Cual es errónea Madera o Maderra?
La palabra correcta es Madera. Sin Embargo Maderra se trata de un error ortográfico.
La falta ortográfica detectada en la palabra maderra es que se ha eliminado o se ha añadido la letra r a la palabra madera
Errores Ortográficos típicos con la palabra Madera
Cómo se escribe madera o maderra?

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece madera
La palabra madera puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1992
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Vió Batiste a Pimentó y a sus contrincantes sentados en taburetes de fuerte madera de algarrobo, con los naipes ante los ojos, el jarro de aguardiente al alcance de una mano y sobre el cinc el montoncito de granos de maíz que equivalía a los tantos del juego. ...
En la línea 6
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Fermín nada veía de nuevo en aquel salón blanco, de una blancura de panteón, fría y cruda, con su pavimento de mármol, sus paredes estucadas y brillantes, sus grandes ventanales de cristal mate, que rasgaban el muro hasta el techo, dando a la luz exterior una láctea suavidad. Los armarios, las mesas y las taquillas de madera oscura, eran el único tono caliente de este decorado que daba frío. Junto a las mesas, los calendarios de pared ostentaban grandes imágenes de santos y de vírgenes al cromo. Algunos empleados, abandonando toda discreción, para halagar al amo, habían clavado junto a sus mesas, al lado de almanaques ingleses con figuras modernistas, estampas de imágenes milagrosas, con su oración impresa al pie y la nota de indulgencias. El gran reloj, que desde el fondo del salón alteraba el silencio con sus latidos, tenía la forma de un templete gótico, erizado de místicas agujas y pináculos medioevales, como una catedral dorada de bisutería. ...
En la línea 46
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Montenegro, pasando por los tortuosos senderos que formaban las filas de toneles, llegó a la bodega de los _Gigantes_, el gran depósito de la casa; el almacén inmenso de los caldos antes de adquirir éstos forma y nombre, el Limbo de los vinos, donde se agitaban sus espíritus en la vaguedad de lo indeterminado. Hasta la alta techumbre llegaban los conos pintados de rojo con aros negros; torreones de madera semejantes a las antiguas torres de asedio; gigantes que daban su nombre al departamento y contenían cada uno en sus entrañas más de setenta mil litros. Bombas movidas a vapor trasegaban los líquidos, mezclándolos. Las mangas de goma iban de uno a otro gigante como tentáculos absorbentes que chupaban la esencia de su vida. El estallido de una de estas torres podía inundar de pronto con mortal oleada todo el almacén, ahogando a los hombres que conversaban al pie de los conos. Saludaron los trabajadores a Montenegro, y éste, por una puerta lateral de la bodega de los _Gigantes_, pasó a la llamada «de Embarque», donde estaban los vinos sin marca para la imitación de todos los tipos. ...
En la línea 76
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Era un amplio patio con cobertizos, debajo de los cuales trabajaban los toneleros golpeando con sus mazos los aros que aprisionaban la madera. ...
En la línea 89
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... A lo largo de las columnatas alineábase en andanas la riqueza de la casa, la triple fila de toneles acostados, que llevaban en sus caras la cifra del año de la cosecha. Había barricas venerables cubiertas de telarañas y polvo, con la madera tan húmeda, que parecía próxima a deshacerse. Eran los patriarcas de la bodega: estaban bautizados con los nombres de los héroes que gozaban de fama universal cuando ellos nacieron. Un barril se llamaba _Napoleón_, otro _Nelson_; los había adornados con la corona real de Inglaterra, porque de ellos habían bebido monarcas de la Gran Bretaña. Una barrica antiquísima, completamente aislada, como si el roce con las otras pudiera despanzurrarla, exhibía el venerable nombre de _Noé_. Era la mayor antigüedad de la casa: se remontaba a mediados del siglo XVIII y el primero de los Dupont la había adquirido ya como una reliquia. Cerca de ella se alineaban otros toneles que llevaban bajo el escudo real de España los nombres de todos los monarcas e infantes que habían visitado Jerez en el curso del siglo. ...
En la línea 6185
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Helo aquí -dijo Aramis sacando una llave de su pecho y abriendo un cofrecito de madera de ébano incrustado de nácar-, helo aquí, mirad. ...
En la línea 6672
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Entonces Milady trató de derribar el arbotante que la encerraba en su habitación con fuerzas muy superiores a las de una mujer; luego, cuando se dio cuenta de que era imposible, acribilló la puerta a puña ladas, algunas de las cuales atravesaron el espesor de la madera. ...
En la línea 10604
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... El resto del moblaje indicaba que aquél en cuya casa se hallaba se ocupaba en ciencias naturales: había tarros llenos de serpientes, etique tados según las especies; lagartos disecados relucían como esmeraldas talladas en grandes marcos de madera negra; en fin, botes de hierbas silvestres, odoríferas y sin duda dotadas de virtudes desconocidas al vulgo, estaban pegadas al techo y bajaban por las esquinas del cuarto. ...
En la línea 1802
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... En España estrangulan a los reos de muerte contra un poste de madera en lugar de colgarlos, como en Inglaterra, o de guillotinarlos, como en Francia. ...
En la línea 1929
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... «Esos dos son gente muy principal—decía señalando a un caballero y una dama magníficamente ataviados, que se apearon de un coche, y pasaron cogidos del brazo por el puente de madera, seguidos de dos sirvientes—; son el _Infante_ Francisco Paulo y su mujer la _Napolitana_, hermana de nuestra Cristina. ...
En la línea 2423
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Recuerdo que una vez estábamos registrando la casa de un eclesiástico acusado de judaísmo negro, y, después de buscar mucho, encontramos debajo del piso una caja de madera, y en ella un pequeño relicario de plata, donde había guardados tres libros forrados de negra piel de cerdo; los abrimos, y resultaron libros devotos judíos, escritos en caracteres hebreos, antiquísimos; al ser interrogado, no negó su culpa el reo; antes bien, se vanaglorió de ella, diciendo que no había más que un Dios, y atacando el culto a María Santísima como una idolatría grosera. ...
En la línea 4552
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Con este aposento se comunicaba una galería o voladizo de madera, abierta al aire, que conducía a un cuarto pequeño, provisto de un lecho antiguo, con dosel y cortinas, donde yo había de dormir. ...
En la línea 4879
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Delante de todos venía un castillo de madera, a quien tiraban cuatro salvajes, todos vestidos de yedra y de cáñamo teñido de verde, tan al natural, que por poco espantaran a Sancho. ...
En la línea 5865
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... «Muerta, pues, la reina, y no desmayada, la enterramos; y, apenas la cubrimos con la tierra y apenas le dimos el último vale, cuando, quis talia fando temperet a lachrymis?, puesto sobre un caballo de madera, pareció encima de la sepultura de la reina el gigante Malambruno, primo cormano de Maguncia, que junto con ser cruel era encantador, el cual con sus artes, en venganza de la muerte de su cormana, y por castigo del atrevimiento de don Clavijo, y por despecho de la demasía de Antonomasia, los dejó encantados sobre la mesma sepultura: a ella, convertida en una jimia de bronce, y a él, en un espantoso cocodrilo de un metal no conocido, y entre los dos está un padrón, asimismo de metal, y en él escritas en lengua siríaca unas letras que, habiéndose declarado en la candayesca, y ahora en la castellana, encierran esta sentencia: 'No cobrarán su primera forma estos dos atrevidos amantes hasta que el valeroso manchego venga conmigo a las manos en singular batalla, que para solo su gran valor guardan los hados esta nunca vista aventura'. ...
