Cual es errónea Negros o Negroz?
La palabra correcta es Negros. Sin Embargo Negroz se trata de un error ortográfico.
El Error ortográfico detectado en el termino negroz es que hay un Intercambio de las letras s;z con respecto la palabra correcta la palabra negros
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Negros en Word Reference.
Negros en la wikipedia.
Sinonimos de Negros.
Errores Ortográficos típicos con la palabra Negros
Cómo se escribe negros o negrros?
Cómo se escribe negros o negroz?
Cómo se escribe negros o nejros?

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece negros
La palabra negros puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 340
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y al mismo tiempo los negros pajarracos escribían papeles y más papeles en la barraca de Barret, revolviendo, impasibles, los muebles y las ropas, inventariando hasta el corral y el establo, mientras la esposa y las hijas gemían desesperadamente, y la multitud, agolpada a la puerta, seguía con terror todos los detalles del embargo, intentando consolar a las pobres mujeres, prorrumpiendo, a la sordina, en maldiciones contra el judío don Salvador y aquellos tíos que se prestaban a obedecer a semejante perro. ...
En la línea 346
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Los hombres negros la habían cerrado, llevándose las llaves. ...
En la línea 783
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... En más de una ocasión creyó ver negros bultos que huían por las sendas inmediatas. ...
En la línea 925
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pero después caía en la huerta oscura, con sus ruidos misteriosos, sus bultos negros y alarmantes que pasaban saludándola con un ¡Bona nit! lúgubre y comenzaban para ella el miedo y el castañeteo de dientes. ...
En la línea 161
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Montenegro pasó por la calle Larga, la principal de la ciudad; una vía ancha con casas de deslumbrante blancura. Las portadas señoriales del siglo XVII estaban enjalbegadas cuidadosamente lo mismo que los escudos de armas de la clave. Los escarolados y nervios de la piedra labrada ocultábanse bajo una capa de cal. En los balcones verdes mostrábanse a aquellas horas de la mañana cabezas de mujeres morenas, de rasgados ojos negros, con flores en el pelo. ...
En la línea 164
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Fermín sonrió al notar la curiosidad y el escándalo que esparcía al andar aquella joven. Asomaban entre las blondas de su mantilla unos rizos rubios, y bajo los ojos negros y ardientes una naricilla sonrosada parecía desafiar a todos con sus graciosas contracciones. La audacia con que se recogía la falda, marcando las curvas más opulentas de su cuerpo y dejando al descubierto gran parte de las medias, irritaba a las mujeres. ...
En la línea 298
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y empujada por las amigas, abría los labios y ladeaba la cabeza con un gesto lacrimoso, igual al de la Dolorosa; y el silencio de la noche, que parecía agrandado por la emoción de una religiosidad lúgubre, rasgábase con el lento y melódico quejido de aquella voz de cristal que lloraba las trágicas escenas de la Pasión. Más de una vez la muchedumbre, olvidando la santidad de la noche, prorrumpía en elogios a la gracia de la chiquilla y en bendiciones a la madre que la había parido, sin respetar el aparato inquisitorial del sagrado Entierro con sus negros encapuchados y sus fúnebres blandones. ...
En la línea 416
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El cielo era más azul y sereno que en aquellos países de eterno verdor e incesantes cosechas que él recordaba; lucía el sol con más fuerza, pero bajo su lluvia de oro, la tierra andaluza se mostraba triste, con la soledad del cementerio, silenciosa como si pesase sobre ella la muerte, con un revoloteo de negros pajarracos en lo alto, y abajo, en los campos sin límites, centenares de hombres alineados como esclavos, moviendo sus brazos con regularidad automática, vigilados por un capataz. ¡Ni un campanario; ni una aglomeración de casas blancas como en los países donde existían verdaderos labradores! ¡Aquí sólo se veían siervos trabajando una tierra odiada que jamás podía ser suya; preparando unas cosechas de las que no tocarían un solo grano! --Y la tierra, Rafaé, es jembra, y a las jembras, pa que sean agradecías y se porten bien, hay que quererlas. Y el hombre no puede queré a una tierra que no es suya. Sólo deja el sudor y la sangre sobre los terrones de que puede sacar el pan. ¿Digo mal, muchacho?... ...
En la línea 313
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Este otro mosquetero hacía contraste perfecto con el que le inte rrogaba y que acababa de designarle con el n ombre de Aramis: era éste un joven de veintidós o veintitrés años apenas, de rostro ingenuo y dulzarrón, de ojos negros y dulces y mejillas rosas y aterciopeladas como un melocotón en otoño; su mostacho fino dibujaba sobre su labio superior una línea perfectamente recta; sus manos parecían temer bajarse, por miedo a que sus venas se hinchasen, y de vez en cuando se pellizcaba el lóbulo de las orejas para mantenerlas de un encarnado tierno ytransparente. ...
En la línea 1641
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Los vecinos, que habían abierto las ventanas con la sagre fría peculiar de los habitantes de Paris en aquellos tiempos de tumultos y d e riñas perpetuas, las volvieron a cenrar cuando hubieron visto huir a los cuatro hombres negros: su instinto les decía que por el momento todo estaba acabado. ...
En la línea 1974
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -¿Y quién lo ha arrestado?-La guardia que fueron a buscar los hombres negros que vos pusisteis en fuga. ...
En la línea 1978
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... ¿Y qué han hecho los esbirros?-Cuatro se lo han llevado nosé adónde, a la Bastilla o al Fort -l'Evêque; dos se han quedado con los hombres negros, que han registrado por todas partes y que han cogido todos los papeles. ...
En la línea 934
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Según iba andando pegado al muro del convento hacia el Suroeste, sonaron sobre mi cabeza nuevas y más fuertes risas ahogadas; alcé la vista y descubrí en tres o cuatro ventanas los rostros melancólicos y los flotantes cabellos negros de las monjas, ansiosas de ver al forastero. ...
En la línea 1122
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... CAPÍTULO IX Badajoz.—Antonio el gitano.—Una proposición de Antonio.—Es aceptada.—El desayuno gitano.—Salida de Badajoz.—El borrico del gitano.—Mérida.—La muralla en ruinas.—La comadre.—El país del moro.—Los hombres negros.—La vida en el desierto.—La cena. ...
En la línea 1266
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... A una legua de la ciudad, al pie de un cerro, encontramos a cuatro personas, hombres y mujeres, tan negros como mi desconocido guía, y se unieron a nosotros, saludándome, y llamándome hermanita. ...
En la línea 1273
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Mucho tiempo estuve con mi _ro_ en aquella ciudad, yendo a veces con él a las guerras; muchas veces le pregunté acerca de los hombres negros que me habían llevado hasta allí, y me dijo que había tenido algunos tratos con ellos, y los creía del _Errate_. ...
En la línea 678
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando, al cruzar de una senda, vieron venir hacia ellos hasta seis pastores, vestidos con pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga adelfa. ...
En la línea 2118
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Sólo le daba pesadumbre el pensar que aquel reino era en tierra de negros, y que la gente que por sus vasallos le diesen habían de ser todos negros; a lo cual hizo luego en su imaginación un buen remedio, y díjose a sí mismo: -¿Qué se me da a mí que mis vasallos sean negros? ¿Habrá más que cargar con ellos y traerlos a España, donde los podré vender, y adonde me los pagarán de contado, de cuyo dinero podré comprar algún título o algún oficio con que vivir descansado todos los días de mi vida? ¡No, sino dormíos, y no tengáis ingenio ni habilidad para disponer de las cosas y para vender treinta o diez mil vasallos en dácame esas pajas! Par Dios que los he de volar, chico con grande, o como pudiere, y que, por negros que sean, los he de volver blancos o amarillos. ...
En la línea 2118
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Sólo le daba pesadumbre el pensar que aquel reino era en tierra de negros, y que la gente que por sus vasallos le diesen habían de ser todos negros; a lo cual hizo luego en su imaginación un buen remedio, y díjose a sí mismo: -¿Qué se me da a mí que mis vasallos sean negros? ¿Habrá más que cargar con ellos y traerlos a España, donde los podré vender, y adonde me los pagarán de contado, de cuyo dinero podré comprar algún título o algún oficio con que vivir descansado todos los días de mi vida? ¡No, sino dormíos, y no tengáis ingenio ni habilidad para disponer de las cosas y para vender treinta o diez mil vasallos en dácame esas pajas! Par Dios que los he de volar, chico con grande, o como pudiere, y que, por negros que sean, los he de volver blancos o amarillos. ...
En la línea 2118
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Sólo le daba pesadumbre el pensar que aquel reino era en tierra de negros, y que la gente que por sus vasallos le diesen habían de ser todos negros; a lo cual hizo luego en su imaginación un buen remedio, y díjose a sí mismo: -¿Qué se me da a mí que mis vasallos sean negros? ¿Habrá más que cargar con ellos y traerlos a España, donde los podré vender, y adonde me los pagarán de contado, de cuyo dinero podré comprar algún título o algún oficio con que vivir descansado todos los días de mi vida? ¡No, sino dormíos, y no tengáis ingenio ni habilidad para disponer de las cosas y para vender treinta o diez mil vasallos en dácame esas pajas! Par Dios que los he de volar, chico con grande, o como pudiere, y que, por negros que sean, los he de volver blancos o amarillos. ...
En la línea 24
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... muy contentos de habernos equivocado. Fuentes es un bonito pueblo edificado a orillas de un riachuelo; allí parece prosperar todo menos lo que debiera estar más próspero: los habitantes. Vimos numerosos niños negros, completamente desnudos y que parecían muy miserables; llevaban haces de leña casi tan grandes como ellos. ...
