Cual es errónea Emprender o Hemprender?
La palabra correcta es Emprender. Sin Embargo Hemprender se trata de un error ortográfico.
La falta ortográfica detectada en la palabra hemprender es que se ha eliminado o se ha añadido la letra h a la palabra emprender
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Emprender en la wikipedia.
Sinonimos de Emprender.
Errores Ortográficos típicos con la palabra Emprender
Cómo se escribe emprender o hemprender?
Cómo se escribe emprender o emprrenderr?
Algunas Frases de libros en las que aparece emprender
La palabra emprender puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 973
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Al ir a Valencia en la mañana siguiente no lo vió; pero por la noche, al emprender el regreso a su barraca, no sentía miedo, a pesar de que el crepúsculo era oscuro y lluvioso. ...
En la línea 1527
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Hizo emprender al rocín un trotecillo presuntuoso, cual si fuese un caballo de casta, y vio cómo, después de pasar él, se asomaban a la puerta Pimentó y todos los vagos del distrito con ojos de asombro. ...
En la línea 650
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Luego, las gentes de la dehesa le traían escamado, pues al hacer carbón, seguramente robaban al señorito... En fin, que en Matanzuela no se paraba un momento, y sólo después de media noche, cuando en la gañanía habían apagado la luz los que allí quedaban, se había decidido a emprender el galope. Apenas amaneciese volvería al ventorrillo, y montando en la jaca, se presentaría como si acabase de llegar de Matanzuela, para que el padrino no recelase que habían estado _pelando la pava_. ...
En la línea 1799
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Al saber que la gentuza entraba en la ciudad, se había metido con su valiente acólito en el colmado del _Montañés_, cerrando bien las puertas para que nadie les estorbase. Había que hacer genio, beber un poco antes de emprender la faena. Tiempo les quedaba para salir y hacer correr a tiros a la canalla. Él y el _Chivo_ se bastaban para ello. Convenía que el enemigo se entretuviese y tomase confianza, hasta el momento oportuno en que surgiesen ellos dos como ministros de la muerte. Y por fin, habían salido con el revólver en una mano y el cuchillo en la otra: ¡_la fin_ del mundo!; pero con tan mala sombra, que encontraron ya las tropas en las calles. Aun así, algo habían hecho. ...
En la línea 1938
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Irían en busca de Fermín. Él tenía dinero para el viaje de todos. Los últimos contrabandos habían sido _gordos_; una locura, que asombraba por su audacia a los del oficio: recuas interminables pasando por los caminos de la sierra, al amparo de su escopeta. No le habían matado, y su buena suerte le daba nuevos ánimos para emprender el largo viaje que cambiaría su existencia. ...
En la línea 5710
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Aramis presionó al suyo con t anto vigor que, después de haber ce dido una cincuentena de pasos, terminó por emprender la huida a to do correr y desapareció entre el abucheo de los lacayos. ...
En la línea 1979
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Es muy fácil de encontrar, pues el moribundo me hizo una descripción tan minuciosa del escondite, que, una vez en Compostela, sin dificultad alguna pondría la mano en él; muchas veces he estado ya a punto de emprender el viaje, pero siempre ha venido algo imprevisto a estorbármelo. ...
En la línea 2518
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Mi propósito era depositar unos cuantos ejemplares en las librerías de Madrid, y luego montar a caballo, con el Testamento en la mano, y emprender la propagación de la palabra de Dios entre los españoles, no sólo en las ciudades, sino en las aldeas; no sólo entre los habitantes de las llanuras, sino entre los montañeses y serranos. ...
En la línea 2537
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Pero una cosa, indispensable para quien va a emprender una expedición de esa índole, me faltaba aún: quiero decir un criado que me acompañase. ...
En la línea 2602
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Pocos minutos después, y cuando sentado a solas meditaba yo en el viaje que iba a emprender y en el caduco estado de mi salud, oí llamar con fuerza a la puerta de la casa en cuyo tercer piso me alojaba. ...
En la línea 3093
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Ha concluido nuestro viaje; sólo me queda echar una rápida ojeada sobre las ventajas y desventajas, los trabajos y las satisfacciones de nuestra navegación alrededor del mundo. se me preguntase mi opinión antes de emprender un viaje largo, dependería por completo mi respuesta de las aficiones que el viajero tuviese por tal o cual ciencia y de las ventajas que pudiese obtener bajo el punto de vista de sus estudios. indudable que se experimenta viva satisfacción, contemplando países tan diversos, pasando, digámoslo así, revista á las diferentes razas humanas; pero esa satisfacción no compensa ni con mucho las penalidades. necesita, por consiguiente, que haya un objeto, ya sea un estudio por completar, una verdad que descubrir, y que el objeto, en fin, tenga interés bastante para sosteneros y alentaros. ...
En la línea 3095
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... ras privaciones, que al principio no se sienten, producen pronto un gran vacío alrededor nuestro: la falta de una habitación independiente, donde poder descansar y recogerse; la sensación de prisa permanente; la privación de ciertas comodidades, la ausencia de la familia, la absoluta falta de música y de otros placeres que distraen la imaginación. hay para qué decir, al hablar de cosas tan insignificantes, que se está habituado ya a las molestias reales de la vida de marino y que no se teme ya nada a excepción de los accidentes propios de la navegación. estos sesenta últimos años se han hecho, en realidad, mucho más fáciles los viajes lejanos. tiempo de Cook, el que dejaba su casa para emprender tales expediciones se exponía a las más duras privaciones ...
En la línea 3098
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ¡Qué diferencia no hay entre un naufragio en el Pacífico hoy, y en la época de Cook! ¡Desde los viajes de éste, todo un hemisferio ha entrado en la vía de la civilización! El que se maree, mire despacio lo que hace antes de emprender un viaje largo. es enfermedad de que se vea uno libre en pocos días; y hablo por experiencia. , por el contrario, se tiene afición al mar, sin interesan las maniobras de a bordo, hay seguridad de tener en qué ocuparse; pero no debe olvidarse que son muchos menos los días de escala en los puertos en comparación de los muy largos paseos por el mar. Y qué son, después de todo, las tan decantadas bellezas del inmenso océano! El océano es una soledad angustiante, un desierto de agua, como lo llaman los árabes ...
En la línea 1676
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Quince días había vivido sola en poder de criados aquella pobre niña, huérfana y enferma, pues doña Anuncia no se decidió a emprender el viaje de las veinte horas hasta que se le pidió esta obra de caridad en nombre de su sobrina moribunda. ...
En la línea 8955
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Además; las colecciones botánicas, mineralógicas y entomológicas yacían en un desorden caótico, y la pereza de emprender la tarea penosa de volver a clasificar tantas yerbas y mosquitos también le alejaba de su casa. ...
En la línea 9430
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Mucho tiempo se había resistido su delicadeza, o lo que fuese, a emprender aquel camino subterráneo y traidor, pero ya no podía menos. ...
En la línea 9895
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Mientras tanto él no podría emprender nada de provecho. ...
En la línea 1221
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Después de estos extremos ruidosos de pena se entregó al desaliento, mostrando una humildad que hizo dudar a muchos de su razón. Habló de renunciar a la tiara para dedicarse en absoluto a la penitencia, llevando una vida de asceta. Dejó estupefactos a sus cardenales con un discurso en el que se acusó a sí mismo de ser un objeto de escándalo, pidiendo perdón a Dios y a los hombres, jurando emprender inmediatamente una reforma completa de las costumbres eclesiásticas, purificación que prometían todos los papas y ninguno osaba realizar. ...
En la línea 1341
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... César, que sólo contaba entonces veintitrés años, conseguía con esto cuanto llevaba en su mente al emprender el viaje a Francia, venciendo la oposición de los principales estados de Italia, cuyos diplomáticos pasaban por maestros en dicho arte, e igualmente las maquinaciones de dos zorros tan astutos como el rey de España v el emperador de Austria. ...
En la línea 1350
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Durante cuatro meses, de mayo a septiembre de 1499, César y Carlota permanecían en silencioso retiro. Nadie hablaba de ellos, y a su vez los nuevos duques procuraban vivir lejos de la Historia. De pronto, César tenía que abandonar a su esposa para ir a Roma y emprender la guerra contra los tiranuelos que detentaban las posesiones de la Santa Sede. ...
En la línea 1488
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Acababa de tomar Urbino, destronando a Guidobaldo, su soberano, el mismo que sirvió de maestro militar al duque de Gandía. Guidobaldo condottiere de profesión, se había puesto de acuerdo con sus camaradas conjurados contra César. Los habitantes de Urbino, enterados de las divisiones en el ejército del gonfaloniero de la Iglesia, se sublevaron contra éste, repeliendo a sus capitanes. A la vez, Pisa llamaba a César para entregarse a él en odio a Florencia, pero el Valentino no se atrevía a emprender dicha campaña después de la defección de sus lugartenientes. ...
En la línea 387
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Así era el Imperio de Liliput, cuando siglo y medio después de la llegada del primer Hombre Montaña se inicio la serie de acontecimientos históricos que acabaron por cambiar su fisonomía. Un naúfrago gigante que había pasado algún tiempo entre nosotros tuvo ocasión de volver a su tierra natal valiéndose de un bote en armonía con su talla que la marea arrastró hasta nuestras costas. Al emprender su viaje de regreso no iba solo. Un liliputiense se marcho también; unos dicen que de acuerdo con el gigante; otros, y son los más, suponen que se escondió en la enorme barca con el deseo de conocer el mundo de los Hombres-Montañas. ...