En la línea 5880
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Es también de saber que Malambruno me dijo que cuando la suerte me deparase al caballero nuestro libertador, que él le enviaría una cabalgadura harto mejor y con menos malicias que las que son de retorno, porque ha de ser aquel mesmo caballo de madera sobre quien llevó el valeroso Pierres robada a la linda Magalona, el cual caballo se rige por una clavija que tiene en la frente, que le sirve de freno, y vuela por el aire con tanta ligereza que parece que los mesmos diablos le llevan. ...
En la línea 5908
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Pero veis aquí cuando a deshora entraron por el jardín cuatro salvajes, vestidos todos de verde yedra, que sobre sus hombros traían un gran caballo de madera. ...
En la línea 86
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... 19 de abril.- Abandonamos a Socego y seguimos durante dos días el camino que ya conocemos; camino fatigoso y aburrido, pues atraviesa llanuras arenosas donde la reverberación es intensa, no lejos de orilla del mar. Noto que cada vez que mi caballo pone el pie sobre la arena silícea, se oye un débil grito. El tercer día emprendemos un camino diferente y cruzamos el bonito pueblecillo de Madre de Deos. Ese es uno de los grandes caminos principales del Brasil; y sin embargo, se halla en tan mal estado, que no puede ir por él ningún carruaje, excepto las carretas tiradas por bueyes. Durante todo nuestro viaje no hemos atravesado ni un solo puente de piedra; y los puentes de madera se encuentran en tan mal estado, que es preciso echarse a un lado para evitarlos. No se conocen las distancias; a veces en lugar de postes kilométricos se ve una cruz; pero es simplemente para indicar el sitio donde se ha cometido un homicidio. Llegamos a Río en la noche del 23; habíamos terminado nuestro viajecillo. ...
En la línea 90
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ejemplares que recogí en la tierra de Van-Diemen; los alimentaba con madera podrida. ...
En la línea 148
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Cuando no se emplea el lazo, se arrolla y se lleva atado a la parte de atrás de la silla. Hay dos especies de bolas: las más sencillas, que se emplean para cazar avestruces, consisten en dos piedras redondas, cubiertas de cuero y reunidas por una tenue cuerda trenzada, como de unos ocho pies de longitud; la otra especie sólo difiere de ésta en que consta de tres pelotas reunidas por una cuerda a un centro común. El gaucho tiene en la mano la más pequeña de las tres y hace girar las otras dos en derredor de la cabeza; luego de hacer puntería las arroja, y las bolas van a través del aire girando sobre sí mismas como balas de cañón enramadas. En cuanto las bolas dan contra cualquier objeto, se enroscan cruzándose en derredor de él y se anudan con fuerza. El grueso y el peso de las bolas varían según el fin que se propone lograr con ellas: hechas de piedra y del tamaño de una manzana, hieren con tanta fuerza, que a veces rompen las patas del caballo a las cuales se arrollan; se hacen de madera, del tamaño de un nabo, para apoderarse de los animales sin herirlos. A veces son de hierro las bolas, y entonces llegan a mucha mayor distancia. La dificultad principal para servirse del lazo o de las bolas consiste en ser tan buen jinete, que, yendo a galope o volviendo grupas de pronto, se pueda hacerlos girar con bastante igualdad en derredor de la cabeza para poder apuntar; a pie se aprendería muy pronto a manejarlos. Divertíame cierta vez en galopar y hacer girar las bola en derredor de mi cabeza, cuando la bola libre chocó accidentalmente con un arbustillo; cesando entonces de pronto el movimiento de revolución, cayó al suelo la bola, rebotó enseguida y fue a enroscarse a una de las patas traseras de mi caballo; escapóseme la otra bola y quedó cogida mi cabalgadura. Afortunadamente era un caballo viejo y experto, pues de otro modo se hubiera puesto a cocear hasta caer de lado. Los gauchos se desternillaron de risa gritando que hasta entonces habían visto coger a toda clase de animales, pero que nunca habían visto a un hombre cogerse él mismo. ...
En la línea 208
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... En efecto: estas colonias españolas no llevan en sí los elementos para un desarrollo rápido, como nuestras colonias inglesas. Muchos indios de pura raza, residen en los alrededores; la tribu del cacique Lucaneo, ha construido sus toldos2 en los mismos extramuros de la ciudad. El gobierno local les suministra provisiones, dándoles todos los caballos demasiado viejos para poder prestar ningún servicio; además, estos indios ganan algunos céntimos fabricando esteras y algunos artículos de sillería. Se les considera como civilizados; pero lo que han podido perder en ferocidad, lo han ganado, y aún más, en inmoralidad. Dícese que algunos jóvenes mejoran un poco y consienten en trabajar; hace algún tiempo, alistáronse algunos a bordo de un barco para pescar focas y se condujeron muy bien. Actualmente gozan de los frutos de su trabajo; lo cual consiste 1 El corral es un cercado hecho con fuertes estacas de madera clavadas en el suelo y unidas entre sí. Cada estancia o granja tiene su corral. ...
En la línea 3332
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Parecía decirle la madera de fino barniz blanco: No temas; no hablará nadie una palabra. ...
En la línea 3343
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... En el despacho todo era de roble mate; nada, absolutamente nada, de oro; madera y sólo madera. ...
En la línea 3343
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... En el despacho todo era de roble mate; nada, absolutamente nada, de oro; madera y sólo madera. ...
En la línea 3353
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Pues Bedoya, al que le aducía este argumento en casa de Vegallana, le llamaba aparte, y sin que nadie los viera, subía con él al segundo piso; se encerraba en el salón de antigüedades, y con el mismo sigilo de ladrón con que sacaba libros del Casino, se dirigía a una silla Enrique II, le daba media vuelta, buscaba cierta parte escondida de un pie del mueble; allí había hecho él varios agujeros con un cortaplumas y los había tapado con cera del color de la silla; quitaba la cera con el cortaplumas, raspaba la madera y. ...
En la línea 171
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Para atraerse la amistad de Alfonso V de Aragón, rey de Nápoles, la República de Florencia le enviaba un manuscrito de Tito Livio. Este monarca hispano-italiano interrumpía un concierto sinfónico para que le leyesen a toda voz varios capítulos de cierta obra antigua que acababa de recibir, prefiriendo la melodía de los períodos latinos a la de los instrumentos de madera y de cuerda. ...