En la línea 26
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... El paisaje que rodea a Santo Domingo tiene una belleza que se está muy lejos de esperar, cuando se considera el carácter triste y sombrío del resto de la isla. Este pueblo está en el fondo de un valle rodeado de altas murallas descantilladas de lavas en estratos. Esos peñascos negros forman un contraste notable con el verde de nuestra vegetación que costea a un arroyuelo de un agua clarísima. Llegamos por casualidad un día de fiesta mayor y hay un inmenso gentío en el pueblo. De vuelta nos juntamos con un grupo de unas veinte negritas vestidas con mucho gusto; turbantes y grandes chales de colores vistosos hacen resaltar su piel negra y su ropa interior, tan blanca como la nieve. En cuanto nos acercamos a ellas, se vuelven, tiran los chales al suelo y se ponen a cantar coti mucha energía una canción salvaje y llevan el compás dándose golpes con las manos en las piernas. Las echamos unas cuantas monedas de vMtem, que reciben con carcajadas, y las dejamos en el momento en que prosiguen su canto con más brío aún que antes. ...
En la línea 70
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... esta aldehuela está situada en un llano; en derredor de una habitación central están las chozas de los negros. Estas cabañas, por su forma y por su posición, me recuerdan los dibujos que representan las habitaciones de los hotentotes en el África meridional. Levantándose temprano la luna, nos decidimos a partir la misma noche para ir a acostarnos a Lagoa-Marica. En el momento de comenzar a caer la noche pasamos junto a una de esas macizas colinas de granito desnudas y escarpadas tan comunes en este país ese lugar es bastante célebre; en efecto, durante largo tiempo sirvió de refugio a algunos negros cimarrones que cultivando una pequeña meseta situada en la cúspide, consiguieron asegurarse la subsistencia. Descubrióseles, por fin, y se envió una escuadra de soldados para desalojarlos de allí; se rindieron todos excepto una vieja, quien, primero que volver a la cadena de la esclavitud, prefirió precipitarse desde lo alto de la peña y se rompió la cabeza al caer. Ejecutado este acto por una matrona romana, habríase celebrado y se hubiera dicho que la impulsó el noble amor a la libertad; efectuado - por una pobre negra, limitáronse a atribuirlo a una terquedad brutal. Proseguimos nuestro viaje durante varias horas; en las últimas millas de nuestra etapa, el camino se hace difícil, pues atraviesa una especie de país salvaje entrecortado por marjales y lagunas. A la luz de la luna, el paisaje presenta un aspecto siniestro y desolado. Algunas moscas luminosas vuelan en torno nuestro, y una becada solitaria deja oír su grito quejumbroso. El mujido del mar, situado a una distancia bastante grande, apenas turba el silencio de la noche. ...
En la línea 70
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... esta aldehuela está situada en un llano; en derredor de una habitación central están las chozas de los negros. Estas cabañas, por su forma y por su posición, me recuerdan los dibujos que representan las habitaciones de los hotentotes en el África meridional. Levantándose temprano la luna, nos decidimos a partir la misma noche para ir a acostarnos a Lagoa-Marica. En el momento de comenzar a caer la noche pasamos junto a una de esas macizas colinas de granito desnudas y escarpadas tan comunes en este país ese lugar es bastante célebre; en efecto, durante largo tiempo sirvió de refugio a algunos negros cimarrones que cultivando una pequeña meseta situada en la cúspide, consiguieron asegurarse la subsistencia. Descubrióseles, por fin, y se envió una escuadra de soldados para desalojarlos de allí; se rindieron todos excepto una vieja, quien, primero que volver a la cadena de la esclavitud, prefirió precipitarse desde lo alto de la peña y se rompió la cabeza al caer. Ejecutado este acto por una matrona romana, habríase celebrado y se hubiera dicho que la impulsó el noble amor a la libertad; efectuado - por una pobre negra, limitáronse a atribuirlo a una terquedad brutal. Proseguimos nuestro viaje durante varias horas; en las últimas millas de nuestra etapa, el camino se hace difícil, pues atraviesa una especie de país salvaje entrecortado por marjales y lagunas. A la luz de la luna, el paisaje presenta un aspecto siniestro y desolado. Algunas moscas luminosas vuelan en torno nuestro, y una becada solitaria deja oír su grito quejumbroso. El mujido del mar, situado a una distancia bastante grande, apenas turba el silencio de la noche. ...
En la línea 121
del libro Blancanieves
del afamado autor Jacob y Wilhelm Grimm
... Blancanieves permaneció mucho tiempo en el ataúd sin descomponerse; al contrario, parecía dormir, ya que siempre estaba blanca como la nieve, roja como la sangre y sus cabellos eran negros como el ébano. ...
En la línea 296
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... El humo y los silbidos de la fábrica le hacían dirigir miradas recelosas al Campo del Sol; allí vivían los rebeldes; los trabajadores sucios, negros por el carbón y el hierro amasados con sudor; los que escuchaban con la boca abierta a los energúmenos que les predicaban igualdad, federación, reparto, mil absurdos, y a él no querían oírle cuando les hablaba de premios celestiales, de reparaciones de ultra-tumba. ...
En la línea 506
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¡Y ella que quería seducirle, hacerle suyo como al obispo de Nauplia, aquel prelado tan fino que no se separaba de ella cuando vivieron en el hotel de la Paix, en Madrid, tabique en medio! Las miradas más ardientes, más negras de aquellos ojos negros, grandes y abrasadores eran para De Pas; los adoradores de la viuda lo sabían y le envidiaban. ...
En la línea 584
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Detrás de los cristales brillaban unos ojuelos inquietos, muy negros y muy redondos. ...
En la línea 689
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... El Arcipreste clavaba los ojuelos negros y punzantes en el Magistral, confesor de Obdulia; parecía buscar su testimonio. ...
En la línea 110
del libro El Señor
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... A los diez y ocho años Rosario era la rubia más espiritual, más hermosa de su pueblo; sus ojos negros, grandes y apasionados dolorosamente, los más bellos, los más poéticos ojos. ...
En la línea 131
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... mediatos, unas docenas de metros de tierra libre con varias matas de flores y tres naranjos colosales, negros y retorcidos, con muñones monstruosos en el tronco a causa» de las ramas cortadas, subiendo casi verticalmente, en busca de un sol que doraba tejados y muros, sin atreverse a descender más que breves instantes hasta el suelo, siempre húmedo y musgoso. ...
En la línea 345
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Cambia la belleza según los gustos. Rodrigo tenía la hermosura varonil admirada en aquellos tiempos de ferviente culto a todo lo antiguo. Era grande, carnudo, vigoroso, con una majestad natural en el andar y en los ademanes, los ojos negros, de mirar intenso; la tez, morena; la boca, sensual, de labios abultados; la barbilla, algo entrante. En la madurez de su vida se hizo obeso; pero esto pareció aumentar más la prestancia de su persona. Era como un reflejo viviente del símbolo que figuraba en el escudo de su familia. Sus fuerzas y su fogosidad carnal hacían recordar al toro rojo sobre su fondo heráldico de oro. Ocho llamas orlaban dicho escudo, cual si la mencionada bestia no bastase para expresar las pasiones ardorosas de los Borjas. ...
En la línea 671
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Viajaba don Pedro de Mendoza con más aparato que los monarcas siendo su lujo tan grande como el de los demás fastuosos cardenales. Entró en Valencia precedido de una música de negros a caballo, entre muchos señores castellanos, que llevaban sobre sus pechos pesadas cadenas de oro, y seguido de una escolta de doscientos jinetes y una tropa no menor de halconeros y monteros. Como Borja conocía la esplendidez del prelado de Castilla, le obsequió con un banquete, que hizo recordar a los cronistas de Valencia el lujo de Alfonso el Magnánimo. ...
En la línea 768
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Me lo imagino—siguió diciendo don Manuel—cuando ya Pontífice hablaba a cardenales y embajadores. Su voz fue indudablemente abaritonada, en consonancia con su figura majestuosa y sus ojos negros, acariciadores y tenaces. Debió de tener mucho de hombre de teatro, expresándose a todas horas con cierta solemnidad, lo que es bastante común en las gentes del Mediterráneo. ...
En la línea 449
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Aquí, en la capital, el gobierno de los hombres, asustado por esta revolución catastrófica, intentó apresar al Comité feminista. Toda la guarnición marchó al asalto de nuestro Club. ¡Esfuerzo inútil! El Comité aguardaba tranquilamente en medio de la calle, armado de los famosos 'rayos negros'. Le bastó proyectarlos, para que una mitad de las tropas huyesen a la desbandada y la otra mitad quedase tendida en el suelo. ...
En la línea 451
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Gracias a los 'rayos negros', en unas cuantas horas se cambio el orden de la vida, y el Comité vencedor se instaló en el antiguo palacio imperial, decretando que había muerto para siempre el gobierno de los varones. ...
En la línea 454
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... No quiero entrar en los detalles de la Verdadera Revolución, pues esto alargaría mucho mis explicaciones. Baste decir que al día siguiente andaban fugitivos y aterrados por todo el territorio de la República los hombres, que horas antes se creían eternamente superiores. Era tal el terror infundido por los 'rayos negros', que todo el que tenía armas se apresuraba a dejarlas abandonadas en medio de los campos. Los padres y los maridos miraron con nuevos ojos a las mujeres dentro de sus casas. Imploraban su protección para que intercediesen con el gobierno femenino. ...
En la línea 457
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Pero la muerte de la tiranía masculina no era suficiente. Había que organizar y gobernar la nueva existencia del mundo, y esto lo hicimos mucho mejor y con más rapidez que cuando reunían los hombres su inútil Sociedad de las Naciones para acabar con las guerras. Como ya no quedaban armas explosivas, y las que se habían salvado de la destrucción resultaban inútiles gracias a los 'rayos negros', no fue difícil evitar la reproducción de los exterminios humanos. No habiendo ya ejércitos de hombres, era imposible que resucitase la guerra. ...
