Las palabras Dirijir y Dirigir son ambas correctas
Las dos palabras dirijir y dirigir aparecen en diversos libros de la literatura castellana y por tanto ambas palabras están admitidas en el castellano
Dirijir puede ser confundida con dirigir ya que es una es una variación en las letras j;g

la Ortografía es divertida
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dirigir en la RAE
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Sinonimos de Dirigir
Sinonimos de dirijir
una forma de saber si se escribe dirigir o dirijir es por su uso en las frases de libros famosos
Algunas Frases de libros en las que aparece dirigir
La palabra dirigir puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 6335
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... La pobre Ketty esperaba poder dirigir algunas palabras a D'Ar tagnan cuando pasara por suhabitación, pero Milady lo guió ella mis ma en la oscuridad y sólo lo dejó en la escalinata. ...
En la línea 7162
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Este acontecimiento había acelerado las decisiones del cardenal; y a la espera de que el rey y él pudieran ir a tomar el mando del asedio de La Rochelle, que estaba decidido, había hecho partir a Monsieur para dirigir las primeras operaciones, y había hecho desfilar hacia el escenario de la guerra todas las tropas de que había podido disponer. ...
En la línea 7589
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Pero -replicó aquella a quien el cardenal acababa de dirigir su cumplido adulador-¿si pese a todas estas razones el duque no se rinde y continúa amenazando a Francia? -El duque está enamorado como un loco, o mejor, como un ne cio -contestó Richelieu con profunda amargura-; como los antiguos paladines, ha emprendido esta guerra nada más que por obtener una mirada de su bella. ...
En la línea 10584
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Athos, sin embargo, buscaba visiblemente a alguien a quien pudiera dirigir una pregunta. ...
En la línea 2501
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Le pregunté si, a juicio suyo, podía aventurarme a imprimir las Escrituras sin dirigir nuevas peticiones al Gobierno. ...
En la línea 3560
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... ¿De qué aprovechan la solemne música, los nobles cánticos, el incienso de suave olor? ¿De qué aprovecha arrodillarse ante aquel altar mayor, todo de plata, coronado por una estatua con sombrero de plata y armadura, emblema de un hombre que, si bien apóstol y confesor, fué todo lo más un servidor inútil? ¿De qué aprovecha esperar la remisión de los pecados confiando en los méritos de quien no poseía ninguno, o rendir homenaje a otros que nacieron y se criaron en pecado, y que sólo por el ejercicio de una ardiente fe, otorgada desde lo alto, podían esperar librarse de la cólera del Omnipotente? Alzaos de hinojos, hijos de Compostela, y si os prosternáis sea sólo ante el Altísimo, ni volváis a dirigir a vuestro patrono, en la víspera de su fiesta, este himno, por sublime que parezca: ¡Oh tú, escudo de la fe que en España profesamos, azote del enemigo que se atreviera a retarnos, tú, a quien el hijo de Dios, de los elementos amo, llamárate hijo del trueno, oh tú, inmortal Santiago! Desde ese asilo bendito, glorioso y sacrosanto dispénsanos tus mercedes y tu favor soberano; escucha nuestras plegarias, que con fervoroso labio ofrecémoste rendidos, poderoso Santiago. ...
En la línea 6853
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... «Le aseguro a usted—dijo—que tampoco se me hubiese ocurrido hablar así en Charleston, pues, con tal conversación, no hubiese tardado en tener que hablar para mí solo.» Si hubiese conocido yo menos deístas de los que mi fortuna me ha hecho conocer, quizás hubiera intentado convencer a aquel joven de lo erróneo de las ideas que había adoptado; pero yo conocía todo lo que se habría apresurado a replicar, y como el creyente no tiene en tales materias argumentos carnales que dirigir a la razón carnal, pensé que era lo mejor evitar discusiones que seguramente no podían dar fruto de provecho. ...
En la línea 2321
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Imposible era dirigir la vista sobre las plantas que nos rodeaban sin experimentar la mayor admiración ...
En la línea 2655
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... No es raro ver jóvenes de diez y seis a veinte años dirigir fincas lejanas; pero estos niños tienen entonces que permanecer en constante contacto con los penados. sé que el tono de la sociedad haya tomado carácter especial; pero dadas esas costumbres y considerando el poco trabajo intelectual que se hace en la colonia, paréceme que no pueden por menos de ir degenerando las virtudes sociales. resumen: sólo la necesidad podría conducirme a emigrar. ...
En la línea 4741
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... El pobre don Cayetano era hombre de algún talento para ciertas cosas, para lo formal, para las superficialidades de la vida mundana; pero ¿qué sabía él de dirigir un alma como la de aquella señora? Don Fermín no perdonaba al Arcipreste el no haberle entregado mucho antes aquella joya que él, Ripamilán, no sabía apreciar en todo su valor. ...
En la línea 1197
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El orador, después de indicar con estas palabras el nuevo rumbo que iba a emprender, se dedicó a la descripción de todos los gastos que llevaba hechos el gobierno para el sostenimiento del intruso. Al enumerar el considerable personal instalado en la Galería de la Industria para la vigilancia y manutención del Hombre-Montaña, aludió al Comité encargado de dirigir este servicio costoso y a su presidente Flimnap. Pero ahora no le llamó pedante, sino digno profesor y notable sabio, que merecía ser empleado en servicios mas útiles a la patria. ...
En la línea 1391
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... - El hombre -decían- debe permanecer quieto en su casa, ocupándose de los hijos y de la fortuna conyugal. Eso de gobernar es oficio de las mujeres. ¿Adonde iríamos a parar si nosotros, con nuestra inexperiencia, nos metiésemos a dirigir las cosas públicas?… ...
En la línea 1396
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Pero al dirigir contra los revolucionarios los rayos negros, siempre poderosos, quedo absorto viendo su ineficacia. De los grupos rebeldes no surgió ninguna explosión. Además, estos grupos eran casi invisibles, pues en torno de ellos se notaba la existencia de una neblina gris, un halo denso, que los envolvía y los acompañaba como una armadura aérea. En cambio, de la masa insurrecta surgió de pronto el trac-trac de las ametralladoras, semejante al ruido de las antiguas máquinas de coser, el largo y ruidoso desgarrón de las descargas de fusilería, el puñetazo seco y continuo de los cañones de tiro rápido, y en unos segundos quedaron en el suelo la mayor parte de las tropas del gobierno, huyendo las restantes con un pánico irresistible. ...
En la línea 2029
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Al día siguiente, después de otro altercado con su sobrino, apuntaron vagamente en su alma las ideas de transacción. Ya no cabía duda de que la pasión de Maximiliano era tenaz y profunda, y de que le prestaba energías incontrastables. Ponerse frente a ella era como ponerse delante de una ola muy hinchada en el momento de reventar. Doña Lupe reflexionó mucho todo aquel día, y como tenía un gran sentido de la realidad, empezó a reconocer el poder que ejercen sobre nuestras acciones los hechos consumados, y el escaso valor de las ideas contra ellos. Lo de Maxi sería un disparate, ella seguía creyendo que era una burrada atroz; mas era un hecho, y no había otro remedio que admitirlo como tal. Pensó entonces con admirable tino que cuando en el orden privado, lo mismo que en el público, se inicia un poderoso impulso revolucionario, lógico, motivado, que arranca de la naturaleza misma de las cosas y se fortifica en las circunstancias, es locura plantársele delante; lo práctico es sortearlo y con él dejarse ir aspirando a dirigirlo y encauzarlo. Pues a sortear y dirigir aquella revolución doméstica; que atajarla era imposible, y el que se le pusiera delante, arrollado sería sin remedio… De esta idea provino la relativa tolerancia con que habló a su sobrino en la segunda noche de confianzas, la maña con que le fue sacando noticias y pormenores de su novia, sin aparentar curiosidad, aventurándose a darle algunos consejos. Verdad que entre col y col le soltaba ciertas frescuras; pero esto era muy estudiado para que Maxi no viera el juego. «No cuentes conmigo para nada; allá te las hayas… Ya te he dicho que no quiero saber si tu novia tiene los ojos negros o amarillos. A mí no me vengas con zalamerías. Te oigo por consideración; pero no me importa. ¿Que la vaya yo a ver? ¡Estás tú fresco… !». ...
En la línea 2261
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Así fue en efecto. Pocas veces en su vida, ni aun en los mejores días de Jáuregui, se dio doña Lupe tanto pisto como en aquella entrevista, pues siendo el basilisco tan poco fuerte en artes sociales y hallándose tan cohibida por su situación y su mala fama, la otra se despachó a su gusto y se empingorotó hasta un extremo increíble. Trataba doña Lupe a su presunta sobrina con urbanidad; pero guardando las distancias. Había de conocerse hasta en los menores detalles, que la visitada era una moza de cáscara amarga, con recomendables pretensiones de decencia, y la visitante una señora, y no una señora cualquiera, sino la señora de Jáuregui, el hombre más honrado y de más sanas costumbres que había existido en todo tiempo en Madrid o por lo menos en Puerta Cerrada. Y su condición de dama se probaba en que después de haber hecho todo lo posible, en la primera parte de la visita, por mostrar cierta severidad de principios, juzgó en la segunda que venía bien caerse un poco del lado de la indulgencia. El verdadero señorío jamás se complace en humillar a los inferiores. Doña Lupe se sintió con unas ganas tan vivas de protección con respecto a Fortunata, que no podría llevarse cuenta de los consejos que le dio y reglas de conducta que se sirvió trazarle. Es que se pirraba por proteger, dirigir, aconsejar y tener alguien sobre quien ejercer dominio… ...
En la línea 3041
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Esto lo dijo en la puerta y luego se retiró sin añadir una palabra más. Doña Lupe le aguardaba en la sala para saber si había sido más afortunado que ella en la averiguación de la verdad, y allí se estuvieron picoteando un buen rato. Después oyeron ruido, sintieron la voz de Fortunata que hablaba quedito con Patricia, diciéndole quizás cómo y cuándo mandaría a buscar su ropa. Tía y sobrino asomáronse luego a los cristales del balcón y la vieron atravesar la calle presurosa, y doblar la esquina sin dirigir una mirada a la casa que abandonaba para siempre. ...
En la línea 3644
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Sacó su mano de entre las sábanas para tomar la de ella, y recogiendo al punto las ideas que se habían dispersado, le dijo: «Fíjate bien en una cosa, y es que doña Lupe la de los Pavos, que es la persona de más entendimiento en toda esa familia, no se ha de llevar mal contigo, si tienes tacto. Lo que a doña Lupe le gusta es mangonear, dirigir la casa, y echárselas de consejera y maestra. Hay que darle cuerda por ahí, y dejarla que mangonee todo lo que quiera. El gobierno de la casa lo ha de llevar mucho mejor que tú, porque es mujer que lo entiende: la traté un poco cuando vivía su marido, que era amigo y paisano mío. Por cierto que cuando se quedó viuda, dio en la flor de decir que yo le hacía el oso. ¡Tontería y fatuidad suya!… Pero en fin, es mujer de gobierno. De modo que dejándola que se explaye a su gusto en todo lo que sea el mete y saca de la vida doméstica, podrás conservar tu independencia en lo demás. No sé si me entiendes ahora; pero ya te lo explicaré mejor. En último caso, si algún día tuvieras un choque con ella, te plantas y le dices: «ea, señora, yo no me meto en lo que es de su incumbencia de usted. No se meta usted en lo que es de la mía». ...
En la línea 1215
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Se puso a nuestra disposición el bote para el día siguiente. Yo daba por descontado que no nos acompañarían ni el capitán Nemo ni ninguno de sus hombres y que Ned Land habría de dirigir él solo la embarcación. Pero la tierra no se hallaba más que a dos millas de distancia, y para el canadiense sería un juego conducir el ligero bote entre esas líneas de arrecifes tan peligrosas para los grandes navíos. ...
En la línea 1528
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... El capitán Nemo recobró por fin el dominio de sí mismo. Su fisonomía, tan profundamente alterada, recuperó su calma habitual. Tras dirigir a su segundo algunas palabras en su idioma incomprensible, se volvió hacia mí y me dijo en un tono bastante imperioso: ...
