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La palabra perrderr
Cómo se escribe

Comó se escribe perrderr o perder?

Cual es errónea Perder o Perrderr?

La palabra correcta es Perder. Sin Embargo Perrderr se trata de un error ortográfico.

La falta ortográfica detectada en la palabra perrderr es que se ha eliminado o se ha añadido la letra r a la palabra perder

Más información sobre la palabra Perder en internet

Perder en la RAE.
Perder en Word Reference.
Perder en la wikipedia.
Sinonimos de Perder.

Errores Ortográficos típicos con la palabra Perder

Cómo se escribe perder o perrderr?


la Ortografía es divertida


El Español es una gran familia


Mira que burrada ortográfica hemos encontrado con la letra r

Reglas relacionadas con los errores de r

Las Reglas Ortográficas de la R y la RR

Entre vocales, se escribe r cuando su sonido es suave, y rr, cuando es fuerte aunque sea una palabra derivada o compuesta que en su forma simple lleve r inicial. Por ejemplo: ligeras, horrores, antirreglamentario.

En castellano no es posible usar más de dos r

Algunas Frases de libros en las que aparece perder

La palabra perder puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 553
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Una vez limpias las tierras, Batiste, sin perder tiempo, procedió a su cultivo. ...

En la línea 701
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y el público, no queriendo perder palabra, hombres, mujeres y chicos, estrujábanse contra la verja, retrocediendo algunas veces con violentos movimientos de espaldas para librarse de la asfixia. ...

En la línea 731
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pero, sin duda, el señor, no queriendo levantarse a tal hora, había dejado perder su turno, y a las cinco, cuando el agua era ya de otros, había alzado la compuerta sin permiso de nadie (primer delito), había robado el riego a los demás vecinos (segundo delito) e intentado regar sus campos, queriendo oponerse a viva fuerza a las órdenes del atandador, lo que constituía el tercero y último delito. ...

En la línea 1004
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Iban a perder la misa. ...

En la línea 85
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Con el miedo de un servidor bien cebado que teme perder el bienestar, daba consejos al joven. ¡Ojo, Ferminillo! La casa estaba llena de soplones. Cuando él estaba enterado, no sería de extrañar que don Pablo tuviese ya noticia de que Montenegro había visitado a Salvatierra. ...

En la línea 217
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El miedo a perder la carga les aterraba. ¡Perder la carga! ¡el único medio de existencia, el capital de su industria! ¡Verse de golpe sin las ganancias acumuladas en fuerza de exponer su vida noches y noches; tener que pedir prestado otra vez y empezar de nuevo la pelea para pagar al prestamista, cercenando su pan y el de los pequeños!... ...

En la línea 218
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Por no perder sus mochilas emprendían arriesgadas ascensiones en la oscuridad. A la menor alarma huían de las gargantas, dando rodeos por lugares casi inaccesibles, que infundían horror al ser vistos a la luz del sol. Los cuervos graznaban asustados en sus alturas al percibir el roce de unos animales desconocidos que gateaban en las tinieblas. Los aguiluchos aleteaban al ver interrumpido su sueño por el arrastre de extraños cuadrúpedos que, abrumados por su giba, avanzaban por el filo de los precipicios, haciendo rodar los guijarros con sus manos desolladas, en el vacío de lóbregas profundidades. El recuerdo de algún compañero muerto en estos pasos difíciles, congelaba su sangre un momento: «Allá abajo está Fulano». _Allá abajo_, en el fondo de la sima negra que bordeaban a tientas, con el tacto de los ciegos; donde sólo podían verle los cuervos, que poco a poco dejarían blancos sus huesos bajo el peso de la mochila, mientras en su casa, la familia, hambriento, movida por una remota esperanza, aguardaba que un día u otro se presentase. ...

En la línea 308
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El tal Luis había vuelto a Jerez hecho un hombre, después de una continua peregrinación por todas las universidades de España, buscando catedráticos de manga ancha que no tuviesen empeño en malograr futuros abogados. Su tío le había impuesto la obligación de seguir una carrera, y mientras aquél vivió, se había resignado a llevar la vida de estudiante, ajustándose a los estrechos envíos de dinero y ampliándolos con préstamos feroces, por los que firmaba a ojos cerrados cuantos papeles querían presentarle los usureros. Pero al ver al frente de la familia a su primo Pablo y próxima su mayor edad, se había negado a continuar por más tiempo la comedia de sus estudios. Era rico, no quería perder el tiempo en cosas que en nada le interesaban. Y tomando posesión de sus bienes, comenzó la libre existencia de placeres con la que había soñado en su estrecha vida de estudiante. ...

En la línea 446
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... El suceso que acababa de ocurrir le había hecho perder algo el hilo de sus ideas. ...

En la línea 620
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Buscaba por tanto en su interior un medio de retirarse lo menos torpemente posible, cuando notó que Aramis había dejado caer su pa ñuelo y, por descuido sin duda, había puesto el pie encima; le pareció llegado el momento de reparar su inconveniencia: se agachó, y con el gesto más gracioso que pudo encontrar, sacó el pañuelo de debajo del pie del mosquetero, por más esfuerzos que hizo éste por retenerlo, y le dijo devolviéndoselo:-Señor, aquí tenéis un pañuelo que en mi opinión os molestaría mucho perder. ...

En la línea 679
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... » Voló, pues, más que caminó, hacia el convento de los Carmelitas Descalzados, o mejor Descalzos, como se decía en aquella época, especie de construcción sin ventanas, rodeada de prados áridos, sucursal del Pré-aux-Clers, y que de ordi nario servía para encuentros de personas que no tenían tiempo que perder. ...

En la línea 829
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Por finla lucha terminó por hacer perder la paciencia a Jussac. ...

En la línea 270
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Estos almacenes no tienen ya en el dia motivo alguno que acredite ni autorice su estabilidad por la utilidad que prestan; al contrario, cuanto pueda decirse todo es poco para cerciorar la necesidad de suprimirlos enteramente, pues es indudable que en las actuales circunstancias (que no hay temor retrocedan, y si esperanzas de que mejoren) ninguna ventaja traen al tesoro público, y suprimidos ofrecen economías y ahorros considerables, y establecido el sistema de contratas particulares para cualquier cosa que se ofrezca, verificadas en subastas públicas anualmente para aquellos efectos de necesidad; y cuando fuesen necesarias las de otros artículos cuyo uso es menos frecuente, se lograria el fin de tener provision de cuanto fuese necesario, sin irrogar gastos de almacenaje, ni sufrir pérdidas por lo que se deteriora ó echa á perder. ...

En la línea 478
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... El individuo, al reconocer a su víctima, le llevó aparte, y con horrendas imprecaciones le intimó que no volvería a ver más su casa si intentaba delatarle; el viejo se estuvo en paz, porque tenía muy poco que ganar y sí mucho que perder haciendo que prendieran al ladrón, ya que no hubieran tardado en soltarlo por falta de pruebas, y entonces era inevitable su venganza si no se adelantaban sus compañeros a tomarla. ...

En la línea 1922
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Allí iba yo a perder horas y horas, mirando los bancos de peces dorados y plateados que emergían al sol en la superficie de las aguas verdosas, o escuchando, no el trinar de los pájaros—porque no es España la tierra de esos cantores alados—, sino la charla de un _naranjero_, que, además de naranjas, vendía agua junto a una casilla de registro abandonada, frontera precisamente al puente de tablas que cruzaba el canal; allí había instalado su tenducho el naranjero por parecerle la posición favorable para su comercio. ...

En la línea 2282
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Desde que empezaron estos desórdenes, me da miedo salir a la calle, porque en cuanto la _canaille_ de Córdoba me ve doblar una esquina, empiezan a gritar: «¡A ése, al carlista!», y corren detrás de mí vociferando y me amenazan con piedras y palos; de manera que, si no me pongo en salvo metiéndome en casa, empresa difícil con mis diez y pico arrobas, puedo perder la vida en la calle, y esto, lo reconocerá usted _don Jorge_, no es ni agradable ni decente. ...

En la línea 3404
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Somos de Andalucía, y su merced era el año pasado recaudador general de contribuciones en Granada; tenía catorce mil _reals_ de sueldo, con lo que nos dábamos traza para vivir bastante bien, sin perder las _funciones_ de toros, y cuando no las había, las de _novillos_, y alguna que otra vez a la ópera. ...

En la línea 274
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Encomendados sean a Satanás y a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado entendimiento que había en toda la Mancha. ...

En la línea 540
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Mas, cuando don Quijote llegó a ver rota su celada, pensó perder el juicio, y, puesta la mano en la espada y alzando los ojos al cielo, dijo: -Yo hago juramento al Criador de todas las cosas y a los santos cuatro Evangelios, donde más largamente están escritos, de hacer la vida que hizo el grande marqués de Mantua cuando juró de vengar la muerte de su sobrino Valdovinos, que fue de no comer pan a manteles, ni con su mujer folgar, y otras cosas que, aunque dellas no me acuerdo, las doy aquí por expresadas, hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado me fizo. ...

En la línea 705
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -De ese parecer estoy yo -replicó el caminante-; pero una cosa, entre otras muchas, me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que, cuando se ven en ocasión de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se vee manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquel instante de acometella se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a hacer en peligros semejantes; antes, se encomiendan a sus damas, con tanta gana y devoción como si ellas fueran su Dios: cosa que me parece que huele algo a gentilidad. ...

En la línea 786
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo y al alma más adornan y hermosean, ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquel que, por sólo su gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda? »Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos. ...