En la línea 808
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Iba Jacinta tan pensativa, que la bulla de la calle de Toledo no la distrajo de la atención que a su propio interior prestaba. Los puestos a medio armar en toda la acera desde los portales a San Isidro, las baratijas, las panderetas, la loza ordinaria, las puntillas, el cobre de Alcaraz y los veinte mil cachivaches que aparecían dentro de aquellos nichos de mal clavadas tablas y de lienzos peor dispuestos, pasaban ante su vista sin determinar una apreciación exacta de lo que eran. Recibía tan sólo la imagen borrosa de los objetivos diversos que iban pasando, y lo digo así, porque era como si ella estuviese parada y la pintoresca vía se corriese delante de ella como un telón. En aquel telón había racimos de dátiles colgados de una percha; puntillas blancas que caían de un palo largo, en ondas, como los vástagos de una trepadora, pelmazos de higos pasados, en bloques, turrón en trozos como sillares que parecían acabados de traer de una cantera; aceitunas en barriles rezumados; una mujer puesta sobre una silla y delante de una jaula, mostrando dos pajarillos amaestrados, y luego montones de oro, naranjas en seretas o hacinadas en el arroyo. El suelo intransitable ponía obstáculos sin fin, pilas de cántaros y vasijas, ante los pies del gentío presuroso, y la vibración de los adoquines al paso de los carros parecía hacer bailar a personas y cacharros. Hombres con sartas de pañuelos de diferentes colores se ponían delante del transeúnte como si fueran a capearlo. Mujeres chillonas taladraban el oído con pregones enfáticos, acosando al público y poniéndole en la alternativa de comprar o morir. Jacinta veía las piezas de tela desenvueltas en ondas a lo largo de todas las paredes, percales azules, rojos y verdes, tendidos de puerta en puerta, y su mareada vista le exageraba las curvas de aquellas rúbricas de trapo. De ellas colgaban, prendidas con alfileres, toquillas de los colores vivos y elementales que agradan a los salvajes. En algunos huecos brillaba el naranjado que chilla como los ejes sin grasa; el bermellón nativo, que parece rasguñar los ojos; el carmín, que tiene la acidez del vinagre; el cobalto, que infunde ideas de envenenamiento; el verde de panza de lagarto, y ese amarillo tila, que tiene cierto aire de poesía mezclado con la tisis, como en la Traviatta. Las bocas de las tiendas, abiertas entre tanto colgajo, dejaban ver el interior de ellas tan abigarrado como la parte externa, los horteras de bruces en el mostrador, o vareando telas, o charlando. Algunos braceaban, como si nadasen en un mar de pañuelos. El sentimiento pintoresco de aquellos tenderos se revela en todo. Si hay una columna en la tienda la revisten de corsés encarnados, negros y blancos, y con los refajos hacen graciosas combinaciones decorativas. ...
En la línea 835
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Nueva barricada de chiquillos les cortó el paso. Al verles, Jacinta y aun Guillermina, a pesar de su costumbre de ver cosas raras, quedáronse pasmadas, y hubiérales dado espanto lo que miraban, si las risas de ellos no disiparan toda impresión terrorífica. Era una manada de salvajes, compuesta de dos tagarotes como de diez y doce años, una niña más chica, y otros dos chavales, cuya edad y sexo no se podía saber. Tenían todos ellos la cara y las manos llenas de chafarrinones negros, hechos con algo que debía de ser betún o barniz japonés del más fuerte. Uno se había pintado rayas en el rostro, otro anteojos, aquél bigotes, cejas y patillas con tan mala maña, que toda la cara parecía revuelta en heces de tintero. Los pequeñuelos no parecían pertenecer a la raza humana, y con aquel maldito tizne extendido y resobado por la cara y las manos semejaban micos, diablillos o engendros infernales. ...
En la línea 845
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Pero lo que mayormente excitó la curiosidad de ambas señoras fue un gran tablero que en el centro de la estancia había, cogiéndola casi toda; una mesa armada sobre bancos como la que usan los papelistas, y encima de ella grandes paquetes o manos de pliegos de papel fino de escribir. A un extremo los cuadernillos apilados formaban compactas resmas blancas; a otro las mismas resmas ya con bordes negros, convertidas en papel de luto. ...
En la línea 1303
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Érales difícil a las tres mujeres andar aprisa, por la mucha gente que venía calle abajo, caminando presurosa con la querencia del hogar próximo. Los obreros llevaban el saquito con el jornal; las mujeres algún comistrajo recién comprado; los chicos, con sus bufandas enroscadas en el cuello, cargaban rabeles, nacimientos de una tosquedad prehistórica o tambores que ya iban bien baqueteados antes de llegar a la casa. Las niñas iban en grupo de dos o de tres, envuelta la cabeza en toquillas, charlando cada una por siete. Cuál llevaba una botella de vino, cuál el jarrito con leche de almendra; otras salían de las tiendas de comestibles dando brincos o se paraban a ver los puestos de panderetas, dándoles con disimulo un par de golpecitos para que sonaran. En los puestos de pescado los maragatos limpiaban los besugos, arrojando las escamas sobre los transeúntes, mientras un ganapán vestido con los calzonazos negros y el mandil verde rayado berreaba fuera de la puerta: «¡Al vivo de hoy, al vivito!»… Enorme farolón con los cristales muy limpios alumbraba las pilas de lenguados, sardinas y pajeles, y las canastas de almejas. En las carnicerías sonaban los machetazos con sorda trepidación, y los platillos de las pesas, subiendo y bajando sin cesar, hacían contra el mármol del mostrador los ruidos más extraños, notas de misteriosa alegría. En aquellos barrios algunos tenderos hacen gala de poseer, además de géneros exquisitos, una imaginación exuberante, y para detener al que pasa y llamar compradores, se valen de recursos teatrales y fantásticos. Por eso vio Jacinta de puertas afuera pirámides de barriles de aceitunas que llegaban hasta el primer piso, altares hechos con cajas de mazapán, trofeos de pasas y arcos triunfales festoneados con escobones de dátiles. Por arriba y por abajo banderas españolas con poéticas inscripciones que decían: el Diluvio en mazapán, o Turrón del Paraíso terrenal… Más allá Mantecadas de Astorga bendecidas por Su Santidad Pío IX. En la misma puerta uno o dos horteras vestidos ridículamente de frac, con chistera abollada, las manos sucias y la cara tiznada, gritaban desaforadamente ponderando el género y dándolo a probar a todo el que pasaba. Un vendedor ambulante de turrón había discurrido un rótulo peregrino para anonadar a sus competidores los orgullosos tenderos de establecimiento. ¿Qué pondría? Porque decir que el género era muy bueno no significaba nada. Mi hombre había clavado en el más gordo bloque de aquel almendrado una banderita que decía: Turrón higiénico. Con que ya lo veía el público… El otro turrón sería todo lo sabroso y dulce que quisieran; mas no era higiénico. ...
En la línea 8
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Sentado en una poltrona coja había un hombre. Era de alta estatura, musculoso, de facciones enérgicas de extraña belleza. Sobre los hombros le caían los largos cabellos negros y una barba oscura enmarcaba su rostro de color ligeramente bronceado. Tenía la frente amplia, un par de cejas enormes, boca pequeña y ojos muy negros, que obligaban a bajar la vista a quienquiera los mirase. ...
En la línea 1324
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¡Pero, hermanito, quedaremos más negros que los africanos! ...
En la línea 1343
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Sandokán abrió con precaución la portezuela para mirar afuera. Contó seis soldados, a quienes precedían dos negros. ...
En la línea 415
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... El otro desconocido merece una descripción más detallada. Un discípulo de Gratiolet o de Engel hubiera podido leer en su fisonomía como en un libro abierto. Reconocí sin vacilación sus cualidades dominantes: la confianza en sí mismo, manifestada en la noble elevación de su cabeza sobre el arco formado por la línea de sus hombros y en la mirada llena de fría seguridad que emitían sus ojos negros; la serenidad, pues la palidez de su piel denunciaba la tranquilidad de su sangre; la energía, demostrada por la rápida contracción de sus músculos superciliares, y, por último, el valor, que cabía deducir de su poderosa respiración como signo de una gran expansión vital. Debo añadir que era un hombre orgulloso, que su mirada firme y tranquila parecía reflejar una gran elevación de pensamientos, y que de todo ese conjunto de rasgos y de la homogeneidad expresiva de sus gestos corporales y faciales cabía diagnosticar, según la observación de los fisonomistas, una indiscutible franqueza. ...
En la línea 1002
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Entreví todas esas maravillas en el espacio de un cuarto de milla, deteniéndome apenas y siguiendo al capitán Nemo que, de vez en cuando, me hacía alguna que otra señal. La naturaleza del suelo empezó a modificarse. A la llanura de arena sucedió una capa de barro viscoso que los americanos llaman oaze, compuesta únicamente de conchas silíceas o calcáreas. Luego recorrimos una pradera de algas, plantas pelágicas muy frondosas que las aguas no habían arrancado todavía. Aquel césped apretado y mullido habría podido rivalizar con las más blandas alfombras tejidas por la mano del hombre. Pero a la vez que bajo nuestros pies, la vegetación se extendía también sobre nuestras cabezas. Una ligera bóveda de plantas marinas, pertenecientes a la exuberante familia de las algas, de las que se conocen más de dos mil especies, se cruzaba en la superficie de las aguas. Veía flotar largas cintas de fucos, globulosos unos, tubulados otros, laurencias, cladóstefos de hojas finísimas, rodimenas palmeadas semejantes a abanicos de cactus. Observé que las plantas verdes se mantenían cerca de la superficie del mar, mientras que las rojas ocupaban una profundidad media, dejando el fondo a los hidrófilos negros u oscuros. ...
En la línea 1046
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Se izaron las redes a bordo. Eran redes de barredera, semejantes a las usadas en las costas normandas, amplias bolsas mantenidas entreabiertas por una verga flotante y una cadena pasada por las mallas inferiores. Esas redes, así arrastradas, barrían el fondo del mar y recogían todos sus productos a su paso. Aquel día subieron curiosas muestras de aquellos fondos abundantes en pesca: pejesapos, a los que sus cómicos movimientos les han valido el calificativo de histriones; los peces negros de Commerson, provistos de sus antenas; balistes ondulados, rodeados de fajas rojas; tetrodones, cuyo veneno es extremadamente sutil; algunas lampreas oliváceas; macrorrincos, cubiertos de escamas plateadas; triquiuros, cuya potencia eléctrica es igual a la del gimnoto y del torpedo; notópteros escamosos, con fajas pardas transversales; gádidos verdosos; diferentes variedades de gobios, y, finalmente, algunos peces de más amplias proporciones; un pámpano de prominente cabeza y de una longitud de casi un metro; varios escómbridos, entre ellos algunos bonitos, ornados de colores azules y plateados, y tres magníficos atunes a los que la rapidez de su marcha no había podido salvar de la red. ...