En la línea 492
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Su interior lo había remozado hábilmente, pues el diplomático honorario mostraba cierto talento natural como ornamentista. De sus viajes por España había traído altares enteros. Las paredes desaparecían bajo tapices, columnas y frontones de madera tallada, con oros pálidos; gruesos angelotes policromos; santos cadavéricos; arquetas taraceadas de nácar sobre mesillas de diversos mármoles; bargueños de construcción moderna, con pistoletazos de perdigones o dé sal que imitaban la perforación de la carcoma; sillones fraileros de cordobán y clavos enormes; cuadros representando sanguinolentos martirios, paisajes versallescos o mitológicas desnudeces. Las Vírgenes sobre fondo de oro o los Cristos moribundos alternaban con Venus desnudas. Por algo Enciso pretendía ser un cardenal del Renacimiento reencarnado al otro lado del Atlántico. ...
En la línea 652
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Hacia construir palacios de madera para banquetes de gala que sólo duraban unas horas, deshaciéndolos a continuación. Cada servicio lo anunciaba su senescal entrando a caballo en el comedor, con traje distinto y seguido de músicos que escoltaban los platos. ...
En la línea 888
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Todas las damas de la época eran rubias, hasta el valeroso marimacho Catalina Sforza, de la cual conoce usted el heroico arremangamiento de faldas, apreciado por la Historia como un hecho sublime. De este virago batallador llegó hasta nosotros una receta para enrubiar, escrita por ella misma, a fin de que ninguna otra mujer participase de su secreto. Consistía en ceniza de madera y paja de cebada, hervidas un día entero. A esta lejía se agregaban flores y hojas de nogal durante una noche. Bastaba lavarse la cabeza a la mañana siguiente para tener los cabellos dorados; pero había que secarlos al sol, con el peligro de las neuralgias, de que se quejaba con frecuencia madona Lucrecia. ...
En la línea 93
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Un silencio absoluto envolvió a Edwin. La profunda calma de la noche solamente se turbaba con el crujido de los arbustos, que tenían forma de árboles. Sus ramas, al partirse bajo sus pies, lanzaban chasquidos de madera vigorosa. ...
En la línea 149
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... - Algunos, -contestó el sabio-. Recuerde usted que la visita de ese Gulliver fue hace muchos años, muchísimos, un espacio de tiempo que corresponde, según creo, a lo que los Hombres-Montañas llaman dos siglos. Imagínese cuantos naufragios pueden haber ocurrido durante un periodo tan largo; cuantos habrán venido a visitarnos forzosamente de esos hombres gigantescos que navegan en sus casas de madera mas allá de la muralla de rocas y espumas que levantaron nuestros dioses para librarnos de su grosería monstruosa… . Nuestras crónicas no son claras en este punto. Hablan de ciertas visitas de Hombres-Montañas que yo considero apócrifas. Pero con certeza puede decirse que llegaron a esta tierra unos catorce seres de tal clase en distintas épocas de nuestra historia. De esto hablaremos más detenidamente, si el destino nos permite conversar en un sitio mejor y con menos prisa. El último gigante que llegó lo vi cuando estaba todavía en mi infancia; el único que hemos conocido después del triunfo de la Verdadera Revolución. Era un hombre de manos callosas y piel con escamas de suciedad. Bebía un líquido blanco y de hedor insufrible, guardado en una gran botella forrada de juncos. Este líquido ardiente parecía volverle loco. Nuestros sabios creen que era un simple esclavo de los que trabajan en los buques enormes de los mares sin límites. Como el tal líquido despertaba en el una demencia destructiva, mató a varios miles de los nuestros, nos causo otros daños, y tuvimos que suprimirle, encargándose nuestra Facultad de Química de disolver y volatilizar su cadáver para que tanta materia en putrefacción no envenenase la atmósfera. Creo necesario hacerle saber que desde entonces decidimos suprimir todo Hombre-Montaña que apareciese en nuestras costas. ...
En la línea 546
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... La muchedumbre pretendió imitar su voz, lanzando varios rugidos acompañados de risas. El bondadoso traductor permanecía invisible. Gillespie, irritado por esta ausencia, empezó a agitarse con una nerviosidad amenazante para los pigmeos que se hallaban cerca de el. De pronto se tranquilizó al ver que un hombre de larga túnica y envuelto en velos, que había permanecido hasta entonces inmóvil en la puerta de la Galería, se aproximaba a su asiento. Cuatro esclavos le seguían, llevando a hombros una larga escala de madera. La aplicaron a una rodilla del gigante, y el hombre subió sus peldaños con agilidad, a pesar de las embarazosas vestiduras, procurando que los velos conservasen oculto su rostro. ...
En la línea 554
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Iba a hablarle Gillespie, cuando llegaron a sus oídos los gritos de un grupo de pigmeos que se agitaba junto a sus pies, mientras otros subían ya por la escala de madera hasta una de sus rodillas. ...
En la línea 53
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Aunque Barbarita era desenfadada en el pensar, pronta en el responder, y sabía sacudirse una mosca que le molestase, en caso tan grave se quedó algo mortecina y tuvo vergüenza de decir a su mamá que no quería maldita cosa al chico de Santa Cruz… Lo iba a decir; pero la cara de su madre pareciole de madera. Vio en aquel entrecejo la línea corta y sin curvas, la barra de acero trujillesca, y la pobre niña sintió miedo, ¡ay qué miedo! Bien conoció que su madre se había de poner como una leona, si ella se salía con la inocentada de querer más o menos. Callose, pues, como en misa, y a cuanto la mamá le dijo aquel día y los subsiguientes sobre el mismo tema del casorio, respondía con signos y palabras de humilde aquiescencia. No cesaba de sondear su propio corazón, en el cual encontraba a la vez pena y consuelo. No sabía lo que era amor; tan sólo lo sospechaba. Verdad que no quería a su novio; pero tampoco quería a otro. En caso de querer a alguno, este alguno podía ser aquel. ...
En la línea 91
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... En la tienda de Arnaiz, junto a la reja que da a la calle de San Cristóbal, hay actualmente tres sillas de madera curva de Viena, las cuales sucedieron hace años a un banco sin respaldo forrado de hule negro, y este banco tuvo por antecesor a un arcón o caja vacía. Aquélla era la sede de la inmemorial tertulia de la casa. No había tienda sin tertulia, como no podía haberla sin mostrador y santo tutelar. Era esto un servicio suplementario que el comercio prestaba a la sociedad en tiempos en que no existían casinos, pues aunque había sociedades secretas y clubs y cafés más o menos patrióticos, la gran mayoría de los ciudadanos pacíficos no iba a ellos, prefiriendo charlar en las tiendas. Barbarita tiene aún reminiscencias vagas de la tertulia en los tiempos de su niñez. Iba un fraile muy flaco que era el padre Alelí, un señor pequeñito con anteojos, que era el papá de Isabel, algunos militares y otros tipos que se confundían en su mente con las figuras de los dos mandarines. ...