En la línea 1197
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El orador, después de indicar con estas palabras el nuevo rumbo que iba a emprender, se dedicó a la descripción de todos los gastos que llevaba hechos el gobierno para el sostenimiento del intruso. Al enumerar el considerable personal instalado en la Galería de la Industria para la vigilancia y manutención del Hombre-Montaña, aludió al Comité encargado de dirigir este servicio costoso y a su presidente Flimnap. Pero ahora no le llamó pedante, sino digno profesor y notable sabio, que merecía ser empleado en servicios mas útiles a la patria. ...
En la línea 1685
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... - ¡Quién sabe si ya habrá, muerto! -pensaba tenazmente bajo el influjo de su pesimismo-. Cuando la madre ha enviado este despacho, es indudable que Margaret va a morir… . ¡Y yo sin poder realizar los deseos de esa señora, que parece me espera con ansiedad!… ¡Qué idea la mía de emprender un viaje a estas tierras remotas! ...
En la línea 2718
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Fortunata insistía en que no se moviese, pero él se levantó y se puso la capa. No hubo más remedio que emprender la marcha para la otra casa. ...
En la línea 4689
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Era aquella señora esencialmente gubernamental y edificaba siempre sobre la base sólida de los hechos consumados todos sus planes y raciocinios. «Mira tú por dónde podríamos llegar a entendernos—le dijo una tarde que la volvió a coger a mano para el caso—. He sabido que la persona que te trae dislocada no está ya en Madrid. ¿Qué mejor ocasión quieres para emprender la reforma de tu estado interior, que está como una casa en ruinas? Yo estoy dispuesta a ayudarte todo lo que pueda. No debiera hacerlo; pero tengo caridad y me hago cargo de las flaquezas humanas. Otra tomaría por la calle de en medio; yo creo que en cosas tan delicadas se debe proceder con cierto ten con ten. Habrías de empezar por ponerme en antecedentes, por confiarme hasta los menores detalles, entiéndelo bien, hasta los menores detalles; por ponerme al tanto de lo que piensas, de lo que sientes, de las tentaciones que te dan por la mañana, por la tarde y por la noche; en fin, habías de declarar todos, toditos los síntomas de esa maldita enfermedad, y darme palabra de hacer cuanto yo te mandare». Hablaba, pues, la viuda como si tuviera en el bolsillo las recetas para todos los casos patológicos del alma. ...
En la línea 4754
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... La noticia del regreso de los de Santa Cruz, que le fue comunicada por Casta, avivó en la viuda de Jáuregui los deseos de emprender su campaña reparadora en favor de su sobrina. Cogiola muy a mano aquel día y le endilgó otra perorata: «Ahora o nunca. El enemigo en puerta. Estoy a tus órdenes, por si quieres consejos o un plan de defensa en toda regla». Dicho esto, trató de meterle los dedos en la boca para salir de dudas respecto a si había recibido o no alguna cantidad gruesa de manos de su amante. ...
En la línea 237
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... –A Vuestra Alteza le toca mandarnos y a nosotros obedecer. Necesario es en verdad que tomes algún reposo, ya que pronto debes emprender el viaje a la ciudad. ...
En la línea 1240
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Es que pienso emprender un viaje largo y lejano… ...
En la línea 1254
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Emprendería el viaje, ¿sí o no? Ya lo había anunciado primero a Rosarito, sin saber bien lo que se decía, por decir algo, o más bien como un pretexto para preguntarle si le acompañaría en él, y luego a doña Ermelinda, para probarle… ¿qué?, ¿qué es lo que pretendió probarle con aquello de que iba a emprender un viaje? ¡Lo que fuese! Mas era el caso que había soltado por dos veces prenda, que había dicho que iba a emprender un viaje largo y lejano y él era hombre de carácter, él era él; ¿tenía que ser hombre de palabra? ...
En la línea 1254
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Emprendería el viaje, ¿sí o no? Ya lo había anunciado primero a Rosarito, sin saber bien lo que se decía, por decir algo, o más bien como un pretexto para preguntarle si le acompañaría en él, y luego a doña Ermelinda, para probarle… ¿qué?, ¿qué es lo que pretendió probarle con aquello de que iba a emprender un viaje? ¡Lo que fuese! Mas era el caso que había soltado por dos veces prenda, que había dicho que iba a emprender un viaje largo y lejano y él era hombre de carácter, él era él; ¿tenía que ser hombre de palabra? ...
En la línea 1255
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Los hombres de palabra primero dicen una cosa y después la piensan, y por último la hacen, resulte bien o mal luego de pensada; los hombres de palabra no se rectifican ni se vuelven atrás de lo que una vez han dicho. Y él dijo que iba a emprender un viaje largo y lejano. ...
En la línea 142
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Abandonaron el desarbolado junco y volvieron a emprender su camino hacia Labuán. Sandokán encendió un cigarro y llamó a Patán. ...
En la línea 1457
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -El Nautilus no ha encallado- me respondió fríamente el capitán Nemo-. El Nautilus está hecho para reposar en el lecho de los mares, y yo no tendré que emprender las penosas maniobras que hubo de hacer Dumont d'Urville para sacar a flote sus barcos. El Astrolabe y la Zelée estuvieron a punto de perderse, pero mi Nautilus no corre ningún peligro. Mañana, en el día y a la hora señalados, la marea lo elevará suavemente y reemprenderá su navegación a través de los mares. ...
En la línea 1962
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Pues bien, capitán, lo que no osaron emprender los antiguos, esta unión entre los dos mares, que acortará en nueve mil kilómetros la travesía desde Cádiz a la India, lo ha hecho el señor Lesseps, quien dentro de muy poco va a convertir a África en una inmensa isla. ...
En la línea 2310
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... En un radio de media milla en torno al Nautilus las aguas estaban impregnadas de luz eléctrica. Se veía neta, claramente el fondo arenoso. Hombres de la tripulación equipados con escafandras se ocupaban de inspeccionar toneles medio podridos, cofres desventrados en medio de restos ennegrecidos. De las cajas y de los barriles se escapaban lingotes de oro y plata, cascadas de piastras y de joyas. El fondo estaba sembrado de esos tesoros. Cargados del precioso botín, los hombres regresaban al Nautilus, depositaban en él su carga y volvían a emprender aquella inagotable pesca de oro y de plata. ...
En la línea 660
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Una o dos mañanas más tarde se me ocurrió, al despertar, la feliz idea de que lo mejor para llegar a ser extraordinario era sonsacar a Biddy todo lo que ella supiera. Y a consecuencia de esta idea luminosa, cuando aquella tarde fui a casa de la tía abuela del señor Wopsle, dije a Biddy que tenía mis razones para emprender la vida por mi cuenta y que, por consiguiente, le agradecería mucho que me enseñase cuanto sabía. Biddy, que era una muchacha amabilísima, se manifestó dispuesta a complacerme, y a los cinco minutos empezó a cumplir su promesa. ...