En la línea 1181
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Esta tierra, descubierta en 1511 por el portugués Francisco Serrano, fue sucesivamente visitada por don José de Meneses, en 1526; por el general español Alvar de Saavedra, en 1528; por Juigo Ortez, en 1545; por el holandés Shouten, en 1616; por Nicolás Sruick, en 1753; por Tasman, Dampier, Fumel, Carteret, Edwards, Bougainville, Cook, Forrest, Mac Cluer y D'Entrecasteaux, en 1792; por Duperrey, en 1823; y por Dumont d'Urville, en 1827. «Es el foco de los negros que ocupan toda la Malasia», ha dicho Rienzi. No podía yo sospechar que los azares de esta navegación iban a ponerme en presencia de los temibles Andamenos. ...
En la línea 1003
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... La sala era un lugar muy raro, según me pareció, con bancos bastante más altos que los de la iglesia. Estaba llena de gente que contemplaba el espectáculo con la mayor atención, y en cuanto a los poderosos jueces, uno de ellos con la cabeza empolvada, se reclinaban en sus asientos con los brazos cruzados, tomaban café, dormitaban y escribían o leían los periódicos. En las paredes había algunos retratos negros y brillantes que, con mi poco gusto artístico, me parecieron ser una composición de tortas de almendras y de tafetán. En un rincón firmaron y testimoniaron mis papeles, y así quedé hecho aprendiz. Mientras tanto, el señor Pumblechook me tuvo cogido como si ya estuviese en camino del cadalso y en aquel momento se hubiesen llenado todas las formalidades preliminares. ...
En la línea 1516
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Fijando los ojos en el señor Wemmick, mientras íbamos andando, para observar su apariencia a la luz del día, vi que era un hombre seco, de estatura algo baja, con cara cuadrada que parecía de madera y de expresión tal como si hubiese sido tallada con una gubia poco afilada. Había en aquel rostro algunas señales que podrían haber sido hoyuelos si el material hubiese sido más blando o la herramienta más cortante, pero tal como aparecían no eran más que mellas. El cincel hizo dos o tres tentativas para embellecer su nariz, pero la abandonó sin esforzarse en pulirla. Por el mal estado de su ropa blanca lo juzgué soltero, y parecía haber sufrido numerosas pérdidas familiares, porque llevaba varias sortijas negras, además de un broche que representaba a una señora junto a un sauce llorón y a una tumba en la que había una urna. También me fijé en las sortijas y en los sellos que colgaban de la cadena de su reloj, como si estuviese cargada de recuerdos de amigos desaparecidos. Tenía los ojos brillantes, pequeños, agudos y negros, y labios delgados y moteados. Contaría entonces, según me parece, de cuarenta a cincuenta años. ...
En la línea 2008
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Aquélla era la primera vez que se abría una tumba en el camino de mi vida, y fue extraordinario el efecto que ello me produjo. Día y noche me asaltaba el recuerdo de mi hermana, sentada en su sillón junto al fuego de la cocina. Y el pensar que subsistiese esta última sin mi hermana me resultaba de difícil comprensión. Así como en los últimos tiempos apenas o nunca pensé en ella, a la sazón tenía la extraña idea de que iba a verla por la calle, viniendo hacia mí, o que de pronto llamaria a la puerta. También en mi vivienda, con la cual jamás estuvo mi hermana asociada, parecía reinar la impresión de la muerte y la sugestión perpetua del sonido de su voz, o de alguna peculiaridad de su rostro o de su figura, como si aún viviese y me hubiera visitado allí con frecuencia. Cualesquiera que hubieran podido ser mis esperanzas y mi fortuna, es dudoso que yo recordase a mi hermana con mucha ternura. Pero supongo que siempre puede existir cierto pesar aunque el cariño no sea grande. Bajo su influencia (y quizás ocupando el lugar de un sentimiento más tierno), sentí violenta indignación contra el criminal por cuya causa sufrió tanto aquella pobre mujer, y sin duda alguna, de haber tenido pruebas suficientes, hubiera perseguido vengativamente hasta el último extremo a Orlick o a cualquier otro. Después de escribir a Joe para ofrecerle mis consuelos, y asegurándole que no dejaría de asistir al entierro, pasé aquellos días intermedios en el curioso estado mental que ya he descrito. Salí temprano por la mañana y me detuve en El Jabalí Azul. con tiempo más que suficiente para dirigirme a la fragua. Otra vez corría el verano, y el tiempo era muy agradable mientras fui, paseando, hacia la fragua. Entonces recordé con la mayor precisión la época en que no era mas que un niño indefenso y mi hermana no me mimaba ciertamente. Pero lo recordé con mayor suavidad, que incluso hizo más llevadero el mismo recuerdo de «Tickler». Entonces el aroma de las habas y del trébol insinuaba en mi corazón que llegaría el 133 día en que sería agradable para mi memoria que otros, al pasear a la luz del sol, se sintieran algo emocionados al pensar en mí. Por fin llegué ante la casa, y vi que «Trabb & Co.» habían procedido a preparar el entierro, posesionándose de la casa. Dos personas absurdas y de triste aspecto, cada una de ellas luciendo una muletilla envuelta en un vendaje negro, como si tal instrumento pudiera resultar consolador para alguien, estaban situadas ante la puerta principal de la casa; en una de ellas reconocí a un postillón despedido de El Jabalí Azul por haber metido en un aserradero a una pareja de recién casados que hacían su viaje de novios, a consecuencia de una fenomenal borrachera que sufría y que le obligó a agarrarse con ambos brazos al cuello de su caballo para no caerse. Todos los muchachos del pueblo, y muchas mujeres también, admiraban a aquellos enlutados guardianes, contemplando las cerradas ventanas de la casa y de la fragua; cuando yo llegué, uno de los dos guardianes, el postillón, llamó a la puerta como dando a entender que yo estaba tan agobiado por la pena que ni siquiera me quedaba fuerza para hacerlo con mis propias manos. El otro enlutado guardián, un carpintero que en una ocasión se comió dos gansos por una apuesta, abrió la puerta y me introdujo en la sala de ceremonia. Allí, el señor Trabb había tomado para sí la mejor mesa, provisto de los necesarios permisos, y corría a su cargo una especie de bazar de luto, ayudándose de regular cantidad de alfileres negros. En el momento de mi llegada acababa de poner una gasa en el sombrero de alguien, con los extremos de aquélla anudados y muy largos, y me tendió la mano pidiéndome mi sombrero; pero yo, equivocándome acerca de su intento, le estreché la mano que me tendía con el mayor afecto. El pobre y querido Joe, envuelto en una capita negra atada en el cuello por una gran corbata del mismo color, estaba sentado lejos de todos, en el extremo superior de la habitacion, lugar en donde, como presidente del duelo, le había colocado el señor Trabb. Yo le saludé inclinando la cabeza y le dije: - ¿Cómo estás, querido Joe? - ¡Pip, querido amigo! - me contestó -. Usted la conoció cuando todavía era una espléndida mujer. Luego me estrechó la mano y guardó silencio. Biddy, modestamente vestida con su traje negro, iba de un lado a otro y se mostraba muy servicial y útil. En cuanto le hube dicho algunas palabras, pues la ocasión no permitía una conversación más larga, fui a sentarme cerca de Joe, preguntándome en qué parte de la casa estaría mi hermana. En la sala se percibía el débil olor de pasteles, y miré alrededor de mí en busca de la mesa que contenía el refresco; apenas era visible hasta que uno se había acostumbrado a aquella penumbra. Vi en ella un pastel de manzanas, ya cortado en porciones, y también naranjas, sandwichs, bizcochos y dos jarros, que conocía muy bien como objetos de adorno, pero que jamás vi usar en toda mi vida. Uno de ellos estaba lleno de oporto, y el otro, de jerez. Junto a la mesa distinguí al servil Pumblechook, envuelto en una capa negra y con el lazo de gasa en el sombrero, cuyos extremos eran larguísimos; alternativamente se atracaba de lo lindo y hacía obsequiosos movimientos con objeto de despertar mi atención. En cuanto lo hubo logrado, vino hacia mí, oliendo a jerez y a pastel y, con voz contenida, dijo: - ¿Me será permitido, querido señor… ? Y, en efecto, me estrechó las manos. Entonces distinguí al señor y a la señora Hubble, esta última muy apenada y silenciosa en un rincón. Todos íbamos a acompañar el cadáver y, por lo tanto, antes Trabb debía convertirnos separadamente, a cada uno de nosotros, en ridículos fardos de negras telas. - Le aseguro, Pip - murmuró Joe cuando ya estábamos «formados», según decía el señor Trabb, de dos en dos, en el salón, lo cual parecía una horrible preparación para una triste danza, - le aseguro, caballero, que habría preferido llevarla yo mismo a la iglesia, acompañado de tres o cuatro amigos que me habrían prestado con gusto sus corazones y sus brazos; pero se ha tenido en cuenta lo que dirian los vecinos al verlo, temiendo que se figuraran que eso era una falta de respeto. - ¡Saquen los pañuelos ahora! - gritó el señor Trabb en aquel momento con la mayor seriedad y como si dirigiese el ejercicio de algunos reclutas -. ¡Fuera pañuelos! ¿Estamos? Por consiguiente, todos nos llevamos los pañuelos a la cara, como si nos sangrasen las narices, y salimos de dos en dos. Delante íbamos Joe y yo; nos seguían Biddy y Pumblechook, y, finalmente, iban el señor y la señora Hubble. Los restos de mi pobre hermana fueron sacados por la puerta de la cocina, y como era esencial en la ceremonia del entierro que los seis individuos que transportaban el cadáver anduvieran envueltos en una especie de gualdrapas de terciopelo negro, con un borde blanco, el conjunto parecía un monstruo ciego, provisto de doce piernas humanas, cuyos pies intentaban dirigirse cada uno por su lado, bajo la guía de los dos guardias, o sea del postillón y de su camarada. 