En la línea 231
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... La carcajada lanzada por Santa Cruz retumbó en la cavidad de la plazoleta silenciosa y desierta con ecos tan extraños, que los dos esposos se admiraron de oírla. Formaban la rinconada aquella vetustos caserones de ladrillo modelado a estilo mudéjar, en las puertas gigantones o salvajes de piedra con la maza al hombro, en las cornisas aleros de tallada madera, todo de un color de polvo uniforme y tristísimo. No se veían ni señales de alma viviente por ninguna parte. Tras las rejas enmohecidas no aparecía ningún resquicio de maderas entornadas por el cual se pudiera filtrar una mirada humana. ...
En la línea 735
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Ido había traspasado el hueco de la puerta, y Jacinta cerró de golpe, a punto que él abría la boca para añadir quizás algún pormenor interesante a sus revelaciones. Tuvo la dama intenciones de llamarle. Figurábase que al través de la madera, cual si esta fuera un cristal, veía el párpado tembloroso de Ido y su cara de pavo, que ya le era odiosa como la de un animal dañino. «No, no abro… —pensó—. Es una serpiente… ¡Qué hombre! Se finge el loco para que le tengan lástima y le den dinero». Cuando le oyó bajar las escaleras volvió a sentir deseos de más explicaciones. En aquel mismo instante subían Barbarita y Estupiñá cargados de paquetes de compras. Jacinta les vio por el ventanillo y huyó despavorida hacia el interior de la casa, temerosa de que le conocieran en la cara el desquiciamiento que aquel condenado hombre había producido en su alma. ...
En la línea 269
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Pendientes de ganchos en el friso de madera estaban las diversas piezas de, una brillante armadura de acero, cubierta toda de bellos dibujos exquisitamente incrustados en oro. Esta marcial panoplia pertenecía al verdadero príncipe, regalo reciente de la señora Parr, la reina. Tom se puso las grebes, los guanteletes, el yelmo empenachado y otras piezas tales que pudiera revestirse sin ayuda, y por un momento pensó pedirla para completar el asunto, pero pensó en las nueces que había traído de la mesa, y en el, placer que sería comérselas sin nadie que le mirase y sin grandes hereditarios que le molestasen con sus servicios indeseables; así que volvió las lindas cosas, a sus diversos lugares y pronto estuvo cascando nueces, sintiéndose casi dichosa por primera vez, desde que Dios, en castigo de sus pecados, lo había hecho principe. Cuando desaparecieron las nueces, dio con unos incitantes libros en un armario, entre ellos uno sobre la etiqueta de la corte inglesa. Aquello era un tesoro. Se tendió en un suntuoso diván y procedió a instruirse con verdadero afán. Dejémoslo allí por ahora. ...
En la línea 916
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... ¡Cuál fue su gozo cuándo al fin vio el destello de una luz! Acercóse a ella cautelosamente, paso a paso, para mirar en torno y escuchar. La luz procedía de un hueco de ventana sin vidrios en una desvencijada choza. El niño oyó una voz y sintió ganas de correr y esconderse, pero cambió al momento de opinión, ya que, sin lugar á dudas, aquella voz estaba rezando. Deslizóse el rey hasta la ventana, se puso de puntillas y echó una mirada al interior de la choza. La habitación era pequeña y su suelo de tierra apisonada por el uso. En un rincón se veía un lecho de juncos y una o dos mantas hechas jirones; cerca de él un cubo, una taza, una jofaina, y algunos cacharros y sartenes. Había un banco angosto y un escabel de tres patas; en la chimenea quedaba el rescoldo de un fuego de leña. Ante una hornacina, iluminada por una sola vela, se hallaba arrodillado un hombre de edad, a cuyo lado, en una caja vieja de madera, estaban un libro abierto y una calavera. El hombre, que era de cuerpo grande y huesudo, y de pelo y barba largos y blancos como la nieve, se cubría con unas pieles de cordero que le llegaban de la garganta a las rodillas. ...
En la línea 859
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Era en efecto el velero que Yáñez enviara a Labuán hacía tres días para saber algo del Tigre, pero, ¡en qué estado volvía! El palo mayor apenas se sostenía, los costados estaban llenos de tapones de madera para cerrar los agujeros abiertos por las balas. ...
En la línea 145
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Barcos de madera, quizá, es posible, aunque yo no lo he visto nunca. Así que hasta no tener prueba de lo contrario, yo niego que las ballenas, los cachalotes o los unicornios puedan producir tal efecto. ...
En la línea 408
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Caminé a tientas y a los cinco pasos me topé con un muro de hierro, hecho con planchas atornilladas. Al volverme, choqué con una mesa de madera, cerca de la cual había unas cuantas banquetas. El piso de aquel calabozo estaba tapizado con una espesa estera de cáñamo que amortiguaba el ruido de los pasos. Los muros desnudos no ofrecían indicios de puertas o ventanas. Conseil, que había dado la vuelta en sentido opuesto, se unió a mí y volvimos al centro de la cabina, que debía tener unos veinte pies de largo por diez de ancho. En cuanto a su altura, Ned Land no pudo medirla pese a su elevada estatura. ...
En la línea 1996
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Aquella misma tarde, a 21º 30’ de latitud Norte, el Nautilus, navegando en superficie, se aproximó a la costa árabe. Pude ver Yidda, importante factoría comercial para Egipto, Siria, Turquía y la India. Distinguí claramente el conjunto de sus construcciones, los navíos amarrados a lo largo de los muelles y los fondeados en la rada por su excesivo calado. El sol, ya muy bajo en el horizonte, deba de lleno en las casas de la ciudad, haciendo resaltar su blancura. En los arrabales, las cabañas de madera o de cañas indicaban las zonas habitadas por los beduinos. ...
En la línea 89
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... En aquellos tiempos, algún asno médico había recetado el agua de alquitrán como excelente medicina, y la señora Joe tenía siempre una buena provisión en la alacena, pues creía que sus virtudes correspondían a su infame sabor. Muchas veces se me administraba una buena cantidad de este elixir como reconstituyente ideal, y, en tales casos, yo salía apestando como si fuese una valla de madera alquitranada. Aquella noche, la urgencia de mi caso me obligó a tragarme un litro de aquel brebaje, que me echaron al cuello para mayor comodidad, mientras la señora Joe me sostenía la cabeza bajo el brazo, del mismo modo como una bota queda sujeta en un sacabotas. Joe se tomó también medio litro, y tuvo que tragárselo muy a su pesar, por haberse quedado muy triste y meditabundo ante el fuego a causa de la impresión sufrida. Y, a juzgar por mí mismo, puedo asegurar que la impresión la tuvo luego aunque no la hubiese tenido antes. ...
