Cual es errónea Negras o Negraz?
La palabra correcta es Negras. Sin Embargo Negraz se trata de un error ortográfico.
El Error ortográfico detectado en el termino negraz es que hay un Intercambio de las letras s;z con respecto la palabra correcta la palabra negras
Más información sobre la palabra Negras en internet
Negras en la RAE.
Negras en Word Reference.
Negras en la wikipedia.
Sinonimos de Negras.
Te vas a reir con las pifia que hemos hemos encontrado cambiando las letras s;z
Reglas relacionadas con los errores de s;z
Las Reglas Ortográficas de la S
Se escribe s al final de las palabras llanas.
Ejemplos: telas, andamos, penas
Excepciones: alférez, cáliz, lápiz
Se escriben con s los vocablos compuestos y derivados de otros que también se escriben con esta letra.
Ejemplos: pesar / pesado, sensible / insensibilidad
Se escribe con s las terminaciones -esa, -isa que signifiquen dignidades u oficios de mujeres.
Ejemplos: princesa, poetisa
Se escriben con s los adjetivos que terminan en -aso, -eso, -oso, -uso.
Ejemplos: escaso, travieso, perezoso, difuso
Se escribe con s las terminaciones -ísimo, -ísima.
Ejemplos: altísimo, grandísima
Se escribe con s la terminación -sión cuando corresponde a una palabra que lleva esa letra, o cuando otra palabra derivada lleva -sor, -sivo, -sible,-eso.
Ejemplos: compresor, compresión, expreso, expresivo, expresión.
Se escribe s en la terminación de algunos adjetivos gentilicios singulares.
Ejemplos: inglés, portugués, francés, danés, irlandés.
Se escriben s con las sílabas iniciales des-, dis-.
Ejemplos: desinterés, discriminación.
Se escribe s en las terminaciones -esto, -esta.
Ejemplos: detesto, orquesta.
Las Reglas Ortográficas de la Z
Se escribe z y no c delante de a, o y u.
Se escriben con z las terminaciones -azo, -aza.
Ejemplos: pedazo, terraza
Se escriben con z los sustantivos derivados que terminan en las voces: -anza, -eza, -ez.
Ejemplos: esperanza, grandeza, honradez
La X y la S

El Español es una gran familia
Algunas Frases de libros en las que aparece negras
La palabra negras puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1436
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Los carros de los labriegos, con sus toldos claros, formaban un campamento en el centro del cauce, y a lo largo de la ribera, puestas en fila, estaban las bestias a la venta: mulas negras y coceadoras, con rojos caparazones y ancas brillantes, agitadas por nerviosa inquietud; caballos de labor, fuertes, pero tristes, cual siervos condenados a eterna fatiga, mirando con sus ojos vidriosos a todos los que pasaban, como si adivinasen al nuevo tirano, y pequeñas y vivarachas jacas, hiriendo el polvo con sus cascos, tirando del ronzal que las mantenía atadas al muro. ...
En la línea 1822
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Esta comenzaba a ondular por el camino grande, mareándose el ataúd y su catafalco como una enorme paloma blanca entre el desfile de ropas negras y ramos verdes. ...
En la línea 1985
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... En platos cóncavos de loza servían las criadas de la taberna las negras y aceitosas morcillas, el queso fresco, las aceitunas partidas, con su caldo, en el que flotaban olorosas hierbas; y sobre las mesas veíase el pan de trigo nuevo, los rollos de rubia corteza, mostrando en su interior la miga morena y suculenta de la gruesa harina de la huerta. ...
En la línea 2265
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Ladraban los perros, cada vez más furiosos; entreabríanse las puertas de las alquerías y barracas, arrojando negras siluetas, que ciertamente no salían con las manos vacías. ...
En la línea 534
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Las mujeres valían más que los hombres: secas, negras, angulosas, con unos pantalones varoniles bajo las faldas, doblábanse el día entero para escardar el trigo o arrancar las semillas. A veces, cuando no los vigilaban de cerca, apoderábase de ellos la indolencia de raza, el deseo de permanecer inmóviles, mirando el horizonte, sin ver nada ni pensar en nada. Pero así que presentían la proximidad del aperador, corría la voz de alarma en aquel _caló_ que era su única fuerza de resistencia, lo que les aislaba de la animadversión de los compañeros de trabajo. ...
En la línea 633
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... --El mundo empieza a despertar de su sueño de miles de años; protesta de haber sido robado en su infancia. La tierra es vuestra: nadie la ha creado y pertenece a todos. Si en ella existe algún mejoramiento, obra es de vuestras negras manos, que son vuestros títulos de propiedad. El hombre nace con derecho al aire que respira, al sol que lo calienta, y debe exigir la posesión de la tierra que le sostiene. El suelo que cultiváis para que otro recoja la cosecha, os pertenece, aunque vosotros, infelices, envilecidos por miles de años de servidumbre, dudéis de vuestro derecho, temiendo avanzar la mano para que no os crean ladrones. El que acapara un pedazo de tierra, excluyendo de él a los demás, el que lo entrega a las bestias humanas para que lo hagan producir mientras él permanece ocioso, ese es el que verdaderamente roba a sus semejantes. ...
En la línea 713
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Bien entrada la mañana, el señor Fermín, que vigilaba la carretera desde lo alto de la viña, vio al final de la cinta blanca que cortaba el llano una gran nube de polvo, marcándose en su seno las manchas negras de varios carruajes. ...
En la línea 867
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Los hierbajos cubrían el suelo en apretadas marañas, matizando la primavera su verde oscuro con el blanco y el rojo de las flores silvestres. Las piteras y chumberas, plantas rudas y antipáticas de los países abandonados, amontonaban en los bordes del camino una vegetación puntiaguda y agresiva. Sus vástagos rectos y cimbreantes, con un pompón de blancas cazoletas, sustituían a los árboles en aquella inmensidad horizontal y monótona no cortada por ondulación alguna. Esparcidos a largas distancias, apenas si se destacaban como negras verrugas los chozones y ranchos de los pastores, hechos de ramaje y tan bajos de techumbre que parecían viviendas de reptiles. Aleteaban las palomas torcaces en el cielo alegre de la tarde. Las nubes se contorneaban con un ribete de oro, reflejando el sol poniente. ...
En la línea 5429
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Era claro que se trataba de un manejo que hería vivamente a la dama de las co fias negras, porque se mordía los labios hasta hacerse sangre, se arañaba la punta de la nariz y se agitaba desesperadamente en su asiento. ...
En la línea 5431
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... La dama de las cofias negras siguió a través de sus vueltas la mira da de Porthos, y comprobó que se detenía sobre la dama del cojín de terciopelo, del negrito y de la doncella. ...
En la línea 5434
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Ladama del cojín rojo causó gran efecto, porque era muy bella, en la dama de las cofias negras, que vio en ella una rival realmente peligrosa: un gran efecto sobre Porthos, que la encontró más hermosa que la dama de las cofias negras; un gran efecto sobre D 'Artagnan, que reconoció a la dama de Meung, de Calais y de Douvres, a la que su perseguidor, el hombre de la cicatriz, había saludado con el nombre de milady. ...
En la línea 5434
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Ladama del cojín rojo causó gran efecto, porque era muy bella, en la dama de las cofias negras, que vio en ella una rival realmente peligrosa: un gran efecto sobre Porthos, que la encontró más hermosa que la dama de las cofias negras; un gran efecto sobre D 'Artagnan, que reconoció a la dama de Meung, de Calais y de Douvres, a la que su perseguidor, el hombre de la cicatriz, había saludado con el nombre de milady. ...
En la línea 2108
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... A eso de las ocho de la noche, el viento se convirtió en huracán, el trueno retumbó pavorosamente, y la única luz que alumbraba nuestro camino era la de las rojas culebrinas expelidas a intervalos de su seno por las nubes gruesas y negras que rodaban a poca altura sobre nuestras cabezas. ...
