Cual es errónea Formalmente o Forrmalmente?
La palabra correcta es Formalmente. Sin Embargo Forrmalmente se trata de un error ortográfico.
La falta ortográfica detectada en la palabra forrmalmente es que se ha eliminado o se ha añadido la letra r a la palabra formalmente

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Mira que burrada ortográfica hemos encontrado con la letra r
Reglas relacionadas con los errores de r
Las Reglas Ortográficas de la R y la RR
Entre vocales, se escribe r cuando su sonido es suave, y rr, cuando es fuerte aunque sea una palabra derivada o compuesta que en su forma simple lleve r inicial. Por ejemplo: ligeras, horrores, antirreglamentario.
En castellano no es posible usar más de dos r
Algunas Frases de libros en las que aparece formalmente
La palabra formalmente puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 4062
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Mesía saludó muy formalmente. ...
En la línea 4916
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Hacerla formalmente hubiera sido un despilfarro de lavado y planchado. ...
En la línea 972
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Cuando Augusto se encontró ante doña Ermelinda empezó a darle sus excusas. Estaba, según decía, profundamente afectado; Eugenia no había sabido interpretar sus verdaderas intenciones. Él, por su parte, había cancelado formalmente la hipoteca de la casa y esta aparecía legalmente libre de semejante carga y en poder de su dueña. Y si ella se obstinaba en no recibir las rentas, él, por su parte, tampoco podía hacerlo; de manera que aquello se perdería sin provecho para nadie, o mejor dicho, iría depositándose a nombre de su dueña. Además, él renunciaba a sus pretensiones a la mano de Eugenia y sólo quería que esta fuese feliz; hasta se hallaba dispuesto a buscar una buena colocación a Mauricio para que no tuviese que vivir de las rentas de su mujer. ...
En la línea 1588
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... «¿Estaré bien de la cabeza?», iba pensando Augusto. «¿No será acaso que mientras yo creo ir formalmente por la calle, como las personas normales –¿y qué es una persona normal?–, vaya haciendo gestos, contorsiones y pantomimas, y que la gente que yo creo pasa sin mirarme o que me mira indiferentemente no sea así, sino que están todos fijos en mí y riéndose o compadeciéndome… ? Y esta ocurrencia, ¿no es acaso locura? ¿Estaré de veras loco? Y en último caso, aunque lo esté, ¿qué? Un hombre de corazón, sensible, bueno, si no se vuelve loco es por ser un perfecto majadero. El que no está loco es o tonto o pillo. Lo que no quiere decir, claro está, que los pillos y los tontos no enloquezcan.» ...
En la línea 2051
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Magwitch estaba muy enfermo en la cárcel durante todo el intervalo que hubo entre su prisión y el juicio, hasta que llegó el día en que se celebró éste. Tenía dos costillas rotas, que le infirieron una herida en un 218 pulmón, y respiraba con mucha dificultad y agudo dolor, que aumentaba día por día. Como consecuencia de ello hablaba en voz tan baja que apenas se le podía oír, y por eso sus palabras eran pocas. Pero siempre estaba dispuesto a escucharme y, por tanto, el primer deber de mi vida fue el de hablarle y el de leerle las cosas que, según me parecía, escucharía atentamente. Como estaba demasiado enfermo para permanecer en la prisión común, al cabo de uno o dos días fue trasladado a la enfermería. Esto me dio más oportunidades de permanecer acompañándole. A no ser por su enfermedad, habría sido aherrojado, pues se le consideraba hombre peligroso y capaz de fugarse a pesar de todo. Lo veía todos los días, aunque sólo por un corto espacio de tiempo. Así, pues, los intervalos de nuestras separaciones eran lo bastante largos para que pudiese notar en su rostro los cambios debidos a su estado físico. No recuerdo haber observado en él ningún indicio de mejoría. Cada día estaba peor y cada vez más débil a partir del momento en que tras él se cerró la puerta de la cárcel. La sumisión o la resignación que demostraba eran propios de un hombre que ya está fatigado. Muchas veces, sus maneras, o una palabra o dos que se le escapaban, me producían la impresión de que tal vez él reflexionaba acerca de si, en circunstancias más favorables, habría podido ser un hombre mejor, pero jamás se justificaba con la menor