En la línea 1990
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Ocurrió, según me anunciara Wemmick, que se me presentó muy pronto la oportunidad de comparar la morada de mi tutor con la de su cajero y empleado. Mi tutor estaba en su despacho, lavándose las manos con su jabón perfumado, cuando yo entré en la oficina a mi regreso de Walworth; él me llamó en seguida y me hizo la invitacion, para mí mismo y para mis amigos, que Wemmick me había preparado a recibir. - Sin cumplido alguno – dijo. - No hay necesidad de vestirse de etiqueta, y podremos convenir, por ejemplo, el día de mañana. Yo le pregunté adónde tendría que dirigirme, porque no tenía la menor idea acerca de dónde vivía, y creo que, siguiendo su costumbre de no confesar nada, me dijo: - Venga usted aquí y le llevaré a casa conmigo. Aprovecho esta oportunidad para observar que, después de recibir a sus clientes, se lavaba las manos, como si fuese un cirujano o un dentista. Tenía el lavabo en su despacho, dispuesto ya para el caso, y que olía a jabón perfumado como si fuese una tienda de perfumista. En la parte interior de la puerta tenía una toalla puesta sobre un rodillo, y después de lavarse las manos se las secaba con aquélla, cosa que hacía siempre que volvía del tribunal o despedía a un diente. Cuando mis amigos y yo acudimos al día siguiente a su despacho, a las seis de la tarde, parecía haber estado ocupado en un caso mucho más importante que de costumbre, porque le encontramos con la cabeza metida en el lavabo y lavándose no solamente las manos, sino también la cara y la garganta. Y cuando hubo terminado eso y una vez se secó con la toalla, se limpió las uñas con un cortaplumas antes de ponerse la chaqueta. Cuando salimos a la calle encontramos, como de costumbre, algunas personas que esperaban allí y que con la mayor ansiedad deseaban hablarle; pero debió de asustarlas la atmósfera perfumada del jabón que le rodeaba, porque aquel día abandonaron su tentativa. Mientras nos dirigíamos hacia el Oeste, fue reconocido por varias personas entre la multítud, pero siempre que eso ocurría me hablaba en voz más alta y fingía no reconocer a nadie ni fijarse en que los demás le reconociesen. 100 Nos llevó así a la calle Gerrard, en Soho, y a una casa situada en el lado meridional de la calle. El edificio tenía aspecto majestuoso, pero habría necesitado una buena capa de pintura y que le limpiasen el polvo de las ventanas. Saco la llave, abrió la puerta y entramos en un vestíbulo de piedra, desnudo, oscuro y poco usado. Subimos por una escalera, también oscura y de color pardo, y así llegamos a una serie de tres habitaciones, del mismo color, en el primer piso. En los arrimaderos de las paredes estaban esculpidas algunas guirnaldas, y mientras nuestro anfitrión nos daba la bienvenida, aquellas guirnaldas me produjeron extraña impresión. La cena estaba servida en la mejor de aquellas estancias; la segunda era su guardarropa, y la tercera, el dormitorio. Nos dijo que poseía toda la casa, pero que raras veces utilizaba más habitaciones que las que veíamos. La mesa estaba muy bien puesta, aunque en ella no había nada de plata, y al lado de su silla habia un torno muy grande, en el que se veía una gran variedad de botellas y frascos, así como también cuatro platos de fruta para postre. Yo observé que él lo tenía todo al alcance de la mano y lo distribuía por sí mismo. En la estancia había una librería, y por los lomos de los libros me di cuenta de que todos ellos trataban de pruebas judiciales, de leyes criminales, de biografías criminales, de juicios, de actas del Parlamento y de cosas semejantes. Los muebles eran sólidos y buenos, asi como la cadena de su reloj. Pero todo tenía cierto aspecto oficial, y no se veía nada puramente decorativo. En un rincón había una mesita que contenía bastantes papeles y una lámpara con pantalla; de manera que, sin duda alguna, mi tutor se llevaba consigo la oficina a su propia casa y se pasaba algunas veladas trabajando. Como él apenas había visto a mis tres compañeros hasta entonces, porque por la calle fuimos los dos de lado, se quedó junto a la chimenea y, después de tirar del cordón de la campanilla, los examinó atentamente. Y con gran sorpresa mía, pareció interesarse mucho y también casi exclusivamente por Drummle. -Pip-dijo poniéndome su enorme mano sobre el hombro y llevándome hacia la ventana -. No conozco a ninguno de ellos. ¿Quién es esa araña? - ¿Qué araña? - pregunté yo. - Ese muchacho moteado, macizo y huraño. - Es Bentley Drummle - repliqué -. Ese otro que tiene el rostro más delicado se llama Startop. Sin hacer el menor caso de aquel que tenía la cara más delicada, me dijo: - ¿Se llama Bentley Drummle? Me gusta su aspecto. Inmediatamente empezó a hablar con él. Y, sin hacer caso de sus respuestas reticentes, continuó, sin duda con el propósito de obligarle a hablar. Yo estaba mirando a los dos, cuando entre ellos y yo se interpuso la criada que traía el primer plato. Era una mujer que tendría unos cuarenta años, según supuse, aunque tal vez era más joven. Tenía alta estatura, una figura flexible y ágil, el rostro extremadamente palido, con ojos marchitos y grandes y un pelo desordenado y abundante. Ignoro si, a causa de alguna afección cardíaca, tenía siempre los labios entreabiertos como si jadease y su rostro mostraba una expresión curiosa, como de confusión; pero sí sé que dos noches antes estuve en el teatro a ver Macbeth y que el rostro de aquella mujer me parecía agitado por todas las malas pasiones, como los rostros que vi salir del caldero de las brujas. Dejó la fuente y tocó en el brazo a mi tutor para avisarle de que la cena estaba dispuesta; luego se alejo. Nos sentamos alrededor de la mesa, y mi tutor puso a su lado a Drummle, y a Startop al otro. El plato que la criada dejó en la mesa era de un excelente pescado, y luego nos sirvieron carnero muy bien guisado y, finalmente, un ave exquisita. Las salsas, los vinos y todos cuantos complementos necesitábamos eran de la mejor calidad y nos los entregaba nuestro anfitrión tomándolos del torno; y cuando habían dado la vuelta a la mesa los volvía a poner en su sitio. De la misma manera nos entregaba los platos limpios, los cuchillos y los tenedores para cada servicio, y los que estaban sucios los echaba a un cesto que estaba en el suelo y a su lado. No apareció ningún otro criado más que aquella mujer, la cual entraba todos los platos, y siempre me pareció ver en ella un rostro semejante al que saliera del caldero de las brujas. Años más tarde logré reproducir el rostro de aquella mujer haciendo pasar el de una persona, que no se le parecía por otra cosa más que por el cabello, por detrás de un cuenco de alcohol encendido, en una habitación oscura. Inclinado a fijarme cuanto me fue posible en la criada, tanto por su curioso aspecto como por las palabras de Wemmick, observé que siempre que estaba en el comedor no separaba los ojos de mi tutor y que retiraba apresuradamente las manos de cualquier plato que pusiera delante de él, vacilando, como si temiese que la llamara cuando estaba cerca, para decirle alguna cosa. Me pareció observar que él se daba cuenta de eso, pero que quería tenerla sumida en la ansiedad. 101 La cena transcurrió alegremente, y a pesar de que mi tutor parecía seguir la conversación y no iniciarla, vi que nos obligaba a exteriorizar los puntos más débiles de nuestro carácter. En cuanto a mí mismo, por ejemplo, me vi de pronto expresando mi inclinación a derrochar dinero, a proteger a Herbert y a vanagloriarme de mi espléndido porvenir, eso antes de darme cuenta de que hubiese abierto los labios. Lo mismo les ocurrió a los demás, pero a nadie en mayor grado que a Drummle, cuyas inclinaciones a burlarse de un modo huraño y receloso de todos los demás quedaron de manifiesto antes de que hubiesen retirado el plato del pescado. No fue entonces, sino cuando llegó la hora de tomar el queso, cuando nuestra conversación se refirió a nuestras proezas en el remo, y entonces Drummle recibió algunas burlas por su costumbre de seguirnos en su bote. Él informó a nuestro anfitrión de que prefería seguirnos en vez de gozar de nuestra compañía, que en cuanto a habilidad se consideraba nuestro maestro y que con respecto a fuerza era capaz de vencernos a los dos. De un modo invisible, mi tutor le daba cuerda para que mostrase su ferocidad al tratar de aquel hecho sin importancia; y él desnudó su brazo y lo contrajo varias veces para enseñar sus músculos, y nosotros le imitamos del modo más ridículo. Mientras tanto, la criada iba quitando la mesa; mi tutor, sin hacer caso de ella y hasta volviéndole el rostro, estaba recostado en su sillón, mordiéndose el lado de su dedo índice y demostrando un interés hacia Drummle que para mí era completamente inexplicable. De pronto, con su enorme mano, cogió la de la criada, como si fuese un cepo, en el momento en que ella se inclinaba sobre la mesa. Y él hizo aquel movimiento con tanta rapidez y tanta seguridad, que todos interrumpimos nuestra estúpida competencia. - Hablando de fuerza - dijo el señor Jaggers - ahora voy a mostrarles un buen puño. Molly, enséñanos el puño. La mano presa de ella estaba sobre la mesa, pero había ocultado la otra llevándola hacia la espalda - Señor - dijo en voz baja y con ojos fijos y suplican tes -. No lo haga. - Voy a mostrarles un puño - repitió el señor Jaggers, decidido a ello -. Molly, enséñanos el puño. - ¡Señor, por favor! - murmuró ella. - Molly - repitió el señor Jaggers sin mirarla y dirigiendo obstinadamente los ojos al otro lado de la estancia -. Muéstranos los dos puños. En seguida. Le cogió la mano y puso el puño de la criada sobre la mesa. Ella sacó la otra mano y la puso al lado de la primera. Entonces pudimos ver que la última estaba muy desfigurada, atravesada por profundas cicatrices. Cuando adelantó las manos para que las pudiésemos ver, apartó los ojos del señor Jaggers y los fijó, vigilante, en cada uno de nosotros. - Aquí hay fuerza - observó el señor Jaggers señalando los ligamentos con su dedo índice. - Pocos hombres tienen los puños tan fuertes como esta mujer. Es notable la fuerza que hay en estas manos. He tenido ocasión de observar muchas de ellas, pero jamás vi otras tan fuertes como éstas, ya de hombre o de mujer. Mientras decía estas palabras, con acento de indiferencia, ella continuó mirándonos sucesivamente a todos. Cuando mi tutor dejó de ocuparse en sus manos, ella le miró otra vez. - Está bien, Molly - dijo el señor Jaggers moviendo ligeramente la cabeza hacia ella -. Ya has sido admirada y puedes marcharte. La criada retiró sus manos y salió de la estancia, en tanto que el señor Jaggers, tomando un frasco del torno, llenó su vaso e hizo circular el vino. - Alas nueve y media, señores – dijo, - nos separaremos. Procuren, mientras tanto, pasarlo bien. Estoy muy contento de verles en mi casa. Señor Drummle, bebo a su salud. Si eso tuvo por objeto que Drummle diese a entender de un modo más completo su carácter, hay que confesar que logró el éxito. Triunfante y huraño, Drummle mostró otra vez en cuán poco nos tenía a los demás, y sus palabras llegaron a ser tan ofensivas que resultaron ya por fin intolerables. Pero el señor Jaggers le observaba con el mismo interés extraño, y en cuanto a Drummle, parecía hacer más agradable el vino que se bebía aquél. Nuestra juvenil falta de discreción hizo que bebiésemos demasiado y que habláramos excesivamente. Nos enojamos bastante ante una burla de Drummle acerca de que gastábamos demasiado dinero. Eso me hizo observar, con más celo que discreción, que no debía de haber dicho eso, pues me constaba que Startop le había prestado dinero en mi presencia, cosa de una semana antes. - ¿Y eso qué importa? - contestó Drummle -. Se pagará religiosamente. - No quiero decir que deje usted de hacerlo - añadí -; pero eso habría debido bastarle para contener su lengua antes de hablar de nosotros y de nuestro dinero; me parece. - ¿Le parece? - exclamó Drummle -. ¡Dios mío! 102 - Y casi estoy seguro - dije, deseando mostrarme severo - de que no sería usted capaz de prestarnos dinero si lo necesitásemos. - Tiene usted razón - replicó Drummle -: no prestaría ni siquiera seis peniques a ninguno de ustedes. Ni a ustedes ni a nadie. - Es mejor pedir prestado, creo. - ¿Usted cree? - repitió Drummle -. ¡Dios mío! Estas palabras agravaban aún el asunto, y muy especialmente me descontentó el observar que no podía vencer su impertinente torpeza, de modo que, sin hacer caso de los esfuerzos de Herbert, que quería contenerme, añadí: - Ya que hablamos de esto, señor Drummle, voy a repetirle lo que pasó entre Herbert y yo cuando usted pidió prestado ese dinero. - No me importa saber lo que pasó entre ustedes dos - gruñó Drummle. Y me parece que añadió en voz más baja, pero no menos malhumorada, que tanto yo como Herbert podíamos ir al demonio. - Se lo diré a pesar de todo - añadí -, tanto si quiere oírlo como no. Dijimos que mientras usted se metía en el bolsillo el dinero, muy contento de que se lo hubiese prestado, parecía que también le divirtiera extraordinariamente el hecho de que Startop hubiese sido tan débil para facilitárselo. Drummle se sentó, riéndose en nuestra cara, con las manos en los bolsillos y encogidos sus redondos hombros, dando a entender claramente que aquello era la verdad pura y que nos despreció a todos por tontos. Entonces Startop se dirigió a él, aunque con mayor amabilidad que yo, y le exhortó para que se mostrase un poco más cortés. Como Startop era un muchacho afable y alegre, en tanto que Drummle era el reverso de la medalla, por eso el último siempre estaba dispuesto a recibir mal al primero, como si le dirigieran una afrenta personal. Entonces replicó con voz ronca y torpe, y Startop trató de abandonar la discusión, pronunciando unas palabras en broma que nos hicieron reír a todos. Y más resentido por aquel pequeño éxito que por otra cosa cualquiera, Drummle, sin previa amenaza ni aviso, sacó las manos de los bolsillos, dejó caer sus hombros, profirió una blasfemia y, tomando un vaso grande, lo habría arrojado a la cabeza de su adversario, de no habérselo impedido, con la mayor habilidad, nuestro anfitrión, en el momento en que tenía la mano levantada con la intención dicha. - Caballeros - dijo el señor Jaggers poniendo sobre la mesa el vaso y tirando, por medio de la cadena de oro, del reloj de repetición -, siento mucho anunciarles que son las nueve y media. A1 oír esta indicación, todos nos levantamos para marcharnos. Antes de llegar a la puerta de la calle, Startop llamaba alegremente a Drummle «querido amigo», como si no hubiese ocurrido nada. Pero el «querido amigo» estaba tan lejos de corresponder a estas amables palabras, que ni siquiera quiso regresar a Hammersmith siguiendo la misma acera que su compañero; y como Herbert y yo nos quedamos en la ciudad, les vimos alejarse por la calle, siguiendo cada uno de ellos su propia acera; Startop iba delante, y Drummle le seguía guareciéndose en la sombra de las casas, como si también en aquel momento lo siguiese en su bote. Como la puerta no estaba cerrada todavía, dejé solo a Herbert por un momento y volví a subir la escalera para dirigir unas palabras a mi tutor. Le encontré en su guardarropa, rodeado de su colección de calzado y muy ocupado en lavarse las manos, sin duda a causa de nuestra partida. Le dije que había subido otra vez para expresarle mi sentimiento de que hubiese ocurrido algo desagradable, y que esperaba no me echaría a mí toda la culpa. - ¡Bah! - exclamó mientras se mojaba la cara y hablando a través de las gotas de agua. - No vale la pena, Pip. A pesar de todo, me gusta esa araña. Volvió el rostro hacia mí y se sacudía la cabeza, secándose al mismo tiempo y resoplando con fuerza. - Me contenta mucho que a usted le guste, señor - dije -; pero a mí no me gusta nada. - No, no - asintió mi tutor. - Procure no tener nada que ver con él y apártese de ese muchacho todo lo que le sea posible. Pero a mí me gusta, Pip. Por lo menos, es sincero. Y si yo fuese un adivino… Y descubriendo el rostro, que hasta entonces la toalla ocultara, sorprendióle una mirada. - Pero como no soy adivino… - añadió secándose con la toalla las dos orejas.- Ya sabe usted que no lo soy, ¿verdad? Buenas noches, Pip. - Buenas noches, señor. Cosa de un mes después de aquella noche terminó el tiempo que el motejado de araña había de pasar con el señor Pocket, y con gran contento de todos, a excepción de la señora Pocket, se marchó a su casa, a incorporarse a su familia. ...