En la línea 2004
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Abrigada en su traje de viaje adornado de pieles, Estella parecía más delicadamente hermosa que en otra ocasión cualquiera, incluso a mis propios ojos. Sus maneras eran más atractivas que antes, y creí advertir en ello la influencia de la señorita Havisham. Me señaló su equipaje mientras estábamos ambos en el patio de la posada, y cuando se hubieron reunido los bultos recordé, pues lo había olvidado todo a excepción de ella misma, que nada sabía acerca de su destino. - Voy a Richmond - me dijo. - Como nos dice nuestro tratado de geografía, hay dos Richmonds, uno en Surrey y otro en Yorkshire, y el mío es el Richmond de Surrey. La distancia es de diez millas. Tomaré un coche, y usted me acompañará. Aquí está mi bolsa, de cuyo contenido ha de pagar mis gastos. Debe usted tomar la bolsa. Ni usted ni yo podemos hacer más que obedecer las instrucciones recibidas. No nos es posible obrar a nuestro antojo. Y mientras me miraba al darme la bolsa, sentí la esperanza de que en sus palabras hubiese una segunda intención. Ella las pronunció como al descuido, sin darles importancia, pero no con disgusto. -Tomaremos un carruaje, Estella. ¿Quiere usted descansar un poco aquí? - Sí. Reposaré un momento, tomaré una taza de té y, mientras tanto, usted cuidará de mí. Apoyó el brazo en el mío, como si eso fuese obligado; yo llamé a un camarero que se había quedado mirando a la diligencia como quien no ha visto nada parecido en su vida, a fin de que nos llevase a un saloncito particular. Al oírlo, sacó una servilleta como si fuese un instrumento mágico sin el cual no pudiese encontrar su camino escaleras arriba, y nos llevó hacia el agujero negro del establecimiento, en donde había un espejo de disminución - artículo completamente superfluo en vista de las dimensiones de la estancia, - una botellita con salsa para las anchoas y unos zuecos de ignorado propietario. Ante mi disconformidad con aquel lugar, nos llevó a otra sala, en donde había una mesa de comedor para treinta personas y, en la chimenea, una hoja arrancada de un libro de contabilidad bajo un montón de polvo de carbón. Después de mirar aquel fuego apagado y de mover la cabeza, recibió mis órdenes, que se limitaron a encargarle un poco de té para la señorita, y salió de la estancia, en apariencia muy deprimido. Me molestó la atmósfera de aquella estancia, que ofrecía una fuerte combinación de olor de cuadra con el de sopa trasnochada, gracias a lo cual se podía inferir que el departamento de coches no marchaba bien y que su empresario hervía los caballos para servirlos en el restaurante. Sin embargo, poca importancia di a todo eso en vista de que Estella estaba conmigo. Y hasta me dije que con ella me habría sentido feliz aunque tuviera que pasar allí la vida. De todos modos, en aquellos instantes yo no era feliz, y eso me constaba perfectamente. - ¿Y en compañía de quién va usted a vivir en Richmond? - pregunté a Estella. - Voy a vivir - contestó ella - sin reparar en gastos y en compañía de una señora que tiene la posibilidad, o por lo menos así lo asegura, de presentarme en todas partes, de hacerme conocer a muchas personas y de lograr que me vea mucha gente. - Supongo que a usted le gustará mucho esa variedad y la admiración que va a despertar. - Sí, también lo creo. Contestó en tono tan ligero, que yo añadí: - Habla de usted misma como si fuese otra persona. - ¿Y dónde ha averiguado usted mi modo de hablar con otros? ¡Vamos! ¡Vamos!-añadió Estella sonriendo deliciosamente -. No creo que tenga usted la pretensión de darme lecciones; no tengo más remedio que hablar del modo que me es peculiar. ¿Y cómo lo pasa usted con el señor Pocket? - Vivo allí muy agradablemente; por lo menos… - y me detuve al pensar que tal vez perdía una oportunidad. - Por lo menos… - repitió Estella . 127 - … de un modo tan agradable como podría vivir en cualquier parte, lejos de usted. - Es usted un tonto - dijo Estella con la mayor compostura -. ¿Cómo puede decir esas niñerías? Según tengo entendido, su amigo, el señor Mateo, es superior al resto de su familia. - Mucho. Además, no tiene ningún enemigo… - No añada usted que él es su propio enemigo - interrumpió Estella, - porque odio a esa clase de hombres. He oído decir que, realmente, es un hombre desinteresado y que está muy por encima de los pequeños celos y del despecho. - Estoy seguro de tener motivos para creerlo así. - Indudablemente, no tiene usted las mismas razones para decir lo mismo del resto de su familia - continuó Estella mirándome con tal expresión que, a la vez, era grave y chancera, - porque asedian a la señorita Havisham con toda clase de noticias y de insinuaciones contra usted. Le observan constantemente y le presentan bajo cuantos aspectos desfavorables les es posible. Escriben cartas acerca de usted, a veces anónimas, y es usted el tormento y la ocupación de sus vidas. Es imposible que pueda comprender el odio que toda esa gente le tiene. -Espero, sin embargo, que no me perjudicarán. En vez de contestar, Estella se echó a reír. Esto me pareció muy raro y me quedé mirándola perplejo. Cuando se calmó su acceso de hilaridad, y no se rió de un modo lánguido, sino verdaderamente divertida, le dije, con cierta desconfianza: - Creo poder estar seguro de que a usted no le parecería tan divertido si realmente me perjudicasen. - No, no. Puede usted estar seguro de eso - contestó Estella. - Tenga la certeza de que me río precisamente por su fracaso. Esos pobres parientes de la señorita Havisham sufren indecibles torturas. Se echó a reír de nuevo, y aun entonces, después de haberme descubierto la causa de su risa, ésta me pareció muy singular, porque, como no podía dudar acerca de que el asunto le hacía gracia, me parecía excesiva su hilaridad por tal causa. Por consiguiente, me dije que habría algo más que yo desconocía. Y como ella advirtiese tal pensamiento en mí, me contestó diciendo: - Ni usted mismo puede darse cuenta de la satisfacción que me causa presenciar el disgusto de esa gente ni lo que me divierten sus ridiculeces. Usted, al revés de mí misma, no fue criado en aquella casa desde su más tierna infancia. Sus intrigas contra usted, aunque contenidas y disfrazadas por la máscara de la simpatía y de la compasión que no sentían, no pudieron aguzar su inteligencia, como me pasó a mí, y tampoco pudo usted, como yo, abrir gradualmente sus ojos infantiles ante la impostura de aquella mujer que calcula sus reservas de paz mental para cuando se despierta por la noche. Aquello ya no parecía divertido para Estella, que traía nuevamente a su memoria tales recuerdos de su infancia. Yo mismo no quisiera haber sido la causa de la mirada que entonces centelleó en sus ojos, ni a cambio de todas las esperanzas que pudiera tener en la vida. - Dos cosas puedo decirle - continuó Estella. - La primera, que, a pesar de asegurar el proverbio que una gota constante es capaz de agujerear una piedra, puede tener la seguridad de que toda esa gente, ni siquiera en cien años, podría perjudicarle en el ánimo de la señorita Havisham ni poco ni mucho. La segunda es que yo debo estar agradecida a usted por ser la causa de sus inútiles esfuerzos y sus infructuosas bajezas, y, en prueba de ello, aquí tiene usted mi mano. Mientras me la daba como por juego, porque su seriedad fue momentánea, yo la tomé y la llevé a mis labios. - Es usted muy ridículo - dijo Estella. - ¿No se dará usted nunca por avisado? ¿O acaso besará mi mano con el mismo ánimo con que un día me dejé besar mi mejilla? - ¿Cuál era ese ánimo? - pregunté. - He de pensar un momento. El de desprecio hacia los aduladores e intrigantes. - Si digo que sí, ¿me dejará que la bese otra vez en la mejilla? - Debería usted haberlo pedido antes de besar la mano. Pero sí. Puede besarme, si quiere. Yo me incliné; su rostro estaba tan tranquilo como el de una estatua. - Ahora - dijo Estella apartándose en el mismo instante en que mis labios tocaban su mejilla -, ahora debe usted cuidar de que me sirvan el té y luego acompañarme a Richmond. Me resultó doloroso ver que volvía a recordar las órdenes recibidas, como si al estar juntos no hiciésemos más que cumplir nuestro deber, como verdaderos muñecos; pero todo lo que ocurrió mientras estuvimos juntos me resultó doloroso. Cualquiera que fuese el tono de sus palabras, yo no podía confiar en él nifundar ninguna esperanza; y, sin embargo, continué igualmente, contra toda esperanza y contra toda confianza. ¿Para qué repetirlo un millar de veces? Así fue siempre. 