alusión a esto ni trataba de dar al pasado una forma distinta de la que realmente tenía. Ocurrió en dos o tres ocasiones y en mi presencia que alguna de las personas que estaban a su cuidado hiciese cualquier alusión a su mala reputación. Entonces, una sonrisa cruzaba su rostro y volvía los ojos hacia mí con tan confiada mirada como si estuviese seguro de que yo conocía sus propósitos de redención, aun en la época en que era todavía un niño. En todo lo demás se mostraba humilde y contrito y nunca le oí quejarse. Cuando llegó el día de la vista del juicio, el señor Jaggers solicitó el aplazamiento hasta la sesión siguiente. Pero como era evidente que el objeto de tal petición se basaba en la seguridad de que el acusado no viviría tanto tiempo, fue denegada. Se celebró el juicio, y cuando le llevaron al Tribunal le permitieron sentarse en una silla. No se me impidió sentarme cerca de él, más allá del banquillo de los acusados, aunque lo bastante cerca para sostener la mano que él me entregó. El juicio fue corto y claro. Se dijo cuanto podía decirse en su favor, es decir, que había adquirido hábitos de trabajo y que se comportó de un modo honroso, cumpliendo exactamente los mandatos de las leyes. Pero no era posible negar el hecho de que había vuelto y de que estaba allí en presencia del juez y de los jurados. Era, pues, imposible absolverle. En aquella época existía la costumbre, según averigüé gracias a que pude presenciar la marcha de aquellos procesos, de dedicar el último día a pronunciar sentencias y terminar con el terrible efecto que producían las de muerte. Pero apenas puedo creer, por el recuerdo indeleble que tengo de aquel día y mientras escribo estas palabras, que viera treinta y dos hombres y mujeres colocados ante el juez y recibiendo a la vez aquella terrible sentencia. Él estaba entre los treinta y dos, sentado, con objeto de que pudiese respirar y conservar la vida. Aquella escena parece que se presenta de nuevo a mi imaginación con sus vívidos colores y entre la lluvia del mes de abril que brillaba a los rayos del sol y a través de las ventanas de la sala del Tribunal. En el espacio reservado a los acusados estaban los treinta y dos hombres y mujeres; algunos con aire de reto, otros aterrados, otros llorando y sollozando, otros ocultándose el rostro y algunos mirando tristemente alrededor. Entre las mujeres resonaron algunos gritos, que fueron pronto acallados, y siguió un silencio general. Los alguaciles, con sus grandes collares y galones, así como los ujieres y una gran concurrencia, semejante a la de un teatro, contemplaban el espectáculo mientras los treinta y dos condenados y el juez estaban frente a frente. Entonces el juez se dirigió a ellos. Entre los desgraciados que estaban ante él, y a cada uno de los cuales se dirigía separadamente, había uno que casi desde su infancia había ofendido continuamente a las leyes; uno que, después de repetidos encarcelamientos y castigos, fue desterrado por algunos años; pero que, en circunstancias de gran atrevimiento y violencia, logró escapar y volvió a ser sentenciado para un destierro de por vida. Aquel miserable, por espacio de algún tiempo, pareció estar arrepentido de sus horrores, cuando estaba muy lejos de las escenas de sus antiguos crímenes, y allí llevó una vida apacible y honrada. Pero en un momento fatal, rindiéndose a sus pasiones y a sus costumbres, que por mucho tiempo le convirtieron en un azote de la sociedad, abandonó aquel lugar en que vivía tranquilo y arrepentido y volvió a la nación de donde había sido proscrito. Allí fue denunciado y, por algún tiempo, logró evadir a los oficiales de la justicia, mas por fin fue preso en el momento en que se disponía a huir, y él se resistió. Además, no se sabe si deliberadamente o impulsado por su ciego atrevimiento, causó la muerte del que le había denunciado y que conocía su vida entera. Y como la pena dictada por las leyes para 219 el que se hallara en su caso era la más severa y él, por su parte, había agravado su culpa, debía prepararse para morir. El sol daba de lleno en los grandes ventanales de la sala atravesando las brillantes gotas de lluvia sobre los cristales y formaba un ancho rayo de luz que iba a iluminar el espacio libre entre el juez y los treinta y dos condenados, uniéndolos así y tal vez recordando a alguno de los que estaban en la audiencia que tanto el juez como los reos serían sometidos