En la línea 214
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Los bordes del lago son fangosos; en ese barro hay numerosos cristales de yeso, algunos de los cuales tienen hasta tres pulgadas de longitud; en la superficie de ese légamo se encuentran también gran número de cristales de sulfato de sosa. Los gauchos llaman a los primeros los «padres de la sal», y a los segundos, las «madres»; afirman que estas sales progenitoras existen siempre en las orillas de las salinas, cuando el agua comienza a evaporarse. El barro de los bordes es negro y exhala un olor fétido. Al pronto no pude darme cuenta de la causa de este olor; pero muy luego advertí que la espuma traída por el viento a las orillas es verde, como si contuviese un gran número de confervas. Quise traerme una muestra de esa materia verde, pero un accidente me la hizo perder. Algunas partes del lago, vistas a corta distancia, parecen tener un color rojo, lo cual quizá dependa de la presencia de algunos infusorios. En muchos sitios se nota rebullir en ese fango una especie de gusanos. ¡Qué asombro produce el pensar que 3 Report of the Agricult ...

En la línea 480
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... 14 de noviembre.- Salimos de Montevideo por la tarde. Me propongo ir a Colonia del Sacramento, en la margen septentrional de la Plata, frente a Buenos Aires; subir por el Uruguay hasta Mercedes, en la orilla del río Negro (uno de los numerosos ríos que llevan este nombre en la América meridional) y volver luego directamente a Montevideo. Dormimos en casa de mi guía, en Canelones. Nos levantamos temprano con la esperanza de hacer una larga etapa, esperanza frustrada puesto que todos los ríos están desbordados. Atravesamos en barca los riachuelos de Canelones, Santa Lucía y San José, y perdemos así mucho tiempo. En otra excursión había cruzado yo el Santa Lucía por cerca de su desembocadura y me chocó muchísimo ver con qué facilidad nuestros caballos, aun sin estar habituados a nadar, habían recorrido esta distancia, por lo menos de 600 metros. Un día que en Montevideo manifesté mi asombro acerca de este particular, me refirieron que algunos titiriteros acompañados de sus caballos naufragaron en la Plata; uno de esos caballos nadó por espacio de siete millas para llegar a tierra. En aquel día un gaucho me dio un regocijado espectáculo por la destreza con que obligó a un caballo repropiado a atravesar un río a nado. El gaucho se desnudó por completo, montó a caballo y obligó a éste a entrar en el agua hasta perder pie; dejóse escurrir entonces por la grupa y le agarró la cola; cada vez que el animal volvía la cabeza, el gaucho le arrojaba agua para asustarle. En cuanto el caballo llegó a la margen opuesta, irguiose de nuevo en la silla el gaucho e iba montado con firmeza, bridas en mano, antes de haber salido por completo del río. Bello espectáculo es ver a un hombre desnudo jinete sobre un caballo en pelo: nunca hubiera creído que ambos animales fuesen tan bien juntos. La cola del caballo constituye un apéndice muy útil: he atravesado un río en barca acompañado por cuatro personas, arrastrada de la misma manera que el gaucho de que acabo de hablar. Cuando un hombre a caballo tiene que cruzar un río ancho, el mejor medio consiste en agarrar la pera de la silla o la crin del caballo con una mano y nadar con la otra. ...

En la línea 522
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Durante los seis meses últimos he tenido ocasión de estudiar el carácter de los habitantes de estas provincias. Los gauchos o campesinos son muy superiores a los habitantes de la ciudad. Invariablemente, el gaucho es muy servicial, muy cortés, muy hospitalario; nunca he visto un ejemplo de grosería o de inhospitalidad Lleno de modestia cuando habla de sí mismo o de su país, al mismo tiempo es atrevido y valiente. Por otra parte, siempre se oye hablar de robos y homicidios; la costumbre de llevar cuchillo es la principal causa de estos últimos. Es deplorable pensar en el número de muertes causadas por insignificantes disputas. Cada uno de los combatientes trata de tocar a su adversario en la cara, de cortarle la nariz o de arrancarle los ojos; prueba de ello, las horribles cicatrices que casi todos llevan. Los robos provienen naturalmente de las arraigadas costumbres de jugar y beber de los gauchos y de su indolencia suma. Una vez pregunté en Mercedes a dos hombres, con quienes me encontré, por qué no trabajaban. «Los días son demasiado largos», me respondió el uno; «soy demasiado pobre», me contestó el otro. Hay siempre un número de caballos tan grande y tal profusión de alimentos, que no se siente la necesidad de industria. Además, es incalculable el número de los días feriados; por último, una empresa no tiene algunas probabilidades de buen éxito sino comenzándola en luna creciente; de suerte que estas dos causas hacen perder la mitad del mes. Nada hay menos eficaz que la policía y la justicia. Si un hombre pobre comete un homicidio, se le encarcela y hasta quizá se le fusila; pero si es rico y tiene amigos, puede contar con que el asunto no tendrá ninguna mala consecuencia para él. Es de advertir que la mayoría de los habitantes respetables del país ayudan invariablemente a los homicidas a escaparse; parecen pensar que el asesino ha cometido un delito contra el gobierno y no un crimen contra la sociedad. Un viajero no tiene otra protección sino sus armas de fuego, y el hábito constante de llevarlas es lo único que impide mayor frecuencia en los robos. ...

En la línea 1472
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... a mula vieja es casi imposible de perder; pues aunque se la retenga muchas horas, acabará por escaparse, y lo mismo que un perro sigue la pista de sus compañeras y las alcanza, o mejor dicho, si hemos de creer a los muleros, sigue la pista a la madrina, que es el objeto principal de sus afectos. ...

En la línea 1375
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... En el momento de perder la libertad se desesperaba, pero sus lágrimas se iban secando al fuego de la imaginación, que le caldeaba el cerebro y las mejillas. ...

En la línea 2352
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Cuando la suerte le es adversa arriba, baja y se expone a ganar al tresillo todo lo que puede y a perder muy poco, porque si pierde lo deja. ...

En la línea 2478
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Sabía de varios tenientes generales que habían sido otros tantos Farnesios y Spínolas, sin que lo sospechara el mundo; y sacaba a relucir la historia de tal brigadier que si, conforme no mandó, hubiera mandado la acción de tal parte, hubiera conquistado la gloria de un Napoleón, en vez de perder las posiciones, como en efecto las había perdido el general inepto. ...

En la línea 2503
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Tal médico se recogía a las diez después de perder las ganancias del día: se levantaba a las seis de la mañana, recorría todo el pueblo entre charcos y entre lodo, desafiaba la nieve, el granizo, el frío, el viento; y después de ímprobo trabajo, volvía, como con una ofrenda ante el altar, a depositar sobre el tapete verde las pesetas ganadas. ...

En la línea 248
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Se contaban anécdotas sobre el respeto de Alfonso V a las letras clásicas, afirmando que empleaba muchas veces como medicina la lectura de ciertos autores antiguos, curándose así las dolencias nerviosas. Hasta se abstuvo en una recepción de espantar una mosca posada sobre su nariz por no perder ninguna frase de la arenga latina que le dedicaba un orador célebre. En sus guerras para conseguir la posesión definitiva de Nápoles, perdonó a varias poblaciones que le habían opuesto empeñada resistencia al acordarse de que eran patria de grandes hombres de la antigüedad. ...

En la línea 854
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Según costumbre de entonces el cardenal Rodrigo, antes de ser Papa, había procurado ligara su hija por medio de una promesa de casamiento con altas familias que acrecentasen el prestigio de los Borjas. Y como estaba en relación con los más poderosos nobles de Valencia, ajustaba primeramente el matrimonio de Lucrecia, cuando sólo tenía ocho años, con don Querubín de Centelles, señor del valle de Ayora, y luego, siendo aquélla de once, con don Gaspar de Prócida, conde de Almenara. De no ser elegido Papa la célebre Lucrecia Borgia se había casado con un noble de Valencia, yendo a llevar en la tierra de su padre una vida de señora tranquila y sin historia, teniendo muchos hijos y entregándose a austeras devociones al perder su belleza y su juventud. ...

En la línea 882
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Esbelta y graciosa de jovencita, redondeábase luego de formas, sin perder la elegante ligereza de sus movimientos. Había algo en ella de blando, revelador de una voluntad floja y sin iniciativa. Era de pocos nervios, incapaz de resistirse al Destino, dejándose llevar por él, buscando solamente las alegrías momentáneas, sin energía para ir más allá de los goces de su vanidad, mostrándose en toda ocasión un instrumento dócil de su familia. —No heredó la energía de los Borgias, pero si el talento. Ella y César fueron los hijos de Alejandro más inteligentes. Vivía esclava de su propio medio, haciendo lo mismo que las personas que la rodeaban. Mientras existió su padre mostrose aficionada a los asuntos políticos y hasta gobernó tierras de la Iglesia en ausencia del Pontífice. Al morir Alejandro y quedar en Ferrara como esposa del príncipe Alfonso de Este, vigoroso soldado, la hija del Papa fue la perla de las esposas, la triunfante princesa, la santa madona Lucrecia. El poeta Ariosto cantaba sus virtudes, el pintor Tíciano la admiraba al tratarla en su Corte… Es una esposa que sólo piensa en sus hijos, en el gobierno de su palacio y sobrelleva resignada y afable las infidelidades de un marido rudo, que en el fondo la adora. ...

En la línea 930
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Oirá vez se consideró Alejandro VI en un dilema angustioso. El rey de Francia le enviaba embajadores amenazándole con reunir un Concilio que le quitaría la tiara si no se unía a él. Juliano de la Royere, separado del rey de Nápoles, empezaba a trabajar por el monarca francés. Además corría el peligro de perder a su íntimo amigo el cardenal Ascanio Sforza, partidario también del rey de Francia por su parentesco con el tirano de Milán. ...

