ¿Se hallaría enfermo aquel hombre singular? ¿O tal vez se proponía modificar sus proyectos respecto a nosotros? ...
En la línea 2037
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Metiéndome en el bolsillo la nota de la señorita Havisham, a fin de que sirviera de credencial por haber vuelto tan pronto a su casa, en el supuesto de que su humor caprichoso le hiciese demostrar alguna sorpresa al verme, tomé la diligencia del día siguiente. Pero me apeé en la Casa de Medio Camino y allí me desayuné, recorriendo luego a pie el resto del trayecto, porque tenía interés en llegar a la ciudad de modo que nadie se diese cuenta de ello y marcharme de la misma manera. Había desaparecido ya la mejor luz del día cuando pasé a lo largo de los tranquilos patios de la parte trasera de la calle Alta. Los montones de ruinas en donde, en otro tiempo, los monjes tuvieron sus refectorios y sus jardines, y cuyas fuertes murallas se utilizaban ahora como humildes albergues y como establos, estaban casi tan silenciosas como los antiguos monjes en sus tumbas. Las campanas de la catedral tuvieron para mí un sonido más triste y más remoto que nunca, mientras andaba apresuradamente para evitar ser visto; así, los sonidos del antiguo órgano llegaron a mis oídos como fúnebre música; y las cornejas que revoloteaban en torno de la torre gris, deslizándose a veces hacia los árboles, altos y desprovistos de hojas, del jardín del priorato, parecían decirme que aquel lugar estaba cambiado y que Estella se había marchado para siempre. Acudió a abrirme la puerta una mujer ya de edad, a quien había visto otras veces y que pertenecía a la servidumbre que vivía en la casa aneja situada en la parte posterior del patio. En el oscuro corredor estaba la bujía encendida, y, tomándola, subí solo la escalera. La señorita Havisham no estaba en su propia estancia, sino en la más amplia, situada al otro lado del rellano. Mirando al interior desde la puerta, después de llamar en vano, la vi sentada ante el hogar en una silla desvencijada, perdida en la contemplación del fuego, lleno de cenizas. Como otras veces había hecho, entré y me quedé en pie, al lado de la antigua chimenea, para que me viese así que levantara los ojos. Indudablemente, la pobre mujer estaba muy sola, y esto me indujo a compadecerme de ella, a pesar de los dolores que me había causado. Mientras la miraba con lástima y pensaba que yo también había llegado a ser una parte de la desdichada fortuna de aquella casa, sus ojos se fijaron en mí. Los abrió mucho y en voz baja se preguntó: - ¿Será una visión real? - Soy yo: Pip. El señor Jaggers me entregó ayer la nota de usted, y no he perdido tiempo en venir. - Gracias, muchas gracias. Acerqué al fuego otra de las sillas en mal estado y me senté, observando en el rostro de la señorita Havisham una expresión nueva, como si estuviese asustada de mí. - Deseo - dijo - continuar el beneficio de que me hablaste en tu última visita, a fin de demostrarte que no soy de piedra. Aunque tal vez ahora no podrás creer ya que haya algún sentimiento humano en mi corazón. 189 Le dije algunas palabras tranquilizadoras, y ella extendió su temblorosa mano derecha, como si quisiera tocarme; pero la retiró en seguida, antes de que yo comprendiese su intento y determinara el modo de recibirlo. -Al hablar de tu amigo me dijiste que podrías informarme de cómo seríame dado hacer algo útil para él. Algo que a ti mismo te gustaría realizar. - Así es. Algo que a mí me gustaría poder hacer. - ¿Qué es eso? Empecé a explicarle la secreta historia de lo que hice para lograr que Herbert llegara a ser socio de la casa en que trabajaba. No había avanzado mucho en mis explicaciones, cuando me pareció que mi interlocutora se fijaba más en mí que en lo que decía. Y contribuyó a aumentar esta creencia el hecho de que, cuando dejé de hablar, pasaron algunos instantes antes de que me demostrara haber notado que yo guardaba silencio. - ¿Te has interrumpido, acaso - me preguntó, como si, verdaderamente, me tuviese miedo, - porque te soy tan odiosa que ni siquiera te sientes con fuerzas para seguir hablándome? - De ninguna manera - le contesté. - ¿Cómo puede usted imaginarlo siquiera, señorita Havisham? Me interrumpí por creer que no prestaba usted atención a mis palabras. - Tal vez no - contestó, llevándose una mano