con absoluta igualdad al Gran Juicio que conoce todas las cosas y no puede errar. Levantándose por un momento y con el rostro alumbrado por aquel rayo de luz, el preso dijo: -Milord, ya he recibido mi sentencia de muerte del Todopoderoso, pero me inclino ante la de Vuestro Honor. Dicho esto volvió a sentarse. Hubo un corto silencio, y el juez continuó con lo que tenía que decir a los demás. Luego fueron condenados todos formalmente, y algunos de ellos recibieron resignados la sentencia; otros miraron alrededor con ojos retadores; algunos hicieron señas al público, y dos o tres se dieron la mano, en tanto que los demás salían mascando los fragmentos de hierba que habían tomado del suelo. Él fue el último en salir, porque tenían que ayudarle a levantarse de la silla y se veía obligado a andar muy despacio; y mientras salían todos los demás, me dio la mano, en tanto que el público se ponía en pie (arreglándose los trajes, como si estuviesen en la iglesia o en otro lugar público), al tiempo que señalaban a uno u otro criminal, y muchos de ellos a mí y a él. Piadosamente, esperaba y rogaba que muriese antes de que llegara el día de la ejecución de la sentencia; pero, ante el temor de que durase más su vida, aquella misma noche redacté una súplica al secretario del Ministerio de Estado expresando cómo le conocí y diciendo que había regresado por mi causa. Mis palabras fueron tan fervientes y patéticas como me fue posible, y cuando hube terminado aquella petición y la mandé, redacté otras para todas las autoridades de cuya compasión más esperaba, y hasta dirigí una al monarca. Durante varios días y noches después de su sentencia no descansé, exceptuando los momentos en que me quedaba dormido en mi silla, pues estaba completamente absorbido por el resultado que pudieran tener mis peticiones. Y después de haberlas expedido no me era posible alejarme de los lugares en que se hallaban, porque me sentía más animado cuando estaba cerca de ellas. En aquella poco razonable intranquilidad y en el dolor mental que sufría, rondaba por las calles inmediatas a aquellas oficinas a donde dirigiera las peticiones. Y aún ahora, las calles del oeste de Londres, en las noches frías de primavera, con sus mansiones de aspecto severo y sus largas filas de faroles, me resultan tristísimas por el recuerdo. Las visitas que podía hacerle habían sido acortadas, y la guardia que se ejercía junto a él era mucho más cuidadosa. Tal vez temiendo, viendo o figurándome que sospechaban en mí la intención de llevarle algún veneno, solicité que me registrasen antes de sentarme junto a su lecho, y. ante el oficial que siempre estaba allí me manifesté dispuesto a hacer cualquier cosa que pudiese probarle la sinceridad y la rectitud de mis intenciones. Nadie nos trataba mal ni a él ni a mí. Era preciso cumplir el deber, pero lo hacían sin la menor rudeza. El oficial me aseguraba siempre que estaba peor, y en esta opinión coincidían otros penados enfermos que había en la misma sala, así como los presos que les cuidaban como enfermeros, desde luego malhechores, pero, a Dios gracias, no incapaces de mostrarse bondadosos. A medida que pasaban los días, observé que cada vez se quedaba con más gusto echado de espaldas y mirando al blanco techo, mientras en su rostro parecía haber desaparecido la luz, hasta que una palabra mía lo alumbraba por un momento y volvía a ensombrecerse luego. Algunas veces no podía hablar nada o casi nada; entonces me contestaba con ligeras presiones en la mano, y yo comprendía bien su significado. Había llegado a diez el número de días cuando observé en él un cambio mucho mayor de cuantos había notado. Sus ojos estaban vueltos hacia la puerta y parecieron iluminarse cuando yo entré. - Querido Pip -me dijo así que estuve junto a su cama. - Me figuré que te retrasabas, pero ya comprendí que eso no era posible. - Es la hora exacta - le contesté. - He estado esperando a que abriesen la puerta. - Siempre lo esperas ante la puerta, ¿no es verdad, querido Pip? - Sí. Para no perder ni un momento del tiempo que nos conceden. - Gracias, querido Pip, muchas gracias. Dios te bendiga. No me has abandonado nunca, querido muchacho. En silencio le oprimí la mano, porque no podía olvidar que en una ocasión me había propuesto abandonarle. - Lo mejor - añadió - es que siempre has podido estar más a mi lado desde que fui preso que cuando estaba en libertad. Eso es lo mejor. 