En la línea 3429
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Su principal guarida eran las inmediaciones del puente; tenían por costumbre arrojar los cuerpos de sus víctimas a las profundas y negras aguas que corrían impetuosas por debajo. ...
En la línea 4032
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... A la bajada del cerro vagamos sin rumbo no poco tiempo, hasta que nos encontramos en medio de seis o siete chozas negras. ...
En la línea 4307
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Estábamos en uno de los parajes más raros que pueden imaginarse: era un largo y angosto pasadizo, dominado en ambas márgenes por una estupenda barrera de rocas negras y amenazadoras. ...
En la línea 3931
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Dicen los caballeros que no querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y toman los puntos de las medias negras con seda verde. ...
En la línea 4784
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... El uno de los estudiantes traía, como en portamanteo, en un lienzo de bocací verde envuelto, al parecer, un poco de grana blanca y dos pares de medias de cordellate; el otro no traía otra cosa que dos espadas negras de esgrima, nuevas, y con sus zapatillas. ...
En la línea 4816
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Si no os picáredes más de saber más menear las negras que lleváis que la lengua -dijo el otro estudiante-, vos llevárades el primero en licencias, como llevastes cola. ...
En la línea 5869
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Acudimos luego con las manos a los rostros, y hallámonos de la manera que ahora veréis.» Y luego la Dolorida y las demás dueñas alzaron los antifaces con que cubiertas venían, y descubrieron los rostros, todos poblados de barbas, cuáles rubias, cuáles negras, cuáles blancas y cuáles albarrazadas, de cuya vista mostraron quedar admirados el duque y la duquesa, pasmados don Quijote y Sancho, y atónitos todos los presentes. ...
En la línea 125
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Quizá convenga mencionar aquí que junto a Santa Fe Bajada hallé muchas arañas gruesas, negras, con manchas rojas en el dorso; estas arañas viven en bandadas. ...
En la línea 303
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... debéis saber que el tamaño y las costumbres de los avestruces difieren en las diversas partes del país. Los que habitan en las llanuras de Buenos Aires y de Tucumán son más grandes y tienen plumas blancas, negras y grises; los que viven cerca del estrecho de Magallanes son más pequeños y más hermosos, porque sus plumas blancas tienen el extremo negro y recíprocamente»15. ...
En la línea 628
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... En lugar de haber degenerado como los caballos, los toros, según he hecho observar, parecen haber crecido, y son más numerosos que los primeros. Me dice el capitán Sulivan que en estas razas se notan muchas menos variedades en la forma general del cuerpo y de los cuernos que en las razas inglesas. Los colores son muy variados, y, cosa rara, en las distintas partes de tan pequeña isla parecen predominar colores diferentes. En los alrededores del monte Usborne, de 1.000 a 1.500 pies de altura sobre el nivel del mar, casi la mitad de los individuos que componen un rebaño tienen el pelo color rata o gris-plomo, tinte raro en los otros puntos de la isla. Cerca del puerto Pleasant predomina el pardo oscuro, mientras que al sur del estrecho de Choiseul, que divide la isla en dos mitades, casi todos los toros tienen la cabeza y las patas negras. Por lo demás, en toda la isla se encuentran animales de esta especie negros o manchados. Hame hecho notar el capitán Sulivan que la diferencia de color es tan evidente, que si se observan a gran distancia los rebaños que frecuentan las cercanías de Puerto Pleasant, no se ve más que una serie de puntos negros, mientras al sur del estrecho de Choiseul no aparece sino una serie de puntos blancos. Cree el repetido capitán que los rebaños no se mezclan, y que los animales de color gris, aunque viven en las tierras altas paren un mes antes aproximadamente que las de otros colores que viven en las tierras bajas. Es muy interesante ver que animales, en otro tiempo domésticos, han revestido tres colores diferentes, de los cuales probablemente uno acabará por predominar sobre los demás si se deja a estos ganados en paz todavía por espacio de algunos siglos. ...
En la línea 666
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... El viejo llevaba en la cabeza una venda adornada con plumas blancas, que en parte sujetaban sus cabellos negros, duros y formando una masa impenetrable. Dos bandas transversales ornaban su rostro: una, pintada de rojo vivo, se extendía de una a otra oreja, pasando por el labio superior; la otra, blanca como la creta, paralela a la primera, le pasaba a la altura de los ojos y cubría los párpados. Sus compañeros llevaban también como ornamentos bandas negras al carbón. En suma, esta familia se parecía a esos diablos que se representan en escena en Freychütz o en obras semejantes. ...
En la línea 506
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¡Y ella que quería seducirle, hacerle suyo como al obispo de Nauplia, aquel prelado tan fino que no se separaba de ella cuando vivieron en el hotel de la Paix, en Madrid, tabique en medio! Las miradas más ardientes, más negras de aquellos ojos negros, grandes y abrasadores eran para De Pas; los adoradores de la viuda lo sabían y le envidiaban. ...
En la línea 1392
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Todas las palomas con manchas negras en la cabeza podían ser una madre, según la lógica poética de Anita. ...
En la línea 1549
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Las sombras de las hojuelas de la bóveda verde jugueteaban sobre las hojas del libro, blancas y negras y brillantes; se oía cerca, detrás, el murmullo discreto y fresco del agua de una acequia que corría despacio calentándose al sol; fuera de la huerta sonaban las ramas de los altos álamos con el suave castañeteo de las hojas nuevas y claras que brillaban como lanzas de acero. ...
En la línea 5790
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Eran un clérigo que parecía seglar y un seglar que parecía clérigo; mal afeitados los dos, peor el sacerdote, que mostraba el rostro lleno de púas negras ásperas; vestían ambos de paisano, pero como los curas de aldea; el alzacuello del clérigo era blanco y estaba manchado con vino tinto y sudor grasiento; el cuello de la camisa del otro parecía también un alzacuello; usaba corbatín negro abrochado en el cogote. ...
En la línea 227
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... 'Usted es muy feo, gentleman; usted es simplemente horrible. Su piel, vista por nuestros ojos, aparece llena de grietas, de hoyos y de sinuosidades. Como usted no ha podido afeitarse en dos o tres días, unas canas negras, redondas y agujereadas empiezan a asomar por los poros de su piel, creciendo con la misma rigidez que el hierro. Pero si le miran a usted con una lente de disminución, si le ven empequeñecido hasta el punto de que se borren tales detalles, reconozco que tiene usted un aspecto simpático y hasta se parece a algunas de las esposas de las altas personalidades que nos gobiernan. Yo pienso llegar a la capital mucho antes que usted, para rogar al Consejo Ejecutivo que le mire con lentes de tal clase. Así, su juicio será verdaderamente justo… . ...
En la línea 345
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Pasó un automóvil con dos torres negras unidas por un doble puente de acero del mismo color y que tenían en su parte alta dos lentejas de cristal a guisa de tejados. El inventario explicaba que estas torres gemelas eran un aparato óptico por medio del cual los Hombres-Montañas podían ver a largas distancias. Pero los profesores de la Universidad Central sabían en tal materia mucho más que los gigantes. ...
En la línea 562
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Mientras tanto, los maestros barberos empuñaban dos largos palos rematados por hojas férreas, a modo de guadañas bien afiladas, que iban a limpiar el rostro del gigante de su dura vegetación. Cada uno de los aparatos era manejado por tres barberos, que rascaban con energía este cutis humano mas grueso que el de un elefante del país, llevándose una gruesa ola de espuma, con las canas negras de los pelos cortadas al mismo tiempo. ...
En la línea 676
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Detrás de este escuadrón estudioso apareció la litera en forma de lechuza, dentro de la cual iba el ilustre Momaren. El profesor Flimnap marchaba junto a la portezuela de la derecha, conversando con su ilustre jefe, honor público gozado por primera vez, que le hacía caminar titubeante, con el rostro empalidecido por la emoción. Cerraban la marcha graves matronas universitarias, con togas negras. Todas ellas ostentaban en sus birretes los varios colores de las catorce Facultades que clasifican la sabiduría entre los pigmeos. ...