a la cabeza. - Vuelve a empezar, y yo miraré hacia otro lado. Vamos a ver: refiéreme todo eso. Apoyó la mano en su bastón con aquella resoluta acción que le era habitual y miró al fuego con expresión demostrativa de que se obligaba a escuchar. Continué mi explicación y le dije que había abrigado la esperanza de terminar el asunto por mis propios medios, pero que ahora había fracasado en eso. Esta parte de mi explicación, según le recordé, envolvía otros asuntos que no podía detallar, porque formaban parte de los secretos de otro. - Muy bien - dijo moviendo la cabeza en señal de asentimiento, pero sin mirarme. - ¿Y qué cantidad se necesita para completar el asunto? - Novecientas libras. - Si te doy esa cantidad para el objeto expresado, ¿guardarás mi secreto como has guardado el tuyo? -Con la misma fidelidad. - ¿Y estarás más tranquilo acerca del particular? - Mucho más. - ¿Eres muy desgraciado ahora? Me hizo esta pregunta sin mirarme tampoco, pero en un tono de simpatía que no le era habitual. No pude contestar en seguida porque me faltó la voz, y, mientras tanto, ella puso el brazo izquierdo a través del puño de su bastón y descansó la cabeza en él. - Estoy lejos de ser feliz, señorita Havisham, pero tengo otras causas de intranquilidad además de las que usted conoce. Son los secretos a que me he referido. Después de unos momentos levantó la cabeza y de nuevo miró al fuego. - Te portas con mucha nobleza al decirme que tienes otras causas de infelicidad. ¿Es cierto? - Demasiado cierto. - ¿Y no podría servirte a ti, Pip, así como sirvo a tu amigo? ¿No puedo hacer nada en tu obsequio? - Nada. Le agradezco la pregunta. Y mucho más todavía el tono con que me la ha hecho. Pero no puede usted hacer nada. Se levantó entonces de su asiento y buscó con la mirada algo con que escribir. Allí no había nada apropiado, y por esto tomó de su bolsillo unas tabletas de marfil montadas en oro mate y escribió en una de ellas con un lapicero de oro, también mate, que colgaba de su cuello. - ¿Continúas en términos amistosos con el señor Jaggers? - Sí, señora. Ayer noche cené con él. - Esto es una autorización para él a fin de que te pague este dinero, que quedará a tu discreción, para que lo emplees en beneficio de tu amigo. Aquí no tengo dinero alguno; pero si crees mejor que el señor Jaggers no se entere para nada de este asunto, te lo mandaré. - Muchas gracias, señorita Havisham. No tengo ningún inconveniente en recibir esta suma de manos del señor Jaggers. Me leyó lo que acababa de escribir, que era expresivo y claro y evidentemente encaminado a librarme de toda sospecha de que quisiera aprovecharme de aquella suma. Tomé las tabletas de su mano, que estaba temblorosa y que tembló más aún cuando quitó la cadena que sujetaba el lapicero y me la puso en la mano. Hizo todo esto sin mirarme. 190 - En la primera hoja está mi nombre. Si alguna vez puedes escribir debajo de él «la perdono», aunque sea mucho después de que mi corazón se haya convertido en polvo, te ruego que lo hagas. - ¡Oh señorita Havisham! – exclamé. - Puedo hacerlo ahora mismo. Todos hemos incurrido en tristes equivocaciones; mi vida ha sido ciega e inútil, y necesito tanto, a mi vez, el perdón y la compasión ajenos, que no puedo mostrarme severo con usted. Volvió por vez primera su rostro hacia el mío, y con el mayor asombro por mi parte y hasta con el mayor terror, se arrodilló ante mí, levantando las manos plegadas de un modo semejante al que sin duda empleó cuando su pobre corazón era tierno e inocente, para implorar al cielo acompañada de su madre. El verla, con su cabello blanco y su pálido rostro, arrodillada a mis pies, hizo estremecer todo mi cuerpo. Traté de levantarla y tendí los brazos más cerca, y, apoyando en ellos la cabeza, se echó a llorar. Jamás hasta entonces la había visto derramar lágrimas, y, creyendo que el llanto podría hacerle bien, me incliné hacia ella sin decirle una palabra. Y en aquel momento, la señorita Havisham no estaba ya arrodillada, sino casi tendida en el suelo. - ¡Oh! - exclamó, desesperada. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - Si se refiere usted, señorita Havisham, a lo que haya podido hacer contra mí, permítame que le conteste: muy poco. Yo la habría amado en cualquier circunstancia. ¿Está casada? - Sí. Esta pregunta era completamente inútil, porque la nueva desolación que se advertía en aquella casa ya me había informado acerca del particular. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - repitió, retorciéndose las manos y mesándose el blanco cabello. Y volvió a lamentar-: ¡Qué he hecho! No sabía qué contestar ni cómo consolarla. De sobra me constaba que había obrado muy mal, animada por su violento resentimiento, por su burlado amor y su orgullo herido, al adoptar a una niña impresionable para moldearla de acuerdo con sus sentimientos. Pero era preciso recordar que al sustraerse a la luz del día había abandonado infinitamente mucho más. A1 encerrarse se había apartado a sí misma de mil influencias naturales y consoladoras; su mente, en la soledad, había enfermado, como no podía menos de ocurrir al sustraerse de las intenciones de su Hacedor. Y me era imposible mirarla sin sentir compasión, pues advertía que estaba muy castigada al haberse convertido en una ruina, por no tener ningún lugar en la tierra en que había nacido; por la vanidad del dolor, que había sido su principal manía, como la vanidad de la penitencia, del remordimiento y de la indignidad, así como otras monstruosas vanidades que han sido otras tantas maldiciones en este mundo. - Hasta que hablaste con ella en tu visita anterior y hasta que vi en ti, como si fuese un espejo, lo que yo misma sintiera en otros tiempos, no supe lo que había hecho. ¡Qué he hecho, Dios mío! ¡Qué he hecho! Y repitió esta exclamación infinitas veces. - Señorita Havisham - le dije en cuanto guardó silencio. - Puede usted alejarme de su mente y de su conciencia. Pero en cuanto a Estella, es un caso diferente, y si alguna vez puede usted deshacer lo que hizo al imponer silencio a todos sus tiernos sentimientos, será mucho mejor dedicarse a ello que a lamentar el pasado, aunque fuese durante cien años enteros. - Sí, sí, ya lo sé, pero, querido Pip… - y su tono me demostraba el tierno afecto femenino que por mí sentía. - Querido Pip, créeme cuando te digo que no me propuse más que evitarle mi propia desgracia. Al principio no me proponía nada más. - Así lo creo también - le contesté. - Pero cuando creció, haciendo prever que sería muy hermosa, gradualmente hice más y obré peor; y con mis alabanzas y lisonjas, con mis joyas y mis lecciones, con mi persona ante ella, le robé su corazón para sustituirlo por un trozo de hielo. - Mejor habría sido - no pude menos que exclamar -dejarle su propio corazón, aunque quedara destrozado o herido. Entonces la señorita Havisham me miró, tal vez sin verme, y de nuevo volvió a preguntarme qué había hecho. - Si conocieras la historia entera - dijo luego, - me tendrías más compasión y me comprenderías mejor. - Señorita Havisham - contesté con tanta delicadeza como me fue posible. - Desde que abandoné esta región creo conocer su historia entera. Siempre me ha inspirado mucha compasión, y espero haberla comprendido, dándome cuenta de su influencia. ¿Cree usted que lo que ha pasado entre nosotros me dará la libertad de hacerle una pregunta acerca de Estella? No la Estella de ahora, sino la que era cuando llegó aquí. 191 La señorita Havisham estaba sentada en el suelo, con los brazos apoyados en la silla y la cabeza descansando en ellos. Me miró cara a cara cuando le dije esto, y contestó: - Habla. - ¿De quién era hija Estella? Movió negativamente la cabeza. - ¿No lo sabe usted? Hizo otro movimiento negativo. - ¿Pero la trajo el señor Jaggers o la mandó? -La trajo él mismo. - ¿Quiere usted referirme la razón de su venida? - Hacía ya mucho tiempo que yo estaba encerrada en estas habitaciones - contestó en voz baja y precavida. - No sé cuánto tiempo hacía, porque, como sabes, los relojes están parados. Entonces le dije que necesitaba una niña para educarla y amarla y para evitarle mi triste suerte. Le vi por vez primera cuando le mandé llamar a fin de que me preparase esta casa y la dejara desocupada para mí, pues leí su nombre en los periódicos antes de que el mundo y yo nos hubiésemos separado. Él me dijo que buscaría una niña huérfana; y una noche la trajo aquí dorrnida y yo la llamé Estella. - ¿Qué edad tenía entonces? - Dos o tres años. Ella no sabe nada, a excepción de que era huérfana y que yo la adopté. Tan convencido estaba yo de que la criada del señor Jaggers era su madre, que no necesitaba