134 Sin embargo, la vecindad manifestaba su entera aprobación con respecto a aquella ceremonia y nos admiraron mucho mientras atravesábamos el pueblo. Los aldeanos más jóvenes y vigorosos hacían varias tentativas para dividir el cortejo, y hasta se ponían al acecho para interceptar nuestro camino en los lugares convenientes. En aquellos momentos, los más exaltados entre ellos gritaban con la mayor excitación en cuanto aparecíamos por la esquina inmediata: - ¡Ya están aquí! ¡Ya vienen! Cosa que a nosotros no nos alegraba ni mucho menos. En aquella procesión me molestó mucho el abyecto Pumblechook, quien, aprovechándose de la circunstancia de marchar detrás de mí, insistió durante todo el camino, como prueba de sus delicadas atenciones, en arreglar las gasas que colgaban de mi sombrero y en quitarme las arrugas de la capa. También mis pensamientos se distrajeron mucho al observar el extraordinario orgullo del señor y la señora Hubble, que se vanagloriaban enormemente por el hecho de ser miembros de tan distinguida procesión. Apareció ante nosotros la dilatada extensión de los marjales, y casi en seguida las velas de las embarcaciones que navegaban por el río; entramos en el cementerio, situándonos junto a las tumbas de mis desconocidos padres, «Philip Pirrip, último de su parroquia, y también Georgiana, esposa del anterior». Allí mi hermana fue depositada en paz, en la tierra, mientras las alondras cantaban sobre la tumba y el ligero viento la adornaba con hermosas sombras de nubes y de árboles. Acerca de la conducta del charlatán de Pumblechook mientras esto sucedía, no debo decir más sino que por entero se dedicó a mí y que, incluso cuando se leyeron aquellas nobles frases que recuerdan a la humanidad que no trajo consigo nada al mundo ni tampoco puede llevarse nada de éste, y le advierten, además, que la vida transcurre rápida como una sombra y nunca continua por mucho tiempo en esta morada terrena, yo le oí hacer en voz baja una reserva con respecto a un joven caballero que inesperadamente llegó a poseer una gran fortuna. Al regreso tuvo la desvergüenza de expresarme su deseo de que mi hermana se hubiese enterado del gran honor que yo le hacía, añadiendo que tal vez lo habría considerado bien logrado aun a costa de su muerte. Después de eso acabó de beberse todo nuestro jerez, mientras el señor Hubble se bebía el oporto, y los dos hablaron (lo cual, según he observado, es costumbre en estos casos) como si fuesen de otra raza completamente distinta de la de la difunta y notoriamente inmortales. Por fin, Pumblechook se marchó con el señor y la señora Hubble, para pasar la velada hablando del entierro, sin duda alguna, y para decir en Los Tres Alegres Barqueros que él era el iniciador de mi fortuna y el primer bienhechor que tuve en el mundo. En cuanto se hubieron marchado, y asi que Trabb y sus hombres (aunque no su aprendiz, porque le busqué con la mirada) hubieron metido sus disfraces en unos sacos que a prevención llevaban, alejándose a su vez, la casa volvió a adquirir su acostumbrado aspecto. Poco después, Biddy, Joe y yo tomamos algunos fiambres; pero lo hicimos en la sala de respeto y no en la antigua cocina. Joe estaba tan absorto en sus movimientos con el cuchillo, el tenedor, el salero y otros chismes semejantes, que aquello resulto molesto para todos. Pero después de cenar, en cuanto le hice tomar su pipa y en su compañia dimos una vuelta por la fragua, sentándonos luego en el gran bloque de piedra que había en la parte exterior, la cosa marcho mucho mejor. Observé que, después del entierro, Joe se cambió de traje, como si quisiera hacer una componenda entre su traje de las fiestas y el de faena, y en cuanto se hubo puesto este último, el pobre resultó más natural y volvió a adquirir su verdadera personalidad. Le complació mucho mi pregunta de si podría dormir en mi cuartito, cosa que a mí me pareció muy agradable, pues comprendí que había hecho una gran cosa tan sólo con dirigirle aquella petición. En cuanto se espesaron las sombras de la tarde, aproveché una oportunidad para salir al jardín con Biddy a fin de charlar un rato. -Biddy – dije, - creo que habrías podido escribirme acerca de estos tristes acontecimientos. - ¿Lo cree usted así, señor Pip? - replicó Biddy. - En realidad, le habría escrito si se me hubiera ocurrido. - Creo que no te figurarás que quiero mostrarme impertinente si te digo que deberías haberte acordado. - ¿De veras, señor Pip? Su aspecto era tan apacible y estaba tan lleno de compostura y bondad, y parecía tan linda, que no me gustó la idea de hacerla llorar otra vez. Después de mirar un momento sus ojos, inclinados al suelo, mientras andaba a mi lado, abandoné tal idea. - Supongo, querida Biddy, que te será difícil continuar aquí ahora. - ¡Oh, no me es posible, señor Pip! - dijo Biddy con cierto pesar pero con apacible convicción. - He hablado de eso con la señora Hubble, y mañana me voy a su casa. Espero que las dos podremos cuidar un poco al señor Gargery hasta que se haya consolado. - ¿Y cómo vas a vivir, Biddy? Si necesitas algo, di… 135 - ¿Que cómo voy a vivir? - repitió Biddy con momentáneo rubor -. Voy a decírselo, señor Pip. Voy a ver si me dan la plaza de maestra en la nueva escuela que están acabando de construir. Puedo tener la recomendación de todos los vecinos, y espero mostrarme trabajadora y paciente, enseñándome a mí misma mientras enseño a los demás. Ya sabe usted, señor Pip - prosiguió Biddy, sonriendo mientras levantaba los ojos para mirarme el rostro, - ya sabe usted que las nuevas escuelas no son como las antiguas. Aprendí bastante de usted a partir de entonces, y luego he tenido tiempo para mejorar mi instrucción. - Estoy seguro, Biddy, de que siempre mejorarás, cualesquiera que sean las circunstancias. - ¡Ah!, exceptuando en mí el lado malo de la naturaleza humana - murmuró. Tales palabras no eran tanto un reproche como un irresistible pensamiento en voz alta. Pero yo resolví no hacer caso, y por eso anduve un poco más con Biddy, mirando silenciosamente sus ojos, inclinados al suelo. - Aún no conozco detalles de la muerte de mi hermana, Biddy. -Poco hay que decir acerca de esto, ¡pobrecilla! A pesar de que últimamente había mejorado bastante, en vez de empeorar, acababa de pasar cuatro días bastante malos, cuando, una tarde, parecio ponerse mejor, precisamente a la hora del té, y con la mayor claridad dijo: «Joe». Como hacía ya mucho tiempo que no había pronunciado una sola palabra, corrí a la fragua en busca del señor Gargery. La pobre me indicó por señas su deseo de que su esposo se sentase cerca de ella y también que le pusiera los brazos rodeando el cuello de él. Me apresuré a hacerlo, y apoyó la cabeza en el hombro del señor Gargery, al parecer contenta y satisfecha. De nuevo dijo «Joe», y una vez «perdón» y luego «Pip». Y ya no volvió a levantar la cabeza. Una hora más tarde la tendimos en la cama, después de convencernos de que estaba muerta. Biddy lloró, y el jardín envuelto en sombras, la callejuela y las estrellas, que salían entonces, se presentaban borrosos a mis ojos. - ¿Y nunca se supo nada, Biddy? - Nada. - ¿Sabes lo que ha sido de Orlick? - Por el color de su ropa, me inclino a creer que trabaja en las canteras. - Supongo que, en tal caso, lo habrás visto. ¿Por qué miras ahora ese árbol oscuro de la callejuela? - Lo vi ahí la misma noche que ella murió. - ¿Fue ésa la última vez, Biddy? -No. Le he visto ahí desde que entramos en el jardín. Es inútil- añadió Biddy poniéndome la mano sobre el brazo al advertir que yo echaba a correr. - Ya sabe usted que no le engañaría. Hace un minuto que estaba aquí, pero se ha marchado ya. Renació mi indignación al observar que aún la perseguía aquel tunante, hacia el cual experimentaba la misma antipatía de siempre. Se lo dije así, añadiendo que me esforzaría cuanto pudiese, empleando todo el trabajo y todo el dinero que fuese menester, para obligarle a alejarse de la región. Gradualmente, ella me condujo a hablar con mayor calma, y luego me dijo cuánto me quería Joe y que éste jamás se quejaba de nada (no dijo de mí; no tenía necesidad de tal cosa, y yo lo comprendía), sino que siempre cumplía con su deber, en la vida que llevaba, con fuerte mano, apacible lengua y cariñoso corazón. - Verdaderamente, es difícil reprocharle nada – dije. - Mira, Biddy, hablaremos con frecuencia de estas cosas, porque vendré a menudo. No quiero dejar solo al pobre Joe. Biddy no replicó ni una sola palabra. - ¿No me has oído? - pregunté. - Sí, señor Pip. -No me gusta que me llames «señor Pip». Es de muy mal gusto, Biddy. ¿Qué quieres decir con eso? - ¿Que qué quiero decir? - preguntó tímidamente Biddy. - Sí - le dije, muy convencido. - Deseo saber qué quieres decir con eso. - ¿Con eso? - repitió Biddy. - Hazme el favor de contestarme y de no repetir mis palabras. Antes no lo hacías. - ¿Que no lo hacía? - repitió Biddy -. ¡Oh, señor Pip! Creí mejor abandonar aquel asunto. Despues de dar en silencio otra vuelta por el jardín, proseguí diciendo: - Mira, Biddy, he hecho una observación con respecto a la frecuencia con que me propongo venir a ver a Joe. Tú la has recibido con notorio silencio. Haz el favor, Biddy, de decirme el porqué de todo eso. - ¿Y está usted seguro de que vendrá a verle con frecuencia? - preguntó Biddy deteniéndose en el estrecho caminito del jardín y mirándome a la luz de las estrellas con sus claros y honrados ojos. 136 - ¡Dios mío! - exclamé como si a mi pesar me viese obligado a abandonar a Biddy. - No hay la menor duda de que éste es un lado malo de la naturaleza humana. Hazme el favor de no decirme nada más, Biddy, porque esto me disgusta mucho. Y, por esta razón convincente, permanecí a cierta distancia de Biddy durante la cena, y cuando me dirigí a mi cuartito me despedí de ella con tanta majestad como me fue posible en vista de los tristes sucesos de aquel día. Y con la misma frecuencia con que me sentí inquieto durante la noche, cosa que tuvo lugar cada cuarto de hora, reflexioné acerca de la maldad, de la injuria y de la injusticia de que Biddy acababa de hacerme víctima. Tenía que marcharme a primera hora de la mañana. Muy temprano salí y, sin ser visto, miré una de las ventanas de madera de la fragua. Allí permanecí varios minutos, contemplando a Joe, ya dedicado a su trabajo y con el rostro radiante de salud y de fuerza, que lo hacía resplandecer como si sobre él diese el brillante sol de la larga vida que le esperaba. -Adiós, querido Joe. No, no te limpies la mano, ¡por Dios! Dámela ennegrecida como está. Vendré muy pronto y con frecuencia. - Nunca demasiado pronto, caballero - dijo Joe -, y jamás con demasiada frecuencia, Pop. Biddy me esperaba en la puerta de la cocina, con un jarro de leche recién ordeñada y una rebanada de pan. -Biddy - le dije al darle la mano para despedirme -. No estoy enojado, pero sí dolorido. - No, no esté usted dolorido - dijo patéticamente .— Deje que la dolorida sea yo, si he sido poco generosa. Una vez más se levantaba la bruma mientras me alejaba. Y si, como supongo, me permitía ver que yo no volvería y que Biddy estaba en lo cierto, lo único que puedo decir es que tenía razón. ...