En la línea 842
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Una de las mujeres que más alborotaban se aplacó al ver a las dos damas. Era la señora de Ido del Sagrario, que tenía en la cara sombrajos y manchurrones de aquel mismo betún de los caribes, y las manos enteramente negras. ...
En la línea 899
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Echose mi hombre a la calle, y tiró por la de Mira el Río baja, cuya cuesta es tan empinada que se necesita hacer algo de volatines para no ir rodando de cabeza por aquellos pedernales. Ido la bajó, casi como la bajan los chiquillos, de un aliento, y una vez en la explanada que llaman el Mundo Nuevo, su espíritu se espació, como pájaro lanzado a los aires. Empezó a dar resoplidos, cual si quisiera meter en sus pulmones más aire del que cabía, y sacudió el cuerpo como las gallinas. El picorcillo del sol le agradaba, y la contemplación de aquel cielo azul, de incomparable limpieza y diafanidad, daba alas a su alma voladora. Candoroso e impresionable, D. José era como los niños o los poetas de verdad, y las sensaciones eran siempre en él vivísimas, las imágenes de un relieve extraordinario. Todo lo veía agrandado hiperbólicamente o empequeñecido, según los casos. Cuando estaba alegre, los objetos se revestían a sus ojos de maravillosa hermosura; todo le sonreía, según la expresión común que le gustaba mucho usar. En cambio cuando estaba afligido, que era lo más frecuente, las cosas más bellas se afeaban volviéndose negras, y se cubrían de un velo… parecíale más propio decir de un sudario. Aquel día estaba el hombre de buenas, y la excitación de la dicha hacíale más niño y más poeta que otras veces. Por eso el campo del Mundo Nuevo, que es el sitio más desamparado y más feo del globo terráqueo, le pareció una bonita plaza. Salió a la Ronda y echó miradas de artista a una parte y otra. Allí la puerta de Toledo ¡qué soberbia arquitectura! A la otra parte la fábrica del gas… ¡oh prodigios de la industria!… Luego el cielo espléndido y aquellos lejos de Carabanchel, perdiéndose en la inmensidad, con remedos y aun con murmullos de Océano… ¡sublimidades de la Naturaleza!… Andando, andando, le entró de improviso un celo tan vehemente por la instrucción pública, que le faltó poco para caerse de espaldas ante los estólidos letreros que veía por todas partes. ...
En la línea 976
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... No había allí más muebles que las dos sillas y el baúl. Ni cómoda, ni cama, ni nada. En la oscura alcoba debía de haber algún camastro. De la pared colgaba una grande y hermosa lámina detrás de cuyo cristal se veían dos trenzas negras de pelo, hermosísimas, enroscadas al modo de culebras, y entre ellas una cinta de seda con este letrero: ¡Hija mía! «¿De quién es ese pelo?» preguntó Jacinta vivamente, y la curiosidad le alivió por un instante el miedo. ...
En la línea 1372
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... ¡Excelente y alegre cena la de aquella noche en casa de los opulentos señores de Santa Cruz! Realmente no era cena sino comida retrasada, pues no gustaba la familia de trasnochar, y por tanto, caía dentro de la jurisdicción de la vigilia más rigurosa. Los pavos y capones eran para los días siguientes, y aquella noche cuanto se sirvió en la mesa pertenecía a los reinos de Neptuno. Sólo se sirvió carne a Juan, que estaba ya mejor y pudo ir a la mesa. Fue verdadero festín de cardenales, con desmedida abundancia de peces, mariscos y de cuanto cría la mar, todo tan por lo fino y tan bien aderezado y servido que era una gloria. Veinticinco personas había en la mesa, siendo de notar que el conjunto de los convidados ofrecía perfecto muestrario de todas las clases sociales. La enredadera de que antes hablé había llevado allí sus vástagos más diversos. Estaba el marqués de Casa-Muñoz, de la aristocracia monetaria, y un Álvarez de Toledo, hermano del duque de Gravelinas, de la aristocracia antigua, casado con un Trujillo. Resultaba no sé qué irónica armonía de la conjunción aquella de los dos nobles, oriundo el uno del gran Alba, y el otro sucesor de D. Pascual Muñoz, dignísimo ferretero de la calle de Tintoreros. Por otro lado nos encontramos con Samaniego, que era casi un hortera, muy cerca de Ruiz-Ochoa, o sea la alta banca. Villalonga representaba el Parlamento, Aparisi el Municipio, Joaquín Pez el Foro, y Federico Ruiz representaba muchas cosas a la vez: la Prensa, las Letras, la Filosofía, la Crítica musical, el Cuerpo de Bomberos, las Sociedades Económicas, la Arqueología y los Abonos químicos. Y Estupiñá, con su levita nueva de paño fino, ¿qué representaba? El comercio antiguo, sin duda, las tradiciones de la calle de Postas, el contrabando, quizás la religión de nuestros mayores, por ser hombre tan sinceramente piadoso. D. Manuel Moreno Isla no fue aquella noche; pero sí Arnaiz el gordo, y Gumersindo Arnaiz, con sus tres pollas, Barbarita II, Andrea e Isabel; mas a sus tres hermanas eclipsaba Jacinta, que estaba guapísima, con un vestido muy sencillo de rayas negras y blancas sobre fondo encarnado. También Barbarita tenía buen ver. Desde su asiento al extremo de la mesa, Estupiñá la flechaba con sus miradas, siempre que corrían de boca en boca elogios de aquellos platos tan ricos y de la variedad inaudita de pescados. El gran Rossini, cuando no miraba a su ídolo, charlaba sin tregua y en voz baja con sus vecinos, volviendo inquietamente a un lado y otro su perfil de cotorra. ...
En la línea 304
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... La vanguardia de la esperada procesión hizo su aparición en la puerta principal: una tropa de alabarderos. Iban vestidos con calzas de listas negras y leonadas, gorras de terciopelo adornadas a los lados con rasas de plata, y jubones de paño azul y morado, bordados por delante y por detrás con las tres plumas, el blasón del príncipe, tejidas en oro. Las astas de las alabardas estaban cubiertas de terciopelo carmesí, sujeto con clavos dorados y adornadas con borlas de oro. Desfilando a derecha e izquierda, formaban dos largas hileras que se extendían desde la puerta principal del palacio hasta la orilla del agua. Después se desplegó un grueso paño o tapiz rayado, y unos servidores, ataviados con las libreas de oro y carmesí del príncipe, lo tendieron entre los alabarderos. Hecho esto, resonó dentro un floreo de trompetas. Los músicos del río comenzaran un animado preludio y dos ujieres con varas blancas salieron por la puerta con lento y majestuoso paso. Iban seguidos por un oficial que llevaba la maza municipal, tras el cual venía otro con la Espada de la Ciudad; luego varios alguaciles de la guarnición de la ciudad, con uniforme de gala, y con divisas en las mangas. Venía luego el rey de armas de la Jarretera, con su tabardo; lo seguían varios caballeros del Baño, cada uno con una cinta blanca en la manga; luego sus escuderos; después los jueces, con sus togas escarlatas y sus cofias; luego el lord gran canciller de Inglaterra, con su toga escarlata, abierta por delante y, orlada de piel blanca con manchas negras; luego una comisión de regidores con sus capas escarlata, y luego los principales de las diferentes compañías cívicas en traje de ceremonia. Después venían doce caballeros franceses, con espléndidos atavíos, consistentes en jubones de damasco blanco listado de oro, capas cortas de terciopelo carmesí, forradas de tafetán violeta y calzas color carne, y comenzaron a descender por la escalinata. Eran el séquito del embajador francés, e iban seguidos por doce caballeros del séquito del embajador español, vestidos de terciopelo negro sin ningún adorno. En pos de éstos venían varios importantes nobles ingleses con sus servidores. ...