En la línea 117
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Tan pronto como el negro aterciopelado que se vela a través de mi ventanita se tiñó de gris, me apresuré a levantarme y a bajar la escalera; todos los tablones de madera y todas las resquebrajaduras de cada madero parecían gritarme: «¡Deténte, ladrón!» y «¡Despiértese, señora Joe!» En la despensa, que estaba mucho mejor provista que de costumbre por ser la víspera de Navidad, me alarmé mucho al ver que había una liebre colgada de las patas posteriores y me pareció que guiñaba los ojos cuando estaba ligeramente vuelto de espaldas hacia ella. No tuve tiempo para ver lo que tomaba, ni de elegir, ni de nada, porque no podía entretenerme. Robé un poco de pan, algunas cortezas de queso, cierta cantidad de carne picada, que guardé en mi pañuelo junto con el pan y manteca de la noche anterior, y un poco de aguardiente de una botella de piedra, que eché en un frasco de vidrio (usado secretamente para hacer en mi cuarto agua de regaliz). Luego acabé de llenar de agua la botella de piedra. También tomé un hueso con un poco de carne y un hermoso pastel de cerdo. Me disponía a marcharme sin este último, pero sentí la tentación de encaramarme en un estante para ver qué cosa estaba guardada con tanto cuidado en un plato de barro que había en un rincón; observando que era el pastel, me lo llevé, persuadido de que no estaba dispuesto para el día siguiente y de que no lo echarían de menos en seguida. ...
En la línea 264
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Joe se había quitado la chaqueta, el chaleco y la corbata; se puso el delantal de cuero y pasó a la fragua. Uno de los soldados abrió los postigos de madera, otro encendió el fuego, otro accionó el fuelle y los demás se quedaron en torno del hogar, que rugió muy pronto. Entonces Joe empezó a trabajar, en tanto que los demás le observábamos. ...
En la línea 320
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Después de una hora de marchar así llegamos junto a una mala cabaña de madera y a un embarcadero. En la primera había un guardia que nos dió el «¿Quién vive?», pero el sargento contestó con el santo y seña. Luego entramos en la cabaña, en donde se percibía pronunciado olor a tabaco y a cal apagada. Había un hermoso fuego y el lugar estaba alumbrado por una lámpara, a cuya luz se distinguía un armero lleno de fusiles, un tambor y una cama de madera, muy baja, como una calandria de gran magnitud sin la maquinaria, y capaz para doce soldados a la vez. Tres o cuatro de éstos que estaban echados y envueltos en sus chaquetones no parecieron interesarse por nuestra llegada, pues se limitaron a levantar un poco la cabeza, mirándonos soñolientos, y luego se tendieron de nuevo. El sargento dio el parte de lo ocurrido y anotó algo en el libro registro, y entonces el penado a quien yo llamo «el otro» salió acompañado por su guardia para ir a bordo antes que su compañero. ...
En la línea 143
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... La ahumada puertecilla que daba al último rellano estaba abierta. Un cabo de vela iluminaba una habitación miserable que medía unos diez pasos de longitud. Desde el vestíbulo se la podía abarcar con una sola mirada. En ella reinaba el mayor desorden. Por todas partes colgaban cosas, especialmente ropas de niño. Una cortina agujereada ocultaba uno de los dos rincones más distantes de la puerta. Sin duda, tras la cortina había una cama. En el resto de la habitación sólo se veían dos sillas y un viejo sofá cubierto por un hule hecho jirones. Ante él había una mesa de cocina, de madera blanca y no menos vieja. ...
En la línea 339
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Pero ahora ‑cosa extraña‑ la pesada carreta tiene entre sus varas un caballejo de una delgadez lastimosa, uno de esos rocines de aldeano que él ha visto muchas veces arrastrando grandes carretadas de madera o de heno y que los mujiks desloman a golpes, llegando a pegarles incluso en la boca y en los ojos cuando los pobres animales se esfuerzan en vano por sacar al vehículo de un atolladero. Este espectáculo llenaba de lágrimas sus ojos cuando era niño y lo presenciaba desde la ventana de su casa, de la que su madre se apresuraba a retirarlo. ...
En la línea 485
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Terminada esta operación, Raskolnikof introdujo los dedos en una pequeña hendidura que había entre el diván turco y el entarimado y extrajo un menudo objeto que desde hacía tiempo tenía allí escondido. No se trataba de ningún objeto de valor, sino simplemente de un trocito de madera pulida del tamaño de una pitillera. Lo había encontrado casualmente un día, durante uno de sus paseos, en un patio contiguo a un taller. Después le añadió una planchita de hierro, delgada y pulida de tamaño un poco menor, que también, y aquel mismo día, se había encontrado en la calle. Juntó ambas cosas, las ató firmemente con un hilo y las envolvió en un papel blanco, dando al paquetito el aspecto más elegante posible y procurando que las ligaduras no se pudieran deshacer sin dificultad. Así apartaría la atención de la vieja de su persona por unos instantes, y él podría aprovechar la ocasión. La planchita de hierro no tenía más misión que aumentar el peso del envoltorio, de modo que la usurera no pudiera sospechar, aunque sólo fuera por unos momentos, que la supuesta prenda de empeño era un simple trozo de madera. Raskolnikof lo había guardado todo debajo del diván, diciéndose que ya lo retiraría cuando lo necesitara. ...
En la línea 485
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Terminada esta operación, Raskolnikof introdujo los dedos en una pequeña hendidura que había entre el diván turco y el entarimado y extrajo un menudo objeto que desde hacía tiempo tenía allí escondido. No se trataba de ningún objeto de valor, sino simplemente de un trocito de madera pulida del tamaño de una pitillera. Lo había encontrado casualmente un día, durante uno de sus paseos, en un patio contiguo a un taller. Después le añadió una planchita de hierro, delgada y pulida de tamaño un poco menor, que también, y aquel mismo día, se había encontrado en la calle. Juntó ambas cosas, las ató firmemente con un hilo y las envolvió en un papel blanco, dando al paquetito el aspecto más elegante posible y procurando que las ligaduras no se pudieran deshacer sin dificultad. Así apartaría la atención de la vieja de su persona por unos instantes, y él podría aprovechar la ocasión. La planchita de hierro no tenía más misión que aumentar el peso del envoltorio, de modo que la usurera no pudiera sospechar, aunque sólo fuera por unos momentos, que la supuesta prenda de empeño era un simple trozo de madera. Raskolnikof lo había guardado todo debajo del diván, diciéndose que ya lo retiraría cuando lo necesitara. ...
En la línea 85
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... No es posible figurarse nada más sencillo que el dormitorio del obispo. Una puerta-ventana que daba al jardín; enfrente, la cama, una cama de hospital, con colcha de sarga verde; detrás de una cortina, los utensilios de tocador, que revelaban todavía los antiguos hábitos elegantes del hombre de mundo; dos puertas, una cerca de la chimenea que daba paso al oratorio; otra cerca de la biblioteca que daba paso al comedor. La biblioteca era un armario grande con puertas vidrieras, lleno de libros; la chimenea era de madera, pero pintada imitando mármol, habitualmente sin fuego. Encima de la chimenea, un crucifijo de cobre, que en su tiempo fue plateado, estaba clavado sobre terciopelo negro algo raído y colocado bajo un dosel de madera; cerca de la puerta-ventana había una gran mesa con un tintero, repleta de papeles y gruesos libros. ...