En la línea 2031
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Habían dado las ocho de la noche antes de que me rodease el aire impregnado, y no desagradablemente, del olor del serrín y de las virutas de los constructores navales y de las motonerías de la orilla del río. Toda aquella parte contigua al río me era por completo desconocida. Bajé por la orilla de la corriente y observé que el lugar que buscaba no se hallaba donde yo creía y que no era fácil de encontrar. Poco importa el detallar las veces que me extravié entre las naves que se reparaban y los viejos cascos a punto de ser desguazados, ni tampoco el cieno y los restos de toda clase que pisé, depositados en la orilla por la marea, ni cuántos astilleros vi, o cuántas áncoras, ya desechadas, mordían ciegamente la tierra, o los montones de maderas viejas y de trozos de cascos, cuerdas y motones que se ofrecieron a mi vista. Después de acercarme varias veces a mi destino y de pasar de largo otras, llegué inesperadamente a Mill Pond Bank. Era un lugar muy fresco y ventilado, en donde el viento procedente del río tenía espacio para revolverse a su sabor; había allí dos o tres árboles, el esqueleto de un molino de viento y una serie de armazones de madera que en la distancia parecían otros tantos rastrillos viejos que hubiesen perdido la mayor parte de sus dientes. Buscando, entre las pocas que se ofrecían a mi vista, una casa que tuviese la fachada de madera y tres pisos con ventanas salientes (y no miradores, que es otra cosa distinta), miré la placa de la puerta, y en ella leí el nombre de la señora Whimple. Como éste era el que buscaba, llamé, y apareció una mujer de aspecto agradable y próspero. Pronto fue sustituida por Herbert, quien silenciosamente me llevó a la sala y cerró la puerta. Me resultaba muy raro ver aquel rostro amigo y tan familiar, que parecía hallarse en su casa, en un barrio y una vivienda completamente desconocidos para mí, y me sorprendí mirándole de la misma manera como miraba el armarito de un rincón, lleno de piezas de cristal y de porcelana; los caracoles y las conchas de la chimenea; los grabados iluminados que se veían en las paredes, representando la muerte del capitán Cook, una lancha y Su Majestad el rey Jorge III, en la terraza de Windsor, con su peluca, propia de un cochero de lujo, pantalones cortos de piel y botas altas. -Todo va bien, Haendel - dijo Herbert. - Él está completamente satisfecho, aunque muy deseoso de verte. Mi prometida se halla con su padre, y, si esperas a que baje, te la presentaré y luego iremos arriba. Ése… es su padre. Habían llegado a mis oídos unos alarmantes ruidos, procedentes del piso superior, y tal vez Herbert vio el asombro que eso me causara. - Temo que ese hombre sea un bandido - dijo Herbert sonriendo, - pero nunca le he visto. ¿No hueles a ron? Está bebiendo continuamente. - ¿Ron? 179 - Sí - contestó Herbert, - y ya puedes suponer lo que eso le alivia la gota. Tiene el mayor empeño en guardar en su habitación todas las provisiones, y luego las entrega a los demás, según se necesitan. Las guarda en unos estantes que tiene en la cabecera de la cama y las pesa cuidadosamente. Su habitación debe de parecer una tienda de ultramarinos. Mientras hablaba así, aumentó el rumor de los rugidos, que parecieron ya un aullido ronco, hasta que se debilitó y murió. - Naturalmente, las consecuencias están a la vista - dijo Herbert. - Tiene el queso de Gloucester a su disposición y lo come en abundantes cantidades. Eso le hace aumentar los dolores de gota de la mano y de otras partes de su cuerpo. Tal vez en aquel momento el enfermo se hizo daño, porque profirió otro furioso rugido. - Para la señora Whimple, el tener un huésped como el señor Provis es, verdaderamente, un favor del cielo, porque pocas personas resistirían este ruido. Es un lugar curioso, Haendel, ¿no es verdad? Así era, realmente; pero resultaba más notable el orden y la limpieza que reinaban por todas partes. - La señora Whimple - replicó Herbert cuando le hice notar eso - es una ama de casa excelente, y en verdad no sé lo que haría Clara sin su ayuda maternal. Clara no tiene madre, Haendel, ni ningún otro pariente en la tierra que el viejo Gruñón. - Seguramente no es éste su nombre, Herbert. - No - contestó mi amigo, - es el que yo le doy. Se llama Barley. Es una bendición para el hijo de mis padres el amar a una muchacha que no tiene parientes y que, por lo tanto, no puede molestar a nadie hablándole de su familia. Herbert me había informado en otras ocasiones, y ahora me lo recordó, que conoció a Clara cuando ésta completaba su educación en una escuela de Hammersmith, y que al ser llamada a su casa para cuidar a su padre, los dos jóvenes confiaron su afecto a la maternal señora Whimple, quien los protegió y reglamentó sus relaciones con extraordinaria bondad y la mayor discreción. Todos estaban convencidos de la imposibilidad de confiar al señor Barley nada de carácter sentimental, pues no se hallaba en condiciones de tomar en consideración otras cosas más psicológicas que la gota, el ron y los víveres almacenados en su estancia. Mientras hablábamos así en voz baja, en tanto que el rugido sostenido del viejo Barley hacía vibrar la viga que cruzaba el techo, se abrió la puerta de la estancia y apareció, llevando un cesto en la mano, una muchacha como de veinte años, muy linda, esbelta y de ojos negros. Herbert le quitó el cesto con la mayor ternura y, ruborizándose, me la presentó. Realmente era una muchacha encantadora, y podría haber pasado por un hada reducida al cautiverio y a quien el terrible ogro Barley hubese dedicado a su servicio. - Mira - dijo Herbert mostrándome el cesto con compasiva y tierna sonrisa, después de hablar un poco. - Aquí está la cena de la pobre Clara, que cada noche le entrega su padre. Hay aquí su porción de pan y un poquito de queso, además de su parte de ron… , que me bebo yo. Éste es el desayuno del señor Barley, que mañana por la mañana habrá que servir guisado. Dos chuletas de carnero, tres patatas, algunos guisantes, un poco de harina, dos onzas de mantequilla, un poco de sal y además toda esa pimienta negra. Hay que guisárselo todo junto, para servirlo caliente. No hay duda de que todo eso es excelente para la gota. Había tanta naturalidad y encanto en Clara mientras miraba aquellas provisiones que Herbert nombraba una tras otra, y parecía tan confiada, amante e inocente al prestarse modestamente a que Herbert la rodeara con su brazo; mostrábase tan cariñosa y tan necesitada de protección, que ni a cambio de todo el dinero que contenía la cartera que aún no había abierto, no me hubiese sentido capaz de deshacer aquellas relaciones entre ambos, en el supuesto de que eso me fuera posible. Contemplaba a la joven con placer y con admiración, cuando, de pronto, el rezongo que resonaba en el piso superior se convirtió en un rugido feroz. Al mismo tiempo resonaron algunos golpes en el techo, como si un gigante que tuviese una pierna de palo golpeara furiosamente el suelo con ella, en su deseo de llegar hasta nosotros. Al oírlo, Clara dijo a Herbert: - Papá me necesita. Y salió de la estancia. - Ya veo que te asusta - dijo Herbert. - ¿Qué te parece que quiere ahora, Haendel? - Lo ignoro – contesté. - ¿Algo que beber? - Precisamente - repuso, satisfecho como si yo acabara de adivinar una cosa extraordinaria. - Tiene el grog ya preparado en un recipiente y encima de la mesa. Espera un momento y oirás como Clara lo incorpora para que beba. ¡Ahora! - Resonó otro rugido, que terminó con mayor violencia. - Ahora - añadió Herbert fijándose en el silencio que siguió - está bebiendo. Y en este momento - añadió al notar que el gruñido resonaba de nuevo en la viga - ya se ha tendido otra vez. 180 Clara regresó en breve, y Herbert me acompañó hacia arriba a ver a nuestro protegido. Cuando pasábamos por delante de la puerta del señor Barley, oímos que murmuraba algo con voz ronca, cuyo tono disminuía y aumentaba como el viento. Y sin cesar decía lo que voy a copiar, aunque he de advertir que he sustituido con bendiciones otras palabras que eran precisamente todo lo contrario. - ¡Hola! ¡Benditos sean mis ojos, aquí está el viejo Bill Barley! ¡Aquí está el viejo Bill Barley, benditos sean mis ojos! ¡Aquí está el viejo Bill Barley, tendido en la cama y sin poder moverse, bendito sea Dios! ¡Tendido de espaldas como un lenguado muerto! ¡Así está el viejo Bill Barley, bendito sea Dios! ¡Hola! Según me comunicó Herbert, el viejo se consolaba así día y noche. También, a veces, de día, se distraía mirando al río por medio de un anteojo convenientemente colocado para usarlo desde la cama. Encontré cómodamente instalado a Provis en sus dos habitaciones de la parte alta de la