En la línea 1992
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... «Mi querido señor Pip: Escribo por indicación del señor Gargery, a fin de comunicarle que está a punto de salir para Londres en compañía del señor Wopsle y que le sería muy agradable tener la ocasión de verle a usted. Irá al Hotel Barnard el martes por la mañana, a las nueve, y en caso de que esta hora no le sea cómoda, haga el favor de dejarlo dicho. Su pobre hermana está exactamente igual que cuando usted se marchó. Todas las noches hablamos de usted en la cocina, tratando de imaginarnos lo que usted hace y dice. Y si le parece que nos tomamos excesiva libertad, perdónenos por el cariño de sus antiguos días de pobreza. Nada más tengo que decirle, querido señor Pip, y quedo de usted su siempre agradecida y afectuosa servidora, Biddy» «P. S.: Él desea de un modo especial que escriba mencionando las alondras. Dice que usted ya lo comprenderá. Así lo espero, y creo que le será agradable verle, aunque ahora sea un caballero, porque usted siempre tuvo buen corazón y él es un hombre muy bueno y muy digno. Se lo he leído todo, a excepción de la última frase, y él repite su deseo de que le mencione otra vez las alondras.» Recibí esta carta por el correo el lunes por la mañana, de manera que la visita de Joe debería tener lugar al día siguiente. Y ahora debo confesar exactamente con qué sensaciones esperaba la llegada de Joe. No con placer alguno, aunque con él estuviese ligado por tantos lazos; no, sino con bastante perplejidad, cierta mortificación y alguna molestia. Si hubiese podido alejarle pagando algo, seguramente hubiese dedicado a eso algún dinero. De todos modos, me consolaba bastante la idea de que iría a visitarme a la Posada de Barnard y no a Hammersmith, y que, por consiguiente, Bentley Drummle no podría verle. Poco me importaba que le viesen Herbert o su padre, pues a ambos los respetaba; pero me habría sabido muy mal que le conociese Drummle, porque a éste le despreciaba. Así, ocurre que, durante toda la vida, nuestras peores debilidades y bajezas se cometen a causa de las personas a quienes más despreciamos. Yo había empezado a decorar sin tregua las habitaciones que ocupaba en la posada, de un modo en realidad innecesario y poco apropiado, sin contar con lo caras que resultaban aquellas luchas con Barnard. Entonces, las habitaciones eran ya muy distintas de como las encontré, y yo gozaba del honor de ocupar algunas páginas enteras en los libros de contabilidad de un tapicero vecino. últimamente había empezado a gastar con tanta prisa, que hasta incluso tomé un criadito, al cual le hacía poner polainas, y casi habría podido decirse de mí que me convertí en su esclavo; porque en cuanto hube convertido aquel monstruo (el muchacho procedía de los desechos de la familia de mi lavandera) y le vestí con una chaqueta azul, un chaleco de color canario, corbata blanca, pantalones de color crema y las botas altas antes mencionadas, observé que tenía muy poco que hacer y, en cambio, mucho que comer, y estas dos horribles necesidades me amargaban la existencia. Ordené a aquel fantasma vengador que estuviera en su puesto a las ocho de la mañana del martes, en el vestíbulo (el cual tenía dos pies cuadrados, según me demostraba lo que me cargaron por una alfombra), y Herbert me aconsejó preparar algunas cosas para el desayuno, creyendo que serían del gusto de Joe. Y aunque me sentí sinceramente agradecido a él por mostrarse tan interesado y considerado, abrigaba el extraño recelo de que si Joe hubiera venido para ver a Herbert, éste no se habría manifestado tan satisfecho de la visita. A pesar de todo, me dirigí a la ciudad el lunes por la noche, para estar dispuesto a recibir a Joe; me levanté temprano por la mañana y procuré que la salita y la mesa del almuerzo tuviesen su aspecto más espléndido. Por desgracia, lloviznaba aquella mañana, y ni un ángel hubiera sido capaz de disimular el hecho de que el edificio Barnard derramaba lágrimas mezcladas con hollín por la parte exterior de la ventana, como si fuese algún débil gigante deshollinador. A medida que se acercaba la hora sentía mayor deseo de escapar, pero el Vengador, en cumplimiento de las órdenes recibidas, estaba en el vestíbulo, y pronto oí a Joe por la escalera. Conocí que era él por sus desmañados pasos al subir los escalones, pues sus zapatos de ceremonia le estaban siempre muy grandes, y también por el tiempo que empleó en leer los nombres que encontraba ante las puertas de los otros pisos en el curso del ascenso. Cuando por fin se detuvo ante la parte exterior de nuestra puerta, pude oír su dedo al seguir las letras pintadas de mi nombre, y luego, con la mayor claridad, percibí su respiración en el agujero de la llave. Por fin rascó ligeramente la puerta, y Pepper, pues tal era el nombre del muchacho vengador, anunció «el señor Gargeryr». Creí que éste no acabaría de limpiarse los pies en el limpiabarros y que tendría necesidad de salir para sacarlo en vilo de la alfombra; mas por fin entró. - ¡Joe! ¿Cómo estás, Joe? - ¡Pip! ¿Cómo está usted, Pip? 104 Mientras su bondadoso y honrado rostro resplandecía, dejó el sombrero en el suelo entre nosotros, me cogió las dos manos y empezó a levantarlas y a bajarlas como si yo hubiese sido una bomba de último modelo. - Tengo el mayor gusto en verte, Joe. Dame tu sombrero. Pero Joe, levantándolo cuidadosamente con ambas manos, como si fuese un nido de pájaros con huevos dentro, no quiso oír hablar siquiera de separarse de aquel objeto de su propiedad y persistió en permanecer en pie y hablando sobre el sombrero, de un modo muy incómodo. - ¡Cuánto ha crecido usted! - observó Joe.- Además, ha engordado y tiene un aspecto muy distinguido. - El buen Joe hizo una pausa antes de descubrir esta última palabra y luego añadió -: Seguramente honra usted a su rey y a su país. - Y tú, Joe, parece que estás muy bien. - Gracias a Dios - replicó Joe. - estoy perfectamente. Y su hermana no está peor que antes. Biddy se porta muy bien y es siempre amable y cariñosa. Y todos los amigos están bien y en el mismo sitio, a excepción de Wopsle, que ha sufrido un cambio. Mientras hablaba así, y sin dejar de sostener con ambas manos el sombrero, Joe dirigía miradas circulares por la estancia, y también sobre la tela floreada de mi bata. - ¿Un cambio, Joe? - Sí - dijo Joe bajando la voz -. Ha dejado la iglesia y va a dedicarse al teatro. Y con el deseo de ser cómico, se ha venido a Londres conmigo. Y desea - añadió Joe poniéndose por un momento el nido de pájaros debajo de su brazo izquierdo y metiendo la mano derecha para sacar un huevo - que si esto no resulta molesto para usted, admita este papel. Tomé lo que Joe me daba y vi que era el arrugado programa de un teatrito que anunciaba la primera aparición, en aquella misma semana, del «celebrado aficionado provincial de fama extraordinaria, cuya única actuación en el teatro nacional ha causado la mayor sensación en los círculos dramáticos locales». - ¿Estuviste en esa representación, Joe? - pregunté. - Sí - contestó Joe con énfasis y solemnidad. - ¿Causó sensación? - Sí - dijo Joe. - Sí. Hubo, sin duda, una gran cantidad de pieles de naranja, particularmente cuando apareció el fantasma. Pero he de decirle, caballero, que no me pareció muy bien ni conveniente para que un hombre trabaje a gusto el verse interrumpido constantemente por el público, que no cesaba de decir «amén» cuando él estaba hablando con el fantasma. Un hombre puede haber servido en la iglesia y tener luego una desgracia - añadió Joe en tono sensible, - pero no hay razón para recordárselo en una ocasión como aquélla. Y, además, caballero, si el fantasma del padre de uno no merece atención, ¿quién la merecerá, caballero? Y más todavía cuando el pobre estaba ocupado en sostenerse el sombrero de luto, que era tan pequeño que hasta el mismo peso de las plumas se lo hacía caer de la cabeza. En aquel momento, el rostro de Joe tuvo la misma expresión que si hubiese visto un fantasma, y eso me dio a entender que Herbert acababa de entrar en la estancia. Así, pues, los presenté uno a otro, y el joven Pocket le ofreció la mano, pero Joe retrocedió un paso y siguió agarrando el nido de pájaros. - Soy su servidor, caballero - dijo Joe -, y espero que tanto usted como el señor Pip… - En aquel momento, sus ojos se fijaron en el Vengador, que ponía algunas tostadas en la mesa, y demostró con tanta claridad la intención de convertir al muchacho en uno de nuestros compañeros, que yo fruncí el ceño, dejándole más confuso aún, - espero que estén ustedes bien, aunque vivan en un lugar tan cerrado. Tal vez sea ésta una buena posada, de acuerdo con las opiniones de Londres - añadió Joe en tono confidencial, - y me parece que debe de ser así; pero, por mi parte, no tendría aquí ningún cerdo en caso de que deseara cebarlo y que su carne tuviese buen sabor. Después de dirigir esta «halagüeña» observación hacia los méritos de nuestra vivienda y en vista de que mostraba la tendencia de llamarme «caballero», Joe fue invitado a sentarse a la mesa, pero antes miró alrededor por la estancia, en busca de