ninguna prueba más clara, porque para cualquiera, según me parecía, la relación entre ambas mujeres habría sido absolutamente indudable. ¿Qué podía esperar prolongando aquella entrevista? Había logrado lo que me propuse en favor de Herbert. La señorita Havisham me comunicó todo lo que sabía acerca de Estella, y yo le dije e hice cuanto me fue posible para tranquilizarla. Poco importa cuáles fueron las palabras de nuestra despedida, pero el caso es que nos separamos. Cuando bajé la escalera y llegué al aire libre era la hora del crepúsculo. Llamé a la mujer que me había abierto la puerta para entrar y le dije que no se molestara todavía, porque quería dar un paseo alrededor de la casa antes de marcharme. Tenía el presentimiento de que no volvería nunca más, y experimentaba la sensación de que la moribunda luz del día convenía en gran manera a mi última visión de aquel lugar. Pasando al lado de las ruinas de los barriles, por el lado de los cuales había paseado tanto tiempo atrás y sobre los que había caído la lluvia de infinidad de años, pudriéndolos en muchos sitios y dejando en el suelo marjales en miniatura y pequeños estanques, me dirigí hacia el descuidado jardín. Di una vuelta por él y pasé también por el lugar en que nos peleamos Herbert y yo; luego anduve por los senderos que recorriera en compañía de Estella. Y todo estaba frío, solitario y triste. Encaminándome hacia la fábrica de cerveza para emprender el regreso, levanté el oxidado picaporte de una puertecilla en el extremo del jardín y eché a andar a través de aquel lugar. Dirigíame hacia la puerta opuesta, difícil de abrir entonces, porque la madera se había hinchado con la humedad y las bisagras se caían a pedazos, sin contar con que el umbral estaba lleno de áspero fango. En aquel momento volví la cabeza hacia atrás. Ello fue causa de que se repitiese la ilusión de que veía a la señorita Havisham colgando de una viga. Y tan fuerte fue la impresión, que me quedé allí estremecido, antes de darme cuenta de que era una alucinación. Pero inmediatamente me dirigí al lugar en que me había figurado ver un espectáculo tan extraordinario. La tristeza del sitio y de la hora y el terror que me causó aquella ficción, aunque momentánea, me produjo un temor indescriptible cuando llegué, entre las abiertas puertas, a donde una vez me arranqué los cabellos después que Estella me hubo lastimado el corazón. Dirigiéndome al patio delantero, me quedé indeciso entre si llamaría a la mujer para que me dejara salir por la puerta cuya llave tenía, o si primero iría arriba para cerciorarme de que no le ocurría ninguna novedad a la señorita Havisham. Me decidí por lo último y subí. Miré al interior de la estancia en donde la había dejado, y la vi sentada en la desvencijada silla, muy cerca del fuego y dándome la espalda. Cuando ya me retiraba, vi que, de pronto, surgía una gran llamarada. En el mismo momento, la señorita Havisham echó a correr hacia mí gritando y envuelta en llamas que llegaban a gran altura. Yo llevaba puesto un grueso abrigo, y, sobre el brazo, una capa también recia. Sin perder momento, me acerqué a ella y le eché las dos prendas encima; además, tiré del mantel de la mesa con el mismo objeto. Con él arrastré el montón de podredumbre que había en el centro y toda suerte de sucias cosas que se escondían allí; ella y yo estábamos en el suelo, luchando como encarnizados enemigos, y cuanto más 192 apretaba mis abrigos y el mantel en torno de ella, más fuertes eran sus gritos y mayores sus esfuerzos por libertarse. De todo eso me di cuenta por el resultado, pero no porque entonces pensara ni notara cosa alguna. Nada supe, a no ser que estábamos en el suelo, junto a la mesa grande, y que en el aire, lleno de humo, flotaban algunos fragmentos de tela aún encendidos y que, poco antes, fueron su marchito traje de novia. Al mirar alrededor de mí vi que corrían apresuradamente por el suelo los escarabajos y las arañas y que, dando gritos de terror, habían acudido a la puerta todos los criados. Yo seguí conteniendo con toda mi fuerza a la señorita Havisham, como si se tratara de un preso que quisiera huir, y llego a dudar de si entonces me di cuenta de quién era o por qué habíamos luchado, por qué ella se vio envuelta en llamas y también por qué éstas habían desaparecido, hasta que vi los