En la línea 196
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... La noticia hizo perder su calma al gigante… . ¡Verse privado de un bote que representaba la única probabilidad de volver al mundo de sus semejantes!… ...

En la línea 228
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... 'Y ahora, perdóneme lo que voy a añadir. Yo no figuro en el gobierno; no soy más que un modesto profesor de Universidad. Si de mi dependiese, le llevaría hasta la capital sin precaución alguna, como un amigo. Pero el gobierno no le conoce a usted y guarda un mal recuerdo de la grosería de los Hombres-Montañas que nos visitaron en otros tiempos. Teme que se le ocurra durante el camino derribar alguna casa de un puntapié o aplastar a las muchas personas que acudirán a verle. Puede usted perder la paciencia; la curiosidad del público es siempre molesta; hay hombres que ríen con la ligereza y la verbosidad propias de su sexo frívolo; hay niños que arrojan piedras, a pesar de la buena educación que se les da en las escuelas. El sexo masculino es así. Por más que se pretenda afinarle, conserva siempre un fondo originario de grosería y de inconsciencia. En fin, gentleman, tenemos orden de llevarle atado hasta nuestra capital, pero marchando por sus propios pies. ...

En la línea 479
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... En nuestra vida de familia ejerce un miedo salutífero la existencia de dicha clase inferior. Los hombres obedecen sin discusión a la esposa o la madre, por miedo a perder las dulzuras de la vida de harén que llevan en sus casas. Tiemblan de que puedan enviarlos a engrosar el número de los hombres adormecidos interiormente, de los esclavos que solo sirven para prestar sus fuerzas. ...

En la línea 480
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... - ¿Y el ejército? -preguntó el gigante-. Habla usted, profesor, de que ya no hay guerras ni puede haberlas, de que terminó la casta militar al perder los hombres el disfrute del gobierno, y desde que llegué aquí he visto por todas partes a esas muchachas de casco con aletas y espada al cinto, así como a las otras que tripulan las máquinas voladoras. ...

En la línea 69
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... También la casa de Gumersindo Arnaiz, hermano de Barbarita, ha pasado por grandes crisis y mudanzas desde que murió D. Bonifacio. Dos años después del casamiento de su hermana con Santa Cruz, casó Gumersindo con Isabel Cordero, hija de D. Benigno Cordero, mujer de gran disposición, que supo ver claro en el negocio de tiendas y ha sido la salvadora de aquel acreditado establecimiento. Comprometido éste del 40 al 45, por los últimos errores del difunto Arnaiz, se defendió con los mahones, aquellas telas ligeras y frescas que tanto se usaron hasta el 54. El género de China decaía visiblemente. Las galeras aceleradas iban trayendo a Madrid cada día con más presteza las novedades parisienses, y se apuntaba la invasión lenta y tiránica de los medios colores, que pretenden ser signo de cultura. La sociedad española empezaba a presumir de seria; es decir, a vestirse lúgubremente, y el alegre imperio de los colorines se derrumbaba de un modo indudable. Como se habían ido las capas rojas, se fueron los pañuelos de Manila. La aristocracia los cedía con desdén a la clase media, y esta, que también quería ser aristócrata, entregábalos al pueblo, último y fiel adepto de los matices vivos. Aquel encanto de los ojos, aquel prodigio de color, remedo de la naturaleza sonriente, encendida por el sol de Mediodía, empezó a perder terreno, aunque el pueblo, con instinto de colorista y poeta, defendía la prenda española como defendió el parque de Monteleón y los reductos de Zaragoza. Poco a poco iba cayendo el chal de los hombros de las mujeres hermosas, porque la sociedad se empeñaba en parecer grave, y para ser grave nada mejor que envolverse en tintas de tristeza. Estamos bajo la influencia del Norte de Europa, y ese maldito Norte nos impone los grises que toma de su ahumado cielo. El sombrero de copa da mucha respetabilidad a la fisonomía, y raro es el hombre que no se cree importante sólo con llevar sobre la cabeza un cañón de chimenea. Las señoras no se tienen por tales si no van vestidas de color de hollín, ceniza, rapé, verde botella o pasa de corinto. Los tonos vivos las encanallan, porque el pueblo ama el rojo bermellón, el amarillo tila, el cadmio y el verde forraje; y está tan arraigado en la plebe el sentimiento del color, que la seriedad no ha podido establecer su imperio sino transigiendo. El pueblo ha aceptado el oscuro de las capas, imponiendo el rojo de las vueltas; ha consentido las capotas, conservando las mantillas y los pañuelos chillones para la cabeza; ha transigido con los gabanes y aun con el polisón, a cambio de las toquillas de gama clara, en que domina el celeste, el rosa y el amarillo de Nápoles. El crespón es el que ha ido decayendo desde 1840, no sólo por la citada evolución de la seriedad europea, que nos ha cogido de medio a medio, sino por causas económicas a las que no podíamos sustraernos. ...

En la línea 140
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Y lo que Barbarita no dudaba en calificar de encanallamiento, empezó a manifestarse en el vestido. El Delfín se encajó una capa de esclavina corta con mucho ribete, mucha trencilla y pasamanería. Poníase por las noches el sombrerito pavero, que, a la verdad, le caía muy bien, y se peinaba con los mechones ahuecados sobre las sienes. Un día se presentó en la casa un sastre con facha de sacristán, que era de los que hacen ropa ajustada para toreros, chulos y matachines; pero doña Bárbara no le dejó sacar la cinta de medir, y poco faltó para que el pobre hombre fuera rodando por las escaleras. «¿Es posible—dijo a su niño, sin disimular la ira—, que se te antoje también ponerte esos pantalones ajustados con los cuales las piernas de los hombres parecen zancas de cigüeña?». Y una vez roto el fuego, rompió la señora en acusaciones contra su hijo por aquellas maneras nuevas de hablar y de vestir. Él se reía, buscando medios de eludir la cuestión; pero la inflexible mamá le cortaba la retirada con preguntas contundentes. ¿A dónde iba por las noches? ¿Quiénes eran sus amigos? Respondía él que los de siempre, lo cual no era verdad, pues salvo Villalonga, que salía con él muy puesto también de capita corta y pavero, los antiguos condiscípulos no aportaban ya por la casa. Y Barbarita citaba a Zalamero, a Pez, al chico de Tellería. ¿Cómo no hacer comparaciones? Zalamero, a los veintisiete años, era ya diputado y subsecretario de Gobernación, y se decía que Rivero quería dar a Joaquinito Pez un Gobierno de provincia. Gustavito hacía cada artículo de crítica y cada estudio sobre los Orígenes de tal o cual cosa, que era una bendición, y en tanto él y Villalonga ¿en qué pasaban el tiempo?, ¿en qué?, en adquirir hábitos ordinarios y en tratarse con zánganos de coleta. A mayor abundamiento, en aquella época del 70 se le desarrolló de tal modo al Delfín la afición a los toros, que no perdía corrida, ni dejaba de ir al apartado ningún día y a veces se plantaba en la dehesa. Doña Bárbara vivía en la mayor intranquilidad, y cuando alguien le contaba que había visto a su ídolo en compañía de un individuo del arte del cuerno, se subía a la parra y… «Mira, Juan, creo que tú y yo vamos a perder las amistades. Como me traigas a casa a uno de esos tagarotes de calzón ajustado, chaqueta corta y botita de caña clara, te pego, sí, hago lo que no he hecho nunca, cojo una escoba y ambos salís de aquí pitando»… Estos furores solían concluir con risas, besos, promesas de enmienda y reconciliaciones cariñosas, porque Juanito se pintaba solo para desenojar a su mamá. ...

En la línea 1750
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... El tiempo apremiaba y doña Lupe podía venir. Cuando cogió la hucha llena, el corazón le palpitaba y su respiración era difícil. Dábale compasión de la víctima, y para evitar su enternecimiento, que podría frustrar el acto, hizo lo que los criminales que se arrojan frenéticos a dar el primer golpe para perder el miedo y acallar la conciencia, impidiéndose el volver atrás. Cogió la hucha y con febril mano le atizó un porrazo. La víctima exhaló un gemido seco. Se había cascado, pero no estaba rota aún. Como este primer golpe fue dado sobre el suelo, le pareció a Maximiliano que había retumbado mucho, y entonces puso sobre la cama el cacharro herido. Su azoramiento era tal que casi le pega a la hucha vacía en vez de hacerlo a la llena; pero se serenó, diciendo: «¡Qué tonto soy! Si esto es mío, ¿por qué no he de disponer de ello cuando me dé la gana?». Y leña, más leña… La infeliz víctima, aquel antiguo y leal amigo, modelo de honradez y fidelidad, gimió a los fieros golpes, abriéndose al fin en tres o cuatro pedazos. Sobre la cama se esparcieron las tripas de oro, plata y cobre. Entre la plata, que era lo que más abundaba, brillaban los centenes como las pepitas amarillas de un melón entre la pulpa blanca. Con mano trémula, el asesino lo recogió todo menos la calderilla, y se lo guardó en el bolsillo del pantalón. Los cascos esparcidos semejaban pedazos de un cráneo, y el polvillo rojo del barro cocido que ensuciaba la colcha blanca pareciole al criminal manchas de sangre. Antes de pensar en borrar las huellas del estropicio, pensó en poner los cuartos en la hucha nueva, operación verificada con tanta precipitación que las piezas se atragantaban en la boca y algunas no querían pasar. Como que la boca era un poquitín más estrecha que la de la muerta. Después metió el cobre de las dos pesetas que había cambiado. ...