un lugar apropiado en que dejar el sombrero, como si solamente pudiera hallarlo en muy pocos objetos raros, hasta que, por último, lo dejó en la esquina extrema de la chimenea, desde donde el sombrero se cayó varias veces durante el curso del almuerzo. - ¿Quiere usted té o café, señor Gargery? - preguntó Herbert, que siempre presidía la mesa por las mañanas. - Muchas gracias, caballero - contestó Joe, envarado de pies a cabeza. - Tomaré lo que a usted le guste más. - ¿Qué le parece el café? 105 - Muchas gracias, caballero - contestó Joe, evidentemente desencantado por la proposición. - Ya que es usted tan amable para elegir el café, no tengo deseo de contradecir su opinión. Pero ¿no le parece a usted que es poco propio para comer algo? - Pues entonces tome usted té - dijo Herbert, sirviéndoselo. En aquel momento, el sombrero de Joe se cayó de la chimenea, y él se levantó de la silla y, después de cogerlo, volvió a dejarlo exactamente en el mismo sitio, como si fuese un detalle de excelente educación el hecho de que tuviera que caerse muy pronto. - ¿Cuándo llegó usted a Londres, señor Gargery? - ¿Era ayer tarde? - se preguntó Joe después de toser al amparo de su mano, como si hubiese cogido la tos ferina desde que llegó. - Pero no, no era ayer. Sí, sí, ayer. Era ayer tarde - añadió con tono que expresaba su seguridad, su satisfacción y su estricta exactitud. - ¿Ha visto usted algo en Londres? - ¡Oh, sí, señor! - contestó Joe -. Yo y Wopsle nos dirigirnos inmediatamente a visitar los almacenes de la fábrica de betún. Pero nos pareció que no eran iguales como los dibujos de los anuncios clavados en las puertas de las tiendas. Me parece - añadió Joe para explicar mejor su idea - que los dibujaron demasiado arquitecturalísimamente. Creo que Joe habría prolongado aún esta palabra, que para mí era muy expresiva e indicadora de alguna arquitectura que conozco, a no ser porque en aquel momento su atención fue providencialmente atraída por su sombrero, que rebotaba en el suelo. En realidad, aquella prenda exigía toda su atención constante y una rapidez de vista y de manos muy semejante a la que es necesaria para cuidar de un portillo. Él hacía las cosas más extraordinarias para recogerlo y demostraba en ello la mayor habilidad; tan pronto se precipitaba hacia él y lo cogía cuando empezaba a caer, como se apoderaba de él en el momento en que estaba suspendido en el aire. Luego trataba de dejarlo en otros lugares de la estancia, y a veces pretendio colgarlo de alguno de los dibujos de papel de la pared, antes de convencerse de que era mejor acabar de una vez con aquella molestia. Por último lo metió en el cubo para el agua sucia, en donde yo me tomé la libertad de poner las manos en él. En cuanto al cuello de la camisa y al de su chaqueta, eran cosas que dejaban en la mayor perplejidad y a la vez insolubles misterios. ¿Por qué un hombre habria de atormentarse en tal medida antes de persuadirse de que estaba vestido del todo? ¿Por qué supondría Joe necesario purificarse por medio del sufrimiento, al vestir su traje dominguero? Entonces cayó en un inexplicable estado de meditación, mientras sostenía el tenedor entre el plato y la boca; sus ojos se sintieron atraídos hacia extrañas direcciones; de vez en cuando le sobrecogían fuertes accesos de tos, y estaba sentado a tal distancia de la mesa, que le caía mucho más de lo que se comía, aunque luego aseguraba que no era así, y por eso sentí la mayor satisfacción cuando Herbert nos dejó para dirigirse a la ciudad. Yo no tenía el buen sentido suficiente ni tampoco bastante buenos sentimientos para comprender que la culpa de todo era mía y que si yo me hubiese mostrado más afable y a mis anchas con Joe, éste me habria demostrado también menor envaramiento y afectación en sus modales. Estaba impaciente por su causa y muy irritado con él; y en esta situación, me agobió más con sus palabras. - ¿Estamos solos, caballero? - empezó a decir. - Joe - le interrumpí con aspereza, - ¿cómo te atreves a llamarme «caballero»? Me miró un momento con expresión de leve reproche y, a pesar de lo absurdo de su corbata y de sus cuellos, observé en su mirada cierta dignidad. - Si estamos los dos solos - continuó Joe -, y como no tengo la intención ni la posibilidad de permanecer aquí muchos minutos, he de terminar, aunque mejor diría que debo empezar, mencionando lo que me ha obligado a gozar de este honor. Porque si no fuese - añadió Joe con su antiguo acento de lúcida exposición, - si no fuese porque mi único deseo es serle útil, no habría tenido el honor de comer en compañía de caballeros ni de frecuentar su trato. Estaba tan poco dispuesto a observar otra vez su mirada, que no le dirigí observación alguna acerca del tono de sus palabras. - Pues bien, caballero - prosiguió Joe -. La cosa ocurrió así. Estaba en Los Tres Barqueros la otra noche, Pip - siempre que se dirigía a mí afectuosamente me llamaba «Pip», y cuando volvía a recobrar su tono cortés, me daba el tratamiento de «caballero», - y de pronto llegó el señor Pumblechook en su carruaje. Y ese individuo - añadió Joe siguiendo una nueva dirección en sus ideas, - a veces me peina a contrapelo, diciendo por todas partes que él era el amigo de la infancia de usted, que siempre le consideró como su preferido compañero de juego. - Eso es una tontería. Ya sabes, Joe, que éste eras tú. 106 - También lo creo yo por completo, Pip - dijo Joe meneando ligeramente la cabeza, - aunque eso tenga ahora poca importancia, caballero. En fin, Pip, ese mismo individuo, que se ha vuelto fanfarrón, se acercó a mí en Los Tres Barqueros (a donde voy a fumar una pipa y a tomar un litro de cerveza para refrescarme, a veces, y a descansar de mi trabajo, caballero, pero nunca abuso) y me dijo: «Joe, la señorita Havisham desea hablar contigo.» - ¿La señorita Havisham, Joe? -Deseaba, según me dijo Pumblechook, hablar conmigo - aclaró Joe, sentándose y mirando al techo. - ¿Y qué más, Joe? Continúa. - Al día siguiente, caballero - prosiguió Joe, mirándome como si yo estuviese a gran distancia, - después de limpiarme convenientemente, fui a ver a la señorita A. — ¿La señorita A, Joe? ¿Quieres decir la señorita Havisham? - Eso es, caballero - replicó Joe con formalidad legal, como si estuviese dictando su testamento -. La señorita A, llamada también Havisham. En cuanto me vio me dijo lo siguiente: «Señor Gargery: ¿sostiene usted correspondencia con el señor Pip?» Y como yo había recibido una carta de usted, pude contestar: «Sí, señorita.» (Cuando me casé con su hermana, caballero, dije «sí», y cuando contesté a su amiga, Pip, también le dije «sí»). «¿Quiere usted decirle, pues, que Estella ha vuelto a casa y que tendría mucho gusto en verle?», añadió. Sentí que me ardía el rostro mientras miraba a Joe. Supongo que una causa remota de semejante ardor pudo ser mi convicción de que, de haber conocido el objeto de su visita, le habría recibido bastante mejor. - Cuando llegué a casa - continuó Joe - y pedí a Biddy que le escribiese esa noticia, se negó, diciendo: «Estoy segura de que le gustará más que se lo diga usted de palabra. Ahora es época de vacaciones, y a usted también le agradará verle. Por consiguiente, vaya a Londres.» Y ahora ya he terminado, caballero - dijo Joe levantándose de su asiento, - y, además, Pip, le deseo que siga prosperando y alcance cada vez una posición mejor. - Pero ¿te vas ahora, Joe? - Sí, me voy - contestó. - Pero ¿no volverás a comer? - No - replicó. Nuestros ojos se encontraron, y el tratamiento de «caballero» desapareció de aquel corazón viril mientras me daba la mano. -Pip, querido amigo, la vida está compuesta de muchas despedidas unidas una a otra, y un hombre es herrero, otro es platero, otro joyero y otro broncista. Entre éstos han de presentarse las naturales divisiones, que es preciso aceptar según vengan. Si en algo ha habido falta, ésta es mía por completo. Usted y yo no somos dos personas que podamos estar juntas en Londres ni en otra parte alguna, aunque particularmente nos conozcamos y nos entendamos como buenos amigos. No es que yo sea orgulloso, sino que quiero cumplir con mi deber, y nunca más me verá usted con este traje que no me corresponde. Yo no debo salir de la fragua, de la cocina ni de los engranajes. Estoy seguro de que cuando me vea usted con mi traje de faena, empuñando un martillo y con la pipa en la boca, no encontrará usted ninguna falta en mí, suponiendo que desee usted it a verme a través de la ventana de la fragua, cuando Joe, el herrero, se halle junto al yunque, cubierto con el delantal, casi quemado y aplicándose en su antiguo trabajo. Yo soy bastante torpe, pero comprendo las cosas. Y por eso ahora me despido y le digo: querido Pip, que Dios le bendiga. No me había equivocado al figurarme que aquel hombre estaba animado por sencilla dignidad. El corte de su traje le convenía tan poco mientras pronunciaba aquellas palabras como cuando emprendiera su camino hacia el cielo. Me tocó cariñosamente la frente y salió. Tan pronto como me hube recobrado bastante, salí tras él y le busqué en las calles cercanas, pero ya no pude encontrarle. ...