En la línea 387
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... 'Habiéndoseles hecho espacio, pronto entraron un barón y un conde, ataviados a la turca con largos mantos salpicados de oro; sombreron de terciopelo carmesí, con grandes vueltas de oro; ceñían dos espadas, llamadas cimitarras, pendientes de grandes tahalíes de oro. Venían después todavía otro barón y otro conde, con largos ropajes de raso amarillo con rayas de vaso blanco al través, y en cada lista blanca traían otra de raso carmesí, a la usanza rusa, con sombreros de piel blanca con manchas negras; cada uno de ellos llevaba un hacha pequeña en la mano y botas con pykes[puntas de casi un pie de largo], vueltas hacia arriba. Y después de ellos venía un caballero, luego el lord gran almirante, y con él cinco nobles con jubones de terciopelo carmesí, escotados por detrás y por delante hasta el esternón, sujetos por el puño con cadenas de plata; y sobre esto, capas cortas de raso carmesí y en las cabezas sombreros a la manera de los danzantes, con pluma de faisán. Éstos iban vestidos a la usanza prusiana. Los hacheros, que eran cerca de un centenar, iban de raso carmesí y verde, como moros, sus caras negras. Venía después un mommarye. Luego los ministriles, disfrazados, bailaron; y lores y damas bailaron también tan desafinadamente, que era un placer contemplarlos.' ...
En la línea 387
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... 'Habiéndoseles hecho espacio, pronto entraron un barón y un conde, ataviados a la turca con largos mantos salpicados de oro; sombreron de terciopelo carmesí, con grandes vueltas de oro; ceñían dos espadas, llamadas cimitarras, pendientes de grandes tahalíes de oro. Venían después todavía otro barón y otro conde, con largos ropajes de raso amarillo con rayas de vaso blanco al través, y en cada lista blanca traían otra de raso carmesí, a la usanza rusa, con sombreros de piel blanca con manchas negras; cada uno de ellos llevaba un hacha pequeña en la mano y botas con pykes[puntas de casi un pie de largo], vueltas hacia arriba. Y después de ellos venía un caballero, luego el lord gran almirante, y con él cinco nobles con jubones de terciopelo carmesí, escotados por detrás y por delante hasta el esternón, sujetos por el puño con cadenas de plata; y sobre esto, capas cortas de raso carmesí y en las cabezas sombreros a la manera de los danzantes, con pluma de faisán. Éstos iban vestidos a la usanza prusiana. Los hacheros, que eran cerca de un centenar, iban de raso carmesí y verde, como moros, sus caras negras. Venía después un mommarye. Luego los ministriles, disfrazados, bailaron; y lores y damas bailaron también tan desafinadamente, que era un placer contemplarlos.' ...
En la línea 248
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Aquel hombre increíble, a pesar de su herida que manaba sangre, dio un salto, llegó a la borda, derribó con el puño de la cimitarra a un gaviero que intentaba detenerlo y se lanzó de cabeza al mar, desapareciendo bajo las negras aguas. ...
En la línea 1565
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Se oyó un golpe seco; en seguida la pobre bestia, abandonada por su enemigo, rodó por el suelo y se deslizó en las negras aguas del arroyo. ...
En la línea 2323
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Los marineros levantaron las tablas y los dos piratas descendieron al mar, desapareciendo entre las aguas negras, en tanto que el barco se alejaba llevando a la afligida joven hacia las costas de Labuán. ...
En la línea 1005
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Llegados a una profundidad de trescientos pies, veíamos aún, pero débilmente, los rayos del sol. A su intensa luz había sucedido un crepúsculo rojizo, a medio término entre el día y la noche. Sin embargo, veíamos aún lo suficiente como para no necesitar del concurso de los aparatos Ruhmkorff. El capitán Nemo se detuvo, esperó a que me uniera a él y entonces me mostró con el dedo unas masas negras que se destacaban en la oscuridad a corta distancia. ...
En la línea 1384
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Los dedos del capitán corrieron de nuevo por el teclado del instrumento, y observé que sólo golpeaba las teclas negras, lo que daba a sus melodías un color típicamente escocés. Pronto olvidó mi presencia y se sumió en una ensoñación que no traté de disipar. ...
En la línea 1907
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Al abandonar el mar de Omán avistamos por un instante Mascate, la más importante ciudad del país de Omán. Me admiró su extraño aspecto en medio de las negras rocas que la rodean en contraste con sus blancas casas y sus fuertes. Vi las cúpulas redondeadas de sus mezquitas, la punta elegante de sus alminares, sus frescas y verdes terrazas. Pero no fue más que una rápida visión, tras la cual el Nautilus se sumergió nuevamente en las aguas oscuras de esos parajes. ...
En la línea 2202
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Nada está nunca terminado en los parajes volcánicos -respondió el capitán Nemo-. El Globo está siempre siendo remodelado por los fuegos subterráneos. Ya en el año 19 de nuestra era, según Casiodoro y Plinio, apareció una isla nueva, Theia la divina, en el lugar mismo en que se han formado estos islotes. Se hundió luego en el mar para reaparecer en el año 69, hasta que se hundió definitivamente. Desde entonces a nuestros días el trabajo plutónico quedó interrumpido. Pero el 3 de febrero de 1866, emergió un nuevo islote, al que se dio el nombre de George, en medio de vapores sulfurosos, cerca de Nea Kamenni, a la que quedó unida el 6 del mismo mes. Siete días después, el 13 de febrero, apareció el islote Afroesa, creando entre él y Nea Kamenni un canal de diez metros de anchura. Yo estaba por aquí cuando se produjo el fenómeno y pude observar todas sus fases. El islote Afroesa, de forma redondeada, medía trescientos pies de diámetro y tenía una altura de treinta pies. Estaba compuesto por lavas negras y vítreas, con fragmentos feldespáticos. El 10 de marzo, un islote más pequeño, llamado Reka, apareció junto a Nea Kamenni, y desde entonces, los tres islotes, soldados entre sí, no forman más que una sola isla. ...
En la línea 776
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Era un hombre corpulento, muy moreno, dotado de una cabeza enorme y de una mano que correspondía al tamaño de aquélla. Me cogió la barbilla con su manaza y me hizo levantar la cabeza para mirarme a la luz de la bujía. Estaba prematuramente calvo en la parte superior de la cabeza y tenía las cejas negras, muy pobladas, cuyos pelos estaban erizados como los de un cepillo. Los ojos estaban muy hundidos en la cara y su expresión era aguda de un modo desagradable, y recelosa. Llevaba una enorme cadena de reloj, y se advertía que hubiese tenido una espesa barba, en el caso de que se la hubiese dejado crecer. Aquel hombre no representaba nada para mí, y no podía adivinar que jamás pudiera importarme, y, así, aproveché la oportunidad de examinarle a mis anchas. ...
En la línea 1516
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Fijando los ojos en el señor Wemmick, mientras íbamos andando, para observar su apariencia a la luz del día, vi que era un hombre seco, de estatura algo baja, con cara cuadrada que parecía de madera y de expresión tal como si hubiese sido tallada con una gubia poco afilada. Había en aquel rostro algunas señales que podrían haber sido hoyuelos si el material hubiese sido más blando o la herramienta más cortante, pero tal como aparecían no eran más que mellas. El cincel hizo dos o tres tentativas para embellecer su nariz, pero la abandonó sin esforzarse en pulirla. Por el mal estado de su ropa blanca lo juzgué soltero, y parecía haber sufrido numerosas pérdidas familiares, porque llevaba varias sortijas negras, además de un broche que representaba a una señora junto a un sauce llorón y a una tumba en la que había una urna. También me fijé en las sortijas y en los sellos que colgaban de la cadena de su reloj, como si estuviese cargada de recuerdos de amigos desaparecidos. Tenía los ojos brillantes, pequeños, agudos y negros, y labios delgados y moteados. Contaría entonces, según me parece, de cuarenta a cincuenta años. ...