fragmentos encendidos de su traje, que ya no revoloteaban, sino que caían alrededor de nosotros convertidos en cenizas. Estaba insensible, y yo temía que la moviesen o la tocasen. Mandamos en busca de socorro y la sostuve hasta que llegó, y, por mi parte, sentí la ilusión, nada razonable, de que si la soltaba surgirían de nuevo las llamas para consumirla. Cuando me levanté al ver que llegaba el cirujano, me asombré notando que mis manos habían recibido graves quemaduras, porque hasta entonces no había sentido el menor dolor. El cirujano examinó a la señorita Havisham y dijo que había recibido graves quemaduras, pero que, por sí mismas, no ponían en peligro su vida. Lo más importante era la impresión nerviosa que había sufrido. Siguiendo las instrucciones del cirujano, le llevaron allí la cama y la pusieron sobre la gran mesa, que resultó muy apropiada para la curación de sus heridas. Cuando la vi otra vez, una hora más tarde, estaba vérdaderamente echada en donde la vi golpear con su bastón diciendo, al mismo tiempo, que allí reposaría un día. Aunque ardió todo su traje, según me dijeron, todavía conservaba su aspecto de novia espectral, pues la habían envuelto hasta el cuello en algodón en rama, y mientras estaba echada, cubierta por una sábana, el recuerdo de algo fantástico que había sido aún flotaba sobre ella. Al preguntar a los criados me enteré de que Estella estaba en París, e hice prometer al cirujano que le escribiría por el siguiente correo. Yo me encargué de avisar a la familia de la señorita Havisham, proponiéndome decírselo tan sólo a Mateo Pocket, al que dejaría en libertad de que hiciera lo que mejor le pareciese con respecto a los demás. Así se lo comuniqué al día siguiente por medio de Herbert, en cuanto estuve de regreso en la capital. Aquella noche hubo un momento en que ella habló Juiciosamente de lo que había sucedido, aunque con terrible vivacidad. Hacia medianoche empezó a desvariar, y a partir de entonces repitió durante largo rato, con voz solemne: « ¡Qué he hecho! » Luego decía: «Cuando llegó no me propuse más que evitarle mi propia desgracia». También añadió: «Toma el lápiz y debajo de mi nombre escribe: «La perdono».» Jamás cambió el orden de estas tres frases, aunque a veces se olvidaba de alguna palabra y, dejando aquel blanco, pasaba a la siguiente. Como no podía hacer nada allí y, por otra parte, tenía acerca de mi casa razones más que suficientes para sentir ansiedad y miedo, que ninguna de las palabras de la señorita Havisham podía alejar de mi mente, decidí aquella misma noche regresar en la primera diligencia, aunque con el propósito de andar una milla más o menos, para subir al vehículo más allá de la ciudad. Por consiguiente, hacia las seis de la mañana me incliné sobre la enferma y toqué sus labios con los míos, precisamente cuando ella decía: «Toma el lápiz y escribe debajo de mi nombre: La perdono.» ...
En la línea 1435
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... «¿Dónde he leído yo ‑pensaba Raskolnikof al alejarse‑ que un condenado a muerte decía, una hora antes de la ejecución de la sentencia, que antes que morir preferiría pasar la vida en una cumbre, en una roca escarpada donde tuviera el espacio justo para colocar los pies, una roca rodeada de precipicios o perdida en medio del océano sin fin, en una perpetua soledad, aunque esta vida durara mil años o fuera eterna? Vivir, vivir sea como fuere. El caso es vivir… ‑y añadió al cabo de un momento‑: El hombre es cobarde, y cobarde el que le reprocha esta cobardía.» ...
En la línea 3537
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... También podía ser que Catalina Ivanovna, en aquellos momentos en que su soledad y su infortunio eran mayores, experimentara el deseo de demostrar a aquella «pobre gente» que ella, como hija de un coronel y persona educada en una noble y aristocrática mansión, no sólo sabía vivir y recibir, sino que no había nacido para barrer ni para lavar por las noches la ropa de sus hijos. Estos arrebatos de orgullo y vanidad se apoderan a veces de las más míseras criaturas y cobran la forma de una necesidad furiosa e irresistible. Por otra parte, Catalina Ivanovna no era de esas personas que se aturden ante la desgracia. Los reveses de fortuna podían abrumarla, pero no abatir su moral ni anular su voluntad. ...