En la línea 395
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Algunos momentos después se sentaba en la misma mesa a que se había sentado Jean Valjean la noche anterior. Mientras desayunaba, monseñor Bienvenido hacía notar alegremente a su hermana, que no hablaba nada, y a la señora Magloire, que murmuraba sordamente, que no había necesidad de cuchara ni de tenedor, aunque fuesen de madera, para mojar un pedazo de pan en una taza de leche. ...
En la línea 1103
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Nadie hizo caso de él. Las miradas se fijaban en un punto único, en un banco de madera que se encontraba cerca de una puertecilla a la izquierda del presidente. En aquel banco había un hombre entre dos gendarmes. ...
En la línea 334
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... A cinco kilómetros del campamento tropezó con un rastro que le hizo erizar los pelos. El rastro llevaba directamente al campamento y a John Thornton. Buck apretó el paso, moviéndose rápida y sigilosamente, con los nervios crispados y en tensión, atento a los múltiples detalles que le revelaban una historia… aunque no su final. El olfato le explicó la diversidad de elementos relacionados con los seres tras los que corría. Notó el preñado silencio de la selva. Las aves habían huido. Las ardillas estaban escondidas. Sólo vio una, un lustroso ejemplar gris aplastado contra una rama seca como si fuera una protuberancia leñosa de la madera. ...
En la línea 395
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Y redoblaba el arpegio de sus carcajadas, pareciéndole donosísimo incidente el de quedarse sin equipaje alguno. Hallábase, pues, como una criatura que se pierde en la calle, y a la cual recogen por caridad hasta averiguar su domicilio. Aventura completa. Niña como era Lucía, así pudo tomarla a llanto como a risa; tomola a risa, porque estaba alegre, y hasta Hendaya no cesó la ráfaga de buen humor que regocijaba el departamento. En Hendaya prolongó la comida aquel instante de cordialidad perfecta. El elegante comedor de la estación de Hendaya, alhajado con el gusto y esmero especial que despliegan los franceses para obsequiar, atraer y exprimir al parroquiano, convidaba a la intimidad, con sus altos y discretos cortinajes de colores mortecinos su revestimiento de madera obscura, su enorme chimenea de bronce y mármol, su aparador espléndido, que dominaba una pareja de anchos y barrigudos tibores japoneses, rameados de plantas y aves exóticas; fulgurante de argentería Ruolz, y cargado con montones de vajillas de china opaca. Artegui y Lucía eligieron una mesa chica para dos cubiertos, donde podían hablarse frente a frente, en voz baja, por no lanzar el sonido duro y corto de las sílabas españolas entre la sinfonía confusa y ligada de inflexiones francesas que se elevaba de la conversación general en la mesa grande. Hacia Artegui de maestresala y copero, nombraba los platos, escanciaba y trinchaba, previniendo los caprichos pueriles de Lucía, descascarando las almendras, mondando las manzanas y sumergiendo en el bol de cristal tallado lleno de agua, las rubias uvas. En su semblante animado parecía haberse descorrido un velo de niebla y sus movimientos, aunque llenos de calma y aplomo, no eran tan cansados y yertos como antes. ...
En la línea 760
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Tenía el chalet los dos pisos de rigor; el entresuelo repartido en comedor, cocina, salita y un angosto recibimiento; el principal dedicado a dormitorios y cuartos de aseo. A la altura del principal corría una balconada, calada como finísimo encaje, que se repetía en el entresuelo, cubierta casi por las enredaderas. Delgada verja de hierro aislaba el chalet por la parte que daba a la vía pública, avenida plantada de árboles; por donde confinaba con otras casas y jardines, hacían el mismo oficio unas breves tapias. A la entrada de la verja, sobre sendas columnas de mármol gris, dos niños de bronce alzaban sus bracitos gordezuelos para sostener una bomba de cristal mate, que protegía un mechero de gas. Comprendíase a primera vista que el chalet, con sus delgadas paredes de madera, mal defendería a sus habitantes del frío del invierno y los calores del verano; pero en la estación de otoño, templada y benigna, aquella caprichosa construcción, orlada de franjas de menuda crestería, trabajada como un juguete de sobremesa, engalanada de fresca guirnalda de rosales, era el albergue más coquetón y donoso que puede imaginar la mente, el nido más adecuado para una pareja de enamoradas tórtolas. Yo siento tener que dar a tan lindos edificios, que en Vichy abundan, el nombre extranjerizo de chalet; pero ¿qué hacer si en castellano no hay vocablo correspondiente? Lo que aquí denominamos choza, cabaña o casa rústica, no significa en modo alguno lo que todo el mundo entiende por chalet, que es una concepción arquitectónica peculiar a los valles helvéticos, donde el arte, inspirándose en la Naturaleza, reprodujo las formas de los alerces y pinabetes, y los delicados arabescos del hielo y la escarcha, bien como los egipcios tomaron de la flor del loto los capiteles de sus pilones, En Vichy los chalets se construyen con el exclusivo objeto de alquilarlos amueblados a los extranjeros. La conserje del chalet se encarga del gobierno de casa, de la compra y aun de guisar: el conserje atiende a la limpieza, corta las ramas del jardinete, guía las enredaderas, barre las calles enarenadas, sirve a la mesa y abre la puerta. Instaláronse, pues, los Miranda y los Gonzalvo si más cuidado que el de entregar al conserje sus abrigos de viaje y sentarse en sus respectivos puestos en el comedor. ...