128 Llamé para pedir el té, y el camarero apareció de nuevo, llevando su servilleta mágica y trayendo, por grados, una cincuentena de accesorios para el té, pero éste no aparecía de ningún modo. Trajo una bandeja, tazas, platitos, platos, cuchillos y tenedores; cucharas de varios tamaños; saleros; un pequeño panecillo, cubierto, con la mayor precaución, con una tapa de hierro; una cestilla que contenía una pequeña cantidad de manteca, sobre un lecho de perejil; un pan pálido y empolvado de harina por un extremo; algunas rebanadas triangulares en las que estaban claramente marcadas las rejas del fogón, y, finalmente, una urna familiar bastante grande, que el mozo trajo penosamente, como si le agobiara y le hiciera sufrir su peso. Después de una ausencia prolongada en aquella fase del espectáculo, llegó por fin con un cofrecillo de hermoso aspecto que contenía algunas ramitas. Yo las sumergí en agua caliente, y, así, del conjunto de todos aquellos accesorios extraje una taza de no sé qué infusión destinada a Estella. Una vez pagado el gasto y después de haber recordado al camarero, sin olvidar al palafrenero y teniendo en cuenta a la camarera, en una palabra, después de sobornar a la casa entera, dejándola sumida en el desdén y en la animosidad, lo cual aligeró bastante la bolsa de Estella, nos metimos en nuestra silla de posta y emprendimos la marcha, dirigiéndonos hacia Cheapside, subiendo ruidosamente la calle de Newgate. Pronto nos hallamos bajo los muros que tan avergonzado me tenían. - ¿Qué edificio es ése? - me preguntó Estella. Yo fingí, tontamente, no reconocerlo en el primer instante, y luego se lo dije. Después de mirar, retiró la cabeza y murmuró: - ¡Miserables! En vista de esto, yo no habría confesado por nada del mundo la visita que aquella misma mañana hice a la prisión. - E1 señor Jaggers - dije luego, con objeto de echar el muerto a otro - tiene la reputación de conocer mejor que otro cualquiera en Londres los secretos de este triste lugar. - Me parece que conoce los de todas partes - confesó Estella en voz baja. - Supongo que está usted acostumbrada a verle con frecuencia. - En efecto, le he visto con intervalos variables, durante todo el tiempo que puedo recordar. Pero no por eso le conozco mejor ahora que cuando apenas sabía hablar. ¿Cuál es su propia opinión acerca de ese señor? ¿Marcha usted bien con él? - Una vez acostumbrado a sus maneras desconfiadas – contestó, - no andamos mal. - ¿Ha intimado usted con él? - He comido en su compañía y en su domicilio particular - Me figuro - dijo Estella encogiéndose - que debe de ser un lugar muy curioso. - En efecto, lo es. Yo debía haber sido cuidadoso al hablar de mi tutor, para no hacerlo con demasiada libertad, incluso con Estella; mas, a pesar de todo, habría continuado hablando del asunto y describiendo la cena que nos dio en la calle Gerrard, si no hubiésemos llegado de pronto a un lugar muy iluminado por el gas. Mientras duró, pareció producirme la misma sensación inexplicable que antes experimenté; y cuando salimos de aquella luz, me quedé como deslumbrado por unos instantes, como si me hubiese visto rodeado por un rayo. Empezamos a hablar de otras cosas, especialmente acerca de nuestro modo de viajar, de cuáles eran los barrios de Londres que había por aquel lugar y de cosas por el estilo. La gran ciudad era casi nueva para ella, según me dijo, porque no se alejó nunca de las cercanías de la casa de la señorita Havisham hasta que se dirigió a Francia, y aun entonces no hizo más que atravesar Londres a la ida y a la vuelta. Le pregunté si mi tutor estaba encargado de ella mientras permaneciese en Richmond, y a eso ella se limitó a contestar enfáticamente: - ¡No lo quiera Dios! No pude evitar el darme cuenta de que tenía interés en atraerme y que se mostraba todo lo seductora que le era posible, de manera que me habría conquistado por completo aun en el caso de que, para lograrlo, hubiese tenido que esforzarse. Sin embargo, nada de aquello me hizo más feliz, porque aun cuando no hubiera dado a entender que ambos habíamos de obedecer lo dispuesto por otras personas, yo habría comprendido que tenía mi corazón en sus manos, por habérselo propuesto así y no porque eso despertara ninguna ternura en el suyo propio, para despedazarlo y luego tirarlo a lo lejos. Mientras atravesamos Hammersmith le indiqué dónde vivía el señor Mateo Pocket, añadiendo que, como no estaba a mucha distancia de Richmond, esperaba tener frecuentes ocasiones de verla. - ¡Oh, sí! Tendrá usted que ir a verme. Podrá ir cuando le parezca mejor; desde luego, hablaré de usted a la familia con la que voy a vivir, aunque, en realidad, ya le conoce de referencias. Pregunté entonces si era numerosa la familia de que iba a formar parte. 129 -No; tan sólo son dos personas: madre e hija. La madre, según tengo entendido, es una dama que está en buena posición, aunque no le molesta aumentar sus ingresos. -Me extraña que la señorita Havisham haya consentido en separarse otra vez de usted y tan poco tiempo después de su regreso de Francia. - Eso es una parte de los planes de la señorita Havisham con respecto a mí, Pip - dijo Estella dando un suspiro como si estuviese fatigada. - Yo debo escribirle constantemente y verla también con cierta regularidad, para darle cuenta de mi vida… , y no solamente de mí, sino también de las joyas, porque ya casi todas son mías. Aquélla era la primera vez que me llamó por mi nombre. Naturalmente, lo hizo adrede, y yo comprendí que recordaría con placer semejante ocurrencia. Llegamos demasiado pronto a Richmond, y nuestro destino era una casa situada junto al Green, casa antigua, de aspecto muy serio, en donde más de una vez se lucieron las gorgueras, los lunares, los cabellos empolvados, las casacas bordadas, las medias de seda,los encajes y las espadas. Delante de la casa había algunos árboles viejos, todavía recortados en formas tan poco naturales como las gorgueras, las pelucas y los miriñaques; pero ya estaban señalados los sitios que habían de ocupar en la gran procesión de los muertos, y pronto tomarían parte en ella para emprender el silencioso camino de todo lo demás. Una campana, con voz muy cascada, que sin duda alguna en otros tiempos anunció a la casa: «Aquí está el guardainfante verde… Aquí, la espada con puño de piedras preciosas… «Aquí, los zapatos de rojos tacones adornados con una piedra preciosa azul… »a, resonó gravemente a la luz de la luna y en el acto se presentaron dos doncellas de rostro colorado como cerezas, con objeto de recibir a Estella. Pronto la puerta se tragó el equipaje de mi compañera, quien me tendió la mano, me dirigió una sonrisa y me dio las buenas noches antes de ser tragada a su vez. Y yo continué mirando hacia la casa, pensando en lo feliz que sería viviendo allí con ella, aunque, al mismo tiempo, estaba persuadido de que en su compañía jamás me sentiría dichoso, sino siempre desgraciado Volví a subir al coche para dirigirme a Hammersmith; entré con el corazón dolorido, y cuando salí me dolía más aún. Ante la puerta de mi morada encontré a la pequeña Juana Pocket, que regresaba de una fiesta infantil, escoltada por su diminuto novio, a quien yo envidié a pesar de tener que sujetarse a las órdenes de Flopson. El señor Pocket había salido a dar clase, porque era un profesor delicioso de economía doméstica, y sus tratados referentes al gobierno de los niños y de los criados eran considerados como los mejores libros de texto acerca de tales asuntos. Pero la señora Pocket estaba en casa y se hallaba en una pequeña dificultad, a causa de que habían entregado al pequeño un alfiletero para que se estuviera quieto durante la inexplicable ausencia de Millers (que había ido a visitar a un pariente que tenía en los Guardias de Infantería), y faltaban del alfiletero muchas más agujas de las que podían considerarse convenientes para un paciente tan joven, ya fuesen aplicadas al exterior o para ser tomadas a guisa de tónico. Como el señor Pocket era justamente célebre por los excelentes consejos que daba, así como también por su clara y sólida percepción de las cosas y su modo de pensar en extremo juicioso, al sentir mi corazón dolorido tuve la intención de rogarle que aceptara mis confidencias. Pero como entonces levantase la vista y viese a la señora Pocket mientras leía su libro acerca de la nobleza, después de prescribir que la camarera un remedio soberano para el pequeño, me arrepentí, y decidí no decir una palabra. ...
En la línea 2011
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Nos quedamos mirándonos uno a otro, y noté que se apresuraba el ritmo de mi respiración, deseoso como estaba de obtener de él alguna otra cosa. Y cuando vi que respiraba aún más aprisa y que él se daba cuenta de ello, comprendí que disminuían las probabilidades de averiguar algo más. - ¿Cree usted, señor Jaggers, que todavía transcurrirán algunos años? Él movió la cabeza, no para contestar en sentido negativo a mi pregunta, sino para negar la posibilidad de contestar a ella. Y las dos horribles mascarillas parecieron mirar entonces hacia mí, precisamente en el mismo instante en que mis ojos se volvían a ellas, como si hubiesen llegado a una crisis, en su curiosa atención, y se dispusieran a dar un estornudo. - Óigame - dijo el señor Jaggers calentándose la parte trasera de las piernas con el dorso de las manos -. Voy a hablar claramente con usted, amigo Pip. Ésa es una pregunta que no debe hacerse. Lo comprenderá usted mejor cuando le diga que es una pregunta que podría comprometerme. Pero, en fin, voy a complacerle y le diré algo más. Se inclinó un poco para mirar ceñudamente sus botas, de modo que pudo acariciarse las pantorrillas durante la pausa que hizo. - Cuando esa persona se dé a conocer - dijo el señor Jaggers enderezándose, - usted y ella arreglarán sus propios asuntos. Cuando esa persona se dé a conocer, terminará y cesará mi intervención en el asunto. Cuando esa persona se dé a conocer, ya no tendré necesidad de saber nada más acerca del particular. Y esto es todo lo que puedo decirle. Nos quedamos mirándonos uno a otro, hasta que yo desvié los ojos y me quedé mirando, muy pensativo, al suelo. De las palabras que acababa de oír deduje que la señorita Havisham, por una razón u otra, no había confiado a mi tutor su deseo de unirme a Estella; que él estaba resentido y algo celoso por esa causa; o que, realmente, le pareciese mal semejante proyecto, pero que no pudiera hacer nada para impedirlo. Cuando de nuevo levanté los ojos, me di cuenta de que había estado mirándome astutamente mientras yo no le observaba. - Si eso es todo lo que tiene usted que decirme, caballero - observé -, yo tampoco puedo decir nada más. Movió la cabeza en señal de asentimiento, sacó el reloj que tanto temor inspiraba a los ladrones y me preguntó en dónde iba a cenar. Contesté que en mis propias habitaciones y en compañía de Herbert, y, como consecuencia necesaria, le rogué que nos honrase con su compañía. Él aceptó inmediatamente la invitación, pero insistió en acompañarme a pie hasta casa, con objeto de que no hiciese ningún preparativo