casa, frescas y ventiladas, y desde las cuales no se oía tanto el escándalo producido por el señor Barley. No parecía estar alarmado en lo más mínimo, pero me llamó la atención que, en apariencia, estuviese más suave, aunque me habría sido imposible explicar el porqué ni cómo lo pude notar. Gracias a las reflexiones que pude hacer durante aquel día de descanso, decidí no decirle una sola palabra de Compeyson, pues temía que, llevado por su animosidad hacia aquel hombre, pudiera sentirse inclinado a buscarle y buscar así su propia perdición. Por eso, en cuanto los tres estuvimos sentados ante el fuego, le pregunté si tenía confianza en los consejos y en los informes de Wemmick. - ¡Ya lo creo, muchacho! - contestó con acento de convicción. - Jaggers lo sabe muy bien. - Pues en tal caso, le diré que he hablado con Wemmick – dije, - y he venido para transmitirle a usted los informes y consejos que me ha dado. Lo hice con la mayor exactitud, aunque con la reserva mencionada; le dije lo que Wemmick había oído en la prisión de Newgate (aunque ignoraba si por boca de algunos presos o de los oficiales de la cárcel), que se sospechaba de él y que se vigilaron mis habitaciones. Le transmití el encargo de Wemmick de no dejarse ver por algún tiempo, y también le di cuenta de su recomendación de que yo viviese alejado de él. Asimismo, le referí lo que me dijera mi amigo acerca de su marcha al extranjero. Añadí que, naturalmente, cuando llegase la ocasión favorable, yo le acompañaría, o le seguiría de cerca, según nos aconsejara Wemmick. No aludí ni remotamente al hecho de lo que podría ocurrir luego; por otra parte, yo no lo sabía aún, y no me habría gustado hablar de ello, dada la peligrosa situación en que se hallaba por mi culpa. En cuanto a cambiar mi modo de vivir, aumentando mis gastos, le hice comprender que tal cosa, en las desagradables circunstancias en que nos hallábamos, no solamente sería ridícula, sino tal vez peligrosa. No pudo negarme eso, y en realidad se portó de un modo muy razonable. Su regreso era una aventura, según dijo, y siempre supo a lo que se exponía. Nada haría para comprometerse, y añadió que temía muy poco por su seguridad, gracias al buen auxilio que le prestábamos. Herbert, que se había quedado mirando al fuego y sumido en sus reflexiones, dijo entonces algo que se le había ocurrido en vista de los consejos de Wemmick y que tal vez fuese conveniente llevar a cabo. - Tanto Haendel como yo somos buenos remeros, y los dos podríamos llevarle por el río en cuanto llegue la ocasión favorable. Entonces no alquilaremos ningún bote y tampoco tomaremos remeros; eso nos evitará posibles recelos y sospechas, y creo que debemos evitarlas en cuanto podamos. Nada importa que la estación no sea favorable. Creo que sería prudente que tú compraras un bote y lo tuvieras amarrado en el desembarcadero del Temple. De vez en cuando daríamos algunos paseos por el río, y una vez la gente se haya acostumbrado a vernos, ya nadie hará caso de nosotros. Podemos dar veinte o cincuenta paseos, y así nada de particular habrá en el paseo vigesimoprimero o quincuagesimoprimero, aunque entonces nos acompañe otra persona. Me gustó el plan, y, en cuanto a Provis, se entusiasmó. Convinimos en ponerlo en práctica y en que Provis no daría muestras de reconocernos cuantas veces nos viese, pero que, en cambio, correría la cortina de la ventana que daba al Este siempre que nos hubiese visto y no hubiera ninguna novedad. Terminada ya nuestra conferencia y convenido todo, me levanté para marcharme, haciendo a Herbert la observación de que era preferible que no regresáramos juntos a casa, sino que yo le precediera media hora. - No le dejo aquí con gusto - dije a Provis, - aunque no dudo de que está más seguro en esta casa que cerca de la mía. ¡Adios! - Querido Pip - dijo estrechándome las manos. - No sé cuándo nos veremos de nuevo y no me gusta decir «¡Adiós!» Digamos, pues, «¡Buenas noches!» - ¡Buenas noches! Herbert nos servirá de lazo de union, y, cuando llegue la ocasión oportuna, tenga usted la seguridad de que estaré dispuesto. ¡Buenas noches! ¡Buenas noches! Creímos mejor que no se moviera de sus habitaciones, y le dejamos en el rellano que había ante la puerta, sosteniendo una luz para alumbrarnos mientras bajábamos la escalera. Mirando hacia atrás, pensé en la 181 primera noche, cuando llegó a mi casa; en aquella ocasión, nuestras posiciones respectivas eran inversas, y entonces poco pude sospechar que llegaría la ocasión en que mi corazón estaría lleno de ansiedad y de preocupaciones al separarme de él, como me ocurría en aquel momento. El viejo Barley estaba gruñendo y blasfemando cuando pasamos ante su puerta. En apariencia, no había cesado de hacerlo ni se disponía a guardar silencio. Cuando llegamos al pie de la escalera, pregunté a Herbert si había conservado el nombre de Provis o lo cambió por otro. Me replicó que lo había hecho así y que el inquilino se llamaba ahora señor Campbell. Añadió que todo cuanto se sabía acerca de él en la casa era que dicho señor Campbell le había sido recomendado y que él, Herbert, tenía el mayor interés en que estuviera bien alojado y cómodo para llevar una vida retirada. Por eso en cuanto llegamos a la sala en donde estaban sentadas trabajando la señora Whimple y Clara, nada dije de mi interés por el señor Campbell, sino que me callé acerca del particular. Cuando me hube despedido de la hermosa y amable muchacha de ojos negros, así como de la maternal señora que había amparado con honesta simpatía un amor juvenil y verdadero, aquella casa y aquel lugar me parecieron muy diferentes. Por viejo que fuese el enfurecido Barley y aunque blasfemase como una cuadrilla de bandidos, había en aquella casa suficiente bondad, juventud, amor y esperanza para compensarlo. Y luego, pensando en Estella y en nuestra despedida, me encaminé tristemente a mi casa. En el Temple, todo seguía tan tranquilo como de costumbre. Las ventanas de las habitaciones de aquel lado, últimamente ocupadas por Provis, estaban oscuras y silenciosas, y en Garden Court no había ningún holgazán. Pasé más allá de la fuente dos o tres veces, antes de descender los escalones que había en el camino de mis habitaciones, pero vi que estaba completamente solo. Herbert, que fue a verme a mi cama al llegar, pues ya me había acostado en seguida, fatigado como estaba mental y corporalmente, había hecho la misma observación. Después abrió una ventana, miró al exterior a la luz de la luna y me dijo que la calle estaba tan solemnemente desierta como la nave de cualquier catedral a la misma hora. Al día siguiente me ocupé en adquirir el bote. Pronto quedó comprado, y lo llevaron junto a los escalones del desembarcadero del Temple, quedando en un lugar adonde yo podía llegar en uno o dos minutos desde mi casa. Luego me embarqué como para practicarme en el remo; a veces iba solo y otras en compañía de Herbert. Con frecuencia salíamos a pasear por el río con lluvia, con frío y con cellisca, pero nadie se fijaba ya en mí después de haberme visto algunas veces. Primero solíamos pasear por la parte alta del Puente de Blackfriars; pero a medida que cambiaban las horas de la marea, empecé a dirigirme hacia el Puente de Londres, que en aquella época era tenido por «el viejo Puente de Londres». y, en ciertos estados de la marea, había allí una corriente que le daba muy mala reputación. Pero pronto empecé a saber cómo había que pasar aquel puente, después de haberlo visto hacer, y así, en breve, pude navegar por entre los barcos anclados en el Pool y más abajo, hacia Erith. La primera vez que pasamos por delante de la casa de Provis me acompañaba Herbert. Ambos íbamos remando, y tanto a la ida como a la vuelta vimos que se bajaban las cortinas de las ventanas que daban al Este. Herbert iba allá, por lo menos, tres veces por semana, y nunca me comunicó cosa alguna alarmante. Sin embargo, estaba persuadido de que aún existía la causa para sentir inquietud, y yo no podía desechar la sensación de que me vigilaban. Una sensación semejante se convierte para uno en una idea fija y molesta, y habría sido difícil precisar de cuántas personas sospechaba que me vigilaban. En una palabra, que estaba lleno de temores con respecto al atrevido que vivía oculto. Algunas veces, Herbert me había dicho que le resultaba agradable asomarse a una de nuestras ventanas cuando se retiraba la marea, pensando que se dirigía hacia el lugar en que vivía Clara, llevando consigo infinidad de cosas. Pero no pensaba que también se dirigía hacia el lugar en que vivía Magwitch y que cada una de las manchas negras que hubiese en su superficie podía ser uno de sus perseguidores, que silenciosa, rápida y seguramente iba a apoderarse de él. ...