En la línea 2021
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... En vano trataría de describir el asombro y la alarma de Herbert cuando, una vez sentados los tres ante el fuego, le referí toda la historia. Baste decir que vi mis propios sentimientos reflejados en el rostro de Herbert y, entre ellos, de un modo principal, mi repugnancia hacia el hombre que tanto había hecho por mí. Habría bastado para establecer una división entre aquel hombre y nosotros, si ya no hubiesen existido otras causas que nos alejaban bastante, el triunfo que expresó al tratarse de mi historia. Y a excepción de su molesta convicción de haberse enternecido en una ocasión, desde su llegada, acerca de lo cual empezó a 162 hablar a Herbert en cuanto hube terminado mi revelación, no tuvo la menor sospecha de la posibilidad de que yo no estuviese satisfecho con mi buena fortuna. Su envanecimiento de que había hecho de mí un caballero y de que había venido a verme representar tal papel, utilizando sus amplios recursos, fue expresado no tan sólo con respecto a mí, sino también para mí mismo. Y no hay duda de que llegó a la conclusión de que tal envanecimiento era igualmente agradable para él y para mí y de que ambos debíamos estar orgullosos de ello. - Aunque, fíjese, amigo de Pip - dijo a Herbert después de hablar por algún tiempo: - sé muy bien que, a mi llegada, por espacio de medio minuto me enternecí. Se lo dije así mismo a Pip. Pero no se inquiete usted por eso. No en vano he hecho de Pip un caballero, como él hará un caballero de usted, para que yo no sepa lo que debo a ustedes dos. Querido Pip y amigo de Pip, pueden ustedes estar seguros de que en adelante me callaré acerca del particular. Me he callado después de aquel minuto en que, sin querer, me enternecí; callado estoy ahora, y callado seguiré en adelante. - Ciertamente - dijo Herbert, aunque en su acento no se advertía que tales palabras le hubiesen consolado lo más mínimo, pues se quedó perplejo y deprimido. Ambos deseábamos con toda el alma que nuestro huésped se marchara a su vivienda y nos dejara solos; pero él, sin duda alguna, tenía celos de dejarnos juntos y se quedó hasta muy tarde. Eran las doce de la noche cuando le llevé a la calle de Essex y le dejé en seguridad ante la oscura puerta de su habitación. Cuando se cerró tras él, experimenté el primer momento de alivio que había conocido desde la primera noche de su llegada. Como no estaba por completo tranquilo, pues recordaba con cierto temor al hombre a quien sorprendí en la escalera, observé alrededor de nosotros cuando salí ya anochecido, con mi huésped, y también al regresar a mi casa iba vigilando en torno de mí. Es muy difícil, en una gran ciudad, el evitar el recelo de que todos nos observan cuando la mente conoce el peligro de que ocurra tal cosa, y por eso no podía persuadirme de que las personas que pasaban por mi lado no tenían el menor interés en mis movimientos. Los pocos que pasaban seguían sus respectivos caminos, y la calle estaba desierta cuando regresé al Temple. Nadie había salido con nosotros por la puerta y nadie entró por ella conmigo. Al cruzar junto a la fuente vi las ventanas iluminadas y tranquilas de las habitaciones de Provis, y cuando me quedé unos momentos ante la puerta de la casa en que vivía, antes de subir la escalera, Garden Court estaba tan apacible y desierto como la misma escalera al subir por ella. Herbert me recibió con los brazos abiertos, y nunca como entonces me pareció cosa tan confortadora el tener un verdadero amigo. Después de dirigirme algunas palabras de simpatía y de aliento, ambos nos sentamos para discutir el asunto. ¿Qué debía hacerse? La silla que había ocupado Provis seguía en el mismo lugar, porque tenía un modo especial, propio de su costumbre de habitar en una barraca, de permanecer inquieto en un sitio y dedicándose sucesivamente a manipular con su pipa y su tabaco malo, su cuchillo y su baraja y otros chismes semejantes. Digo, pues, que su silla seguía en el mismo sitio que él había ocupado. Herbert, sin darse cuenta, la tomó, pero, al notarlo, la empujó a un lado y tomó otra. Después de eso no tuvo necesidad de decir que había cobrado aversión hacia mi protector, ni yo tampoco la tuve de confesar la que sentía, de manera que nos hicimos esta mutua confidencia sin necesidad de cambiar una sola palabra. - ¿Qué te parece que se puede hacer? - pregunté a Herbert después que se hubo sentado. - Mi pobre amigo Haendel - replicó, apoyando la cabeza en sus manos, - estoy demasiado anonadado para poder pensar. - Lo mismo me ocurrió a mí, Herbert, en los primeros momentos de su llegada. No obstante, hay que hacer algo. Ese hombre se propone realizar varios gastos importantes… , comprar caballos, coches y toda suerte de cosas ostentosas. Es preciso buscar la manera de impedírselo. - ¿Quieres decirme con eso que no puedes aceptar… ? - ¿Cómo podría? - le interrumpí aprovechando la pausa de Herbert-. ¡Piensa en él! ¡Fíjate en él! Un temblor involuntario pasó par nosotros. -Además, temo, Herbert, que ese hombre siente un fuerte e intenso afecto para mí. ¿Se ha visto alguna vez cosa igual? - ¡Pobre Haendel! - repitió Herbert. - Por otra parte – proseguí, - aunque me niegue a recibir nada más de él, piensa en lo que ya le debo. Independientemente de todo eso, recuerda que he contraído muchas deudas, demasiadas para mí; que ya no puedo tener esperanzas de ninguna clase. Además, he sido educado sin propósito de tomar ninguna profesión, y para esta razón no sirvo para nada. - Bueno, bueno - exclamó Herbert. - No digas que no sirves para nada. 163 - ¿Para qué? Tan sólo hay una cosa para la que tal vez podría ser útil, y es alistarme como soldado. Ya lo habría hecho, mi querido Herbert, de no haber deseado tomar antes el consejo que puedo esperar de tu amistad y de tu afecto. Al pronunciar estas palabras, la emoción me impidió continuar, pero Herbert, a excepción de que me tomó con fuerza la mano, fingió no haberlo advertido. - De cualquier modo que sea, mi querido Haendel - dijo luego, - la profesión de soldado no te conviene. Si fueras a renunciar a su protección y a sus favores, supongo que lo harías con la débil esperanza de poder pagarle un día lo que ya has recibido. Y si te fueras soldado, tal probabilidad no podría ser muy segura. Además, es absurdo. Estarías mucho mejor en casa de Clarriker, a pesar de ser pequeña. Ya sabes que tengo esperanzas de llegar a ser socio de la casa. ¡Pobre muchacho! Poco sospechaba gracias a qué dinero. - Pero hay que tener en cuenta otra cosa - continuó Herbert. - Ese hombre es ignorante, aunque tiene un propósito decidido, hijo de una idea fija durante mucho tiempo. Además, me parece (y tal vez me equivoque con respecto a él) que es hombre de carácter feroz en sus decisiones. - Así es. Me consta - le contesté -. Voy a darte ahora pruebas de eso. Y le dije lo que no había mencionado siquiera en mi narración, es decir, su encuentro con el otro presidiario. - Pues fíjate en eso - observó Herbert. - Él viene aquí con peligro de su vida, para realizar su idea fija. Si cuando ya se dispone a ejecutarla, después de sus trabajos, sus penalidades y su larga espera, se lo impides de un modo u otro, destruyes sus ilusiones y haces que toda su fortuna no tenga ya para él ningún valor. ¿No te das cuenta de lo que podría hacer, en su desencanto? - Lo he visto, Herbert, y he soñado con eso desde la noche fatal de su llegada. Nada se me ha representado con mayor claridad que el hecho de ponerle en peligro de ser preso. - Entonces, no tengas duda alguna - me contestó Herbert - de que habría gran peligro de que se dejara coger. Ésta es la razón de que ese hombre tenga poder sobre ti mientras permanezca en Inglaterra, y no hay duda de que apelaría a ese último extremo en caso de que tú le abandonaras. Me horrorizaba tanto aquella idea, que desde el primer momento me atormentó, y mis reflexiones acerca del particular llegaron a producirme la impresión de que yo podría convertirme, en cierto modo, en su asesino. Por eso no pude permanecer sentado y, levantándome, empecé a pasear par la estancia. Mientras tanto, dije a Herbert que, aun en el caso de que Provis fuese reconocido y preso, a pesar de sí mismo, yo no podría menos de considerarme, aunque inocente, como el autor de su muerte. Y así era, en efecto, pues aun cuando me consideraba desgraciado teniéndole cerca de mí y habría preferido pasar toda mi vida trabajando en la fragua con Joe, aun así, no era eso lo peor, sino lo que podía ocurrir todavía. Era inútil pretender despreocuparnos del asunto, y por eso seguíamos preguntándonos qué debía hacerse. - Lo primero y principal - dijo Herbert - es sacarlo de Inglaterra. Tendrás que marcharte con él, y así no se resistirá. - Pero aunque lo lleve a otro país, ¿podré impedir que regrese? - Mi querido Haendel, es inútil decirte que Newgate está en la calle próxima y que, por consiguiente, resulta aquí más peligroso que en otra parte cualquiera el darle a entender tus intenciones y causarle un disgusto que lo lleve a la desesperación. Tal vez se podría encontrar una excusa hablándole del otro presidiario, o de un hecho cualquiera de su vida, a fin de inducirle a marchar. Pero lo bueno del caso - exclamé deteniéndome ante Herbert y tendiéndole las manos abiertas, como para expresar mejor lo desesperado del asunto - es que no sé nada absolutamente de su vida. A punto estuve de volverme loco una noche en que permanecí sentado aquí ante él, viéndole tan ligado a mí en sus desgracias y en su buena fortuna y, sin embargo, tan desconocido para mí, a excepción de su aspecto y situación míseros de los días de mi niñez en que me aterrorizó. Herbert se levantó, pasó su brazo por el mío y los dos echamos a andar de un lado a otro de la estancia, fijándonos en los dibujos de la alfombra. - Haendel - dijo Herbert, deteniéndose. - ¿estás convencido de que no puedes aceptar más beneficios de él? - Por completo. Seguramente tú harías lo mismo, de encontrarte en mi lugar. - ¿Y estás convencido de que debes separarte por completo de él? - ¿Eso me preguntas? - Por otra parte, comprendo que tengas, como tienes, esta consideración por la vida que él ha arriesgado por tu causa y que estés decidido a salvarle, si es posible. En tal caso, no tienes más remedio que sacarlo de 164 Inglaterra antes de poner en obra tus deseos personales. Una vez logrado eso, líbrate de él, en nombre de Dios; los dos juntos ya encontraremos los medios, querido amigo. Fue para mí un consuelo estrechar las manos de Herbert después que hubo dicho estas palabras, y, hecho esto, reanudamos nuestro paseo por la estancia. - Ahora, Herbert – dije, - conviene que nos enteremos de su historia. No hay más que un medio de lograrlo, y es el de preguntársela directamente. - Sí, pregúntale acerca de eso - dijo Herbert - cuando nos sentemos a tomar el desayuno. Efectivamente, el día anterior, al despedirse de Herbert, había anunciado que vendría a tomar el desayuno con nosotros. Decididos a poner en obra este proyecto,fuimos a acostarnos. Yo tuve los sueños más horrorosos acerca de él, y me levanté sin haber descansado; me desperté para recobrar el miedo, que perdiera al dormirme, de que le descubriesen y se averiguara que era un deportado de por vida que había regresado a Inglaterra. Una vez despierto, no perdía este miedo ni un instante. Llegó a la hora oportuna, sacó el cuchillo de la faltriquera y se sentó para comer. Tenía muchos planes con referencia a su caballero, y me recomendó que, sin contar, empezara a gastar de la cartera que había dejado en mi poder. Consideraba nuestras habitaciones y su propio alojamiento como residencia temporal, y me aconsejó que buscara algún lugar elegante y apropiado cerca de Hyde Park, en donde pudiera tener una cama improvisada siempre que hiciera falta. Cuando hubo terminado su desayuno y mientras se limpiaba el cuchillo en la pierna, sin ponerle en guardia con una sola palabra, le dije repentinamente: - Después que se hubo usted marchado anoche, referí a mi amigo la lucha que había usted empeñado en una zanja cuando llegaron los soldados seguidos por los demás. ¿Se acuerda? - ¿Que si me acuerdo? - replicó -. ¡Ya lo creo! - Quisiéramos saber algo acerca de aquel hombre… y acerca de usted mismo. Es raro que yo no sepa de él ni de usted más de lo que pude referir anoche. ¿No le parece buena ocasión para contarnos algo? - Bueno - dijo después de reflexionar -. ¿Se acuerda usted de su juramento, compañero de Pip? - Claro está - replicó Herbert. - Ese juramento se refiere a cuanto yo diga, sin excepción alguna. - Así lo entiendo también. - Pues bien, fíjense ustedes. Cualquier cosa que yo haya hecho, ya está pagada - insistió. - Perfectamente. Sacó su negra pipa y se disponía a llenarla de su mal tabaco, pero al mirar el que tenía en la mano después de sacarlo de su bolsillo, tal vez le pareció que podría hacerle perder el hilo de su discurso. Se lo guardó otra vez, se metió la pipa en un ojal de su chaqueta, apoyó las manos en las rodillas y, después de dirigir al fuego una mirada preñada de cólera, se quedó silencioso unos momentos, miró alrededor y dijo lo que sigue. ...