extraordinario con respecto a él; además, tenía que escribir previamente una o dos cartas y luego, según su costumbre, lavarse las manos. Por esta razón le dije que saldría a la sala inmediatamente y me quedaría hablando con Wemmick. El hecho es que en cuanto sentí en mi bolsillo las quinientas libras esterlinas, se presentó a mi mente un pensamiento que otras veces había tenido ya, y me pareció que Wemmick era la persona indicada para aconsejarme acerca de aquella idea. Había cerrado ya su caja de caudales y terminaba sus preparativos para emprender la marcha a su casa. Dejó su escritorio, se llevó sus dos grasientas palmatorias y las puso en línea en un pequeño estante que había junto a la puerta, al lado de las despabiladeras, dispuesto a apagarlas; arregló el fuego para que se extinguiera; preparó el sombrero y el gabán, y se golpeó el pecho con la llave de la caja, como si fuese un ejercicio atlético después de los negocios del día. - Señor Wemmick – dije, - quisiera pedirle su opinión. Tengo el mayor deseo de servir a un amigo mío. Wemmick cerró el buzón de su boca y meneó la cabeza como si su opinión estuviese ya formada acerca de cualquier fatal debilidad de aquel género. - Ese amigo - proseguí - tiene deseo de empezar a trabajar en la vida comercial, pero, como carece de dinero, encuentra muchas dificultades que le descorazonan ya desde un principio. Lo que yo quiero es ayudarle precisamente en este principio. - ¿Con dinero? - preguntó Wemmick, con un tono seco a más no poder. - Con algún dinero - contesté, recordando de mala gana los paquetitos de facturas que tenía en casa -. Con algo de dinero y, tal vez, con algún anticipo de mis esperanzas. - Señor Pip - dijo Wemmick. - Si usted no tiene inconveniente, voy a contar con los dedos los varios puentes del Támesis hasta Chelsea Reach. Vamos a ver. El puente de Londres, uno; el de Southwark, dos; Blackfriars, tres; Waterloo, cuatro; Westminster, cinco; Vauxhall, seis - y al hablar así fue contando con los dedos y con la llave de la caja los puentes que acababa de citar. - De modo que ya ve usted que hay seis puentes para escoger. - No le comprendo. - Pues elija usted el que más le guste, señor Pip - continuó Wemmick, - váyase usted a él y desde el centro de dicho puente arroje el dinero al Támesis, y así sabrá cuál es su fin. En cambio, entréguelo usted a un amigo, y tal vez también podrá enterarse del fin que tiene, pero desde luego le aseguro que será menos agradable y menos provechoso. Después de decir esto, abrió tanto el buzón de su boca que sin dificultad alguna podría haberle metido un periódico entero. - Eso es muy desalentador - dije. - Desde luego - contestó Wemmick. - De modo que, según su opinión - pregunté, algo indignado, - un hombre no debe… - ¿… emplear dinero en un amigo? - dijo Wemmick, terminando mi pregunta. - Ciertamente, no. Siempre en el supuesto de que no quiera librarse del amigo, porque en tal caso la cuestión se reduce a saber cuánto dinero le costará el desembarazarse de él. - ¿Y ésa es su decidida opinión acerca del particular, señor Wemmick? - Ésa - me contestó - es la opinión que tengo en la oficina. - ¡Ah! - exclamé al advertir la salida que me ofrecía con sus palabras. - ¿Y sería también su opinión en Walworth? - Señor Pip - me dijo con grave acento, - Walworth es un sitio y esta oficina otro, de la misma manera que mi anciano padre es una persona y el señor Jaggers otra. Es preciso no confundirlos. Mis sentimientos de Walworth deben ser expresados en Walworth, y, por el contrario, mis opiniones oficiales han de ser recibidas en esta oficina. - Perfectamente - dije, muy aliviado -. Entonces, iré a verle a Walworth, puede contar con ello. - Señor Pip – replicó, - será usted bien recibido allí con carácter particular y privado. Habíamos sostenido esta conversación en voz baja, pues a ambos nos constaba que el oído de mi tutor era finísimo. Cuando apareció en el marco de la puerta de su oficina, secándose las manos con la toalla, Wemmick se puso el gabán y se situó al lado de las bujías para apagarlas. Los tres salimos juntos a la calle, y, desde el escalón de la puerta, Wemmick tomó su camino y el señor Jagger y yo emprendimos el nuestro. Más de una vez deseé aquella noche que el señor Jaggers hubiese tenido a un padre anciano en la calle Gerrard, un Stinger u otra persona cualquiera que le desarrugara un poco el ceño. Parecía muy penoso, el día en que se cumplían veintiún años, que el llegar a la mayoría de edad fuese cosa sin importancia en un mundo tan guardado y receloso como él, sin duda, lo consideraba. Con seguridad estaba un millar de veces mejor informado y era más listo que Wemmick, pero yo también hubiera preferido mil veces haber invitado a éste y no a Jaggers. Y mi tutor no se limitó a ponerme triste a mí solo, porque, después que se hubo marchado, Herbert dijo de él, mientras tenía los ojos fijos en el suelo, que le producía la impresión de que mi tutor había cometido alguna fechoría y olvidado los detalles; tan culpable y anonadado parecía. ...
En la línea 2037
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Metiéndome en el bolsillo la nota de la señorita Havisham, a fin de que sirviera de credencial por haber vuelto tan pronto a su casa, en el supuesto de que su humor caprichoso le hiciese demostrar alguna sorpresa al verme, tomé la diligencia del día siguiente. Pero me apeé en la Casa de Medio Camino y allí me desayuné, recorriendo luego a pie el resto del trayecto, porque tenía interés en llegar a la ciudad de modo que nadie se diese cuenta de ello y marcharme de la misma manera. Había desaparecido ya la mejor luz del día cuando pasé a lo largo de los tranquilos patios de la parte trasera de la calle Alta. Los montones de ruinas en donde, en otro tiempo, los monjes tuvieron sus refectorios y sus jardines, y cuyas fuertes murallas se utilizaban ahora como humildes albergues y como establos, estaban casi tan silenciosas como los antiguos monjes en sus tumbas. Las campanas de la catedral tuvieron para mí un sonido más triste y más remoto que nunca, mientras andaba apresuradamente para evitar ser visto; así, los sonidos del antiguo órgano llegaron a mis oídos como fúnebre música; y las cornejas que revoloteaban en torno de la torre gris, deslizándose a veces hacia los árboles, altos y desprovistos de hojas, del jardín del priorato, parecían decirme que aquel lugar estaba cambiado y que Estella se había marchado para siempre. Acudió a abrirme la puerta una mujer ya de edad, a quien había visto otras veces y que pertenecía a la servidumbre que vivía en la casa aneja situada en la parte posterior del patio. En el oscuro corredor estaba la bujía encendida, y, tomándola, subí solo la escalera. La señorita Havisham no estaba en su propia estancia, sino en la más amplia, situada al otro lado del rellano. Mirando al interior desde la puerta, después de llamar en vano, la vi sentada ante el hogar en una silla desvencijada, perdida en la contemplación del fuego, lleno de cenizas. Como otras veces había hecho, entré y me quedé en pie, al lado de la antigua chimenea, para que me viese así que levantara los ojos. Indudablemente, la pobre mujer estaba muy sola, y esto me indujo a compadecerme de ella, a pesar de los dolores que me había causado. Mientras la miraba con lástima y pensaba que yo también había llegado a ser una parte de la desdichada fortuna de aquella casa, sus ojos se fijaron en mí. Los abrió mucho y en voz baja se preguntó: - ¿Será una visión real? - Soy yo: Pip. El señor Jaggers me entregó ayer la nota de usted, y no he perdido tiempo en venir. - Gracias, muchas gracias. Acerqué al fuego otra de las sillas en mal estado y me senté, observando en el rostro de la señorita Havisham una expresión nueva, como si estuviese asustada de mí. - Deseo - dijo - continuar el beneficio de que me hablaste en tu última visita, a fin de demostrarte que no soy de piedra. Aunque tal vez ahora no podrás creer ya que haya algún sentimiento humano en mi corazón. 189 Le dije algunas palabras tranquilizadoras, y ella extendió su temblorosa mano derecha, como si quisiera tocarme; pero la retiró en seguida, antes de que yo comprendiese su intento y determinara el modo de recibirlo. -Al hablar de tu amigo me dijiste que podrías informarme de cómo seríame dado hacer algo útil para él. Algo que a ti mismo te gustaría realizar. - Así es. Algo que a mí me gustaría poder hacer. - ¿Qué es eso? Empecé a explicarle la secreta historia de lo que hice para lograr que Herbert llegara a ser socio de la casa en que trabajaba. No había avanzado mucho en mis explicaciones, cuando me pareció que mi interlocutora se fijaba más en mí que en lo que decía. Y contribuyó a aumentar esta creencia el hecho de que, cuando dejé de hablar, pasaron algunos instantes antes de que me demostrara haber notado que yo guardaba silencio. - ¿Te has interrumpido, acaso - me preguntó, como si, verdaderamente, me tuviese miedo, - porque te soy tan odiosa que ni siquiera te sientes con fuerzas para seguir hablándome? - De ninguna manera - le contesté. - ¿Cómo puede usted imaginarlo siquiera, señorita Havisham? Me interrumpí por creer que no prestaba usted atención a mis palabras. - Tal vez no - contestó, llevándose una mano a la cabeza. - Vuelve a empezar, y yo miraré hacia otro lado. Vamos a ver: refiéreme todo eso. Apoyó la mano en su bastón con aquella resoluta acción que le era habitual y miró al fuego con expresión demostrativa de que se obligaba a escuchar. Continué mi explicación y le dije que había abrigado la esperanza de terminar el asunto por mis propios medios, pero que ahora había fracasado en eso. Esta parte de mi explicación, según le recordé, envolvía otros asuntos que no podía detallar, porque formaban parte de los secretos de otro. - Muy bien - dijo moviendo la cabeza en