220 Estaba echado de espaldas y respiraba con mucha dificultad. A pesar de sus palabras y del cariño que me demostraba, era evidente que su rostro se iba poniendo cada vez más sombrío y que la mirada era cada vez más vaga cuando se fijaba en el blanco techo. - ¿Sufre usted mucho hoy? -No me quejo de nada, querido Pip. - Usted no se queja nunca. Había pronunciado ya sus últimas palabras. Sonrió, y por el contacto de su mano comprendí que deseaba levantar la mía y apoyarla en su pecho. Lo hice así, él volvió a sonreír y luego puso sus manos sobre la mía. Pasaba el tiempo de la visita mientras estábamos así; pero al mirar alrededor vi que el director de la cárcel estaba a mi lado y que me decía: - No hay necesidad de que se marche usted todavía. Le di las gracias y le pregunté: - ¿Puedo hablarle, en caso de que me oiga? El director se apartó un poco e hizo seña al oficial para que le imitase. Tal cambio se efectuó sin el menor ruido, y entonces el enfermo pareció recobrar la vivacidad de su plácida mirada y volvió los ojos hacia mí con el mayor afecto. - Querido Magwitch. Voy a decirle una cosa. ¿Entiende usted mis palabras? Sentí una ligera presión en mis manos. - En otro tiempo tuvo usted una hija a la que quería mucho y a la que perdió. Sentí en la mano una presión más fuerte. - Pues vivió y encontró poderosos amigos. Todavía vive. Es una dama y muy hermosa. Yo la amo. Con un último y débil esfuerzo que habría sido infructuoso de no haberle ayudado yo, llevó mi mano a sus labios. Luego, muy despacio, la dejó caer otra vez sobre su pecho y la cubrió con sus propias manos. Recobró otra vez la plácida mirada que se fijaba en el blanco techo, pero ésta pronto desapareció y su cabeza cayó despacio sobre su pecho. Acordándome entonces de lo que habíamos leído juntos, pensé en los dos hombres que subieron al Temple para orar, y comprendí que junto a su lecho no podía decir nada mejor que: - ¡Oh Dios mío! ¡Sé misericordioso con este pecador! ...
En la línea 2836
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑En efecto, desearía aclarar con su madre y con usted ciertos puntos de gran importancia. Pero, del mismo modo que su hermano no quiere exponer ante mí las proposiciones del señor Svidrigailof, yo no puedo ni quiero hablar ante terceros de esos puntos de extrema gravedad. Por otra parte, ustedes no han tenido en cuenta el deseo que tan formalmente les he expuesto en mi carta. ...
En la línea 3622
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Piénselo bien, señorita. Le doy tiempo para que reflexione. Comprenda que si no estuviera completamente seguro de lo que digo, me guardaría mucho de acusarla tan formalmente como lo estoy haciendo. Tengo demasiada experiencia para exponerme a un proceso por difamación… Esta mañana he negociado varios títulos por un valor nominal de unos tres mil rublos. La suma exacta consta en mi cuaderno de notas. Al regresar a mi casa he contado el dinero: Andrés Simonovitch es testigo. Después de haber contado dos mil trescientos rublos, los he puesto en una cartera que me he guardado en el bolsillo. Sobre la mesa han quedado alrededor de quinientos rublos, entre los que había tres billetes de cien. Entonces ha llegado usted, llamada por mí, y durante todo el tiempo que ha durado su visita ha dado usted muestras de una agitación extraordinaria, hasta el extremo de que se ha levantado tres veces, en su prisa por marcharse, aunque nuestra conversación no había terminado. Andrés Simonovitch es testigo de que todo cuanto acabo de decir es exacto. Creo que no lo negará usted, señorita. La he mandado llamar por medio de Andrés Simonovitch con el exclusivo objeto de hablar con usted sobre la triste situación en que ha quedado su segunda madre, Catalina Ivanovna (cuya invitación me ha sido imposible atender), y tratar de la posibilidad de ayudarla mediante una rifa, una suscripción o algún otro procedimiento semejante… Le doy todos estos detalles, en primer lugar, para recordarle cómo han ocurrido las cosas, y en segundo, para que vea usted que lo recuerdo todo perfectamente… Luego he cogido de la mesa un billete de diez rublos y se lo he entregado, haciendo constar que era mi aportación personal y el primer socorro para su madrastra… Todo esto ha ocurrido en presencia de Andrés Simonovitch. Seguidamente la he acompañado hasta la puerta y he podido ver que estaba tan trastornada como cuando ha