En la línea 1751
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... No había tiempo que perder. Sentía pasos. ¿Subiría ya doña Lupe? No, no era ella; pero pronto vendría y era forzoso despachar. Aquellos cascos, ¿dónde los echaría? He aquí un problema que le puso los pelos de punta al asesino. Lo mejor era envolver aquellos despojos sangrientos en un pañuelo y tirarlos en medio de la calle cuando saliera. ¿Y la sangre? Limpió la colcha como pudo, soplando el polvo. Después advirtió que su mano derecha y el puño de la camisa conservaban algunas señales, y se ocupó en borrarlas cuidadosamente. También la mano del almirez necesitó de un buen limpión. ¿Tendría algo en la ropa? Se miró bien de pies a cabeza. No había nada, absolutamente nada. Como todos los matadores en igual caso, fue escrupuloso en el examen; pero a estos desgraciados se les olvida siempre algo, y donde menos lo piensan se conserva el dato acusador que ilumina a la justicia. ...

En la línea 431
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... –Su trastornada mente le persuade de que es el Príncipe de Gales. Será cosa rara tener con nosotros a un Príncipe de Gales ahora que el que era príncipe ya no es príncipe, sino rey. Porque su pobre espíritu tiene un tema solo, y no comprenderá que ahora debe dejar de ser príncipe y llamarse rey… . Si mi padre vive aún, después de estos siete años en que no he sabido nada de mi casa en mi calabozo en tierra extraña, acogerá bien al pobre niño y por mi amor le concederá generoso albergue. Lo mismo hará mi buen hermano mayor, Arturo. Mi otro hermano, Hugo… Pero le romperé la crisma si se interpone, el muy zorro y desalmado. Sí. Hacia allá nos iremos y sin tampoco perder momento. ...

En la línea 464
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Miles reflexionó unos momentos y se dijo: 'Sí, eso es. Por cualquier otro medio sería imposible conseguirlo. Y, en verdad, mi experiencia de estas horas pasadas me ha enseñado que sería harto trabajoso e inconveniente proseguir como hasta ahora. Sí, lo propondré. Ha sido una feliz casualidad que no haya dejado perder la ocasión.' Después de esto dobló una rodilla y dijo: ...

En la línea 578
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... –¿Azotarte a ti? –exclamó Tom asombrado hasta perder la presencia de ánimo–. ¿Por qué te han de azotar a ti por faltas mías? ...

En la línea 722
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Prosternose la mujer y protestó bañada en llanto que no tenía poder para hacer el milagro, pues de tenerlo defendería de buen grado la vida de su hija solamente, contenta de perder la suya, si por su obediencia al mandato del rey pudiera alcanzar tan preciada gracia. ...

En la línea 813
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –¡Ah, mi mujer! –exclamó Carrascal, y una lágrima que se le había asomado a un ojo pareció irradiarle luz interna–. ¡Mi mujer!, ¡la he descubierto! Hasta mi tremenda desgracia no he sabido lo que tenía en ella. Sólo he penetrado en el misterio de la vida cuando en las noches terribles que sucedieron al suicidio de mi Apolodoro reclinaba mi cabeza en el regazo de ella, de la madre, y lloraba, lloraba, lloraba. Y ella, pasándome dulcemente la mano por la cabeza, me decía: «¡Pobre hijo mío!, ¡pobre mío!» Nunca, nunca ha sido más madre que ahora. Jamás creí al hacerla madre, ¿y cómo?, nada más que para que me diese la materia prima del genio… jamás creí al hacerla madre que como tal la necesitaría para mí un día. Porque yo no conocí a mi madre, Augusto, no la conocí; yo no he tenido madre, no he sabido qué es tenerla hasta que al perder mi mujer a mi hijo y suyo se ha sentido madre mía. Tú conociste a tu madre, Augusto, a la excelente doña Soledad; si no, te aconsejaría que te casases. ...

En la línea 890
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Lo que voy a empezar ahora es a perder noches… ...

En la línea 952
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Pues verá usted; fue cuando la epidemia aquella, ya sabe usted. Todo el mundo estaba alarmadísimo, a mí no me dejaron ustedes salir de casa en una porción de días y hasta tomaba el agua hervida. Todos huían los unos de los otros, y si se veía a alguien de luto reciente era como si estuviese apestado. Pues bien; a los cinco o seis días de haber enviudado el pobre don Emeterio tuvo que salir de casa, de luto por supuesto, y se encontró de manos a boca con ese bárbaro de Martín. Este, al verle de luto, se mantuvo a cierta prudente distancia de él, como temiendo el contagio, y le dijo: «Pero, hombre, ¿qué es eso?, ¿alguna desgracia en tu casa?» «Sí –le contestó el pobre don Emeterio–, acabo de perder a mi pobre mujer. ...

En la línea 1556
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... La muchacha obedeció tranquilamente y sin inmutarse, como a cosa acordada y prevista. Augusto en cambio quedóse confuso y sin saber por dónde empezar su experiencia psicológica. Y como no sabía qué decir, pues… hacía. Apretaba a Rosario contra su pecho anhelante y le cubría la cara de besos, diciéndose entre tanto: «Me parece que voy a perder la sangre fría necesaria para la investigación psicológica.» ...

En la línea 579
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —Con esto basta para hacer perder mi pista incluso a los perros —dijo—. Ahora puedo darme algún reposo sin temor de que me descubran. ...

En la línea 637
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —Con esto basta para hacer perder mi pista incluso a los perros —dijo—. Ahora puedo darme algún reposo sin temor de que me descubran. ...

En la línea 814
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —No lo creerás —prosiguió Sandokán—, pero he luchado con fuerzas antes de darme por vencido. Mas ni mi odio por los ingleses ha podido contener a mi corazón. ¡Cuántas veces me asaltaba la idea de que si algún día me casaba con esa muchacha tendría que abandonar el mar y renunciar a mi venganza; perder mi nombre, perder mis tigres! ¡Procuré huir de ella, pero he tenido que ceder, Yáñez! Hasta ahora me había librado del amor, pero al fin me rendí ante ese cariño que nada será capaz de arrancarme del corazón. ¡Ah, Yáñez! ¡Creo que el Tigre dejará de existir! ...

En la línea 814
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —No lo creerás —prosiguió Sandokán—, pero he luchado con fuerzas antes de darme por vencido. Mas ni mi odio por los ingleses ha podido contener a mi corazón. ¡Cuántas veces me asaltaba la idea de que si algún día me casaba con esa muchacha tendría que abandonar el mar y renunciar a mi venganza; perder mi nombre, perder mis tigres! ¡Procuré huir de ella, pero he tenido que ceder, Yáñez! Hasta ahora me había librado del amor, pero al fin me rendí ante ese cariño que nada será capaz de arrancarme del corazón. ¡Ah, Yáñez! ¡Creo que el Tigre dejará de existir! ...

En la línea 115
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... El comandante Farragut no quería perder ni un día ni una hora en su marcha hacia los mares en que acababa de señalarse la presencia del animal. Llamó a su ingeniero. ...

En la línea 316
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... La caída me sumergió a una profundidad de unos veinte pies. Sin pretender igualarme a Byron y a Edgar Poe, que son maestros de natación, creo poder decir que soy buen nadador. Por ello la zambullida no me hizo perder la cabeza, y dos vigorosos taconazos me devolvieron a la superficie del mar. Mi primer cuidado fue buscar con los ojos la fragata. ¿Se habría dado cuenta la tripulación de mi desaparición? ¿Habría virado de bordo el Abraham Lincoln? ¿Habría botado el comandante Farragut una embarcación en mi búsqueda? ¿Podía esperar mi salvación? ...

En la línea 1211
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -En esto tiene razón el amigo Ned -dijo Conseil-, y yo soy de su opinión. ¿No podría obtener el señor de su amigo, el capitán Nemo, que se nos trasladase a tierra, aunque no fuese más que para no perder la costumbre de pisar las partes sólidas de nuestro planeta? ...

En la línea 1346
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... La cena fue excelente. Dos palomas torcaces completaron la extraordinaria minuta. La fécula de sagú, el pan del artocarpo, unos cuantos mangos, media docena de ananás y un poco de licor fermentado de nueces de coco nos alegraron el ánimo, hasta el punto de que las ideas de mis companeros, así me lo pareció, llegaron a perder algo de su solidez habitual. ...

En la línea 234
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... ¡Dios mío! Ya podían perder toda esperanza de probarlo. ...

En la línea 407
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... — Pues bien - dijo éste, tomando el hierro con la mano izquierda a fin de acariciarse la patilla, ademán que me hacía perder todas las esperanzas cuando lo advertía en él -, tu hermana es una mujer que tiene cabeza, una magnífica cabeza. ...

En la línea 1405
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... - No, mi querido amigo - dijo en cuanto hubo recobrado bastante el aliento para poder hablar -. No será así, si puedo evitarlo. Esta ocasión no puede pasar sin esta muestra de afecto por su parte. ¿Me será permitido, como viejo amigo y como persona que le desea toda suerte de dichas… ? Nos estrechamos la mano por centésima vez por lo menos, y luego él ordenó, muy indignado, a un joven carretero que pasaba por mi lado que se apartase de mi camino. Me dio su bendición y se quedó agitando la mano hasta que yo hube pasado más allá de la revuelta del camino; entonces me dirigí a un campo, y antes de proseguir mi marcha hacia casa eché un sueñecito bajo unos matorrales. Pocos efectos tenía que llevarme a Londres, pues la mayor parte de los que poseía no estaban de acuerdo con mi nueva posición. Pero aquella misma tarde empecé a arreglar mi equipaje y me llevé muchas cosas, aunque estaba persuadido de que no las necesitaría al día siguiente; sin embargo, todo lo hice para dar a entender que no había un momento que perder. ...