En la línea 2047
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Era uno de aquellos días de marzo en que el sol brilla esplendoroso y el viento es frío, de manera que a la luz del sol parece ser verano, e invierno en la sombra. Todos llevábamos nuestros gruesos chaquetones de lana, y yo tomé un maletín. De todo cuanto poseía en la tierra, no me llevé más que lo que podía caber en él. Ignoraba por completo a dónde iría, que haría o cuándo regresaría, aunque tampoco me preocupaba mucho todo eso, pues lo que más me importaba era la salvación de Provis. Tan sólo en una ocasión, al volverme para mirar la puerta de mi casa, me pregunté en qué distintas circunstancias regresaría a aquellas habitaciones, en caso de que llegara a hacerlo. Nos quedamos unos momentos en el desembarcadero del Temple, como si no nos decidiésemos a embarcarnos. Como es natural, yo había tenido buen cuidado de que la lancha estuviese preparada y todo en orden. Después de fingir un poco de indecisión, que no pudo advertir nadie más que las tres o cuatro personas «anfibias» que solían rondar por aquel desembarcadero, nos embarcamos y empezamos a avanzar. Herbert iba en la proa y yo cuidaba del timón. Era entonces casi la pleamar y un poco más de las ocho y media. Nuestro plan era el siguiente: como la marea empezaba a bajar a las nueve y no volvería a subir hasta las tres, nos proponíamos seguir paseando y navegar contra ella hasta el oscurecer. Entonces nos hallaríamos más abajo de Gravesend, entre Kent y Essex, en donde el río es ancho y está solitario y donde habita muy poca gente en sus orillas. Allí encontraríamos alguna taberna poco frecuentada en donde poder descansar toda la noche. E1 barco que debía dirigirse a Hamburgo y el que partiría para Rotterdam saldrían hacia las nueve de la mañana del jueves. Conocíamos exactamente la hora en que pasarían por delante de nosotros, y haríamos señas al primero que se presentase; de manera que si, por una razón cualquiera, el primero no nos tomaba a bordo, tendríamos aún otra probabilidad. Conocíamos perfectamente las características de forma y color de cada uno de estos barcos. Era tan grande el alivio de estar ya dispuestos a realizar nuestro propósito, que me pareció mentira el estado en que me hallara tan pocas horas antes. El aire fresco, la luz del sol, el movimiento del río, parecido a un camino que avanzara con nosotros, que simpatizara con nosotros, que nos animara y hasta que nos diera aliento, me infundió una nueva esperanza. Me lamentaba de ser tan poco útil a bordo de la lancha; pero había pocos remeros mejores que mis dos amigos y remaban con un vigor y una maestría que habían de seguir empleando durante todo el día. 208 En aquella época, el tráfico del Támesis estaba muy lejos de parecerse al actual, aunque los botes y las lanchas eran más numerosos que ahora. Tal vez había tantas barcazas, barcos de vela carboneros y barcos de cabotaje como ahora; pero los vapores no eran ni la décima o la vigésima parte de los que hay en la actualidad. A pesar de lo temprano de la hora, abundaban los botes de remos que iban de una parte a otra y multitud de barcazas que bajaban con la marea; la navegación por el río y por entre los puentes en una lancha era una cosa mucho más fácil y corriente entonces que ahora, y avanzábamos rápidamente por entre una multitud le pequeñas embarcaciones. Pasamos en breve más allá del viejo puente de Londres, y dejamos atrás el viejo mercado de Billingsgate, con sus viveros de ostras y sus holandeses, así como también la Torre Blanca y la Puerta del Traidor, y pronto nos hallamos entre las filas de grandes embarcaciones. Acá y acullá estaban los vapores de Leith, de Aberdeen y de Glasgow, cargando y descargando mercancías, y desde nuestra lancha nos parecían altísimos al pasar por su lado; había, a veintenas, barcos de carbón, con las máquinas que sacaban a cubierta el carbón de la cala y que por la borda pasaba a las barcazas; allí, sujeto por sus amarras, estaba el vapor que saldría al día siguiente para Rotterdam, en el que nos fijamos muy bien, y también vimos al que saldría con dirección a Hamburgo, y hasta cruzamos por debajo de su bauprés. Entonces, sentado en la popa, pude ver, con el corazón palpitante, el embarcadero cercano a la casa de Provis. - ¿Está allí? — preguntó Herbert. -Aún no. - Perfectamente. Sus instrucciones son de no salir hasta que nos haya visto. ¿Puedes distinguir su señal? - Desde aquí no muy bien, pero me parece que la veo ya. ¡Ahora la veo! Avante! ¡Despacio, Herbert! ¡Alto los remos! Tocamos ligeramente el embarcadero por un instante. Provis entró a bordo y salimos de nuevo. Llevaba una especie de capa propia para la navegación y un maletín de tela negra. Su aspecto era tan parecido al de un piloto del río como yo habría podido desear. - ¡Querido Pip! - dijo poniéndome la mano sobre el hombro mientras se sentaba -. ¡Fiel Pip mío! Has estado muy acertado, mi querido Pip. Gracias, muchas gracias. Nuevamente empezamos a avanzar por entre las hileras de barcos de todas clases, evitando las oxidadas cadenas, los deshilachados cables de cáñamo o las movedizas boyas, desviándonos de los cestos rotos, que se hundían en el agua, dejando a un lado los flotantes desechos de carbón y todo eso, pasando a veces por delante de la esculpida cabeza, en los mascarones de proa, de John de Sunderland, que parecía dirigir una alocución a los vientos (como suelen hacer muchos Johns), o de Betsy de Yarmouth, con su firme ostentación pectoral y sus llamativos ojos proyectándose lo menos dos pulgadas más allá de su cabeza; circulábamos por entre el ruido de los martillazos que resonaban en los talleres de construcciones navales, oyendo el chirrido de las sierras que cortaban tablones de madera, máquinas desconocidas que trabajaban en cosas ignoradas, bombas que agotaban el agua de las sentinas de algunos barcos, cabrestantes que funcionaban, barcos que se dirigían a la mar e ininteligibles marineros que dirigían toda suerte de maldiciones, desde las bordas de sus barcos, a los tripulantes de las barcazas, que les contestaban con no menor energía. Y así seguimos navegando hasta llegar a donde el río estaba ya despejado, lugar en el que habrían podido navegar perfectamente los barquichuelos de los niños, pues el agua ya no estaba removida por el tráfico y las festoneadas velas habrían tomado perfectamente el viento. En el embarcadero donde recogimos a Provis, y a partir de aquel momento, yo había estado observando, incansable, si alguien nos vigilaba o si éramos sospechosos. No vi a nadie. Hasta entonces, con toda certeza, no habíamos sido ni éramos perseguidos por ningún bote. Pero, de haber descubierto alguno que nos infundiese recelos, habríamos atracado en seguida a la orilla, obligándole a seguir adelante, o a declarar abiertamente sus hostiles propósitos. Mas no ocurrió nada de eso y seguimos nuestro camino sin la menor señal de que nadie quisiera molestarnos. Mi protegido iba, como ya he dicho, envuelto en su capa, y su aspecto no desentonaba de la excursión. Y lo más notable era (aunque la agitada y desdichada vida que llevara tal vez le había acostumbrado a ello) que, de todos nosotros, él parecía el menos asustado. No estaba indiferente, pues me dijo que esperaba vivir lo bastante para ver cómo su caballero llegaba a ser uno de los mejores de un país extranjero; no estaba dispuesto a mostrarse pasivo o resignado, según me pareció entender; pero no tenía noción de que pudiera amenazarnos ningún peligro. Cuando había llegado, le hizo frente; pero era preciso tenerlo delante para que se preocupase por él. - Si supieras, querido Pip - me dijo, - lo que es para mí el sentarme al lado de mi querido muchacho y fumar, al mismo tiempo, mi pipa, después de haber estado día tras día encerrado entre cuatro paredes,ten por seguro que me envidiarías. Pero tú no sabes lo que es esto. 209 - Me parece que conozco las delicias de la libertad - le contesté. - ¡Ah! - exclamó moviendo la cabeza con grave expresión. - Pero no lo sabes tan bien como yo. Para eso sería preciso que te hubieses pasado una buena parte de la vida encerrado, y así podrías sentir lo que yo siento. Pero no quiero enternecerme. Entonces consideré una incongruencia que, obedeciendo a una idea fija, hubiese llegado a poner en peligro su libertad y su misma vida. Pero me dije que tal vez la libertad sin un poco de peligro era algo demasiado distinto de los hábitos de su vida y que quizá no representaba para él lo mismo que para otro hombre. No andaba yo muy equivocado, porque, después de fumar en silencio unos momentos. me dijo: - Mira, querido Pip, cuando yo estaba allí, en el otro lado del mundo, siempre miraba en esta dirección; y estaba seguro de poder venir, porque me estaba haciendo muy rico. Todos conocían a Magwitch, y Magwitch podía ir y venir, y nadie se preocupaba por él. Aquí no se contentarían tan fácilmente, y es de creer que darían algo por cogerme si supieran dónde estoy. - Si todo va bien - le dije, - dentro de pocas horas estará usted libre y a salvo. - Bien - dijo después de suspirar, - así lo espero. - ¿Y tu piensa también? Metió la mano en el agua, por encima de la borda de la lancha, y con la expresión suave que ya conocía dijo, sonriendo: - Me parece que también lo pienso así, querido Pip. Espero que podremos vivir mejor y con mayor comodidad que hasta ahora. De todas maneras, resulta muy agradable dar un paseo por el agua, y esto me hizo pensar, hace un momento, que es tan desconocido para nosotros lo que nos espera dentro de pocas horas como el fondo de este mismo río que nos sostiene. Y así como no podemos contener el avance de las mareas, tampoco podemos impedir lo que haya de suceder. El agua ha corrido a través de mis dedos y ya no quedan más que algunas gotas - añadió levantando y mostrándome su mano. -Pues, a juzgar por su rostro, podría creer que está usted un poco desaléntado - dije. - Nada de eso, querido Pip. Lo que pasa es que este paseo me resulta muy agradable, y el choque del agua en la proa de la lancha me parece casi una canción de domingo. Además, es posible que ya me esté haciendo un poco viejo. Volvió a ponerse la pipa en la boca con la mayor calma, y se quedó tan contento y satisfecho como si ya estuviésemos lejos de Inglaterra. Sin embargo, obedecía a la menor indicación, como si hubiera sentido un terror constante, porque cuando nos acercamos a la orilla para comprar algunas botellas de cerveza y él se disponía a desembarcar también, yo le indiqué que estaba más seguro dentro de la lancha. - ¿Lo crees así, querido Pip? - preguntó. Y sin ninguna resistencia volvió a sentarse en la lancha. A lo largo del cauce del río, el aire era muy frío, pero el día era magnífico y la luz del sol muy alegre. La marea bajaba con la mayor rapidez y fuerza, y yo tuve mucho cuidado de no perder en lo posible el impulso que podía darnos, y gracias también al esfuerzo de los remeros avanzamos bastante. Por grados imperceptibles, a medida que bajaba la marea, perdíamos de vista los bosques y las colinas y nos acercábamos a las fangosas orillas, pero aún nos acompañaba el reflujo cuando estábamos ya más allá de Gravesend. Como nuestro fugitivo iba envuelto en su capa, yo, de propósito, pasé a uno o dos largos del bote de la Aduana flotante, y así nos alejamos de la violenta corriente del centro del río, a lo largo de dos barcos de emigrantes, pasando también por debajo de un gran transporte de tropas, en cuyo alcázar de proa había unos soldados que nos miraron al pasar. Pronto disminuyó el reflujo y se ladearon todos los barcos que estaban anclados, hasta que dieron una vuelta completa. Entonces todas las embarcaciones que querían aprovechar la nueva marea para llegar al Pool empezaron a congregarse alrededor de nosotros en tanto nos acercábamos a la orilla, para sufrir menos la influencia de la marea, aunque procurando no acercarnos a los bajos ni a los bancos de lodo. Nuestros remeros estaban tan descansados, pues varias veces dejaron que la lancha fuese arrastrada por la marea, abandonando los remos, que les bastó un reposo de un cuarto de hora. Tomamos tierra saltando por algunas piedras resbaladizas; luego comimos y bebimos lo que teníamos, y exploramos los alrededores. Aquel lugar se parecía mucho a mis propios marjales, pues era llano y monótono y el horizonte estaba muy confuso. Allí el río daba numerosas vueltas y revueltas, agitando las boyas flotantes, que tampoco cesaban de girar, aunque todo lo demás parecía estar absolutamente inmóvil. Entonces la flota de barcos había doblado ya la curva que teníamos más cercana, y la última barcaza verde, cargada de paja, con una vela de color pardo, iba detrás de todos los demás. Algunos lanchones, cuya forma era semejante a la primitivá y ruda imitación que de un bote pudiera hacer un niño, permanecían quietos entre el fango; había un faro de ladrillos para señalar la presencia de un bajo; por doquier veíanse estacas hundidas en el fango, piedras 210 cubiertas de lodo, rojas señales en los bajos y también otras para indicar las mareas, así como un antiguo desembarcadero y una casa sin tejado. Todo aquello salía del barro, estaba medio cubierto de él, y alrededor de nosotros no se veía más que barro y desolación. Volvimos a embarcarnos y seguimos el camino que nos fue posible. Ahora ya resultaba más duro el remar, pero tanto Herbert como Startop perseveraron en sus esfuerzos y siguieron remando, incansables, hasta que se puso el sol. Entonces el río nos había levantado un poquito y podíamos divisar perfectamente las orillas. El sol, al ponerse, era rojizo y se acercaba ya al nivel de la orilla, difundiendo rojos resplandores que muy rápidamente se convertían en sombras; había allí el marjal solitario, y más allá algunas