señal de asentimiento, pero sin mirarme. - ¿Y qué cantidad se necesita para completar el asunto? - Novecientas libras. - Si te doy esa cantidad para el objeto expresado, ¿guardarás mi secreto como has guardado el tuyo? -Con la misma fidelidad. - ¿Y estarás más tranquilo acerca del particular? - Mucho más. - ¿Eres muy desgraciado ahora? Me hizo esta pregunta sin mirarme tampoco, pero en un tono de simpatía que no le era habitual. No pude contestar en seguida porque me faltó la voz, y, mientras tanto, ella puso el brazo izquierdo a través del puño de su bastón y descansó la cabeza en él. - Estoy lejos de ser feliz, señorita Havisham, pero tengo otras causas de intranquilidad además de las que usted conoce. Son los secretos a que me he referido. Después de unos momentos levantó la cabeza y de nuevo miró al fuego. - Te portas con mucha nobleza al decirme que tienes otras causas de infelicidad. ¿Es cierto? - Demasiado cierto. - ¿Y no podría servirte a ti, Pip, así como sirvo a tu amigo? ¿No puedo hacer nada en tu obsequio? - Nada. Le agradezco la pregunta. Y mucho más todavía el tono con que me la ha hecho. Pero no puede usted hacer nada. Se levantó entonces de su asiento y buscó con la mirada algo con que escribir. Allí no había nada apropiado, y por esto tomó de su bolsillo unas tabletas de marfil montadas en oro mate y escribió en una de ellas con un lapicero de oro, también mate, que colgaba de su cuello. - ¿Continúas en términos amistosos con el señor Jaggers? - Sí, señora. Ayer noche cené con él. - Esto es una autorización para él a fin de que te pague este dinero, que quedará a tu discreción, para que lo emplees en beneficio de tu amigo. Aquí no tengo dinero alguno; pero si crees mejor que el señor Jaggers no se entere para nada de este asunto, te lo mandaré. - Muchas gracias, señorita Havisham. No tengo ningún inconveniente en recibir esta suma de manos del señor Jaggers. Me leyó lo que acababa de escribir, que era expresivo y claro y evidentemente encaminado a librarme de toda sospecha de que quisiera aprovecharme de aquella suma. Tomé las tabletas de su mano, que estaba temblorosa y que tembló más aún cuando quitó la cadena que sujetaba el lapicero y me la puso en la mano. Hizo todo esto sin mirarme. 190 - En la primera hoja está mi nombre. Si alguna vez puedes escribir debajo de él «la perdono», aunque sea mucho después de que mi corazón se haya convertido en polvo, te ruego que lo hagas. - ¡Oh señorita Havisham! – exclamé. - Puedo hacerlo ahora mismo. Todos hemos incurrido en tristes equivocaciones; mi vida ha sido ciega e inútil, y necesito tanto, a mi vez, el perdón y la compasión ajenos, que no puedo mostrarme severo con usted. Volvió por vez primera su rostro hacia el mío, y con el mayor asombro por mi parte y hasta con el mayor terror, se arrodilló ante mí, levantando las manos plegadas de un modo semejante al que sin duda empleó cuando su pobre corazón era tierno e inocente, para implorar al cielo acompañada de su madre. El verla, con su cabello blanco y su pálido rostro, arrodillada a mis pies, hizo estremecer todo mi cuerpo. Traté de levantarla y tendí los brazos más cerca, y, apoyando en ellos la cabeza, se echó a llorar. Jamás hasta entonces la había visto derramar lágrimas, y, creyendo que el llanto podría hacerle bien, me incliné hacia ella sin decirle una palabra. Y en aquel momento, la señorita Havisham no estaba ya arrodillada, sino casi tendida en el suelo. - ¡Oh! - exclamó, desesperada. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - Si se refiere usted, señorita Havisham, a lo que haya podido hacer contra mí, permítame que le conteste: muy poco. Yo la habría amado en cualquier circunstancia. ¿Está casada? - Sí. Esta pregunta era completamente inútil, porque la nueva desolación que se advertía en aquella casa ya me había informado acerca del particular. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - repitió, retorciéndose las manos y mesándose el blanco cabello. Y volvió a lamentar-: ¡Qué he hecho! No sabía qué contestar ni cómo consolarla. De sobra me constaba que había obrado muy mal, animada por su violento resentimiento, por su burlado amor y su orgullo herido, al adoptar a una niña impresionable para moldearla de acuerdo con sus sentimientos. Pero era preciso recordar que al sustraerse a la luz del día había abandonado infinitamente mucho más. A1 encerrarse se había apartado a sí misma de mil influencias naturales y consoladoras; su mente, en la soledad, había enfermado, como no podía menos de ocurrir al sustraerse de las intenciones de su Hacedor. Y me era imposible mirarla sin sentir compasión, pues advertía que estaba muy castigada al haberse convertido en una ruina, por no tener ningún lugar en la tierra en que había nacido; por la vanidad del dolor, que había sido su principal manía, como la vanidad de la penitencia, del remordimiento y de la indignidad, así como otras monstruosas vanidades que han sido otras tantas maldiciones en este mundo. - Hasta que hablaste con ella en tu visita anterior y hasta que vi en ti, como si fuese un espejo, lo que yo misma sintiera en otros tiempos, no supe lo que había hecho. ¡Qué he hecho, Dios mío! ¡Qué he hecho! Y repitió esta exclamación infinitas veces. - Señorita Havisham - le dije en cuanto guardó silencio. - Puede usted alejarme de su mente y de su conciencia. Pero en cuanto a Estella, es un caso diferente, y si alguna vez puede usted deshacer lo que hizo al imponer silencio a todos sus tiernos sentimientos, será mucho mejor dedicarse a ello que a lamentar el pasado, aunque fuese durante cien años enteros. - Sí, sí, ya lo sé, pero, querido Pip… - y su tono me demostraba el tierno afecto femenino que por mí sentía. - Querido Pip, créeme cuando te digo que no me propuse más que evitarle mi propia desgracia. Al principio no me proponía nada más. - Así lo creo también - le contesté. - Pero cuando creció, haciendo prever que sería muy hermosa, gradualmente hice más y obré peor; y con mis alabanzas y lisonjas, con mis joyas y mis lecciones, con mi persona ante ella, le robé su corazón para sustituirlo por un trozo de hielo. - Mejor habría sido - no pude menos que exclamar -dejarle su propio corazón, aunque quedara destrozado o herido. Entonces la señorita Havisham me miró, tal vez sin verme, y de nuevo volvió a preguntarme qué había hecho. - Si conocieras la historia entera - dijo luego, - me tendrías más compasión y me comprenderías mejor. - Señorita Havisham - contesté con tanta delicadeza como me fue posible. - Desde que abandoné esta región creo conocer su historia entera. Siempre me ha inspirado mucha compasión, y espero haberla comprendido, dándome cuenta de su influencia. ¿Cree usted que lo que ha pasado entre nosotros me dará la libertad de hacerle una pregunta acerca de Estella? No la Estella de ahora, sino la que era cuando llegó aquí. 191 La señorita Havisham estaba sentada en el suelo, con los brazos apoyados en la silla y la cabeza descansando en ellos. Me miró cara a cara cuando le dije esto, y contestó: - Habla. - ¿De quién era hija Estella? Movió negativamente la cabeza. - ¿No lo sabe usted? Hizo otro movimiento negativo. - ¿Pero la trajo el señor Jaggers o la mandó? -La trajo él mismo. - ¿Quiere usted referirme la razón de su venida? - Hacía ya mucho tiempo que yo estaba encerrada en estas habitaciones - contestó en voz baja y precavida. - No sé cuánto tiempo hacía, porque, como sabes, los relojes están parados. Entonces le dije que necesitaba una niña para educarla y amarla y para evitarle mi triste suerte. Le vi por vez primera cuando le mandé llamar a fin de que me preparase esta casa y la dejara desocupada para mí, pues leí su nombre en los periódicos antes de que el mundo y yo nos hubiésemos separado. Él me dijo que buscaría una niña huérfana; y una noche la trajo aquí dorrnida y yo la llamé Estella. - ¿Qué edad tenía entonces? - Dos o tres años. Ella no sabe nada, a excepción de que era huérfana y que yo la adopté. Tan convencido estaba yo de que la criada del señor Jaggers era su madre, que no necesitaba ninguna prueba más clara, porque para cualquiera, según me parecía, la relación entre ambas mujeres habría sido absolutamente indudable. ¿Qué podía esperar prolongando aquella entrevista? Había logrado lo que me propuse en favor de Herbert. La señorita Havisham me comunicó todo lo que sabía acerca de Estella, y yo le dije e hice cuanto me fue posible para tranquilizarla. Poco importa cuáles fueron las palabras de nuestra despedida, pero el caso es que nos separamos. Cuando bajé la escalera y llegué al aire libre era la hora del crepúsculo. Llamé a la mujer que me había abierto la puerta para entrar y le dije que no se molestara todavía, porque quería dar un paseo alrededor de la casa antes de marcharme. Tenía el presentimiento de que no volvería nunca más, y experimentaba la sensación de que la moribunda luz del día convenía en gran manera a mi última visión de aquel lugar. Pasando al lado de las ruinas de los barriles, por el lado de los cuales había paseado tanto tiempo atrás y sobre los que había caído la lluvia de infinidad de años, pudriéndolos en muchos sitios y dejando en el suelo marjales en miniatura y pequeños estanques, me dirigí hacia el descuidado jardín. Di una vuelta por él y pasé también por el lugar en que nos peleamos Herbert y yo; luego anduve por los senderos que recorriera en compañía de Estella. Y todo estaba frío, solitario y triste. Encaminándome hacia la fábrica de cerveza para emprender el regreso, levanté el oxidado picaporte de una puertecilla en el extremo del jardín y eché a andar a través de aquel lugar. Dirigíame hacia la puerta opuesta, difícil de abrir entonces, porque la madera se había hinchado con la humedad y las bisagras se caían a pedazos, sin contar con que el umbral estaba lleno de áspero