En la línea 1713
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El señor Pocket se manifestó satisfecho de verme y expresó la esperanza de no haberme sido antipático. 89 - Porque en realidad - añadió mientras su hijo sonreía - no soy un personaje alarmante. Era un hombre de juvenil aspecto, a pesar de sus perplejidades y de su cabello gris, y sus maneras parecían nuy naturales. Uso la palabra «naturales» en el sentido de que carecían de afectación; había algo cómico en su aspecto de aturdimiento, y habría resultado evidentemente ridículo si él no se hubiese dado cuenta de tal cosa. Cuando hubo hablado conmigo un poco, dijo a su esposa, contrayendo con ansiedad las cejas, que eran negras y muy pobladas: - Supongo, Belinda, que ya has saludado al señor Pip. Ella levantó los ojos de su libro y contestó: - Sí. Luego me sonrió distraídamente y me preguntó si me gustaba el sabor del agua de azahar. Como aquella pregunta no tenía relación cercana o remota con nada de lo que se había dicho, creí que me la habria dirigido sin darse cuenta de lo que decía. A las pocas horas observé, y lo mencionaré en seguida, que la señora Pocket era hija única de un hidalgo ya fallecido, que llegó a serlo de un modo accidental, del cual ella pensaba que habría sido nombrado baronet de no oponerse alguien tenazmente por motivos absolutamente personales, los cuales han desaparecido de mi memoria, si es que alguna vez estuvieron en ella - tal vez el soberano, el primer ministro, el lord canciller, el arzobispo de Canterbury o algún otro, - y, en virtud de esa supuesta oposición, se creyó igual a todos los nobles de la tierra. Creo que se armó caballero a sí mismo por haber maltratado la gramática inglesa con la punta de la pluma en una desesperada solicitud, caligrafiada en una hoja de pergamino, con ocasión de ponerse la primera piedra de algún monumento y por haber entregado a algún personaje real la paleta o el mortero. Pero, sea lo que fuere, había ordenado que la señora Pocket fuese criada desde la cuna como quien, de acuerdo con la naturaleza de las cosas, debía casarse con un título y a quien había que guardar de que adquiriese conocimientos plebeyos o domésticos. Tan magnífica guardia se estableció en torno a la señorita, gracias a su juicioso padre, que creció adquiriendo cualidades altamente ornamentales pero, al mismo tiempo, por completo inútiles. Con un carácter tan felizmente formado, al florecer su primera juventud encontró al señor Pocket, el cual también estaba en la flor de la suya y en la indecisión entre alcanzar el puesto de lord canciller en la Cámara de los Lores, o tocarse con una mitra. Como el hacer una u otra cosa era sencillamente una cuestión de tiempo y tanto él como la señora Pocket habían agarrado al tiempo por los cabellos (cuando, a juzgar por su longitud, habría sido oportuno cortárselos), se casaron sin el consentimiento del juicioso padre de ella. Este buen señor, que no tenía nada más que retener o que otorgar que su propia bendición, les entregó cariñosamente esta dote después de corta lucha, e informó al señor Pocket de que su hija era «un tesoro para un príncipe». El señor Pocket empleó aquel tesoro del modo habitual desde que el mundo es mundo, y se supone que no le proporcionó intereses muy crecidos. A pesar de eso, la señora Pocket era, en general, objeto de respetuosa compasión por el hecho de que no se hubiese casado con un título, en tanto que a su marido se le dirigían indulgentes reproches por el hecho de no haber obtenido ninguno. El señor Pocket me llevó al interior de la casa y me mostró la habitación que me estaba destinada, la cual era agradable y estaba amueblada de tal manera que podría usarla cómodamente como saloncito particular. Luego llamó a las puertas de dos habitaciones similares y me presentó a sus ocupantes, llamados Drummle y Startop. El primero, que era un joven de aspecto avejentado y perteneciente a un pesado estilo arquitectónico, estaba silbando. Startop, que en apariencia contaba menos años, estaba ocupado en leer y en sostenerse la cabeza, como si temiera hallarse en peligro de que le estallara por haber recibido excesiva carga de conocimientos. Tanto el señor como la señora Pocket tenían tan evidente aspecto de hallarse en las manos de otra persona, que llegué a preguntarme quién estaría en posesión de la casa y les permitiría vivir en ella, hasta que pude descubrir que tal poder desconocido pertenecía a los criados. El sistema parecía bastante agradable, tal vez en vista de que evitaba preocupaciones; pero parecía deber ser caro, porque los criados consideraban como una obligación para consigo mismos comer y beber bien y recibir a sus amigos en la parte baja de la casa. Servían generosamente la mesa de los señores Pocket, pero, sin embargo, siempre me pareció que habría sido preferible alojarse en la cocina, en el supuesto de que el huésped que tal hiciera fuese capaz de defenderse a sí mismo, porque antes de que hubiese pasado allí una semana, una señora de la vecindad, con quien la familia sostenía relaciones de amistad, escribió que había visto a Millers abofeteando al pequeño. Eso dio un gran disgusto a la señora Pocket, quien, entre lágrimas, dijo que le parecía extraordinario que los vecinos no pudieran contentarse con cuidar de sus asuntos propios. Gradualmente averigüé, y en gran parte por boca de Herbert, que el señor Pocket se había educado en Harrow y en Cambridge, en donde logró distinguirse; pero que cuando hubo logrado la felicidad de casarse 90 con la señora Pocket, en edad muy temprana todavía, había abandonado sus esperanzas para emplearse como profesor particular. Después de haber sacado punta a muchos cerebros obtusos-y es muy curioso observar la coincidencia de que cuando los padres de los alumnos tenían influencia, siempre prometían al profesor ayudarle a conquistar un alto puesto, pero en cuanto había terminado la enseñanza de sus hijos, con rara unanimidad se olvidaban de su promesa -, se cansó de trabajo tan mal pagado y se dirigió a Londres. Allí, después de tener que abandonar esperanzas más elevadas, dio cursos a varias personas a quienes faltó la oportunidad de instruirse antes o que no habían estudiado a su tiempo, y afiló de nuevo a otros muchos para ocasiones especiales, y luego dedicó su atención al trabajo de hacer recopilaciones y correcciones literarias, y gracias a lo que así obtenía, añadidos a algunos modestos recursos que poseía, continuaba manteniendo la casa que pude ver. El señor y la señora Pocket tenía una vecina parecida a un sapo; una señora viuda, de un carácter tan altamente simpático que estaba de acuerdo con todo el mundo, bendecía a todo el mundo y dirigía sonrisas o derramaba lágrimas acerca de todo el mundo, según fueran las circunstancias. Se llamaba señora Coiler, y yo tuve el honor de llevarla del brazo hasta el comedor el día de mi instalación. En la escalera me dio a entender que para la señora Pocket había sido un rudo golpe el hecho de que el pobre señor Pocket se viera reducido a la necesidad de tomar alumnos en su casa. Eso, desde luego, no se refería a mí, según dijo con acento tierno y lleno de confianza (hacía menos de cinco minutos que me la habían presentado) , pues si todos hubiesen sido como yo, la cosa habría cambiado por completo. - Pero la querida señora Pocket - dijo la señora Coiler -, después de su primer desencanto (no porque ese simpatico señor Pocket mereciera el menor reproche acerca del particular), necesita tanto lujo y tanta elegancia… - Sí, señora - me apresuré a contestar, interrumpiéndola, pues temía que se echara a llorar. - Y tiene unos sentimientos tan aristocráticos… - Sí, señora - le dije de nuevo y con la misma intención. - … Y es muy duro - acabó de decir la señora Coiler - que el señor Pocket se vea obligado a ocupar su tiempo y su atención en otros