En la línea 252
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... »Esto tiene un pase en mamá, que es así, pero en Dunia es inexplicable. Te conozco bien, mi querida Dunetchka. Tenías casi veinte años cuando te vi por última vez, y sé perfectamente cómo es tu carácter. Mamá dice en su carta que Dunetchka posee tal entereza, que es capaz de soportarlo todo. Esto ya lo sabía yo: hace dos años y medio que sé que Dunetchka es capaz de soportarlo todo. El hecho de que haya podido soportar al señor Svidrigailof y todas las complicaciones que este hombre le ha ocasionado demuestra que, en efecto, es una mujer de gran entereza. Y ahora se imagina, lo mismo que mamá, que podrá soportar igualmente a ese señor Lujine que sustenta la teoría de la superioridad de las esposas tomadas en la miseria y para las que el marido aparece como un bienhechor, cosa que expone (es un detalle que no hay que olvidar) en su primera entrevista. Admitamos que las palabras se le han escapado, a pesar de ser un hombre razonable (seguramente no se le escaparon, ni mucho menos, aunque él lo dejara entrever así en las explicaciones que se apresuró a dar). Pero ¿qué se propone Dunia? Se ha dado cuenta de cómo es este hombre y sabe que habrá de compartir su vida con él, si se casa. Sin embargo, es una mujer que viviría de pan duro y agua, antes que vender su alma y su libertad moral: no las sacrificaría a las comodidades, no las cambiaría por todo el oro del mundo, y mucho menos, naturalmente, por el señor Lujine. No, la Dunia que yo conozco es distinta a la de la carta, y estoy seguro de que no ha cambiado. En verdad, su vida era dura en casa de Svidrigailof; no es nada grato pasar la existencia entera sirviendo de institutriz por doscientos rublos al año; pero estoy convencido de que mi hermana preferiría trabajar con los negros de un hacendado o con los sirvientes letones de un alemán del Báltico, que envilecerse y perder la dignidad encadenando su vida por cuestiones de interés con un hombre al que no quiere y con el que no tiene nada en común. Aunque el señor Lujine estuviera hecho de oro puro y brillantes, Dunia no se avendría a ser su concubina legítima. ¿Por qué, pues, lo ha aceptado? ...
En la línea 858
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Raskolnikof había dado estas respuestas con voz dura y entrecortada. Estaba pálido como un lienzo. Sus grandes ojos, negros y ardientes, no se abatían ante la mirada de Ilia Petrovitch. ...
En la línea 1447
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... De pronto, alguien se sentó a su lado y él le dirigió una mirada. Era Zamiotof, Zamiotof en persona, con la misma indumentaria que llevaba en la comisaría. Lucía sus anillos, sus cadenas, sus cabellos negros, rizados, abrillantados y partidos por una raya perfecta. Llevaba su maravilloso chaleco, su americana un tanto gastada y su camisa no del todo nueva. Parecía de excelente humor, pues sonreía afectuosamente. El champán había coloreado su cetrino rostro. ...
En la línea 1859
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Se había echado en el diván y se había vuelto de cara a la pared, completamente extenuado. Avdotia Romanovna miró atentamente a Rasumikhine. Sus negros ojos centellearon, y Rasumikhine se estremeció bajo aquella mirada. Pulqueria Alejandrovna estaba perpleja. ...
En la línea 159
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Debe tener unos veinticinco años. Es alta y bien formada, de hombros redondos, busto opulento, tez bronceada, cabellos negros muy abundantes, suficiente para dos peinados. Tiene los ojos negros, la esclerótica amarillenta, la mirada cínica, los dientes muy blancos; los labios siempre pintados. Sus piernas y sus manos son admirables. Su voz tiene un timbre de contralto enronquecida. Se ríe algunas veces a carcajadas, enseñando todos los dientes; pero generalmente su mirada es insistente y silenciosa, al menos en presencia de Paulina y de María Philippovna. ...
En la línea 644
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... De tiempo inmemorial M. tenía por industria principal la imitación del azabache inglés y de las cuentas de vidrio negras de Alemania, industria que se estancaba a causa de la carestía de la materia prima. Pero cuando Fantina volvió se había verificado una transformación inaudita en aquella producción de abalorios negros. A fines de 1815, un hombre, un desconocido, se estableció en el pueblo y concibió la idea de sustituir, en su fabricación, la goma laca por la resina. ...
En la línea 396
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Al subir ellos al tren, caía la tarde y el sol descendía con la rapidez propia de los crepúsculos del otoño. Cerraron las ventanillas de un lado, y los rayos del Poniente vinieron a reflejarse un instante en el techo del departamento, retirándose después como niños que acaban de hacer alguna jugarreta. Las montañas se ennegrecían, los celajes más remotos eran de color de brasa; luego se apagaban unos tras otros como una rosa de fuego que fuese soltando sus pétalos encendidos. Languideció la conversación entre Artegui y Lucía, y ambos se quedaron silenciosos y mustios, él con su acostumbrado aspecto de fatiga, ella sumida en profundo recogimiento, dominada por la melancolía del anochecer. Crecía la sombra, y de uno de los vagones, venciendo el ruido de la lenta marcha del tren, brotaba un coro apasionado y triste en lengua extraña, un zortzico, entonado a plena voz, por multitud de jóvenes vacos, que, juntos, iban a Bayona. A veces una cascada de notas irónicas y risueñas cortaba el canto, después la estrofa volvía, tierna, honda, cual un gemido, elevándose hasta los cielos, negros ya como la tinta. Lucía escuchaba, y el convoy, despacioso, hacía el bajo, sosteniendo con su trepidación grave, las voces de los cantores. ...
En la línea 828
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... La noche se venía a más andar, un soplo helado movió el follaje; las dos damas se abrocharon, estremeciéndose, sus abriguillos de paño café con leche, a tiempo que dos bultos negros se destacaban al fin de la avenida. Eran Miranda y Perico, que se asombraron de hallarlas allí tan tarde. ...
En la línea 985
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Mas también la golondrina de Levante se voló, en busca de zonas más templadas. Un día no encontraron ya a Ibrahim Antonio en su sitio de costumbre: probablemente cansado de una jornada sin venta, había cargado con el surtido y emprendido el camino Dios sabe dónde. Lucía le echó de menos; pero el movimiento de retirada era general; no se veían sino tiendas que se vaciaban y cerraban. Había en las aceras montones de paja, rimeros de recortes de papel de embalaje, cajones y cajas con grandes rótulos que decían: «muy frágil.» Era la tristeza, el desorden, el creciente vacío de una casa mudada. Pilar encontraba tan feo a Vichy de aquel modo, que ideaba paseos inusitados, que la apartasen de las calles principales. Una mañana se encaprichó en ir a ver la pastillería, y presenció el nacimiento de dos o tres mil pastillas y bombones; otra quiso visitar las subterráneas galerías que encierran los inmensos depósitos del agua, y los formidables tubos por donde asciende a alimentar los baños del establecimiento termal. Bajaron estrecha escalera, cuyos últimos peldaños se hundían ya en la obscuridad de las galerías. La guardiana les precedía alumbrando con una lámpara de minero, aplastada y de hediondo tufo; Miranda llevaba otra, y un pilluelo que allí se apareció caído de las nubes, encargose de la última. Era la bóveda tan baja, que Miranda hubo de inclinar la cabeza, por no deshacerse la frente. Hacía brusco recodo el angosto pasadizo, y se hallaron de pronto en otra galería, abierta como una boca, donde se internaban los tubos, comidos de orín, gracias a la perenne humedad. Sudaba el techo pálidas y brillantes gotitas de vapor acuoso; a uno y otro lado corría el agua, sobre un lecho de residuos, de fosfatos alcalinos, blancos y farináceos, como nieve recién llovida. A medida que adelantaban por el largo canal subterráneo, calor sofocante anunciaba el paso de las sobras de la Reja Grande, un raudal hirviente, cuya temperatura subía más aún en aquella prisión. De las paredes, leprosas, herpéticas, cubiertas de roña caliza, colgaban monstruosas fungosidades, criptógamas preñadas de veneno, cuya blancura ponzoñosa se destacaba sobre el muro, como una pupila pálida y siniestra en un rostro amoratado. En los codos de los tubos, polvorientas telarañas se tendían, semejantes a sudario gris de olvidados muertos. Las losas der pavimento, dislocadas, dejaban entrever el agua negra. Sobre sus cabezas oían los expedicionarios el pisar de la gente, el batir del duro casco de las bestias. A veces se abría un respiradero, y al través de la reja de hierro filtrábase la luz del día, lívida y cadavérica, amarilleando la rojiza de las lámparas. Los tubos, intestinos de aquel húmedo vientre, daban mil vueltas, y tan pronto rastreaban a flor de tierra, parecidos a sierpes enormes, como se erguían a la bóveda, remedando los negros tentáculos de un pulpo descomunal. Hubo un instante en que los expedicionarios salieron de los pasadizos a plaza más despejada; era una especie de cueva circular, con tragaluz, y en su fondo bostezaban las anchas fauces del pozo Lucas, lleno de un agua soñolienta, sombría y honda. El pilluelo acercó curioso su lámpara. La guardiana le asió del brazo. ...

El Español es una gran familia
Reglas relacionadas con los errores de s;z
Las Reglas Ortográficas de la S
Se escribe s al final de las palabras llanas.
Ejemplos: telas, andamos, penas
Excepciones: alférez, cáliz, lápiz
Se escriben con s los vocablos compuestos y derivados de otros que también se escriben con esta letra.
Ejemplos: pesar / pesado, sensible / insensibilidad
Se escribe con s las terminaciones -esa, -isa que signifiquen dignidades u oficios de mujeres.
Ejemplos: princesa, poetisa
Se escriben con s los adjetivos que terminan en -aso, -eso, -oso, -uso.
Ejemplos: escaso, travieso, perezoso, difuso
Se escribe con s las terminaciones -ísimo, -ísima.
Ejemplos: altísimo, grandísima
Se escribe con s la terminación -sión cuando corresponde a una palabra que lleva esa letra, o cuando otra palabra derivada lleva -sor, -sivo, -sible,-eso.
Ejemplos: compresor, compresión, expreso, expresivo, expresión.
Se escribe s en la terminación de algunos adjetivos gentilicios singulares.
Ejemplos: inglés, portugués, francés, danés, irlandés.
Se escriben s con las sílabas iniciales des-, dis-.
Ejemplos: desinterés, discriminación.
Se escribe s en las terminaciones -esto, -esta.
Ejemplos: detesto, orquesta.
Las Reglas Ortográficas de la Z
Se escribe z y no c delante de a, o y u.
Se escriben con z las terminaciones -azo, -aza.
Ejemplos: pedazo, terraza
Se escriben con z los sustantivos derivados que terminan en las voces: -anza, -eza, -ez.
Ejemplos: esperanza, grandeza, honradez
La X y la S
Te vas a reir con las pifia que hemos hemos encontrado cambiando las letras s;z
Palabras parecidas a negros
La palabra paternal
La palabra satisfecho
La palabra suyo
La palabra mocetones
La palabra intentando
La palabra tropel
La palabra vecinas
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