En la línea 769
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Dirigíanse las dos amigas, ya hacia la Montaña Verde, ya hacia el camino de las Señoras o hacia el manantial intermitente de Vesse. La Montaña Verde es el punto más elevado de las inmediaciones de Vichy. Está la montañuela cubierta de vegetación, pero de vegetación baja, a flor de tierra, de suerte que, vista de lejos, se les figuraba cabeza de gigante con cabellera corta y espesísima. Ya en la cúspide, subían al mirador y manejaban el gran anteojo, registrando el inmenso panorama que se extendía en torno. Las suaves laderas, tapizadas de viñas, bajaban hasta el Allier, que culebreaba a lo lejos como enorme sierpe azul. En lontananza, la cadena del Forez erguía sus mamelones donde la nieve refulgía cual una caperuza de plata; los gigantes de Auvernia, vaporosos y grises, parecían fantasmas de neblina; el castillo de Borbón Busset surgía de las brumas con sus torreones señoriales, avergonzando al pacifico palacio de Randán, con todo el desdén de un Borbón legítimo hacia la rama degenerada de los Orleáns. El camino de las Señoras era la excursión favorita de Lucía. Estrecha vereda, sombreada por espesos árboles, sigue dócil el curso del Sichón, deteniéndose cuando al río se le antoja formar un remanso y torciéndose en graciosas curvas como la tranquila corriente. A cada paso corta la monotonía de las hileras de chopos y negrillos algún accidente pintoresco: ya un lavadero, ya una casita que remoja los pies en el río, ya una presa, ya un molino, ya una charca de patos. El molino, en particular, parecía dispuesto por un pintor efectista para algún lienzo de naturaleza perfeccionada. Vetusto, comido de húmeda y verdegueante lepra, sustentado en postes de madera que iba pudriendo el agua, brillaba sobre el edificio la rueda, como el ojo disforme sobre la morena y rugosa frente de un cíclope. Eran destellos de la enorme pupila las gotas de refulgente argentería líquida que saltaban de rayo a rayo, a cada vuelta; y el quejido penoso que la pesada rueda exhalaba al girar, completaba el símil, remedando el hálito del monstruo. Un puente lanzado con osadía sobre el mismo arco de la catarata que formaba la presa dejaba ver, al través de su tablazón mal junta, el agua espumante y rugiente. En la presa bogaban con pachorra hasta media docena de patos, e infinitos gorriones revolaban en el alero irregular del tejado, mientras en el obscuro agujero de una de las desiguales ventanas florecía un tiesto de petunias. Quedábase Lucía muchos ratos mirando al molino, sentada en el ribazo opuesto, arrullada por el ronquido cadencioso de la rueda y por el blando chapaleteo del agua batida. Pilar prefería el manantial intermitente que le proporcionaba las emociones de que era tan ávido su endeble organismo. Llegábase al manantial por un ameno sendero; ya desde el puente se cogía bella perspectiva. El Allier es vasto y caudaloso, pero muy mermado a la sazón por los calores estivales; sólo en los puntos más anchos del cauce llevaba agua, y el resto descubría el álveo formado de arena en prolongadas zonas blancas. A lo más rápido de la corriente, obscuros peñascos se interponían, originando otros tantos remolinos; saltaba el agua, espumaba un punto colérica, y después seguía mansa y sesga como de costumbre. En lontananza se descubría extensa vega. Dilatadas praderías, donde pacían vacas y borregos, estaban limitadas al término del horizonte por una línea de chopos verde pálido, muy rectos y agudos, a la manera de los árboles contrahechos de las cajas de juguetes; los mimbrales, en cambio, eran rechonchos y panzones, como bolas de verdor sombrío rodantes por la pradera. Completaba la lejanía la cima de la Montaña Verde, recortándose sobre el cielo con cierta dureza de paisaje flamenco en sus contornos exactos y marcados, de un verde obscuro límpido. A la margen del río se veía bajar y subir el brazo derecho de las lavanderas, como miembro de marioneta movido por resortes, y se oía el plas acompasado de la paleta con que azotaban la ropa. Por el agrio talud de la ribera ascendían lentos carros cargados de arena y casquijo, y cruzaban después el puente, bañado en sudor el tiro, muy despacio, sonando a largos intervalos las campanillas. Pasaban las aldeanas auvernesas, vestidas de colores apagados, la esportilla de paja puesta sobre la blanca escofieta, conduciendo sus vacas, cuyos ubres henchidos de leche se columpiaban al andar, y que, posando una mirada triste en los transeúntes, solían pegar una huida de costado, un trote de diez segundos, tras de lo cual recobraban la resignación de su paso grave. En la esquina del puente, un pobre, decentemente vestido y con trazas de militar, pedía limosna con sólo una inflexión suplicante de la voz y un doliente fruncimiento de cejas. ...
En la línea 980
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... A la verdad, infundía tristeza en aquellos días de fin de Octubre, el aspecto de Vichy. No eran sino hojas caídas: el Parque, tan animado siempre, se veía solitario; sólo algunos agüistas tardíos, enfermos de veras, paseaban la acera de asfalto, henchida ayer del roce de ricos trajes y del rumor de alegres conversaciones. Nadie se cuidaba ya de recoger y barrer el amarillo tapiz del follaje, porque Vichy, tan peripuesto y adornado en la estación de aguas, se torna desastrado y desaliñado no bien le vuelven la espalda sus elegantes huéspedes de estío. Toda la villa semejaba una inmensa mudanza: de los chalets, desalquilados ya, desaparecían los adornos y balconadas, para evitar que los pudriesen las lluvias; en las calles se amontonaban la cal, el ladrillo para las obras de albañilería, que nadie osaba emprender en verano por no ensuciar las pulcras avenidas. Las tiendas de objetos de lujo iban cerrándose unas tras otras, y dueños y surtido tomaban el rumbo de Niza, Cannes o cualquiera estación invernal semejante. Algunas quedaban rezagadas todavía, y sus escaparates servían de entretenimiento a Lucía y Pilar, cuando esta última salía a sus despaciosos paseos. Entre ellas se señalaba un almacén de curiosidades, antigüedades y objetos de arte, situado casi frente a la famosa Ninfa, y, por consiguiente, a espaldas del Casino. Angosta en extremo la tienda, apenas podía encerrar el maremágnum de objetos apiñados en ella, que se desbordaban, hasta invadir la acera. Daba gusto revolver por aquellos rincones escudriñar aquí y acullá, hacer a cada instante descubrimientos nuevos y peregrinos. Los dueños del baratillo, ociosos casi todo el día, se prestaban a ello de buen grado. Erase una pareja; él, bohemio del Rastro, ojos soñolientos, raído levitín, corbata rota, semejante a una curiosidad más, a algún mueble usado y desvencijado; ella, rubia, flaca, ondulante, ágil como una zapaquilda de desván, al deslizarse entre los objetos preciosos amontonados hasta el techo. Miraban Lucía y Pilar muy entretenidas la heteróclita mescolanza. En el centro de la tienda se pavoneaba un soberbio velador de porcelana de Sévres y bronce dorado. El medallón principal ofrecía esmaltada, sobre un fondo de ese azul especial de la pasta tierna, la cara ancha, bonachona y tristota de Luis XVI; en torno, un círculo de medallones más chicos, presentaba las gentiles cabezas de las damas de la corte del rey guillotinado; unas empolvado el pelo, con grandes cestos de flores rematando el edificio colosal del peinado, otras con negras capuchas de encaje anudadas bajo la barbilla; todas impúdicamente descotadas, todas risueñas y compuestas, con fresquísima tez y labios de carmín. Si Lucía y Pilar estuviesen fuertes en Historia, ¡a cuánta meditación convidaba la vista de tanto ebúrneo cuello, ornado de collares de diamantes o de estrechas cintas de terciopelo, y probablemente segado más tarde por la cuchilla; ni más ni menos, que el pescuezo del rey que presidía melancólicamente aquella corte! La cerámica era el primor de la colección. Había cantidad de muñequitos de Sajonia, de colores suaves, puros y delicados, como