menesteres, en vez de dedicarlos a su esposa. No pude dejar de pensar que habría sido mucho más duro que el tiempo y la atención del carnicero no se hubieran podido dedicar a la señora Pocket; pero no dije nada, pues, en realidad, tenía bastante que hacer observando disimuladamente las maneras de mis compañeros de mesa. Llegó a mi conocimiento, por las palabras que se cruzaron entre la señora Pocket y Drummle, en tanto que prestaba la mayor atención a mi cuchillo y tenedor, a la cuchara, a los vasos y a otros instrumentos suicidas, que Drummle, cuyo nombre de pila era Bentley, era entonces el heredero segundo de un título de baronet. Además, resultó que el libro que viera en mano de la señora Pocket, en el jardín, trataba de títulos de nobleza, y que ella conocía la fecha exacta en que su abuelito habría llegado a ser citado en tal libro, en el caso de haber estado en situación de merecerlo. Drummle hablaba muy poco, pero, en sus taciturnas costumbres (pues me pareció ser un individuo malhumorado), parecía hacerlo como si fuese uno de los elegidos, y reconocía en la señora Pocket su carácter de mujer y de hermana. Nadie, a excepción de ellos mismos y de la señora Coiler, parecida a un sapo, mostraba el menor interés en aquella conversación, y hasta me pareció que era molesta para Herbert; pero prometía durar mucho cuando llegó el criado, para dar cuenta de una desgracia doméstica. En efecto, parecía que la cocinera había perdido la carne de buey. Con el mayor asombro por mi parte, vi entonces que el señor Pocket, sin duda con objeto de desahogarse, hacía una cosa que me pareció extraordinaria, pero que no causó impresión alguna en nadie más y a la que me acostumbré rápidamente, como todos. Dejó a un lado el tenedor y el cuchillo de trinchar, pues estaba ocupado en ello en aquel momento; se llevó las manos al desordenado cabello, y pareció hacer extraordinarios esfuerzos para levantarse a sí mismo de aquella manera. Cuando lo hubo intentado, y en vista de que no lo conseguía, reanudó tranquilamente la ocupación a que antes estuviera dedicado. La señora Coiler cambió entonces de conversación y empezó a lisonjearme. Eso me gustó por unos momentos, pero cargó tanto la mano en mis alabanzas que muy pronto dejó de agradarme. Su modo serpentino de acercarse a mí, mientras fingía estar muy interesada por los amigos y los lugares que había dejado, tenía todo lo desagradable de los ofidios; y cuando, como por casualidad, se dirigió a Startop (que le dirigía muy pocas palabras) o a Drummle (que aún le decía menos), yo casi les envidié el sitio que ocupaban al otro lado de la mesa. Después de comer hicieron entrar a los niños, y la señora Coiler empezó a comentar, admirada, la belleza de sus ojos, de sus narices o de sus piernas, sistema excelente para mejorarlos mentalmente. Eran cuatro 91 niñas y dos niños de corta edad, además del pequeño, que podría haber pertenecido a cualquier sexo, y el que estaba a punto de sucederle, que aún no formaba parte de ninguno. Los hicieron entrar Flopson y Millers, como si hubiesen sido dos oficiales comisionados para alistar niños y se hubiesen apoderado de aquéllos; en tanto que la señora Pocket miraba a aquellos niños, que debían de haber sido nobles, como si pensara en que ya había tenido el placer de pasarles revista antes, aunque no supiera exactamente qué podría hacer con ellos. -Mire - dijo Flopson -, déme el tenedor, señora, y tome al pequeño. No lo coja así, porque le pondrá la cabeza debajo de la mesa. Así aconsejada, la señora Pocket cogió al pequeño de otra manera y logró ponerle la cabeza encima de la mesa; lo cual fue anunciado a todos por medio de un fuerte coscorrón. - ¡Dios mío! ¡Devuélvamelo, señora! - dijo Flopson -. Señorita Juana, venga a mecer al pequeño. Una de las niñas, una cosa insignificante que parecía haber tomado a su cargo algo que correspondía a los demás, abandonó su sitio, cerca de mí, y empezó a mecer al pequeño hasta que cesó de llorar y se echó a reír. Luego todos los niños empezaron a reír, y el señor Pocket (quien, mientras tanto, había tratado dos veces de levantarse a sí mismo cogiéndose del pelo) también se rió, en lo que le imitamos los demás, muy contentos. Flopson, doblando con fuerza las articulaciones del pequeño como si fuese una muñeca holandesa, lo dejó sano y salvo en el regazo de la señora Pocket y le dio el cascanueces para jugar, advirtiendo, al mismo tiempo, a la señora Pocket que no convenía el contacto de los extremos de tal instrumento con los ojos del niño, y encargando, además, a la señorita Juana que lo vigilase. Entonces las dos amas salieron del comedor y en la escalera tuvieron un altercado con el disoluto criado que sirvió la comida y que, evidentemente, había perdido la mitad de sus botones en la mesa de juego. Me quedé molesto al ver que la señora Pocket empeñaba una discusión con Drummle acerca de dos baronías, mientras se comía una naranja cortada a rajas y bañada de azúcar y vino, y olvidando, mientras tanto, al pequeño que tenía en el regazo, el cual hacía las cosas más extraordinarias con el cascanueces. Por fin, la señorita Juana, advirtiendo que peligraba la pequeña cabeza, dejó su sitio sin hacer ruido y, valiéndose de pequeños engaños, le quitó la peligrosa arma. La señora Pocket terminaba en aquel momento de comerse la naranja y, pareciéndole mal aquello, dijo a Juana: - ¡Tonta! ¿Por qué vienes a quitarle el cascanueces? ¡Ve a sentarte inmediatamente! - Mamá querida - ceceó la niñita -, el pequeño podía haberse sacado los ojos. - ¿Cómo te atreves a decirme eso? - replicó la señora Pocket-. ¡Ve a sentarte inmediatamente en tu sitio! - Belinda - le dijo su esposo desde el otro extremo de la mesa -. ¿Cómo eres tan poco razonable? Juana ha intervenido tan sólo para proteger al pequeño. - No quiero que se meta nadie en estas cosas - dijo la señora Pocket-. Me sorprende mucho, Mateo, que me expongas a recibir la afrenta de que alguien se inmiscuya en esto. - ¡Dios mío! - exclamó el señor Pocket, en un estallido de terrible desesperación -. ¿Acaso los niños han de matarse con los cascanueces, sin que nadie pueda salvarlos de la muerte? - No quiero que Juana se meta en esto - dijo la señora Pocket, dirigiendo una majestuosa mirada a aquella inocente y pequeña defensora de su hermanito -. Me parece, Juana, que conozco perfectamente la posición de mi pobre abuelito. El señor Pocket se llevó otra vez las manos al cabello, y aquella vez consiguió, realmente, levantarse algunas pulgadas. - ¡Oídme, dioses! - exclamó, desesperado -. ¡Los pobres pequeñuelos se han de matar con los cascanueces a causa de la posición de los pobres abuelitos de la gente! Luego se dejó caer de nuevo y se quedó silencioso. Mientras tenía lugar esta escena, todos mirábamos muy confusos el mantel. Sucedió una pausa, durante la cual el honrado e indomable pequeño dio una serie de saltos y gritos en dirección a Juana, que me pareció el único individuo de la familia (dejando a un lado a los criados) a quien conocía de un modo indudable. - Señor Drummle - dijo la señora Pocket -, ¿quiere hacer el favor de llamar a Flopson? Juana, desobediente niña, ve a sentarte. Ahora, pequeñín, ven con mamá. El pequeño, que era la misma esencia del honor, contestó con toda su alma. Se dobló al revés sobre el brazo de la señora Pocket, exhibió a los circunstantes sus zapatitos de ganchillo y sus muslos llenos de hoyuelos, en vez de mostrarles su rostro, y tuvieron que llevárselo en plena rebelión. Y por fin alcanzó su objeto, porque pocos minutos más tarde lo vi a través de la ventana en brazos de Juana. 