tierras altas, entre las cuales y nosotros parecía como si no existiera vida de ninguna clase, salvo alguna que otra triste gaviota que revoloteaba a cierta distancia. La noche cerraba aprisa, y como la luna estaba ya en cuarto menguante, no salía temprano. Por eso celebramos consejo, muy corto, porque sin duda lo que teníamos que hacer era ocultarnos en alguna solitaria taberna que encontrásemos. Así continuamos, hablando poco, por espacio de cuatro o cinco millas y sumidos en angustioso tedio. Hacía mucho frío, y un barco carbonero que vino hacia nosotros con los fuegos encendidos nos ofreció la visión de un hogar cómodo. A la sazón, la noche ya era negra, y así continuaría hasta la mañana, y la poca luz que nos alumbraba, más semejaba proceder del río que del cielo, porque cuando los remos se hundían en el agua parecían golpear las estrellas que en ella se reflejaban. En aquellos tristes momentos, todos, sin duda alguna, sentíamos el temor de que nos siguieran. A la hora de la marea, el agua golpeaba contra la orilla a intervalos regulares, y, cada vez que llegaba a nuestros oídos uno de esos ruidos, alguno de nosotros se sobresaltaba y miraba en aquella dirección. La fuerza de la corriente había abierto en la orilla pequeñas caletas, que a nosotros nos llenaban de recelo y nos hacían mirarlas con la mayor aprensión. Algunas veces, en la lancha se oía la pregunta: «¿Qué es esa ondulación del agua?» O bien otro observaba en voz baja: «¿No es un bote aquello?» Y luego nos quedábamos en silencio absoluto y con mucha impaciencia nos decíamos que los remos hacían mucho ruido en los toletes. Por fin descubrimos una luz y un tejado, y poco después avanzábamos hacia un camino hecho pacientemente con piedras recogidas de la orilla. Dejando a los demás en la lancha, salté a tierra y me cercioré de que la luz partía de una taberna. Era un lugar bastante sucio, y me atrevo a decir que no desconocido por los contrabandistas; pero en la cocina ardía un alegre fuego, tenían huevos y tocino para comer y varios licores para beber. También había varias habitaciones con dos camas «tal como estaban», según dijo el dueño. En la casa no había nadie más que el huésped, su mujer y un muchacho de color gris, el «Jack» del lugar, y que parecía estar tan cubierto de légamo y sucio como si él mismo hubiese sido una señal de la marea baja. Con la ayuda que me ofreció aquel individuo regresé a la lancha y desembarcaron todos. Nos llevamos los remos, el timón, el bichero y otras cosas por el estilo, y varamos la embarcación para la noche. Comimos muy bien ante el fuego de la cocina y luego nos encaminamos a nuestros respectivos dormitorios. Herbert y Startop habían de ocupar uno de ellos, y mi protector y yo, el otro. Observamos que en aquellas estancias el aire había sido excluido con tanto cuidado como si fuera algo fatal para la vida, y había más ropa sucia y cajas de cartón debajo de las camas de lo que, según imaginaba, habría podido poseer una familia. Mas, a pesar de todo, nos dimos por satisfechos, porque habría sido imposible encontrar un lugar más solitario que aquél. Mientras nos calentábamos ante el fuego, después de cenar, el «Jack», que estaba sentado en un rincón y que llevaba puestas un par de botas hinchadas - que nos estuvo mostrando mientras nosotros comíamos el tocino y los huevos, como interesantes reliquias que dos días antes quitara de los pies de un marinero ahogado al que la marea dejó en la orilla, - me preguntó si habíamos visto una lancha de cuatro remos que remontaba el río con la marea. Cuando le dije que no, contestó que tal vez habría vuelto a descender por el río, pero añadió que al desatracar frente a la taberna había remontado la corriente. - Lo habrá pensado mej or - añadió el «Jack» - y habrá vuelto a bajar el río. - ¿Dices que era una lancha de cuatro remos? - pregunté. - Sí. Y además de los remeros iban dos personas sentadas. - ¿Desembarcaron aquí? - Vinieron a llenar de cerveza una jarra de dos galones. Y a fe que me habría gustado envenenarles la cerveza. - ¿Por qué? - Yo sé lo que me digo - replicó el «Jack». Hablaba con voz gangosa, como si el légamo le hubiese entrado en la garganta. 211 - Se figura - dijo el dueño, que era un hombre de aspecto meditabundo, con ojos de color pálido y que parecía tener mucha confianza en su «Jack», - se figura que eran lo que no eran. - Yo ya sé por qué hablo - observó el «Jack». - ¿Te figuras que eran aduaneros? - preguntó el dueño. - Sí - contestó el «Jack». - Pues te engañas. - ¿Que me engaño? Como para expresar el profundo significado de su respuesta y la absoluta confianza que tenía en su propia opinión, el «Jack» se quitó una de las botas hinchadas, la miró, quitó algunas piedrecillas que tenía dentro golpeando en el suelo y volvió a ponérsela. Hizo todo eso como si estuviese tan convencido de que tenía razón que no podía hacer otra cosa. - Si es así, ¿qué han hecho con sus botones, «Jack»? - preguntó el dueño, con cierta indecisión. - ¿Que qué han hecho con sus botones? – replicó. - Pues los habrán tirado por la borda o se los habrán tragado. ¿Que qué han hecho con sus botones? - No seas desvergonzado, «Jack» - le dijo el dueño, regañándole de un modo melancólico. -Los aduaneros, bastante saben lo que han de hacer con sus botones - dijo el «Jack» repitiendo la última palabra con el mayor desprecio - cuando esos botones les resultan molestos. Una lancha de cuatro remos y dos pasajeros no se pasa el día dando vueltas por el río, arriba y abajo, subiendo con una marea y bajando con la otra, si no está ocupada por los aduaneros. Dicho esto, salió con expresión de desdén, y como el dueño ya no tenía a su lado a nadie que le inspirase confianza, consideró imposible seguir tratando del asunto. Este diálogo nos puso en el mayor cuidado, y a mí más que a nadie. El viento soplaba tristemente alrededor de la casa y la marea golpeaba contra la orilla; todo eso me dio la impresión de que ya estábamos cogidos. Una lancha de cuatro remos que navegara de un modo tan particular, hasta el punto de llamar la atención, era algo alarmante que no podía olvidar en manera alguna. Cuando hube inducido a Provis a que fuese a acostarse, salí con mis dos compañeros (pues ya Startop estaba enterado de todo) y celebramos otro consejo, para saber si nos quedaríamos en aquella casa hasta poco antes de pasar el buque, cosa que ocurriría hacia la una de la tarde siguiente, o bien si saldríamos por la mañana muy temprano. Esto fue lo que discutimos. Nos pareció mejor continuar donde estábamos hasta una hora antes del paso del buque y luego navegar por el camino que había de seguir, cosa que podríamos hacer fácilmente aprovechando la marea. Después de convenir eso, regresamos a la casa y nos acostamos. Me eché en la cama sin desnudarme por completo y dormí bien por espacio de algunas horas. Al despertar se había levantado el viento, y la muestra de la taberna (que consistía en un buque) rechinaba y daba bandazos que me sobresaltaron. Me levanté sin hacer ruido, porque mi compañero dormía profundamente, y miré a través de los vidrios de la ventana. Vi el camino al cual habíamos llevado nuestra lancha, y en cuanto mis ojos se hubieron acostumbrado a la incierta luz reinante, pues la luna estaba cubierta de nubes, divisé dos hombres que examinaban nuestra embarcación. Pasaron por debajo de la ventana, sin mirar a otra cosa alguna, y no se dirigieron al desembarcadero, que según pude ver estaba desierto, sino que echaron a andar por el marjal, en dirección al Norte. Mi primer impulso fue llamar a Herbert y mostrarle los dos hombres que se alejaban, pero, reflexionando antes de ir a su habitación, que estaba en la parte trasera de la casa e inmediata a la mía, me dije que tanto él como Startop habían tenido un día muy duro y que debían de estar muy fatigados, y por eso me abstuve. Volviendo a la ventana, pude ver a los dos hombres que se alejaban por el marjal. Pero, a la poca luz que hábía pronto los perdí de vista, y, como tenía mucho frío, me eché en la cama para reflexionar acerca de aquello, aunque muy pronto me quedé dormido. Nos levantamos temprano. Mientras los cuatro íbamos de una parte a otra, antes de tomar el desayuno, me pareció mejor referir lo que había visto. También entonces nuestro fugitivo pareció ser el que menos se alarmó entre todos los demás. Era muy posible, dijo, que aquellos dos hombres perteneciesen a la Aduana y que no sospechasen de nosotros. Yo traté de convencerme de que era así, y, en efecto, podía ser eso muy probablemente. Sin embargo, propuse que él y yo nos encaminásemos hasta un punto lejano que se divisaba desde donde estábamos y que la lancha fuera a buscarnos allí, o tan cerca como fuese posible, alrededor del mediodía. Habiéndose considerado que eso era una buena precaución, poco después de desayunarnos salimos él y yo, sin decir una palabra en la taberna. Mientras andábamos, mi compañero iba fumando su pipa y de vez en cuando me cogía por el hombro. Cualquiera habría podido imaginarse que yo era quien estaba en peligro y que él trataba de darme ánimos. Hablamos muy poco. Cuando ya estábamos cerca del sitio indicado, le rogué que se quedara en un lugar 212 abrigado mientras yo me adelantaba para hacer un reconocimiento, porque aquella misma fue la dirección que tomaron los dos hombres la noche anterior. Él obedeció y avancé solo. Por allí no se veía ningún bote ni descubrí que se acercase alguno, así como tampoco huellas o señales de que nadie se hubiese embarcado en aquel lugar. Sin embargo, como la marea estaba alta, tal vez sus huellas estuvieran ocultas por el agua. Cuando él asomó la cabeza por su escondrijo y vio que yo le hacía señas con mi sombrero para que se acercase, vino a reunirse conmigo y allí esperamos, a veces echados en el suelo y envueltos en nuestras capas y otras dando cortos paseos para recobrar el calor, hasta que por fin vimos llegar nuestra lancha. Sin dificultad alguna nos embarcamos y fuimos a tomar el camino que había de seguir el vapor. Entonces faltaban diez minutos para la una, y empezamos a estar atentos para descubrir el humo de la chimenea. Pero era la una y media antes de que lo divisáramos, y poco después vimos otra humareda que venía detrás. Puesto que los dos buques se acercaban rápidamente, preparé los dos maletines y aproveché los instantes para despedirme de Herbert y de Startop. Nos estrechamos cordialmente las manos y tanto los ojos de Herbert como los míos no estaban secos, cuando de pronto vi una lancha de cuatro remos que se alejaba de la orilla, un poco más allá de donde nosotros estábamos, y que empezaba a seguir la misma dirección que nosotros. Entre nosotros y el buque quedaba una faja de tierra debida a una curva del río, pero pronto vimos que aquél se acercaba rápidamente. Indiqué a Herbert y a Startop que se mantuvieran ante la marea, a fin de que se diesen cuenta los del buque de que los estábamos aguardando, y recomendé a Provis que se quedara tranquilamente sentado y quieto, envuelto en su capa. Él me contestó alegremente: - Puedes confiar en mí, Pip. Y se quedó sentado, tan inmóvil como si fuera una estatua. Mientras tanto, la lancha de cuatro remos, que era gobernada con la mayor habilidad, había cruzado la corriente por delante de nosotros, nos dejó avanzar a su lado y seguimos navegando de conserva. Dejando el espacio suficiente para el manejo de los remos, se mantenía a nuestro costado, quedándose inmóvil en cuanto nosotros nos deteníamos, o dando uno o dos golpes de remo cuando nosotros los dábamos. Uno de los dos pasajeros sostenía las cuerdas del timón y nos miraba con mucha atención, como asimismo lo hacían los remeros; el otro pasajero estaba tan envuelto en la capa como el mismo Provis, y de pronto pareció como si diese algunas instrucciones al timonel, mientras nos miraba. En ninguna de las dos embarcaciones se pronunció una sola palabra. Startop, después de algunos minutos de observación, pudo darse cuenta de cuál era el primer barco que se acercaba, y en voz baja se limitó a decirme: «Hamburgo». El buque se acercaba muy rápidamente a nosotros, y a cada momento oíamos con mayor claridad el ruido de su hélice. Estaba ya muy cerca, cuando los de la lancha nos llamaron. Yo contesté. - Les acompaña un desterrado de por vida que ha quebrantado su destierro - dijo el que sostenía las cuerdas del timón. - Es ese que va envuelto en la capa. Se llama Abel Magwitch, conocido también por Provis. Ordeno que ese hombre se dé preso y a ustedes que me ayuden a su prisión. Al mismo tiempo, sin que, en apariencia, diese orden alguna a su tripulación, la lancha se dirigió hacia nosotros. Manejaron un momento los remos, los recogieron luego y corrieron hacia nosotros y se agarraron a nuestra borda antes de que nos diésemos cuenta de lo que hacían. Eso ocasionó la mayor confusión a bordo del vapor, y oí como nos llamaban, así como la orden de parar la hélice. Me di cuenta de que se hacía eso, pero el buque se acercaba a nosotros de un modo irresistible. Al mismo tiempo vi que el timonel de la lancha ponía la mano en el hombro de su preso; que las dos embarcaciones empezaban a dar vueltas impulsadas por la fuerza de la marea, y que todos los que estaban a bordo del buque se dirigían apresuradamente a la proa. También, en el mismo instante, observé que el preso se ponía en pie y, echando a un lado al que lo prendiera, se arrojaba contra el otro pasajero que había permanecido sentado y que, al descubrirse el rostro, mostró ser el del otro presidiario que conociera tantos años atrás. Noté que aquel rostro retrocedía lleno de pálido terror que jamás olvidaré, y oí un gran grito a bordo del vapor, así como una caída al agua, al mismo tiempo que sentía hundirse nuestra lancha bajo mis pies. Por un instante me