llegado. Cuando usted ha salido, yo he estado conversando durante unos diez minutos con Andrés Simonovitch. Finalmente, él se ha retirado y yo me he acercado a la mesa para recoger el resto de mi dinero, contarlo y guardarlo. Entonces, con profundo asombro, he visto que faltaba uno de los tres billetes. Comprenda usted, señorita. No puedo sospechar de Andrés Simonovitch. La simple idea de esta sospecha me parece un disparate. Tampoco es posible que me haya equivocado en mis cuentas, porque las he verificado momentos antes de llegar usted y he comprobado su exactitud. Comprenda que la agitación que usted ha demostrado, su prisa en marcharse, el hecho de que haya tenido usted en todo momento las manos sobre la mesa, y también, en fin, su situación social y los hábitos propios de ella, son motivos suficientes para que me vea obligado, muy a pesar mío y no sin cierto horror, a concebir contra usted sospechas, crueles sin duda pero legítimas. Quiero añadir y repetir que, por muy convencido que esté de su culpa, sé que corro cierto riesgo al acusarla. Sin embargo, no vacilo en hacerlo, y le diré por qué. Lo hago exclusivamente por su ingratitud. La llamo para hablar de una posible ayuda a su infortunada segunda madre, le entrego mi óbolo de diez rublos, y he aquí el pago que usted me da. No, esto no está nada bien. Necesita usted una lección. Reflexione. Le hablo como le hablaría su mejor amigo, y, en verdad, no puede usted tener en este momento otro amigo mejor, pues, si no lo fuese, procedería con todo rigor e inflexibilidad. Bueno, ¿qué dice usted? ...
En la línea 377
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —Estoy unido al general en parte por negocios, en parte por “ciertas circunstancias particulares” —dijo secamente—. El general me ha enviado a rogar a usted que renuncie a sus intenciones de ayer. Todo lo que usted ha imaginado es, ciertamente, muy espiritual, pero me ha encargado le advierta que no conseguirá usted nada. Por lo pronto, el barón no le recibirá. No olvide que tiene medios de evitar nuevas molestias de usted. Convénzase usted mismo. ¿Para qué insistir? El general se compromete formalmente a tomarle a su servicio, cuando las circunstancias lo permitan, y le garantiza hasta esa época “sus honorarios”. Lo cual es bastante ventajoso para usted. ¿No le parece? ...
En la línea 441
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —Sus ojos brillan y leo en ellos la sospecha —dijo, tranquilizándose inmediatamente—, pero usted no tiene derecho alguno para sospechar tal cosa. No puedo reconocerle este derecho y me niego formalmente a contestar a su pregunta. ...
En la línea 821
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... En cuanto a Picaporte, se puso a pensar formalmente sobre la extraña casualidad que traía otra vez a Fix al mismo camino que su amo. Y en efecto, con menos había para asombrarse. Ese caballero, muy amable y a la verdad muy complaciente, que aparece primero en Suez, que se embarca en el 'Mongolia', que desembarca en Bombay, donde dice que debe quedarse; que se encuentra luego en el 'Rangoon' en dirección de Hong Kong; en una palabra, siguiendo paso a paso el itinerario de mister Fogg, todo esto merecía un poco de meditación. Había aquí extrañas coincidencias. ¿Tras de quién iba Fix? Picaporte estaba dispuesto a apostar sus babuchas- las había preciosamente conservado- que Fix saldría de Hong-Kong al mismo tiempo que ellos, y probablemente sobre el mismo vapor. ...
En la línea 921
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Bien ha procurado el gobierno chino remediar este abuso por medio de leyes severas, pero en vano. De la clase rica, a la cual estaba al principio formalmente reservado el uso del opio, descendió el vicio hasta las clases inferiores, y ya no fue posible contener sus estragos. Se fuma el opio en todas partes, entregándose a esa inhalación no pueden pasar sin ella, porque experimentan horribles contracciones en el estómago. Un buen fumador puede aspirar ocho pipas al día, pero se muere en cinco años. ...

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Errores Ortográficos típicos con la palabra Formalmente
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Más información sobre la palabra Formalmente en internet
Formalmente en la RAE.
Formalmente en Word Reference.
Formalmente en la wikipedia.
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