En la línea 1713
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El señor Pocket se manifestó satisfecho de verme y expresó la esperanza de no haberme sido antipático. 89 - Porque en realidad - añadió mientras su hijo sonreía - no soy un personaje alarmante. Era un hombre de juvenil aspecto, a pesar de sus perplejidades y de su cabello gris, y sus maneras parecían nuy naturales. Uso la palabra «naturales» en el sentido de que carecían de afectación; había algo cómico en su aspecto de aturdimiento, y habría resultado evidentemente ridículo si él no se hubiese dado cuenta de tal cosa. Cuando hubo hablado conmigo un poco, dijo a su esposa, contrayendo con ansiedad las cejas, que eran negras y muy pobladas: - Supongo, Belinda, que ya has saludado al señor Pip. Ella levantó los ojos de su libro y contestó: - Sí. Luego me sonrió distraídamente y me preguntó si me gustaba el sabor del agua de azahar. Como aquella pregunta no tenía relación cercana o remota con nada de lo que se había dicho, creí que me la habria dirigido sin darse cuenta de lo que decía. A las pocas horas observé, y lo mencionaré en seguida, que la señora Pocket era hija única de un hidalgo ya fallecido, que llegó a serlo de un modo accidental, del cual ella pensaba que habría sido nombrado baronet de no oponerse alguien tenazmente por motivos absolutamente personales, los cuales han desaparecido de mi memoria, si es que alguna vez estuvieron en ella - tal vez el soberano, el primer ministro, el lord canciller, el arzobispo de Canterbury o algún otro, - y, en virtud de esa supuesta oposición, se creyó igual a todos los nobles de la tierra. Creo que se armó caballero a sí mismo por haber maltratado la gramática inglesa con la punta de la pluma en una desesperada solicitud, caligrafiada en una hoja de pergamino, con ocasión de ponerse la primera piedra de algún monumento y por haber entregado a algún personaje real la paleta o el mortero. Pero, sea lo que fuere, había ordenado que la señora Pocket fuese criada desde la cuna como quien, de acuerdo con la naturaleza de las cosas, debía casarse con un título y a quien había que guardar de que adquiriese conocimientos plebeyos o domésticos. Tan magnífica guardia se estableció en torno a la señorita, gracias a su juicioso padre, que creció adquiriendo cualidades altamente ornamentales pero, al mismo tiempo, por completo inútiles. Con un carácter tan felizmente formado, al florecer su primera juventud encontró al señor Pocket, el cual también estaba en la flor de la suya y en la indecisión entre alcanzar el puesto de lord canciller en la Cámara de los Lores, o tocarse con una mitra. Como el hacer una u otra cosa era sencillamente una cuestión de tiempo y tanto él como la señora Pocket habían agarrado al tiempo por los cabellos (cuando, a juzgar por su longitud, habría sido oportuno cortárselos), se casaron sin el consentimiento del juicioso padre de ella. Este buen señor, que no tenía nada más que retener o que otorgar que su propia bendición, les entregó cariñosamente esta dote después de corta lucha, e informó al señor Pocket de que su hija era «un tesoro para un príncipe». El señor Pocket empleó aquel tesoro del modo habitual desde que el mundo es mundo, y se supone que no le proporcionó intereses muy crecidos. A pesar de eso, la señora Pocket era, en general, objeto de respetuosa compasión por el hecho de que no se hubiese casado con un título, en tanto que a su marido se le dirigían indulgentes reproches por el hecho de no haber obtenido ninguno. El señor Pocket me llevó al interior de la casa y me mostró la habitación que me estaba destinada, la cual era agradable y estaba amueblada de tal manera que podría usarla cómodamente como saloncito particular. Luego llamó a las puertas de dos habitaciones similares y me presentó a sus ocupantes, llamados Drummle y Startop. El primero, que era un joven de aspecto avejentado y perteneciente a un pesado estilo arquitectónico, estaba silbando. Startop, que en apariencia contaba menos años, estaba ocupado en leer y en sostenerse la cabeza, como si temiera hallarse en peligro de que le estallara por haber recibido excesiva carga de conocimientos. Tanto el señor como la señora Pocket tenían tan evidente aspecto de hallarse en las manos de otra persona, que llegué a preguntarme quién estaría en posesión de la casa y les permitiría vivir en ella, hasta que pude descubrir que tal poder desconocido pertenecía a los criados. El sistema parecía bastante agradable, tal vez en vista de que evitaba preocupaciones; pero parecía deber ser caro, porque los criados consideraban como una obligación para consigo mismos comer y beber bien y recibir a sus amigos en la parte baja de la casa. Servían generosamente la mesa de los señores Pocket, pero, sin embargo, siempre me pareció que habría sido preferible alojarse en la cocina, en el supuesto de que el huésped que tal hiciera fuese capaz de defenderse a sí mismo, porque antes de que hubiese pasado allí una semana, una señora de la vecindad, con quien la familia sostenía relaciones de amistad, escribió que había visto a Millers abofeteando al pequeño. Eso dio un gran disgusto a la señora Pocket, quien, entre lágrimas, dijo que le parecía extraordinario que los vecinos no pudieran contentarse con cuidar de sus asuntos propios. Gradualmente averigüé, y en gran parte por boca de Herbert, que el señor Pocket se había educado en Harrow y en Cambridge, en donde logró distinguirse; pero que cuando hubo logrado la felicidad de casarse 90 con la señora Pocket, en edad muy temprana todavía, había abandonado sus esperanzas para emplearse como profesor particular. Después de haber sacado punta a muchos cerebros obtusos-y es muy curioso observar la coincidencia de que cuando los padres de los alumnos tenían influencia, siempre prometían al profesor ayudarle a conquistar un alto puesto, pero en cuanto había terminado la enseñanza de sus hijos, con rara unanimidad se olvidaban de su promesa -, se cansó de trabajo tan mal pagado y se dirigió a Londres. Allí, después de tener que abandonar esperanzas más elevadas, dio cursos a varias personas a quienes faltó la oportunidad de instruirse antes o que no habían estudiado a su tiempo, y afiló de nuevo a otros muchos para ocasiones especiales, y luego dedicó su atención al trabajo de hacer recopilaciones y correcciones literarias, y gracias a lo que así obtenía, añadidos a algunos modestos recursos que poseía, continuaba manteniendo la casa que pude ver. El señor y la señora Pocket tenía una vecina parecida a un sapo; una señora viuda, de un carácter tan altamente simpático que estaba de acuerdo con todo el mundo, bendecía a todo el mundo y dirigía sonrisas o derramaba lágrimas acerca de todo el mundo, según fueran las circunstancias. Se llamaba señora Coiler, y yo tuve el honor de llevarla del brazo hasta el comedor el día de mi instalación. En la escalera me dio a entender que para la señora Pocket había sido un rudo golpe el hecho de que el pobre señor Pocket se viera reducido a la necesidad de tomar alumnos en su casa. Eso, desde luego, no se refería a mí, según dijo con acento tierno y lleno de confianza (hacía menos de cinco minutos que me la habían presentado) , pues si todos hubiesen sido como yo, la cosa habría cambiado por completo. - Pero la querida señora Pocket - dijo la señora Coiler -, después de su primer desencanto (no porque ese simpatico señor Pocket mereciera el menor reproche acerca del particular), necesita tanto lujo y tanta elegancia… - Sí, señora - me apresuré a contestar, interrumpiéndola, pues temía que se echara a llorar. - Y tiene unos sentimientos tan aristocráticos… - Sí, señora - le dije de nuevo y con la misma intención. - … Y es muy duro - acabó de decir la señora Coiler - que el señor Pocket se vea obligado a ocupar su tiempo y su atención en otros menesteres, en vez de dedicarlos a su esposa. No pude dejar de pensar que habría sido mucho más duro que el tiempo y la atención del carnicero no se hubieran podido dedicar a la señora Pocket; pero no dije nada, pues, en realidad, tenía bastante que hacer observando disimuladamente las maneras de mis compañeros de mesa. Llegó a mi conocimiento, por las palabras que se cruzaron entre la señora Pocket y Drummle, en tanto que prestaba la mayor atención a mi cuchillo y tenedor, a la cuchara, a los vasos y a otros instrumentos suicidas, que Drummle, cuyo nombre de pila era Bentley, era entonces el heredero segundo de un título de baronet. Además, resultó que el libro que viera en mano de la señora Pocket, en el jardín, trataba de títulos de nobleza, y que ella conocía la fecha exacta en que su abuelito habría llegado a ser citado en tal libro, en el caso de haber estado en situación de merecerlo. Drummle hablaba muy poco, pero, en sus taciturnas costumbres (pues me pareció ser un individuo malhumorado), parecía hacerlo como si fuese uno de los elegidos, y reconocía en la señora Pocket su carácter de mujer y de hermana. Nadie, a excepción de ellos mismos y de la señora Coiler, parecida a un sapo, mostraba el menor interés en aquella conversación, y hasta me pareció que era molesta para Herbert; pero prometía durar mucho cuando llegó el criado, para dar cuenta de una desgracia doméstica. En efecto, parecía que la cocinera había perdido la carne de buey. Con el mayor asombro por mi parte, vi entonces que el señor Pocket, sin duda con objeto de desahogarse, hacía una cosa que me pareció extraordinaria, pero que no causó impresión alguna en nadie más y a la que me acostumbré rápidamente, como todos. Dejó a un lado el tenedor y el cuchillo de trinchar, pues estaba ocupado en ello en aquel momento; se llevó las manos al desordenado cabello, y pareció hacer