pareció estar luchando con un millar de presas de molino y otros tantos relámpagos; pasado aquel instante, fui subido a bordo de la lancha. Herbert estaba ya allí, pero nuestra embarcación había desaparecido, así como también los dos presidiarios. Entre los gritos que resonaban a bordo del buque, el furioso resoplido de su vapor, la marcha del mismo barco y la nuestra misma, todo eso me impidió al principio distinguir el cielo del agua, o una orilla de otra; pero la tripulación de la lancha enderezó prontamente su marcha gracias a unos vigorosos golpes de remo, después de lo cual volvieron a izarlos mirando silenciosamente hacia popa. Pronto se vio un objeto negro en aquella dirección y que, impulsado por la marea, se dirigía hacia nosotros. Nadie pronunció una sola 213 palabra, pero el timonel levantó la mano y todos los demás hicieron esfuerzos para impedir que la lancha se moviese. Cuando aquel bulto se acercó vi que era Magwitch que nadaba, pero no con libertad de movimientos. Fue subido a bordo, y en el acto le pusieron unas esposas en las manos y en los tobillos. Los remeros mantuvieron quieta la lancha, y de nuevo todos empezaron a vigilar el agua con intensas miradas. Pero entonces llegó el vapor de Rotterdam, y como, en apariencia, no se había dado cuenta de lo ocurrido, avanzaba a toda velocidad. No se tardó en hacerle las indicaciones necesarias, de manera que los dos vapores quedaron inmóviles a poca distancia, en tanto que nosotros nos levantábamos y nos hundíamos impulsados por las revueltas aguas. Siguieron observando el agua hasta que estuvo tranquila y hasta mucho después de haberse alejado los dos vapores; pero todos comprendían que ya era inútil esperar y vigilar. Por fin se desistió de continuar allí, y la lancha se dirigió a la orilla, hacia la taberna que dejáramos poco antes, en donde nos recibieron con no pequeña sorpresa. Allí pude procurar algunas pequeñas comodidades a Magwitch, pues ya no sería conocido en adelante por Provis, que había recibido una grave herida en el pecho y un corte profundo en la cabeza. Me dijo que se figuraba haber ido a parar debajo de la quilla del vapor y que al levantar la cabeza se hirió. La lesión del pecho, que dificultaba extraordinariamente su respiración, creía habérsela causado contra el costado de la lancha. Añadió que no pretendía decir lo que pudo o no hacer a Compeyson, pero que en el momento de ponerle encima la mano para identificarle, el miserable retrocedió con tanta fuerza que no tan sólo se cayó él al agua, sino que arrastró a su enemigo en su caída, y que la violenta salida de él (Magwitch) de nuestra lancha y el esfuerzo que hizo su aprehensor para mantenerle en ella fueron la causa del naufragio de nuestra embarcación. Me dijo en voz baja que los dos se habían hundido, ferozmente abrazados uno a otro, y que hubo una lucha dentro del agua; que él pudo libertarse, le dio un golpe y luego se alejó a nado. No he tenido nunca razón alguna para dudar de la verdad de lo que me dijo. El oficial que guiaba la lancha hizo la misma relación de la caída al agua de los dos. Cuando pedí permiso al oficial para cambiar el traje mojado del preso, comprándole cuantas prendas pudiera hallar en la taberna, me lo concedió sin inconveniente, aunque observando que tenía que hacerse cargo de cuantas cosas llevase el preso consigo. Así, pues, la cartera que antes estuviera en mis manos pasó a las del oficial. Además, me permitió acompañar al preso a Londres, pero negó este favor a mis dos amigos. E1 «Jack» de la Taberna del Buque quedó enterado del lugar en que se había ahogado el expresidiario y se encargó de buscar su cadáver en los lugares en que más fácilmente podía ir a parar a la orilla. Pareció interesarse mucho más en el asunto cuando se hubo enterado de que el cadáver llevaba medias. Tal vez, para vestirse de pies a cabeza, necesitaba, más o menos, una docena de ahogados, y quizás ésta era la razón de que los diferentes artículos de su traje estuviesen en distintas fases de destrucción. Permanecimos en la taberna hasta que volvió la marea, y entonces Magwitch fue llevado nuevamente a la lancha y obligado a acomodarse en ella. Herbert y Startop tuvieron que dirigirse a Londres por tierra, lo mas pronto que les fue posible. Nuestra despedida fue muy triste, y cuando me senté al lado de Magwitch comprendí que aquél era mi lugar en adelante y mientras él viviese. Había desaparecido ya por completo toda la repugnancia que me inspirara, y en el hombre perseguido, herido y anonadado que tenía su mano entre las mías tan sólo vi a un ser que había querido ser mi bienhechor y que me demostró el mayor afecto, gratitud y generosidad y con la mayor constancia por espacio de numerosos años. Tan sólo vi en él a un hombre mucho mejor de lo que yo había sido para Joe. Su respiración se hizo más difícil y dolorosa a medida que avanzó la noche, y muchas veces el desgraciado no podía contener un gemido de dolor. Traté de hacerle descansar en el brazo que tenía útil y en una posición cómoda, pero era doloroso pensar que yo no podía lamentar en mi corazón el hecho de que estuviese mal herido, ya que era mucho mejor que muriese por esta causa. No podía dudar que existirían bastantes personas capaces y deseosas de identificarle. Aquel hombre había sido presentado en su peor aspecto cuando fue juzgado; quebrantó la prisión; fue juzgado de nuevo, y por fin había regresado del destierro que se le impusiera por vida y fue la causa de la muerte del hombre que originó su captura. Cuando nos volvíamos hacia el sol poniente que el día anterior dejamos a nuestra espalda, y mientras la corriente de nuestras esperanzas parecía retroceder, le dije cuánto lamentaba que hubiese venido a Inglaterra tan sólo por mi causa. - Querido Pip - me contestó -. Estoy muy satisfecho de haber corrido esta aventura. He podido ver a mi muchacho, que en adelante podrá ser un caballero aun sin mi auxilio. 214 No. Pensé acerca de ello mientras me sentaba a su lado. No. Aparte de mis propias inclinaciones, comprendí entonces el significado de las palabras de Wemmick, porque después de ser preso, sus posesiones irían a parar a la Corona. - Mira, querido Pip – dijo. - Es mucho mejor, para un caballero, que no se sepa que me perteneces. Tan sólo te ruego que vengas a verme de vez en cuando, como vas a ver a Wemmick. Siéntate a mi lado cuando te sea posible, y no pido nada más que eso. - Si me lo permiten, no me moveré nunca de su lado. ¡Quiera Dios que pueda ser tan fiel para usted como usted lo ha sido para mí! Mientras sostenía su mano sentí que temblaba entre las mías, y cuando volvió el rostro a un lado oí de nuevo aquel mismo sonido raro en su garganta, aunque ahora muy suavizado, como todo lo demás en él. Fue muy conveniente que tratara de este punto, porque eso me hizo recordar algo que, de otro modo, no se me habría ocurrido hasta que fuese demasiado tarde: que él no debía conocer cómo habían desaparecido sus esperanzas de enriquecerme. ...
En la línea 888
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... «La causa de todo es que estoy muy enfermo ‑se dijo al fin sombríamente‑. Me torturo y me hiero a mí mismo. Soy incapaz de dirigir mis actos. Ayer, anteayer y todos estos días no he hecho más que martirizarme… Cuando esté curado, ya no me atormentaré. Pero ¿y si no me curo nunca? ¡Señor, qué harto estoy de toda esta historia… !» ...
En la línea 1725
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... El moribundo acababa de recibir la extremaunción. Catalina Ivanovna se acercó al lecho de su esposo. El sacerdote se apartó y antes de retirarse se creyó en el deber de dirigir unas palabras de consuelo a Catalina Ivanovna. ...
En la línea 1735
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Mientras hablaba con el pope, Catalina Ivanovna no cesaba de atender a su marido. Le enjugaba el sudor y la sangre que manaban de su cabeza, le arreglaba las almohadas, le daba de beber, todo ello sin dirigir ni una mirada a su interlocutor. La última frase del sacerdote la llenó de ira. ...
En la línea 3231
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... »Otro día, dejándose llevar de su espíritu burlón, trata de divertirse a costa de alguien que sospecha de él. Finge palidecer de espanto, pero he aquí que representa su papel con demasiada propiedad, que su palidez es demasiado natural, y esto será otro indicio. Por el momento, su interlocutor podrá dejarse engañar, pero, si no es un tonto, al día siguiente cambiará de opinión. Y el imprudente cometerá error tras error. Se meterá donde no le llaman para decir las cosas más comprometedoras, para exponer alegorías cuyo verdadero sentido nadie dejará de comprender. Incluso llegará a preguntar por qué no lo han detenido todavía. ¡Je, je, je… ! Y esto puede ocurrir al hombre más sagaz, a un psicólogo, a un literato. La naturaleza es un espejo, el espejo más diáfano, y basta dirigir la vista a él. Pero ¿qué le sucede, Rodion Romanovitch? ¿Le ahoga esta atmósfera tal vez? ¿Quiere que abra la ventana? ...
En la línea 609
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —No se inquiete usted, tía —replicó el general en un tono de familiaridad arrogante—. Sé dirigir por mí mismo mis asuntos. Además, Alexei Ivanovitch no le ha relatado los hechos exactamente. ...
En la línea 649
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Estaba pálido, sus ojos chispeaban, sus manos temblaban. Hacía posturas sin contar, tomando el dinero a puñados. Sin embargo, no cesaba de ganar y de aumentar de oro y billetes el montón. Las ujieres se agrupaban, solícitos, en torno suyo, separaban las sillas, hacían sitio para que estuviese cómodo, para que no le apretasen… todo esto con vistas a recibir una buena propina. Con la alegría de la ganancia, algunos jugadores repartían propinas sin mirar lo que daban. Cerca de aquel joven se hallaba un polaco que se estremecía y murmuraba, sin cesar, con tono obsequioso, prodigando sin duda consejos y esforzándose en dirigir el juego, naturalmente esperando una propina. Pero no se fijaba en él, apostaba de cualquier modo y seguía recogiendo. Había perdido evidentemente el juicio. Es un caso corriente en las salas de juego. ...
En la línea 415
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Y fue a la chimenea, cogió los dos candelabros de plata, y se los dio. Las dos mujeres lo miraban sin hablar una palabra, sin hacer un gesto, sin dirigir una mirada que pudiese distraer al obispo. ...
En la línea 968
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Al dirigir Javert esta frase suplicante al hombre que hacía seis semanas lo había humillado ante sus guardias, ese ser altivo hablaba con sencillez y dignidad. ...
En la línea 1667
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Allí, mister Fogg examinó un vehículo bastante singular, especie de tablero establecido sobre dos largueros, algo levantados por delante, como las plantas de un trineo, y en el cual cabían cinco o seis personas. Al tercio, por delante, se elevaba un mástil muy alto, donde se envergaba una inmensa cangreja. Este mástil, sólidamente sostenido por obenques metálicos, tendía un estay de hierro, que servía para guindar un foque de gran dimensión. Detrás había un timón espaldilla, que permitía dirigir el aparato. ...
Para saber como se escribe dirijir o dirigir puedes comparar la frecuencia de aparición ambas en el castellano.
Estadisticas de la palabra dirijir
La palabra dirijir no es muy usada pues no es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE
Estadisticas de la palabra dirigir
Dirigir es una de las palabras más utilizadas del castellano ya que se encuentra en el Top 5000, en el puesto 4304 según la RAE.
Dirigir tienen una frecuencia media de 21.3 veces en cada libro en castellano
Esta clasificación se basa en la frecuencia de aparición de la dirigir en 150 obras del castellano contandose 3238 apariciones en total.
Reglas relacionadas con los errores de j;g
Las Reglas Ortográficas de La J
Se escriben con j las palabras que terminan en -aje. Por ejemplo: lenguaje, viaje.
Se escriben con j los tiempos de los verbos que llevan esta letra en su infinitivo. Por ejemplo:
viajemos, viajáis (del verbo viajar); trabajábamos, trabajemos (del verbo trabajar).
Hay una serie de verbos que no tienen g ni j en sus infinitivos y que se escriben en sus tiempos
verbales con j delante de e y de i. Por ejemplo: dije (infinitivo decir), traje (infinitivo traer).
Las Reglas Ortográficas de la G
Las palabras que contienen el grupo de letras -gen- se escriben con g.
Observa los ejemplos: origen, genio, general.
Excepciones: berenjena, ajeno.
Se escriben con g o con j las palabras derivadas de otra que lleva g o j.
Por ejemplo: - de caja formamos: cajón, cajita, cajero...
- de ligero formamos: ligereza, aligerado, ligerísimo...
Se escriben con g las palabras terminadas en -ogía, -ógico, -ógica.
Por ejemplo: neurología, neurológico, neurológica.
Se escriben con g las palabras que tienen los grupos -agi-, -igi. Por ejemplo: digiere.
Excepciones: las palabras derivadas de otra que lleva j. Por ejemplo: bajito (derivada de bajo), hijito
(derivada de hijo).
Se escriben con g las palabras que empiezan por geo- y legi-, y con j las palabras que empiezan por
eje-. Por ejemplo: geografía, legión, ejército.
Excepción: lejía.
Los verbos cuyos infinitivos terminan en -ger, -gir se escriben con g delante de e y de i en todos sus
tiempos. Por ejemplo: cogemos, cogiste (del verbo coger); elijes, eligieron (del verbo elegir).
Excepciones: tejer, destejer, crujir.

El Español es una gran familia
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Errores Ortográficos típicos con la palabra Dirigir
Cómo se escribe dirigir o dirrigirr?
Cómo se escribe dirigir o dirijir?