las nubes que el alba pinta; rosados cupidillos, atravesando entre haces de flores azul celeste; pastoras blancas como la leche y rubias como unas candelas, apacentando corderillos atados con lazos carmesíes; zagales y zagalas que amorosamente se requestaban entre sotillos verdegay, sembrados de rosas; violinistas que empuñaban el arco remilgadamente, adelantando la pierna derecha para danzar un paso de minueto; ramilleteras que sonreían como papanatas, señalando hacia el canasto de flores que llevaban en el brazo izquierdo. Próximos a estos caprichos galantes y afeminados, los raros productos del arte asiático proyectaban sus siluetas extrañas y deformes, semejantes a ídolos de un bárbaro culto; por los panzudos tibores, cubiertos de una vegetación de hojas amarillas y flores moradas o color de fuego, cruzaban bandadas de pajarracos estrafalarios, o serpenteaban monstruosos reptiles; del fondo obscuro de los vasos tabicados surgían escenas fantásticas, ríos verdes corriendo sobre un lecho de ocre, kioscos de laca purpúrea con campanillas de oro, mandarines de hopalanda recta y charra, bigotes lacios y péndulos, ojos oblicuos y cabeza de calabacín. Las mayólicas y los platos de Palissy parecían trozos de un bajo fondo submarino, jirones de algún hondo arrecife, o del lecho viscoso de un río; allí entre las algas y fucus resbalaba la anguila reluciente y glutinosa, se abría la valva acanalada de la almeja, coleteaba el besugo plateado, enderezaba su cono de ágata el caracol, levantaba la rana sus ojos fríos, y corría de lado el tenazudo cangrejo, parecido a negro arañón. Había una fuente en que Galatea se recostaba sobre las olas, y sus corceles azules como el mar sacaban los pies palmeados, mientras algunos tritones soplaban, hinchados los carrillos, en la retuerta bocina. Amén de las porcelanas, había piezas de argentería antigua y pesada, de esas que se legan de padres a hijos en los honrados hogares de provincia: monumentales salvillas, anchas bandejas, soperones rematados en macizas alcachofas; había cofres de madera embutidos de nácar y marfil, arquillas de hierro labradas como una filigrana, tanques de loza con aro de metal, de formas patriarcales, que recordaban los bebedores de cerveza que inmortalizó el arte flamenco. Pilar se embobaba especialmente con las copas de ágata que servían de joyeros, con las alhajas de distintas épocas, entre las cuales había desde el amuleto de la dama romana hasta el collar, de pedrería contrahecha y finos esmaltes, de la época de María Antonieta; pero Lucía se enamoró sobre todo de los objetos de iglesia, que despertaban el sentimiento religioso, tan hecho para conmover su alma sincera y vehemente. Dos Apóstoles, alzado el dedo al cielo en grave actitud se destacaban, fileteados de latón los contornos, sobre dos cristales de colores, arrancados sin duda de la ojiva de algún desmantelado monasterio. En un tríptico de rancio y acaramelado marfil, aparecía Eva, magra y desnuda, ofreciendo a Adán la manzana funesta, y la Virgen, en los misterios de su Anunciación y Ascensión; todo trabajado incorrectamente, con ese candor divino del primitivo arte hierático, de los siglos de fe. A despecho de la rudeza del diseño, gustaba a Lucía la figura de la Virgen, la modestia de sus ojos bajos, la mística idealidad de su actitud. Si poseyese una cantidad crecida de dinero, a buen seguro que la daría por un Cristo que andaba confundido entre otras curiosidades, en el baratillo. Era de marfil también, y todo de una pieza, menos los brazos; y clavado en rica cruz de concha, agonizaba con dolorosa verdad, encogidos músculos y nervios en una contracción suprema. Tres clavos de diamante trucidaban sus manos y pies. Lucía le rezaba todos los días un padrenuestro, y aun solía besar sus rodillas, cuando no la miraba nadie. ...
En la línea 619
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Pero no bastaba haber llegado al pie de las murallas, sino que era preciso practicar un boquete, y para esta operación Phileas Fogg y sus compañeros no tenían otra cosa más que navajas. Por fortuna las paredes del templo se componían de una mezcla de ladrillos y madera que no era difícil perforar. Una vez quitado el primer ladrillo, los otros seguirían con facilidad. ...
En la línea 1182
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... En las calles, todo era movimiento y agitación incesante; bonzos que pasaban en procesión, tocando sus monótonos tamboriles; yakuninos, oficiales de la aduana o de la policía; con sombreros puntiagudos incrustados de laca y dos sables en el cinto; soldados vestidos de percalina azul con rayas blancas y armados con fusiles de percusión, hombres de armas del mikado, metidos en su justillo de seda, con loriga y cota de malla, y otros muchos militares de diversas condiciones, porque en el Japón la profesión de soldado es tan distinguida como despreciada en China. Y después, hermanos postulares, peregrinos de larga vestidura, simples paisanos de cabellera suelta, negra como el ébano, cabeza abultada, busto largo, piernas delgadas, estatura baja, tez teñida, desde los sombríos matices cobrizos hasta el blanco mate, pero nunca amarillo como los chinos, de quienes se diferenciaban los japoneses esencialmente. Y, por último, entre carruajes, palanquines, mozos de cuerda, carretillas de velamen, 'norimones' con caja maqueada, 'cangos' (suaves y verdaderas literas de bambú), se veía circular a cortos pasos y con pie hiquito, calzado con zapatos de lienzo, sandalias de paja o zuecos de madera labrada, algunas mujeres poco bonitas, de ojos encogidos, pecho deprimido, dientes ennegrecidos a usanza del día, pero que llevaban con elegancia el traje nacional, llamado 'kimono', especie de bata cruzada con una banda de seda, cuya ancha cintura formaba atrás un extravagante lazo, que las modernas parisienges han copiado, al parecer, de las japonesas. ...
En la línea 1245
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Fue aquella función lo que son todas las representaciones de acróbatas, pero es preciso confesar que los japoneses son los primeros equilibristas del mundo. An nado el uno con un abanico y con trocitos de papel, ejecutaba el ejercicio de las mariposas y las flores. Otro trazaba, con el perfumado ~umo de su pipa, una serie de palabras azuladas, que formaban en el aire un letrero de cumplido para la concurrencia. Este jugaba con bujías encendidas, que apagaba sucesivamente, al pasar delante de sus labios, y encendía una con otra, sin interrumpir el juego. Aquél reproducía, por medio de peones giratorios., las combinaciones más inverosímiles bajo su mano; aquellas zumbantes maquinillas parecían animarlo con vida propia en sus interminables giros, corrían sobre tubos de pipa, sobre los filos de los sables, sobre alambres, verdaderos cabellos tendidos de uno a otro lado del escenario; daban vuelta sobre el borde de vasos de cristal; trepaban por escaleras de bambú, se dispersaban por todos los rincones, produciendo efectos armónicos de extraño carácter y combinando las diversas tonalidades. Los juglares jugueteaban con ellos y los hacían girar hasta en el aire; los despedían como volantes, con paletillas de madera, y seguían girando siempre; se los metían en el bolsillo, y cuando los sacaban, todavía daban vueltas, hasta el momento en que la distensión de un muelle los hacía desplegar en haces de fuegos artificiales. ...
En la línea 1303
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Desde el sitio elevado que ocupaba, Picaporte observaba con curiosidad la gran ciudad americana: anchas calles; casas bajas bien alineadas; iglesias y templos de estilo gótico anglo sajón; docks inmensos; depósitos como palacios, unos de madera, otros de ladrillo; en las calles muchos coches, ómnibus, tranvías y las aceras atestadas, no sólo de americanos y europeos, sino de chinos e indianos con que componer una población de doscientos mil habitantes. ...

El Español es una gran familia
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