extraordinarios esfuerzos para levantarse a sí mismo de aquella manera. Cuando lo hubo intentado, y en vista de que no lo conseguía, reanudó tranquilamente la ocupación a que antes estuviera dedicado. La señora Coiler cambió entonces de conversación y empezó a lisonjearme. Eso me gustó por unos momentos, pero cargó tanto la mano en mis alabanzas que muy pronto dejó de agradarme. Su modo serpentino de acercarse a mí, mientras fingía estar muy interesada por los amigos y los lugares que había dejado, tenía todo lo desagradable de los ofidios; y cuando, como por casualidad, se dirigió a Startop (que le dirigía muy pocas palabras) o a Drummle (que aún le decía menos), yo casi les envidié el sitio que ocupaban al otro lado de la mesa. Después de comer hicieron entrar a los niños, y la señora Coiler empezó a comentar, admirada, la belleza de sus ojos, de sus narices o de sus piernas, sistema excelente para mejorarlos mentalmente. Eran cuatro 91 niñas y dos niños de corta edad, además del pequeño, que podría haber pertenecido a cualquier sexo, y el que estaba a punto de sucederle, que aún no formaba parte de ninguno. Los hicieron entrar Flopson y Millers, como si hubiesen sido dos oficiales comisionados para alistar niños y se hubiesen apoderado de aquéllos; en tanto que la señora Pocket miraba a aquellos niños, que debían de haber sido nobles, como si pensara en que ya había tenido el placer de pasarles revista antes, aunque no supiera exactamente qué podría hacer con ellos. -Mire - dijo Flopson -, déme el tenedor, señora, y tome al pequeño. No lo coja así, porque le pondrá la cabeza debajo de la mesa. Así aconsejada, la señora Pocket cogió al pequeño de otra manera y logró ponerle la cabeza encima de la mesa; lo cual fue anunciado a todos por medio de un fuerte coscorrón. - ¡Dios mío! ¡Devuélvamelo, señora! - dijo Flopson -. Señorita Juana, venga a mecer al pequeño. Una de las niñas, una cosa insignificante que parecía haber tomado a su cargo algo que correspondía a los demás, abandonó su sitio, cerca de mí, y empezó a mecer al pequeño hasta que cesó de llorar y se echó a reír. Luego todos los niños empezaron a reír, y el señor Pocket (quien, mientras tanto, había tratado dos veces de levantarse a sí mismo cogiéndose del pelo) también se rió, en lo que le imitamos los demás, muy contentos. Flopson, doblando con fuerza las articulaciones del pequeño como si fuese una muñeca holandesa, lo dejó sano y salvo en el regazo de la señora Pocket y le dio el cascanueces para jugar, advirtiendo, al mismo tiempo, a la señora Pocket que no convenía el contacto de los extremos de tal instrumento con los ojos del niño, y encargando, además, a la señorita Juana que lo vigilase. Entonces las dos amas salieron del comedor y en la escalera tuvieron un altercado con el disoluto criado que sirvió la comida y que, evidentemente, había perdido la mitad de sus botones en la mesa de juego. Me quedé molesto al ver que la señora Pocket empeñaba una discusión con Drummle acerca de dos baronías, mientras se comía una naranja cortada a rajas y bañada de azúcar y vino, y olvidando, mientras tanto, al pequeño que tenía en el regazo, el cual hacía las cosas más extraordinarias con el cascanueces. Por fin, la señorita Juana, advirtiendo que peligraba la pequeña cabeza, dejó su sitio sin hacer ruido y, valiéndose de pequeños engaños, le quitó la peligrosa arma. La señora Pocket terminaba en aquel momento de comerse la naranja y, pareciéndole mal aquello, dijo a Juana: - ¡Tonta! ¿Por qué vienes a quitarle el cascanueces? ¡Ve a sentarte inmediatamente! - Mamá querida - ceceó la niñita -, el pequeño podía haberse sacado los ojos. - ¿Cómo te atreves a decirme eso? - replicó la señora Pocket-. ¡Ve a sentarte inmediatamente en tu sitio! - Belinda - le dijo su esposo desde el otro extremo de la mesa -. ¿Cómo eres tan poco razonable? Juana ha intervenido tan sólo para proteger al pequeño. - No quiero que se meta nadie en estas cosas - dijo la señora Pocket-. Me sorprende mucho, Mateo, que me expongas a recibir la afrenta de que alguien se inmiscuya en esto. - ¡Dios mío! - exclamó el señor Pocket, en un estallido de terrible desesperación -. ¿Acaso los niños han de matarse con los cascanueces, sin que nadie pueda salvarlos de la muerte? - No quiero que Juana se meta en esto - dijo la señora Pocket, dirigiendo una majestuosa mirada a aquella inocente y pequeña defensora de su hermanito -. Me parece, Juana, que conozco perfectamente la posición de mi pobre abuelito. El señor Pocket se llevó otra vez las manos al cabello, y aquella vez consiguió, realmente, levantarse algunas pulgadas. - ¡Oídme, dioses! - exclamó, desesperado -. ¡Los pobres pequeñuelos se han de matar con los cascanueces a causa de la posición de los pobres abuelitos de la gente! Luego se dejó caer de nuevo y se quedó silencioso. Mientras tenía lugar esta escena, todos mirábamos muy confusos el mantel. Sucedió una pausa, durante la cual el honrado e indomable pequeño dio una serie de saltos y gritos en dirección a Juana, que me pareció el único individuo de la familia (dejando a un lado a los criados) a quien conocía de un modo indudable. - Señor Drummle - dijo la señora Pocket -, ¿quiere hacer el favor de llamar a Flopson? Juana, desobediente niña, ve a sentarte. Ahora, pequeñín, ven con mamá. El pequeño, que era la misma esencia del honor, contestó con toda su alma. Se dobló al revés sobre el brazo de la señora Pocket, exhibió a los circunstantes sus zapatitos de ganchillo y sus muslos llenos de hoyuelos, en vez de mostrarles su rostro, y tuvieron que llevárselo en plena rebelión. Y por fin alcanzó su objeto, porque pocos minutos más tarde lo vi a través de la ventana en brazos de Juana. 92 Sucedió que los cinco niños restantes se quedaron ante la mesa, sin duda porque Flopson tenía un quehacer particular y a nadie más le correspondía cuidar de ellos. Entonces fue cuando pude enterarme de sus relaciones con su padre, gracias a la siguiente escena: E1 señor Pocket, cuya perplejidad normal parecía haber aumentado y con el cabello más desordenado que nunca, los miró por espacio de algunos minutos, como si no pudiese comprender la razón de que todos comiesen y se alojasen en aquel establecimiento y por qué la Naturaleza no los había mandado a otra casa. Luego, con acento propio de misionero, les dirigió algunas preguntas, como, por ejemplo, por qué el pequeño Joe tenía aquel agujero en su babero, a lo que el niño contestó que Flopson iba a remendárselo en cuanto tuviese tiempo; por qué la pequeña Fanny tenía aquel panadizo, y la niña contestó que Millers le pondría un emplasto si no se olvidaba. Luego se derritió en cariño paternal y les dio un chelín a cada uno, diciéndoles que se fuesen a jugar; y en cuanto se hubieron alejado, después de hacer un gran esfuerzo para levantarse agarrándose por el cabello, abandonó el inútil intento. Por la tarde había concurso de remo en el río. Como tanto Drummle como Startop tenían un bote cada uno, resolví tripular uno yo solo y vencerlos. Yo sobresalía en muchos ejercicios propios de los aldeanos, pero como estaba convencido de que carecía de elegancia y de estilo para remar en el Támesis -eso sin hablar de otras aguas, - resolví tomar lecciones del ganador de una regata que pasaba remando ante nuestro embarcadero y a quien me presentaron mis nuevos amigos. Esta autoridad práctica me dejó muy confuso diciéndome que tenía el brazo propio de un herrero. Si hubiese sabido cuán a punto estuvo de perder el discípulo a causa de aquel cumplido, no hay duda de que no me lo habría dirigido. Nos esperaba la cena cuando por la noche llegamos a casa, y creo que lo habríamos pasado bien a no ser por un suceso doméstico algo desagradable. El señor Pocket estaba de buen humor, cuando llegó una criada diciéndole: - Si me hace usted el favor, señor, quisiera hablar con usted. - ¿Hablar con su amo? - exclamó la señora Pocket, cuya dignidad se despertó de nuevo -. ¿Cómo se le ha ocurrido semejante cosa? Vaya usted y hable con Flopson. O hable conmigo… otro rato cualquiera. - Con perdón de usted, señora - replicó la criada -, necesito hablar cuanto antes y al señor. Por consiguiente, el señor Pocket salió de la estancia y nosotros procuramos entretenernos lo mejor que nos fue posible hasta que regresó. - ¡Ocurre algo muy gracioso, Belinda! - dijo el señor Pocket, con cara que demostraba su disgusto y su desesperación -. La cocinera está tendida en el suelo de la cocina, borracha perdida, con un gran paquete de mantequilla fresca que ha cogido de la despensa para venderla como grasa. La señora Pocket demostró inmediatamente una amable emoción y dijo: - Eso es cosa de esa odiosa Sofía. - ¿Qué quieres decir, Belinda? - preguntó el señor Pocket. - Sofía te lo ha dicho - contestó la señora Pocket -. ¿Acaso no la he visto con mis propios ojos y no la he oído por mí misma cuando llegó con la pretensión de hablar contigo? -Pero ¿no te acuerdas de que me ha llevado abajo, Belinda? - replicó el señor Pocket -. ¿No sabes que me ha mostrado a esa borracha y también el paquete de mantequilla? - ¿La defiendes, Mateo, después de su conducta? - le preguntó su esposa. El señor Poocket se limitó a emitir un gemido de dolor - ¿Acaso la nieta de mi abuelo no es nadie en esta casa? - exclamó la señora Pocket. - Además, la cocinera ha sido siempre una mujer seria y respetuosa, y en cuanto me conoció dijo con la mayor sinceridad que estaba segura de que yo había nacido para duquesa. Había un sofá al lado del señor Pocket, y éste se dejó caer en él con la actitud de un gladiador moribundo. Y sin abandonarla, cuando creyó llegada la ocasión de que le dejase para irme a la cama, me dijo con voz cavernosa: - Buenas noches, señor Pip. ...