92 Sucedió que los cinco niños restantes se quedaron ante la mesa, sin duda porque Flopson tenía un quehacer particular y a nadie más le correspondía cuidar de ellos. Entonces fue cuando pude enterarme de sus relaciones con su padre, gracias a la siguiente escena: E1 señor Pocket, cuya perplejidad normal parecía haber aumentado y con el cabello más desordenado que nunca, los miró por espacio de algunos minutos, como si no pudiese comprender la razón de que todos comiesen y se alojasen en aquel establecimiento y por qué la Naturaleza no los había mandado a otra casa. Luego, con acento propio de misionero, les dirigió algunas preguntas, como, por ejemplo, por qué el pequeño Joe tenía aquel agujero en su babero, a lo que el niño contestó que Flopson iba a remendárselo en cuanto tuviese tiempo; por qué la pequeña Fanny tenía aquel panadizo, y la niña contestó que Millers le pondría un emplasto si no se olvidaba. Luego se derritió en cariño paternal y les dio un chelín a cada uno, diciéndoles que se fuesen a jugar; y en cuanto se hubieron alejado, después de hacer un gran esfuerzo para levantarse agarrándose por el cabello, abandonó el inútil intento. Por la tarde había concurso de remo en el río. Como tanto Drummle como Startop tenían un bote cada uno, resolví tripular uno yo solo y vencerlos. Yo sobresalía en muchos ejercicios propios de los aldeanos, pero como estaba convencido de que carecía de elegancia y de estilo para remar en el Támesis -eso sin hablar de otras aguas, - resolví tomar lecciones del ganador de una regata que pasaba remando ante nuestro embarcadero y a quien me presentaron mis nuevos amigos. Esta autoridad práctica me dejó muy confuso diciéndome que tenía el brazo propio de un herrero. Si hubiese sabido cuán a punto estuvo de perder el discípulo a causa de aquel cumplido, no hay duda de que no me lo habría dirigido. Nos esperaba la cena cuando por la noche llegamos a casa, y creo que lo habríamos pasado bien a no ser por un suceso doméstico algo desagradable. El señor Pocket estaba de buen humor, cuando llegó una criada diciéndole: - Si me hace usted el favor, señor, quisiera hablar con usted. - ¿Hablar con su amo? - exclamó la señora Pocket, cuya dignidad se despertó de nuevo -. ¿Cómo se le ha ocurrido semejante cosa? Vaya usted y hable con Flopson. O hable conmigo… otro rato cualquiera. - Con perdón de usted, señora - replicó la criada -, necesito hablar cuanto antes y al señor. Por consiguiente, el señor Pocket salió de la estancia y nosotros procuramos entretenernos lo mejor que nos fue posible hasta que regresó. - ¡Ocurre algo muy gracioso, Belinda! - dijo el señor Pocket, con cara que demostraba su disgusto y su desesperación -. La cocinera está tendida en el suelo de la cocina, borracha perdida, con un gran paquete de mantequilla fresca que ha cogido de la despensa para venderla como grasa. La señora Pocket demostró inmediatamente una amable emoción y dijo: - Eso es cosa de esa odiosa Sofía. - ¿Qué quieres decir, Belinda? - preguntó el señor Pocket. - Sofía te lo ha dicho - contestó la señora Pocket -. ¿Acaso no la he visto con mis propios ojos y no la he oído por mí misma cuando llegó con la pretensión de hablar contigo? -Pero ¿no te acuerdas de que me ha llevado abajo, Belinda? - replicó el señor Pocket -. ¿No sabes que me ha mostrado a esa borracha y también el paquete de mantequilla? - ¿La defiendes, Mateo, después de su conducta? - le preguntó su esposa. El señor Poocket se limitó a emitir un gemido de dolor - ¿Acaso la nieta de mi abuelo no es nadie en esta casa? - exclamó la señora Pocket. - Además, la cocinera ha sido siempre una mujer seria y respetuosa, y en cuanto me conoció dijo con la mayor sinceridad que estaba segura de que yo había nacido para duquesa. Había un sofá al lado del señor Pocket, y éste se dejó caer en él con la actitud de un gladiador moribundo. Y sin abandonarla, cuando creyó llegada la ocasión de que le dejase para irme a la cama, me dijo con voz cavernosa: - Buenas noches, señor Pip. ...
En la línea 1770
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... ¡Presumido! ¡Qué embustero eras! ¡Jamás me encontré con otro que lo fuese tanto como tú! -Y antes de dejar a su último amigo en su sitio, el señor Wemmick se llevó la mano a la mayor de sus sortijas negras, añadiendo -: La hizo comprar para mí el día antes de su muerte. ...
En la línea 967
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Al oír estas palabras, la patrona cerró la puerta y desapareció. Era tímida y procuraba evitar los diálogos y las explicaciones. Tenía unos cuarenta años, era gruesa y fuerte, de ojos oscuros, cejas negras y aspecto agradable. Mostraba esa bondad propia de las personas gruesas y perezosas y era exageradamente pudorosa. ...
En la línea 1288
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Sin duda, el aspecto de Piotr Petrovitch tenía un algo que justificaba el calificativo de novio que acababa de aplicársele tan gentilmente. Desde luego, se veía claramente, e incluso demasiado, que Piotr Petrovitch había aprovechado los días que llevaba en la capital para embellecerse, en previsión de la llegada de su novia, cosa tan inocente como natural. La satisfacción, acaso algo excesiva, que experimentaba ante su feliz transformación podía perdonársele en atención a las circunstancias. El traje del señor Lujine acababa de salir de la sastrería. Su elegancia era perfecta, y sólo en un punto permitía la crítica: el de ser demasiado nuevo. Todo en su indumentaria se ajustaba al plan establecido, desde el elegante y flamante sombrero, al que él prodigaba toda suerte de cuidados y tenía entre sus manos con mil precauciones, hasta los maravillosos guantes de color lila, que no llevaba puestos, sino que se contentaba con tenerlos en la mano. En su vestimenta predominaban los tonos suaves y claros. Llevaba una ligera y coquetona americana habanera, pantalones claros, un chaleco del mismo color, una fina camisa recién salida de la tienda y una encantadora y pequeña corbata de batista con listas de color de rosa. Lo más asombroso era que esta elegancia le sentaba perfectamente. Su fisonomía, fresca e incluso hermosa, no representaba los cuarenta y cinco años que ya habían pasado por ella. La encuadraban dos negras patillas que se extendían elegantemente a ambos lados del mentón, rasurado cuidadosamente y de una blancura deslumbrante. Su cabello se mantenía casi enteramente libre de canas, y un hábil peluquero había conseguido rizarlo sin darle, como suele ocurrir en estos casos, el ridículo aspecto de una cabeza de marido alemán. Lo que pudiera haber de desagradable y antipático en aquella fisonomía grave y hermosa no estaba en el exterior. ...
En la línea 1567
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Raskolnikof se había dirigido al puente de ***. Se internó en él, se acodó en el pretil y su mirada se perdió en la lejanía. Estaba tan débil, que le había costado gran trabajo llegar hasta allí. Sentía vivos deseos de sentarse o de tenderse en medio de la calle. Inclinado sobre el pretil, miraba distraído los reflejos sonrosados del sol poniente, las hileras de casas oscurecidas por las sombras crepusculares y a la orilla izquierda del río, el tragaluz de una lejana buhardilla, incendiado por un último rayo de sol. Luego fijó la vista en las aguas negras del canal y quedó absorto, en atenta contemplación. De pronto, una serie de círculos rojos empezaron a danzar ante sus ojos; las casas, los transeúntes, los malecones, empezaron también a danzar y girar. De súbito se estremeció. Una figura insólita, horrible, que acababa de aparecer ante él, le impresionó de tal modo, que no llegó a desvanecerse. Había notado que alguien acababa de detenerse cerca de él, a su derecha. Se volvió y vio una mujer con un pañuelo en la cabeza. Su rostro, amarillento y alargado, aparecía hinchado por la embriaguez. Sus hundidos ojos le miraron fijamente, pero, sin duda, no le vieron, porque no veían nada ni a nadie. De improviso, puso en el pretil el brazo derecho, levantó la pierna del mismo lado, saltó la baranda y se arrojó al canal. ...