fango. En aquel momento volví la cabeza hacia atrás. Ello fue causa de que se repitiese la ilusión de que veía a la señorita Havisham colgando de una viga. Y tan fuerte fue la impresión, que me quedé allí estremecido, antes de darme cuenta de que era una alucinación. Pero inmediatamente me dirigí al lugar en que me había figurado ver un espectáculo tan extraordinario. La tristeza del sitio y de la hora y el terror que me causó aquella ficción, aunque momentánea, me produjo un temor indescriptible cuando llegué, entre las abiertas puertas, a donde una vez me arranqué los cabellos después que Estella me hubo lastimado el corazón. Dirigiéndome al patio delantero, me quedé indeciso entre si llamaría a la mujer para que me dejara salir por la puerta cuya llave tenía, o si primero iría arriba para cerciorarme de que no le ocurría ninguna novedad a la señorita Havisham. Me decidí por lo último y subí. Miré al interior de la estancia en donde la había dejado, y la vi sentada en la desvencijada silla, muy cerca del fuego y dándome la espalda. Cuando ya me retiraba, vi que, de pronto, surgía una gran llamarada. En el mismo momento, la señorita Havisham echó a correr hacia mí gritando y envuelta en llamas que llegaban a gran altura. Yo llevaba puesto un grueso abrigo, y, sobre el brazo, una capa también recia. Sin perder momento, me acerqué a ella y le eché las dos prendas encima; además, tiré del mantel de la mesa con el mismo objeto. Con él arrastré el montón de podredumbre que había en el centro y toda suerte de sucias cosas que se escondían allí; ella y yo estábamos en el suelo, luchando como encarnizados enemigos, y cuanto más 192 apretaba mis abrigos y el mantel en torno de ella, más fuertes eran sus gritos y mayores sus esfuerzos por libertarse. De todo eso me di cuenta por el resultado, pero no porque entonces pensara ni notara cosa alguna. Nada supe, a no ser que estábamos en el suelo, junto a la mesa grande, y que en el aire, lleno de humo, flotaban algunos fragmentos de tela aún encendidos y que, poco antes, fueron su marchito traje de novia. Al mirar alrededor de mí vi que corrían apresuradamente por el suelo los escarabajos y las arañas y que, dando gritos de terror, habían acudido a la puerta todos los criados. Yo seguí conteniendo con toda mi fuerza a la señorita Havisham, como si se tratara de un preso que quisiera huir, y llego a dudar de si entonces me di cuenta de quién era o por qué habíamos luchado, por qué ella se vio envuelta en llamas y también por qué éstas habían desaparecido, hasta que vi los fragmentos encendidos de su traje, que ya no revoloteaban, sino que caían alrededor de nosotros convertidos en cenizas. Estaba insensible, y yo temía que la moviesen o la tocasen. Mandamos en busca de socorro y la sostuve hasta que llegó, y, por mi parte, sentí la ilusión, nada razonable, de que si la soltaba surgirían de nuevo las llamas para consumirla. Cuando me levanté al ver que llegaba el cirujano, me asombré notando que mis manos habían recibido graves quemaduras, porque hasta entonces no había sentido el menor dolor. El cirujano examinó a la señorita Havisham y dijo que había recibido graves quemaduras, pero que, por sí mismas, no ponían en peligro su vida. Lo más importante era la impresión nerviosa que había sufrido. Siguiendo las instrucciones del cirujano, le llevaron allí la cama y la pusieron sobre la gran mesa, que resultó muy apropiada para la curación de sus heridas. Cuando la vi otra vez, una hora más tarde, estaba vérdaderamente echada en donde la vi golpear con su bastón diciendo, al mismo tiempo, que allí reposaría un día. Aunque ardió todo su traje, según me dijeron, todavía conservaba su aspecto de novia espectral, pues la habían envuelto hasta el cuello en algodón en rama, y mientras estaba echada, cubierta por una sábana, el recuerdo de algo fantástico que había sido aún flotaba sobre ella. Al preguntar a los criados me enteré de que Estella estaba en París, e hice prometer al cirujano que le escribiría por el siguiente correo. Yo me encargué de avisar a la familia de la señorita Havisham, proponiéndome decírselo tan sólo a Mateo Pocket, al que dejaría en libertad de que hiciera lo que mejor le pareciese con respecto a los demás. Así se lo comuniqué al día siguiente por medio de Herbert, en cuanto estuve de regreso en la capital. Aquella noche hubo un momento en que ella habló Juiciosamente de lo que había sucedido, aunque con terrible vivacidad. Hacia medianoche empezó a desvariar, y a partir de entonces repitió durante largo rato, con voz solemne: « ¡Qué he hecho! » Luego decía: «Cuando llegó no me propuse más que evitarle mi propia desgracia». También añadió: «Toma el lápiz y debajo de mi nombre escribe: «La perdono».» Jamás cambió el orden de estas tres frases, aunque a veces se olvidaba de alguna palabra y, dejando aquel blanco, pasaba a la siguiente. Como no podía hacer nada allí y, por otra parte, tenía acerca de mi casa razones más que suficientes para sentir ansiedad y miedo, que ninguna de las palabras de la señorita Havisham podía alejar de mi mente, decidí aquella misma noche regresar en la primera diligencia, aunque con el propósito de andar una milla más o menos, para subir al vehículo más allá de la ciudad. Por consiguiente, hacia las seis de la mañana me incliné sobre la enferma y toqué sus labios con los míos, precisamente cuando ella decía: «Toma el lápiz y escribe debajo de mi nombre: La perdono.» ...
En la línea 2596
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... «Sí, lo soy, aunque sólo sea, primero, porque me llamo gusano a mí mismo, y segundo, porque llevo todo un mes molestando a la Divina Providencia al ponerla por testigo de que yo no hacía aquello para procurarme satisfacciones materiales, sino con propósitos nobles y grandiosos. ¡Ah!, y también porque decidí observar la más rigurosa justicia y la más perfecta moderación en la ejecución de mi plan. En primer lugar elegí el gusano más nocivo de todos, y, en segundo, al matarlo, estaba dispuesto a no quitarle sino el dinero estrictamente necesario para emprender una nueva vida. Nada más y nada menos (el resto iría a parar a los conventos, según la última voluntad de la vieja)… En fin, lo cierto es que soy un gusano, de todas formas ‑añadió rechinando los dientes‑. Porque soy tal vez más vil e innoble que el gusano al que asesiné y porque yo presentía que, después de haberlo matado, me diría esto mismo que me estoy diciendo… ¿Hay nada comparable a este horror? ¡Cuánta villanía! ¡Cuánta bajeza… ! ¡Qué bien comprendo al Profeta, montado en su caballo y empuñando el sable! '¡Alá lo ordena! Sométete, pues, miserable y temblorosa criatura.' Tiene razón, tiene razón el Profeta cuando alinea sus tropas en la calle y mata indistintamente a los culpables y a los justos, sin ni siquiera dignarse darles una explicación. Sométete, pues, miserable y temblorosa criatura, y guárdate de tener voluntad. Esto no es cosa tuya… ¡Oh! Jamás, jamás perdonaré a la vieja.» ...
En la línea 2733
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Con mucho gusto. He decidido emprender un viaje y quisiera arreglar ciertos asuntos antes de partir… Mis hijos se han quedado con su tía; son ricos y no me necesitan para nada. Además, ¿cree usted que yo puedo ser un buen padre? Para cubrir mis necesidades personales, sólo me he quedado con la cantidad que me regaló Marfa Petrovna el año pasado. Con ese dinero tengo suficiente… perdone, vuelvo al asunto. Antes de emprender este viaje que tengo en proyecto y que seguramente realizaré he decidido terminar con el señor Lujine. No es que le odie, pero él fue el culpable de mi último disgusto con Marfa Petrovna. Me enfadé cuando supe que este matrimonio había sido un arreglo de mi mujer. Ahora yo desearía que usted intercediera para que Avdotia Romanovna me concediera una entrevista, en la cual le explicaría, en su presencia si usted lo desea así, que su enlace con el señor Lujine no sólo no le reportaría ningún beneficio, sino que, por el contrario, le acarrearía graves inconvenientes. Acto seguido, me excusaría por todas las molestias que le he causado y le pediría permiso para ofrecerle diez mil rublos, lo que le permitiría romper su compromiso con Lujine, ruptura que de buena gana llevará a cabo (estoy seguro de ello) si se le presenta una ocasión. ...
En la línea 2733
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Con mucho gusto. He decidido emprender un viaje y quisiera arreglar ciertos asuntos antes de partir… Mis hijos se han quedado con su tía; son ricos y no me necesitan para nada. Además, ¿cree usted que yo puedo ser un buen padre? Para cubrir mis necesidades personales, sólo me he quedado con la cantidad que me regaló Marfa Petrovna el año pasado. Con ese dinero tengo suficiente… perdone, vuelvo al asunto. Antes de emprender este viaje que tengo en proyecto y que seguramente realizaré he decidido terminar con el señor Lujine. No es que le odie, pero él fue el culpable de mi último disgusto con Marfa Petrovna. Me enfadé cuando supe que este matrimonio había sido un arreglo de mi mujer. Ahora yo desearía que usted intercediera para que Avdotia Romanovna me concediera una entrevista, en la cual le explicaría, en su presencia si usted lo desea así, que su enlace con el señor Lujine no sólo no le reportaría ningún beneficio, sino que, por el contrario, le acarrearía graves inconvenientes. Acto seguido, me excusaría por todas las molestias que le he causado y le pediría permiso para ofrecerle diez mil rublos, lo que le permitiría romper su compromiso con Lujine, ruptura que de buena gana llevará a cabo (estoy seguro de ello) si se le presenta una ocasión. ...
En la línea 2753
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Permítame una pregunta. ¿Piensa usted emprender muy pronto su viaje? ...