En la línea 248
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... »A mamá le pareció un poco seco, y la pobre mujer, en su ingenuidad, se apresuró a decírselo a Dunia. Y Dunia, naturalmente, se enfadó y respondió con cierta brusquedad. Es lógico. ¿Cómo no perder la calma ante estas ingenuidades cuando la cosa está perfectamente clara y ya no es posible retroceder? ¿Y por qué me dirá: quiere a Dunia, Rodia, porque ella te quiere a ti más que a su propia vida? ¿No será que la tortura secretamente el remordimiento por haber sacrificado su hija a su hijo? 'Tú eres toda nuestra vida, toda nuestra esperanza para el porvenir.' ¡Oh mamá… !» ...

En la línea 252
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... »Esto tiene un pase en mamá, que es así, pero en Dunia es inexplicable. Te conozco bien, mi querida Dunetchka. Tenías casi veinte años cuando te vi por última vez, y sé perfectamente cómo es tu carácter. Mamá dice en su carta que Dunetchka posee tal entereza, que es capaz de soportarlo todo. Esto ya lo sabía yo: hace dos años y medio que sé que Dunetchka es capaz de soportarlo todo. El hecho de que haya podido soportar al señor Svidrigailof y todas las complicaciones que este hombre le ha ocasionado demuestra que, en efecto, es una mujer de gran entereza. Y ahora se imagina, lo mismo que mamá, que podrá soportar igualmente a ese señor Lujine que sustenta la teoría de la superioridad de las esposas tomadas en la miseria y para las que el marido aparece como un bienhechor, cosa que expone (es un detalle que no hay que olvidar) en su primera entrevista. Admitamos que las palabras se le han escapado, a pesar de ser un hombre razonable (seguramente no se le escaparon, ni mucho menos, aunque él lo dejara entrever así en las explicaciones que se apresuró a dar). Pero ¿qué se propone Dunia? Se ha dado cuenta de cómo es este hombre y sabe que habrá de compartir su vida con él, si se casa. Sin embargo, es una mujer que viviría de pan duro y agua, antes que vender su alma y su libertad moral: no las sacrificaría a las comodidades, no las cambiaría por todo el oro del mundo, y mucho menos, naturalmente, por el señor Lujine. No, la Dunia que yo conozco es distinta a la de la carta, y estoy seguro de que no ha cambiado. En verdad, su vida era dura en casa de Svidrigailof; no es nada grato pasar la existencia entera sirviendo de institutriz por doscientos rublos al año; pero estoy convencido de que mi hermana preferiría trabajar con los negros de un hacendado o con los sirvientes letones de un alemán del Báltico, que envilecerse y perder la dignidad encadenando su vida por cuestiones de interés con un hombre al que no quiere y con el que no tiene nada en común. Aunque el señor Lujine estuviera hecho de oro puro y brillantes, Dunia no se avendría a ser su concubina legítima. ¿Por qué, pues, lo ha aceptado? ...

En la línea 256
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... «Dices que la boda no se celebrará, pero ¿qué harás para impedirla? Y ¿con qué derecho te opondrás? Tú les dedicarás toda tu vida, todo tu porvenir, pero cuando hayas terminado los estudios y estés situado. Ya sabemos lo que eso significa: no son más que castillos en el aire… Ahora, inmediatamente, ¿qué harás? Pues es ahora cuando has de hacer algo, ¿no comprendes? ¿Y qué es lo que haces? Las arruinas, pues si te han podido mandar dinero ha sido porque una ha pedido un préstamo sobre su pensión y la otra un anticipo en sus honorarios. ¿Cómo las librarás de los Atanasio Ivanovitch y de los Svidrigailof, tú, futuro millonario de imaginación, Zeus de fantasía que te irrogas el derecho de disponer de su destino? En diez años, tu madre habrá tenido tiempo para perder la vista haciendo labores y llorando, y la salud a fuerza de privaciones. ¿Y qué me dices de tu hermana? ¡Vamos, trata de imaginarte lo que será tu hermana dentro de diez años o en el transcurso de estos diez años! ¿Has comprendido?» ...

En la línea 427
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Raskolnikof había dejado ya tan atrás al matrimonio y su amiga, que no pudo oír ni una palabra más. Había acortado el paso insensiblemente y había procurado no perder una sola sílaba de la conversación. A la sorpresa del primer momento había sucedido gradualmente un horror que le produjo escalofríos. Se había enterado, de súbito y del modo más inesperado, de que al día siguiente, exactamente a las siete, Lisbeth, la hermana de la vieja, la única persona que la acompañaba, habría salido y, por lo tanto, que a las siete del día siguiente la vieja ¡estaría sola en la casa! ...

En la línea 272
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Me hace usted perder la razón. ¿Imagina que temo el escándalo? ¿El enojo de usted? ¡Qué me importan a mí el escándalo y su enojo! La amo sin esperanza y sé que luego la amaría mucho más. Si la mato, tendré que matarme yo también. Pues bien, me mataré lo más tarde posible, a fin de sentir lejos de usted ese dolor intolerable. ¿Quiere saber una cosa increíble? La amo cada día más, lo que es casi imposible. ...

En la línea 291
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —¿Me dirá usted de una vez lo que pasa —exclamé—. ¿Tiene usted miedo de mí, acaso? Veo perfectamente el lío que reina aquí. Usted es la cuñada de un hombre arruinado, de un chiflado consumido por la pasión hacia ese demonio de Blanche. Luego hay ese francés y su misteriosa influencia sobre usted. ¡Y ahora me hace una proposición tremenda! Que sepa al menos de qué se trata. Si no, voy a perder la razón y cometer una barbaridad. Pero ¿puede usted sentir vergüenza de mí? ...

En la línea 311
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... No puedo comprender, no comprendo lo que es esa mujer. Es bonita, sí, es bonita según parece. Hace perder la cabeza también a los demás. Es alta y esbelta, muy delgada. Tengo la impresión de que se podría hacer con ella un paquetito o doblarla. Sus pies son largos y estrechos, obsesionantes. Positivamente obsesionantes. Tiene los cabellos de un tono rojizo y ojos de gata. ¡Pero qué orgullo, qué arrogancia en su mirada! Hace cuatro meses, poco después de mi llegada, tuvo una noche, en el salón, con Des Grieux, una conversación larga y animada. Y le miraba de un modo… que luego, una vez en mi cuarto, me hube de imaginar que ella le había abofeteado… Desde aquella noche la amo. ...

En la línea 381
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Empecé a darle explicaciones y exponerle mis planes, y él me escuchaba, arrellanado en un sillón, la cabeza ligeramente inclinada hacia mí, con un poco de ironía no disimulada. En suma, afectaba aires de superioridad. Me esforcé en simular que consideraba ese asunto con la mayor seriedad. Añadí que al quejarse de mí al general, como si fuera su criado, el barón me había hecho perder mi colocación, y, en segundo lugar, me había tratado como a un individuo incapaz de responder de sus actos por sí mismo, como si fuese un ser despreciable. ...

En la línea 122
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Spitz seguía indemne, mientras que Buck sangraba en abundancia y jadeaba. La lucha era desesperada. Y el lobuno círculo silencioso de perros continuaba aguardando para acabar con el que resultase derrotado. Cuando Buck se fue quedando sin resuello, Spitz se dedicó a atacarlo y lo obligó a hacer esfuerzos para no perder el equilibrio. Buck cayó al suelo una vez, y el círculo de sesenta perros se dispuso a avanzar; pero él se recuperó, casi al momento, y el círculo desistió y reanudó la espera. ...

En la línea 240
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Al principio y durante mucho tiempo no le gustaba perder a Thornton de vista. Desde el momento en que salía de la tienda y hasta que volvía a entrar en ella, Buck lo seguía pisándole los talones. Los cambios de amo que había vivido desde su llegada a las tierras del norte le habían infundido el temor de que ninguno sería para siempre. Tenía miedo de que Thornton fuera a desaparecer de su vida igual que habían desaparecido Perrault, François y el mestizo escocés. Hasta de noche, en sueños, lo acosaba ese temor. Entonces se sacudía el sueño y se acercaba sigilosamente bajo el intenso frío a la entrada de la tienda, donde se detenía a escuchar la respiración de su amo. ...

En la línea 253
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Más tarde, en otoño de aquel año, salvó la vida de John Thornton de una forma completamente distinta. Los tres socios estaban conduciendo una larga y angosta canoa por un difícil tramo de rápidos del Forty Mile. Hans y Pete se desplazaban por la orilla manteniéndola controlada con una cuerda de cáñamo que amarraban a un árbol y después a otro, mientras Thornton, que estaba en la embarcación, dirigía el descenso con la ayuda de una pértiga y gritando instrucciones a los socios. Buck, desde la orilla, ansioso y preocupado, se mantenía a la misma altura que la canoa sin perder de vista a su amo. ...