En la línea 4220
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑¿Quién soy? Un hombre acabado y nada más. Un hombre sensible y acaso capaz de sentir piedad, y que tal vez conoce un poco la vida… , pero completamente acabado. El caso de usted es distinto. Tiene usted ante sí una verdadera vida (¿quién sabe si todo lo ocurrido es en usted como un fuego de paja que se extingue rápidamente?). ¿Por qué, entonces, temer al cambio que se va a operar en su existencia? No es el bienestar lo que un corazón como el suyo puede echar de menos. ¿Y qué importa la soledad donde usted se verá largamente confinado? No es el tiempo lo que debe preocuparle, sino usted. Conviértase en un sol y todo el mundo lo verá. Al sol le basta existir, ser lo que es. ¿Por qué sonríe? ¿Por mi lenguaje poético? Juraría que usted cree que estoy utilizando la astucia para atraerme su confianza. A lo mejor tiene usted razón. ¡Je, je! No le pido que crea todas mis palabras, Rodion Romanovitch. Hará usted bien en no creerme nunca por completo. Tengo la costumbre de no ser jamás completamente sincero. Sin embargo, no olvide esto: el tiempo le dirá si soy un hombre vil o un hombre leal. ...
En la línea 4750
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Llegó a la plaza del Mercado. Estaba llena de gente. Le molestaba codearse con aquella multitud, sí, le molestaba profundamente, pero no por eso dejaba de dirigirse a los lugares donde la muchedumbre era más compacta. Habría dado cualquier cosa por estar solo, pero, al mismo tiempo, se daba cuenta de que no podría soportar la soledad un solo instante. En medio de la multitud, un borracho se entregaba a las mayores extravagancias: intentaba bailar, pero lo único que conseguía era caer. Los curiosos le habían rodeado. Raskolnikof se abrió paso entre ellos y llegó a la primera fila. Estuvo contemplando un momento al borracho y, de pronto, se echó a reír convulsivamente. Poco después se olvidó de todo. Estuvo aún un momento mirando al hombre bebido y luego se alejó del grupo sin darse cuenta del lugar donde se hallaba. Pero, al llegar al centro de la plaza, le asaltó una sensación que se apoderó de todo su ser. ...
En la línea 331
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... A su alrededor tiene la oscuridad, la bruma; la soledad, el tumulto tempestuoso y ciego, el movimiento indefinido de las temibles olas; dentro de sí el horror y la fatiga. ...
En la línea 467
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... El hombre volvió a andar, a correr; de tanto en tanto se detenía y gritaba en aquella soledad con la voz más formidable y más desolada que pueda imaginarse: ...
En la línea 761
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Aunque Lucía, y sobre todo Pilar, se sentían un tanto fatigadas del largo trayecto en ferrocarril, no dejaron de entusiasmarse con la belleza de la morada que les deparaba el destino. El balcón, sobre todo, les parecía delicioso para hacer labor y para leer. Acordábase Pilar de cuantas acuarelas, países de abanico y estampas sentimentales había visto, que representasen el ya trivial asunto de una joven cuya cabeza asoma por entre un marco de follaje. Lucía, a su vez, comparaba su casa de León, antigua, maciza, y lóbrega, con aquella vivienda, donde todo era flamante y gentil, desde los encerados relucientes pisos hasta las cortinas de cretona azul rameadas de campanillas rosa. Al otro día de la llegada, cuando Lucía saltó del lecho, fue su primer cuidado salir al balcón, de allí al jardín, recogiéndose la bata con unos alfileres para no mojarla en el húmedo piso. Halló a las rosas acabaditas de salir del baño de rocío, tersas, muy ufanas, adornadas cada cual con su collar de perlas o de diamantes. Fue oliéndolas una por una, pasándoles los dedos por las hojas sin atreverse a cortarlas; dábale mucha lástima pensar cómo se quedaría la mata, huérfana de su flor. A aquella hora apenas olían las rosas: era más bien un aroma general de humedad y frescura, que se elevaba del césped de las plantas, y del conjunto de árboles vecinos. Haylos en Vichy por todas partes; a la tarde, cuando Lucía y Pilar recorrieron las calles de la villa termal para informarse de su traza, lanzaron exclamaciones de contento al dar a cada instante con una sombra, una alameda, un parque. Pilar opinaba que Vichy tenía aspecto elegante; Lucía, menos entendida en elegancias y modas, gustaba sencillamente de tanto verdor, de tanta Naturaleza, que reposaba sus ojos, moviéndola a veces a imaginar que, a despecho de sus calles concurridas, de sus tiendas brillantes, era Vichy una aldea, dispuesta a propósito para contentar sus exigencias secretas e íntimas de soledad. Aldea formada de palacios, adornada con todo el refinamiento de comodidad y lujo inteligente que caracteriza a nuestro siglo; pero al fin aldea. ...