En la línea 4520
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... La noche era oscura y el aire denso. A eso de las diez, el cielo se cubrió de negras y espesas nubes y estalló una violenta tempestad. La lluvia no caía en gotas, sino en verdaderos raudales que azotaban el suelo. Relámpagos de enorme extensión iluminaban el espacio. Svidrigailof llegó a su casa calado hasta los huesos. Se encerró en su habitación, abrió el cajón de su mesa, sacó dinero y rompió varios papeles. Después de guardarse el dinero en el bolsillo, pensó cambiarse la ropa, pero, al ver que seguía lloviendo, juzgó que no valía la pena, cogió el sombrero y salió sin cerrar la puerta. Se fue derecho a la habitación de Sonia. Allí estaba la joven, pero no sola, sino rodeada de los cuatro niños de Kapernaumof, a los que hacía tomar una taza de té. ...
En la línea 639
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Progreso en el negocio de los abalorios negras ...
En la línea 644
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... De tiempo inmemorial M. tenía por industria principal la imitación del azabache inglés y de las cuentas de vidrio negras de Alemania, industria que se estancaba a causa de la carestía de la materia prima. Pero cuando Fantina volvió se había verificado una transformación inaudita en aquella producción de abalorios negros. A fines de 1815, un hombre, un desconocido, se estableció en el pueblo y concibió la idea de sustituir, en su fabricación, la goma laca por la resina. ...
En la línea 37
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Por su parte, el séquito de la novia empezó a animarse también, y a vueltas de algún suspiro y de limpiarse los ojos con los pañuelos y aun con el dorso de la mano, fueron rebullendo los grupos de hormigas negras, con ánimo de abandonar el andén. La incontrastable fuerza de los hechos las empujaba a la vida real. Hasta el padre sacudió la cabeza, alzó con elocuente resignación los hombros, y rompió el primero a andar. A su lado iba el jesuita, que estiraba su corta estatura para hablarle, sin conseguir, a pesar de sus laudables esfuerzos, que el cerquillo de su corona pasase más allá de los atléticos hombros del viejo afligido. ...
En la línea 610
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... De lejos, era escultural el grupo. Lucía, anonadada, casi de hinojos, cruzadas las manos, imploraba: Artegui, alzado el brazo, erguido el cuerpo, mirando con doloroso reto a la bóveda celeste, pareciera un personaje dramático, un rebelde Titán, a no vestir el traje llano y prosaico de nuestros días. Más entoldado cada vez el celaje, se acumulaban en él nubarrones plomizos, como enormes copos de algodón en rama, hacia la parte donde caían Biarritz y el Océano. Ráfagas sofocantes cruzaban, muy bajas, casi a flor de tierra, doblegando los tallos de los juncos y estremeciendo el agudo follaje de los mimbrales a su hálito de fuego. Poderoso gemido exhalaba la llanura al percibir los signos precursores de la tormenta. Dijérase que el mal, evocado por la voz de su adorador, acudía, se manifestaba tremendo, asombrando a la naturaleza toda con sus anchas alas negras, a cuyo batir pudieran achacarse las exhalaciones asfixiantes que encendían la atmósfera. Lóbrego y obscuro, como la luna de un espejo de acero, el pantano dormía, y las florecillas acuáticas se desmayaban en sus bordes. La voz de Artegui, más intensa que elevada, resonaba entre el pavoroso silencio. ...
En la línea 770
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Conforme dejaban atrás el puente, llegando a internarse en la frondosa alameda que a Vesse conduce, dilatábasele el corazón a Lucía, creyendo hallarse de veras en el campo. Estaban allí los árboles menos simétricos, limpios y derechos que en Vichy; más desigual el suelo de la ruta; más virgen la hierba de los linderos; menos barnizadas, pulidas y flamantes las quintas y hoteles que ambos lados del camino guarnecían. Ninguna mano celosa barriera las hojas secas que hacían natural y blanca alfombra, ni los parches de boñiga de vaca caídos a trechos como descomunales obleas negras. De tiempo en tiempo veíase algún cobertizo, en cuya sombra relucían los aperos de labranza y el rústico y potente olor de la fecunda tierra labradía penetraba en los pulmones, sano y fuerte como las robustas hortalizas que vegetaban en los huertos próximos. Corta distancia había desde el puente al manantial intermitente. Cruzaban el zaguán de la casita, entraban en el jardín y se dirigían al cenador cubierto de viña virgen, que el pilón resguardaba. Hallábase el pilón vacío, y el tubo de bronce del surtidor no despedía ni gota de agua. Pero Pilar sabía de antemano la hora del singular fenómeno, y calculaba con exactitud. El tiempo que tardaba en presentarse estábase ella inclinada sobre el pilón, palpitante, muda, haciendo un embudo al oído con la diestra. ...
En la línea 801
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Los paseantes comenzaban a retirarse, y el leve crujido de la arena revelaba sus pasos lejanos. Pero ambas amigas acostumbraban, como suele decirse, llevarse las llaves del parque, porque justamente a la puesta del sol era cuando Lucía lo encontraba más hermoso, en aquella melancólica estación otoñal. Bajos ya y moribundos los rayos solares, caían casi horizontalmente sobre los pradillos de hierba, inflamándolos en tonos ardientes como de oro en fusión. Los obscuros conos del alerce cortaban este océano de luz, en el cual se prolongaban sus sombras. Deshojábanse los plátanos y castaños de Indias, y de cuando en cuando caía, con golpe seco y mate, algún erizo, que, abriéndose, dejaba rodar la reluciente castaña. En las grandes canastillas, que se destacaban sobre el fondo de césped, las pálidas eglantinas, a la menor brisa otoñal, soltaban sus frágiles pétalos, las verbenas se arrastraban lánguidas, como cansadas de vivir, descomponiendo con sus caprichosos tallos la forma oval del macizo; los ageratos se erguían, todos llovidos de estrellas azules y los peregrinos colios lucían sus exóticos matices, sus coloraciones metálicas y sus hojas atigradas, semejantes a escamas de reptil, ya blancas con manchas negras, ya verdes con vetas carne, ya amaranto obscuro cebradas de rosa cobrizo. Profundo estremecimiento, precursor del invierno, atravesaba por la Naturaleza toda, y dijérase que antes de morir, quería vestirse sus más ricas galas: así la viña virgen tenía tan espléndido traje de púrpura, y el álamo blanco elevaba con tal coquetería el penacho de cándidos airones de su copa; así la coralina se adornaba con innumerables sartas y zarcillos de sangriento coral, y las cinias recorrían toda la escala de los colores vivos con sus festoneadas enaguas. El maíz listado sacudía su brial de seda verde y blanca a rayas, con melodioso susurro, y allá en las lindes de la pradera bañada por el sol, unos arbolillos tiernos inclinaban su joven copa. De tal suerte mullían las hojas secas el piso de las calles, que se enterraba Lucía hasta el tobillo, con placer. El roce de su traje producía en ellas un ruido continuo, rápido, parecido a la respiración jadeante de alguien que la siguiera; y presa de pueril temor, volvía a veces el rostro atrás, riéndose al convencerse de su ilusión. Hojas había muy diferentes entre sí: unas, obscuras, en descomposición, vueltas ya casi mantillo: otras secas, quebradizas, encogidas; otras amarillas, o aun algo verdosas, húmedas todavía, con los jugos del tronco que las sustentara. Hacíase la alfombra más tupida al acercarse a los parajes sombríos del borde del estanque, cuya superficie rielaba como cristal ondulado, estremeciéndose al leve paso del aura vespertina, y rizándose en mil ondas chiquitas en choque continuo las unas con las otras. ...

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