En la línea 252
del libro Amnesia
del afamado autor Amado Nervo
... Recordé las horas pasadas en mi «primer viaje de bodas» por la bahía de ensueño; nuestras excursiones a la gruta azul, a Pompeya… a Pompeya sobre todo. Luisa me había echado a perder mis éxtasis en las calles solitarias de la ciudad única. Ni entendía nada de aquello ni podía sentir la imperiosa evocación del pasado. ...

En la línea 114
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... En León causó al principio sorpresa grande que el currutaco Miranda eligiese por amigo a un señor Joaquín, hombre en cuyos cuadrados hombros parecía soldada y remachada la chaqueta; más presto anduvo la malicia el camino necesario para llegar a racional explicación del fenómeno, y comenzó Lucía a recibir larga broma de sus compañeras, que la aturdían a fuerza de glosar la pasión del señor de Miranda, sus atenciones, sus obsequios y rendimientos. Recibió ella la descarga risueña y sosegadamente, sin un sonrojo, sin perder minuto de sueño, sin que el latir del corazón se le acelerase cuando Miranda, desahogado siempre, repicaba la campanilla o entraba haciendo ruido con las flamantes botas. Como ningún amoroso requiebro de Miranda vino a confirmar los dichos de las gentes, estaba Lucía descuidada y tranquila lo mismo que de costumbre. Pero Miranda, resuelto ya a dar cima a su empresa, y considerando suficiente la preparación, un día, después de haber tomado café y leído El Progreso Nacional con el señor Joaquín, le pidió redondamente a su hija. ...

En la línea 290
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... El viajero puso dique a una marea de preguntas indiscretas que se asomaban a sus labios, y volviose hacia la ventanilla para no perder la hermosa decoración que le ofrecía la Naturaleza. El sol, apareciendo sobre la cumbre de una montañuela cercana, disipaba la bruma matutina, que descendía al valle en jirones de encaje gris, y, brillando en un espacio azul clarísimo, alumbraba con luz naciente, fresca y suave. Por los flancos de granito de la montaña, sembrados de mica que relucía, bajaba desatado un torrente espumoso; y entre el matiz sombrío de los encinares asomaba un pradillo, de tonos pálidos de hierba temprana, donde pacía un rebaño de ovejas, cuyos blancos cuerpos constelaban la alfombra verde como enormes copos de algodón. Al través del ruido ensordecedor del tren, dijérase que se oían en aquella pintoresca solana remotos gorjeos de aves y argentino repiquetear de esquilas. ...

En la línea 305
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -Pues en ese caso, diré a usted lo que opino. Indudablemente, su marido de usted, detenido por una circunstancia cualquiera, que no hace al caso, se quedó en Venta de Baños anoche. Por medida de precaución, le haremos, si usted quiere, un telegrama desde Hendaya; pero lo que yo supongo es que tomará el primer tren que vea salir para Francia, corriendo en busca de usted. Si retrocedemos, se expone usted a cruzarse con él en el camino, y a perder tiempo, y a molestarse más. Si se queda usted en la primera estación que encontremos, para esperarle allí… ...

En la línea 711
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Pocos días en Bayona bastaron para que Miranda se aliviase notablemente de la dolorosa luxación, y a que Pilar Gonzalvo y Lucía se conociesen y tratasen con cierta confianza. Pilar hacía rumbo, como Miranda, a Vichy; sólo que mientras Miranda quería que las aguas enseñasen a su hígado a elaborar el azúcar en justas y debidas proporciones para no dañar a la economía, la madrileñita iba a las saludables termas en demanda de partículas férreas que coloreasen su sangre y devolviesen el brillo a sus apagados ojos. Hambrienta como toda persona débil, como todo organismo pobre, de excitaciones, novedades y acontecimientos, divirtiole en extremo la relación nueva de Lucía, y las raras peripecias de su viaje, y el registro de sus galas de novia, que visitó sin perdonar una, examinando los encajes de cada chambra, los volantes de cada traje, las iniciales de cada pañuelo. Además, la simplicidad franca de la leonesa le brindaba campo virgen e inculto donde plantar todas las flores exóticas de la moda, todas las plantas ponzoñosas de la maledicencia elegante. Tenía Pilar, de edad entonces de veintitrés años, la malicia precoz que distingue a las señoritas que, con un pie en la aristocracia por sus relaciones y otro en la clase media por sus antecedentes, conocen todos los lados de la sociedad, y así averiguan quién da citas a los duques, como quién se cartea con la vecina del tercero. Pilar Gonzalvo era tolerada en las casas distinguidas de Madrid; ser tolerado es un matiz del trato social, y otro matiz ser admitido, como su hermano lo era: más allá del tolerar y del admitir queda aún otro matiz supremo, el festejar; pocos gozan del privilegio de que los festejen, reservado a las eminencias, que no se prodigan y se dejan ver únicamente de año en año, a los banqueros y magnates opulentos, que dan bailes, fiestas y misas del gallo con cena después, a las hermosuras durante un breve y deslumbrador período de plena florescencia, a los políticos que están en puerta como los naipes. Personas hay admitidas, que un día, de repente, se hallan festejadas por cualquier motivo, por un peinado nuevo, por un caballo que ganó en las carreras, por un escándalo que las gentes susurran bajito y piensan leer en el rostro del feliz mortal. De estos éxitos efímeros Perico Gonzalvo tuvo muchos: su hermana, ninguno, a despecho de reiterados esfuerzos para obtenerlos. Ni logró siquiera subir de tolerada a admitida. El mundo es ancho para los hombres, pero angosto, angosto para las mujeres. Siempre sintió Pilar la valla invisible que se elevaba entre ella y aquellas hijas de grandes de España, cuyos hermanos tan familiar e íntimamente frisaban con Perico. De aquí nació un rencor sordo, unido a no poca admiración y envidia, y se engendró la lenta irritación nerviosa que dio al traste con la salud de la madrileña. El paroxismo de un deseo no saciado, las ansias de la vanidad mal satisfecha, alteraron su temperamento, ya no muy sano y equilibrado antes. Tenía, como su hermano, tez de linfática blancura, encubriendo el afeite las muchas pecas: los ojos no grandes, pero garzos y expresivos, y rubio el cabello, que peinaba con arte. A la sazón, sus orejas parecían de cera, sus labios apenas cortaban, con una línea de rosa apagado, la amarillez de la barbilla, sus venas azuladas se señalaban bajo la piel, y sus encías, blanquecinas y flácidas, daban color de marfil antiguo a los ralos dientes. La primavera se había presentado para ella bajo malísimos auspicios; los conciertos de Cuaresma y los últimos bailes de Pascua, de los cuales no quiso perder uno, le costaron palpitaciones todas las noches, cansancio inexplicable en las piernas, perversiones extrañas del apetito: derivaba la anemia hacia la neurosis, y Pilar masticaba, a hurtadillas, raspaduras del pedestal de las estatuitas de barro que adornaban sus rinconeras y tocador. Sentía dolores intolerables en el epigastrio; pero por no romper el hilo de sus fiestas, calló como una muerta. Al cabo, hacia el estío, se resolvió a quejarse, pensando acertadamente que la enfermedad era pretexto oportuno para un veraneo conforme a los cánones del buen tono. Vivía Pilar con su padre y con una tía paterna; ni uno ni otro se resolvieron acompañarla; el padre, magistrado jubilado, por no dejar la Bolsa, donde a la chita callando realizaba sus jugaditas modestas y felices; la tía, viuda y muy dada a la devoción, por horror de los jolgorios que sin duda le preparaba su sobrina como método curativo. Recayó, pues, la comisión en Perico Gonzalvo, que, cargando con su hermana, hubo de llevársela al Sardinero, contando con que no faltarían amigas que allí le relevasen en su oficio de rodrigón. Así fue: sobraban en la playa familias conocidas que se encargaron de zarandear a Pilar, y de llevarla de zeca en meca. Mas desgraciadamente para Perico, los baños de mar, que al pronto aliviaron a su hermana, concluyeron, cuando abusó de ellos y quiso nadar y meterse en dibujos, por abrir brecha en su débil organismo, y comenzó a cansarse otra vez, a despertar bañada en sudor, a sentir desgano, al par que comía vorazmente raros manjares. Lo que más la asustó fue ver que se le caía el pelo a madejas. Al peinarse, se enfurecía, y llamaba a gritos a Perico, pidiéndole un remedio para no quedarse calva. Un día el médico que la visitaba llamó aparte a su hermano, y le dijo: ...

En la línea 147
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... -En ochenta días- respondió mister Fogg-. No tenemos un momento que perder. ...

En la línea 199
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... El efecto de este despacho fue inmediato. El honorable gentleman desapareció para dejar sitio al ladrón de billetes de banco. Su fotografía, depositada en el Reform Club con las de sus colegas, fue examinada. Reproducía rasgo por rasgo al hombre cuyas señas habían sido determinadas en el expediente de investigación. Todos recordaron lo que tenía de misteriosa la existencia de Phileas Fogg, su aislamiento, su partida repentina, y pareció evidente que este personaje, pretextando un viaje alrededor del mundo y apoyándose en una apuesta insensata, no tenía otro objeto que hacer perder la pista a los agentes de la policía inglesa. ...

En la línea 350
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... -Entonces, ¿es un ladino que cuenta con volver a Londres después de haber hecho perder su pista a todas las poblaciones de ambos continentes? ...

En la línea 430
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Fix no insistió, y comprendió que debía resignarse a aguardar la orden; pero resolvió no perder de vista a su impenetrable bribón durante todo el tiempo que estuviera en Bombay. No tenía duda de que allí permanecería algún tiempo Phileas Fogg, convicción de que participaba Picaporte, lo cual daría lugar a la llegada del mandato. ...

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