En la línea 956
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Dejó la visita a Pilar más impaciente, más calenturienta, más excitada que nunca. Pilar se consumía; a toda costa quería salir de Vichy, volar, romper el opaco capullo de la enfermedad y presentarse de nuevo, brillante mariposa, en los círculos mundanos. Creía de buena fe poder hacerlo y contaba con sus fuerzas. No menos que ella se impacientaban otras dos personas: Miranda y Perico. Perico, hecho a vivir en perenne divorcio consigo mismo, no podía sufrir la soledad que le obligaba a reunirse a sí propio; y por lo que toca a Miranda, terminada su temporada de aguas, notablemente restablecida su salud, parecíale que ya era hora de acogerse a cuarteles de invierno y de gozar en paz los frutos de la medicación. Aburríale en extremo ver que su mujer, por altos decretos señalada para cuidarle a él, se sustrajese en tal manera a su providencial misión, consagrando días y noches a una extraña, atacada de un mal penoso a la vista y quizá contagioso. Así es que insinuó a Lucía que era preciso partir y, dejarse allí a los Gonzalvos entregados a su triste suerte; como se deja en un naufragio a los que no caben en las lanchas. Pero contra todo lo que esperaba, halló en Lucía protesta calurosa y enérgica resistencia. Indemnizábase confesado aquel noble sentimiento, de todo lo que callaba hasta a sí misma. ...
En la línea 1060
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Mientras de tal suerte espantaban Perico y Miranda el mal humor, a Pilar se le deshacía el pulmón que le restaba, paulatinamente, como se deshace una tabla roída por la carcoma. No empeoraba, porque ya no podía estar peor, y su vivir, más que vida, era agonía lenta, no muy penosa, amargándola solamente unas crisis de tos que traían a la garganta las flemas del pulmón deshecho, amenazando ahogar a la enferma. Estaba allí la vida como el resto de llama en el pábilo consumido casi: el menor movimiento, un poco de aire, bastan para extinguirlo del todo. Se había determinado la afonía parcial y apenas lograba hablar, y sólo en voz muy queda y sorda, como la que pudiese emitir un tambor rehenchido de algodón en rama. Apoderábanse de ella somnolencias tenaces, largas; modorras profundas, en que todo su organismo, sumido en atonía vaga, remedaba y presentía el descanso final de la tumba. Cerrados los ojos, inmóvil el cuerpo, juntos los pies ya como en el ataúd, quedábase horas y horas sobre la cama, sin dar otra señal de vida que la leve y sibilante respiración. Eran las horas meridianas aquellas en que preferentemente la atacaba el sueño comático, y la enfermera, que nada podía hacer sino dejarla reposar, y a quien abrumaba la espesa atmósfera del cuarto, impregnada de emanaciones de medicinas y de vahos de sudor, átomos de aquel ser humano que se deshacía, salía al balconcillo, bajaba las escaleras que conducían al jardín, y aprovechando la sombra del desmedrado plátano, se pasaba allí las horas muertas cosiendo o haciendo crochet. Su labor y dechado consistía en camisitas microscópicas, baberos no mayores, pañales festoneados pulcramente. En faena tan secreta y dulce íbanse sin sentir las tardes; y alguna que otra vez la aguja se escapaba de los ágiles dedos, y el silencio, el retiro, la serenidad del cielo, el murmurio blando de los magros arbolillos, inducían a la laboriosa costurera a algún contemplativo arrobo. El sol lanzaba al través del follaje dardos de oro sobre la arena de las calles; el frío era seco y benigno a aquellas horas; las tres paredes del hotel y de la casa de Artegui formaban una como natural estufa, recogiendo todo el calor solar y arrojándolo sobre el jardín. La verja, que cerraba el cuadrilátero, caía a la calle de Rívoli, y al través de sus hierros se veían pasar, envueltas en las azules neblinas de la tarde, estrechas berlinas, ligeras victorias, landós que corrían al brioso trote de sus preciados troncos, jinetes que de lejos semejaban marionetas y peones que parecían chinescas sombras. En lontananza brillaba a veces el acero de un estribo, el color de un traje o de una librea, el rápido girar de los barnizados rayos de una rueda. Lucía observaba las diferencias de los caballos. Habíalos normandos, poderosos de anca, fuertes de cuello, lucios de piel, pausados en el manoteo, que arrastraban a un tiempo pujante y suavemente las anchas carretelas; habíalos ingleses, cuellilargos, desgarbados y elegantísimos, que