En la línea 980
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... A la verdad, infundía tristeza en aquellos días de fin de Octubre, el aspecto de Vichy. No eran sino hojas caídas: el Parque, tan animado siempre, se veía solitario; sólo algunos agüistas tardíos, enfermos de veras, paseaban la acera de asfalto, henchida ayer del roce de ricos trajes y del rumor de alegres conversaciones. Nadie se cuidaba ya de recoger y barrer el amarillo tapiz del follaje, porque Vichy, tan peripuesto y adornado en la estación de aguas, se torna desastrado y desaliñado no bien le vuelven la espalda sus elegantes huéspedes de estío. Toda la villa semejaba una inmensa mudanza: de los chalets, desalquilados ya, desaparecían los adornos y balconadas, para evitar que los pudriesen las lluvias; en las calles se amontonaban la cal, el ladrillo para las obras de albañilería, que nadie osaba emprender en verano por no ensuciar las pulcras avenidas. Las tiendas de objetos de lujo iban cerrándose unas tras otras, y dueños y surtido tomaban el rumbo de Niza, Cannes o cualquiera estación invernal semejante. Algunas quedaban rezagadas todavía, y sus escaparates servían de entretenimiento a Lucía y Pilar, cuando esta última salía a sus despaciosos paseos. Entre ellas se señalaba un almacén de curiosidades, antigüedades y objetos de arte, situado casi frente a la famosa Ninfa, y, por consiguiente, a espaldas del Casino. Angosta en extremo la tienda, apenas podía encerrar el maremágnum de objetos apiñados en ella, que se desbordaban, hasta invadir la acera. Daba gusto revolver por aquellos rincones escudriñar aquí y acullá, hacer a cada instante descubrimientos nuevos y peregrinos. Los dueños del baratillo, ociosos casi todo el día, se prestaban a ello de buen grado. Erase una pareja; él, bohemio del Rastro, ojos soñolientos, raído levitín, corbata rota, semejante a una curiosidad más, a algún mueble usado y desvencijado; ella, rubia, flaca, ondulante, ágil como una zapaquilda de desván, al deslizarse entre los objetos preciosos amontonados hasta el techo. Miraban Lucía y Pilar muy entretenidas la heteróclita mescolanza. En el centro de la tienda se pavoneaba un soberbio velador de porcelana de Sévres y bronce dorado. El medallón principal ofrecía esmaltada, sobre un fondo de ese azul especial de la pasta tierna, la cara ancha, bonachona y tristota de Luis XVI; en torno, un círculo de medallones más chicos, presentaba las gentiles cabezas de las damas de la corte del rey guillotinado; unas empolvado el pelo, con grandes cestos de flores rematando el edificio colosal del peinado, otras con negras capuchas de encaje anudadas bajo la barbilla; todas impúdicamente descotadas, todas risueñas y compuestas, con fresquísima tez y labios de carmín. Si Lucía y Pilar estuviesen fuertes en Historia, ¡a cuánta meditación convidaba la vista de tanto ebúrneo cuello, ornado de collares de diamantes o de estrechas cintas de terciopelo, y probablemente segado más tarde por la cuchilla; ni más ni menos, que el pescuezo del rey que presidía melancólicamente aquella corte! La cerámica era el primor de la colección. Había cantidad de muñequitos de Sajonia, de colores suaves, puros y delicados, como las nubes que el alba pinta; rosados cupidillos, atravesando entre haces de flores azul celeste; pastoras blancas como la leche y rubias como unas candelas, apacentando corderillos atados con lazos carmesíes; zagales y zagalas que amorosamente se requestaban entre sotillos verdegay, sembrados de rosas; violinistas que empuñaban el arco remilgadamente, adelantando la pierna derecha para danzar un paso de minueto; ramilleteras que sonreían como papanatas, señalando hacia el canasto de flores que llevaban en el brazo izquierdo. Próximos a estos caprichos galantes y afeminados, los raros productos del arte asiático proyectaban sus siluetas extrañas y deformes, semejantes a ídolos de un bárbaro culto; por los panzudos tibores, cubiertos de una vegetación de hojas amarillas y flores moradas o color de fuego, cruzaban bandadas de pajarracos estrafalarios, o serpenteaban monstruosos reptiles; del fondo obscuro de los vasos tabicados surgían escenas fantásticas, ríos verdes corriendo sobre un lecho de ocre, kioscos de laca purpúrea con campanillas de oro, mandarines de hopalanda recta y charra, bigotes lacios y péndulos, ojos oblicuos y cabeza de calabacín. Las mayólicas y los platos de Palissy parecían trozos de un bajo fondo submarino, jirones de algún hondo arrecife, o del lecho viscoso de un río; allí entre las algas y fucus resbalaba la anguila reluciente y glutinosa, se abría la valva acanalada de la almeja, coleteaba el besugo plateado, enderezaba su cono de ágata el caracol, levantaba la rana sus ojos fríos, y corría de lado el tenazudo cangrejo, parecido a negro arañón. Había una fuente en que Galatea se recostaba sobre las olas, y sus corceles azules como el mar sacaban los pies palmeados, mientras algunos tritones soplaban, hinchados los carrillos, en la retuerta bocina. Amén de las porcelanas, había piezas de argentería antigua y pesada, de esas que se legan de padres a hijos en los honrados hogares de provincia: monumentales salvillas, anchas bandejas, soperones rematados en macizas alcachofas; había cofres de madera embutidos de nácar y marfil, arquillas de hierro labradas como una filigrana, tanques de loza con aro de metal, de formas patriarcales, que recordaban los bebedores de cerveza que inmortalizó el arte flamenco. Pilar se embobaba especialmente con las copas de ágata que servían de joyeros, con las alhajas de distintas épocas, entre las cuales había desde el amuleto de la dama romana hasta el collar, de pedrería contrahecha y finos esmaltes, de la época de María Antonieta; pero Lucía se enamoró sobre todo de los objetos de iglesia, que despertaban el sentimiento religioso, tan hecho para conmover su alma sincera y vehemente. Dos Apóstoles, alzado el dedo al cielo en grave actitud se destacaban, fileteados de latón los contornos, sobre dos cristales de colores, arrancados sin duda de la ojiva de algún desmantelado monasterio. En un tríptico de rancio y acaramelado marfil, aparecía Eva, magra y desnuda, ofreciendo a Adán la manzana funesta, y la Virgen, en los misterios de su Anunciación y Ascensión; todo trabajado incorrectamente, con ese candor divino del primitivo arte hierático, de los siglos de fe. A despecho de la rudeza del diseño, gustaba a Lucía la figura de la Virgen, la modestia de sus ojos bajos, la mística idealidad de su actitud. Si poseyese una cantidad crecida de dinero, a buen seguro que la daría por un Cristo que andaba confundido entre otras curiosidades, en el baratillo. Era de marfil también, y todo de una pieza, menos los brazos; y clavado en rica cruz de concha, agonizaba con dolorosa verdad, encogidos músculos y nervios en una contracción suprema. Tres clavos de diamante trucidaban sus manos y pies. Lucía le rezaba todos los días un padrenuestro, y aun solía besar sus rodillas, cuando no la miraba nadie. ...
En la línea 1032
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... No fue posible a los Gonzalvo proseguir a España, porque ya hacia la mitad de la ruta se sintió Pilar presa de tales congojas y sudores, con tales desvanecimientos, arcadas y soponcios, que allí creyeron todos llegado el punto de su muerte; y aún tomaron por feliz suceso el que pudiesen llegar a París, siguiendo el consejo del doctor Duhamel, que les dejó entrever la esperanza de que acaso algunos días de descanso repusiesen las fuerzas de la enferma, consintiéndole emprender la vuelta a su patria. Avinagró el gesto Miranda, que ya se creía libre de la moribunda, a quien si no cuidaba, le enfadaba ver cuidar; ensanchósele el corazón a Lucía, mal hallada con la idea de abandonar a su amiga en la antesala, como quien dice, del sepulcro; y Perico se dispuso a conocer París, seguro como estaba de que no faltarían a su hermana cuidados. Por lo que toca a Pilar misma, poseída del extraño optimismo característico de su padecimiento, mostró gran regocijo por visitar la metrópoli del lujo y elegancia, pensando en hacer allí sus comprillas de invierno, por no ser menos que las currutacas Amézagas. ...

El Español es una gran familia
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Reglas relacionadas con los errores de h
Las Reglas Ortográficas de la H
Regla 1 de la H Se escribe con h todos los tiempos de los verbos que la llevan en sus infinitivos. Observa estas formas verbales: has, hay, habría, hubiera, han, he (el verbo haber), haces, hago, hace (del verbo hacer), hablar, hablemos (del verbo hablar).
Regla 2 de la H Se escriben con h las palabras que empiezan con la sílaba hum- seguida de vocal. Observa estas palabras: humanos, humano.
Se escriben con h las palabras que empiezan por hue-. Por ejemplo: huevo, hueco.
Regla 3 de la H Se escriben con h las palabra que empiezan por hidro- `agua', hiper- `superioridad', o `exceso', hipo `debajo de' o `escasez de'. Por ejemplo: hidrografía, hipertensión, hipotensión.
Regla 4 de la H Se escriben con h las palabras que empiezan por hecto- `ciento', hepta- `siete', hexa- `seis', hemi- `medio', homo- `igual', hemat- `sangre', que a veces adopta las formas hem-, hemo-, y hema-, helio-`sol'. Por ejemplo: hectómetro, heptasílaba, hexámetro, hemisferio, homónimo, hemorragia, helioscopio.
Regla 5 de la H Los derivados de palabras que llevan h también se escriben con dicha letra.
Por ejemplo: habilidad, habilitado e inhábil (derivados de hábil).
Excepciones: - óvulo, ovario, oval... (de huevo)
- oquedad (de hueco)
- orfandad, orfanato (de huérfano)
- osario, óseo, osificar, osamenta (de hueso)

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