trotaban con la precisión de maravillosos autómatas; árabes, de ojos que echaban fuego, fosas nasales impacientes y dilatadas, cascos bruñidos, seca piel y enjutos riñones; españoles, aunque pocos, de opulenta crin, soberbios pechos, lomos anchos y manos corveteadoras y levantiscas. Al ir cayendo el sol se distinguían los coches a lo lejos por la móvil centella de sus faroles; pero confundidos ya colores y formas, cansábanse los ojos de Lucía en seguirlos, y con renovada melancolía se posaban en el mezquino y ético jardín. A veces turbaba su soledad en él, no viajero ni viajera alguna, que los que vienen a París no suelen pasarse la tarde haciendo labor bajo un plátano, sino el mismísimo Sardiola en persona, que so pretexto de acudir con una regadera de agua a las plantas, de arrancar alguna mala hierba, o de igualar un poco la arena con el rodezno, echaba párrafos largos con su meditabunda compatriota. Ello es que nunca les faltó conversación. Los ojos de Lucía no eran menos incansables en preguntar que solícita en responder la lengua de Sardiola. Jamás se describieron con tal lujo de pormenores cosas en rigor muy insignificantes. Lucía estaba ya al corriente de las rarezas, gustos e ideas especiales de Artegui, conociendo su carácter y los hechos de su vida, que nada ofrecían de particular. Acaso maravillará al lector, que tan enterado anduviese Sardiola de lo concerniente a aquel a quien sólo trató breve tiempo; pero es de advertir que el vasco era de un lugar bien próximo al solar de los Arteguis, y familiar amigo de la vieja ama de leche, única que ahora cuidaba de la casa solitaria. En su endiablado dialecto platicaban largo y tendido los dos, y la pobre mujer no sabía sino contar gracias de su criatura, que oía Sardiola tan embelesado como si él también hubiese ejercido el oficio nada varonil de Engracia. Por tal conducto vino Lucía a saber al dedillo los ápices más menudos del genio y condición de Ignacio; su infancia melancólica y callada siempre, su misántropa juventud, y otras muchas cosas relativas a sus padres, familia y hacienda. ¿Será cierto que a veces se complace el Destino en que por extraña manera, por sendas torturosas, se encuentren dos existencias, y se tropiecen a cada paso e influyan la una en la otra, sin causa ni razón para ello? ¿Será verdad que así como hay hilos de simpatía que los enlazan, hay otro hilo oculto en los hechos, que al fin las aproxima en la esfera material y tangible? ...
Reglas relacionadas con los errores de s;z
Las Reglas Ortográficas de la S
Se escribe s al final de las palabras llanas.
Ejemplos: telas, andamos, penas
Excepciones: alférez, cáliz, lápiz
Se escriben con s los vocablos compuestos y derivados de otros que también se escriben con esta letra.
Ejemplos: pesar / pesado, sensible / insensibilidad
Se escribe con s las terminaciones -esa, -isa que signifiquen dignidades u oficios de mujeres.
Ejemplos: princesa, poetisa
Se escriben con s los adjetivos que terminan en -aso, -eso, -oso, -uso.
Ejemplos: escaso, travieso, perezoso, difuso
Se escribe con s las terminaciones -ísimo, -ísima.
Ejemplos: altísimo, grandísima
Se escribe con s la terminación -sión cuando corresponde a una palabra que lleva esa letra, o cuando otra palabra derivada lleva -sor, -sivo, -sible,-eso.
Ejemplos: compresor, compresión, expreso, expresivo, expresión.
Se escribe s en la terminación de algunos adjetivos gentilicios singulares.
Ejemplos: inglés, portugués, francés, danés, irlandés.
Se escriben s con las sílabas iniciales des-, dis-.
Ejemplos: desinterés, discriminación.
Se escribe s en las terminaciones -esto, -esta.
Ejemplos: detesto, orquesta.
Las Reglas Ortográficas de la Z
Se escribe z y no c delante de a, o y u.
Se escriben con z las terminaciones -azo, -aza.
Ejemplos: pedazo, terraza
Se escriben con z los sustantivos derivados que terminan en las voces: -anza, -eza, -ez.
Ejemplos: esperanza, grandeza, honradez
La X y la S
Te vas a reir con las pifia que hemos hemos encontrado cambiando las letras s;z

El Español es una gran familia

la Ortografía es divertida
Más información sobre la palabra Soledad en internet
Soledad en la RAE.
Soledad en Word Reference.
Soledad en la wikipedia.
Sinonimos de Soledad.
Palabras parecidas a soledad
La palabra quitaba
La palabra encorvados
La palabra bienestar
La palabra frescura
La palabra borbotones
La palabra entraba
La palabra azadones
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