Cual es errónea Desterrado o Desterrrrado?
La palabra correcta es Desterrado. Sin Embargo Desterrrrado se trata de un error ortográfico.
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Desterrado en la RAE.
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Desterrado en la wikipedia.
Sinonimos de Desterrado.
Errores Ortográficos típicos con la palabra Desterrado
Cómo se escribe desterrado o desterado?
Cómo se escribe desterrado o desterrrrado?
Cómo se escribe desterrado o dezterrado?
Algunas Frases de libros en las que aparece desterrado
La palabra desterrado puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 10033
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Una hora después en el comedor del Casino que ocupaba una crujía del segundo piso, no lejos de la sala de juego, se sentaban a la mesa presidida por don Pompeyo Guimarán, don Álvaro Mesía, enfrente del protagonista, y en agradable confusión después, sin pensar en preferencias de sitio, Paco Vegallana, Orgaz padre e hijo, Foja, don Frutos Redondo (que acudía a todas las cenas fuesen del partido religioso o político que fuesen), el capitán Bedoya, el coronel Fulgosio, desterrado por republicano, famoso por sus malas pulgas y buena espada, un tal Juanito Reseco, que escribía en los periódicos de Madrid y venía a Vetusta, su patria, a darse tono de vez en cuando, y además un banquero y varios jóvenes de la bolsa de Mesía, trasnochadores abonados del Casino. ...
En la línea 3063
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Y don Basilio, que tenía ciertas marrullerías de asno viejo, sacaba partido de su fisonomía engañosa y de aquel aire de hombre conspicuo que le daban su calva de calabaza, su frente abovedada, sus anteojos y su nariz chiquita y prismática. Más de una vez, los ministros a quienes se presentó experimentaron los efectos de fascinación que aquella carátula ejercía sobre el vulgo, y le tomaron por una eminencia no comprendida. Cráneo y entrecejo eran un timo frenopático. Siempre que discutía tomaba un tono tan solemne, que muchos incautos le miraban con respeto. Consideraba la risa como un acto impropio de la dignidad humana, y habíala desterrado casi en absoluto de su cara, tomando por modelo una página del Nomenclátor o de la Memoria de la Deuda Pública. ...
En la línea 2047
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Era uno de aquellos días de marzo en que el sol brilla esplendoroso y el viento es frío, de manera que a la luz del sol parece ser verano, e invierno en la sombra. Todos llevábamos nuestros gruesos chaquetones de lana, y yo tomé un maletín. De todo cuanto poseía en la tierra, no me llevé más que lo que podía caber en él. Ignoraba por completo a dónde iría, que haría o cuándo regresaría, aunque tampoco me preocupaba mucho todo eso, pues lo que más me importaba era la salvación de Provis. Tan sólo en una ocasión, al volverme para mirar la puerta de mi casa, me pregunté en qué distintas circunstancias regresaría a aquellas habitaciones, en caso de que llegara a hacerlo. Nos quedamos unos momentos en el desembarcadero del Temple, como si no nos decidiésemos a embarcarnos. Como es natural, yo había tenido buen cuidado de que la lancha estuviese preparada y todo en orden. Después de fingir un poco de indecisión, que no pudo advertir nadie más que las tres o cuatro personas «anfibias» que solían rondar por aquel desembarcadero, nos embarcamos y empezamos a avanzar. Herbert iba en la proa y yo cuidaba del timón. Era entonces casi la pleamar y un poco más de las ocho y media. Nuestro plan era el siguiente: como la marea empezaba a bajar a las nueve y no volvería a subir hasta las tres, nos proponíamos seguir paseando y navegar contra ella hasta el oscurecer. Entonces nos hallaríamos más abajo de Gravesend, entre Kent y Essex, en donde el río es ancho y está solitario y donde habita muy poca gente en sus orillas. Allí encontraríamos alguna taberna poco frecuentada en donde poder descansar toda la noche. E1 barco que debía dirigirse a Hamburgo y el que partiría para Rotterdam saldrían hacia las nueve de la mañana del jueves. Conocíamos exactamente la hora en que pasarían por delante de nosotros, y haríamos señas al primero que se presentase; de manera que si, por una razón cualquiera, el primero no nos tomaba a bordo, tendríamos aún otra probabilidad. Conocíamos perfectamente las características de forma y color de cada uno de estos barcos. Era tan grande el alivio de estar ya dispuestos a realizar nuestro propósito, que me pareció mentira el estado en que me hallara tan pocas horas antes. El aire fresco, la luz del sol, el movimiento del río, parecido a un camino que avanzara con nosotros, que simpatizara con nosotros, que nos animara y hasta que nos diera aliento, me infundió una nueva esperanza. Me lamentaba de ser tan poco útil a bordo de la lancha; pero había pocos remeros mejores que mis dos amigos y remaban con un vigor y una maestría que habían de seguir empleando durante todo el día. 208 En aquella época, el tráfico del Támesis estaba muy lejos de parecerse al actual, aunque los botes y las lanchas eran más numerosos que ahora. Tal vez había tantas barcazas, barcos de vela carboneros y barcos de cabotaje como ahora; pero los vapores no eran ni la décima o la vigésima parte de los que hay en la actualidad. A pesar de lo temprano de la hora, abundaban los botes de remos que iban de una parte a otra y multitud de barcazas que bajaban con la marea; la navegación por el río y por entre los puentes en una lancha era una cosa mucho más fácil y corriente entonces que ahora, y avanzábamos rápidamente por entre una multitud le pequeñas embarcaciones. Pasamos en breve más allá del viejo puente de Londres, y dejamos atrás el viejo mercado de Billingsgate, con sus viveros de ostras y sus holandeses, así como también la Torre Blanca y la Puerta del Traidor, y pronto nos hallamos entre las filas de grandes embarcaciones. Acá y acullá estaban los vapores de Leith, de Aberdeen y de Glasgow, cargando y descargando mercancías, y desde nuestra lancha nos parecían altísimos al pasar por su lado; había, a veintenas, barcos de carbón, con las máquinas que sacaban a cubierta el carbón de la cala y que por la borda pasaba a las barcazas; allí, sujeto por sus amarras, estaba el vapor que saldría al día siguiente para Rotterdam, en el que nos fijamos muy bien, y también vimos al que saldría con dirección a Hamburgo, y hasta cruzamos por debajo de su bauprés. Entonces, sentado en la popa, pude ver, con el corazón palpitante, el embarcadero cercano a la casa de Provis. - ¿Está allí? — preguntó Herbert. -Aún no. - Perfectamente. Sus instrucciones son de no salir hasta que nos haya visto. ¿Puedes distinguir su señal? - Desde aquí no muy bien, pero me parece que la veo ya. ¡Ahora la veo! Avante! ¡Despacio, Herbert! ¡Alto los remos! Tocamos ligeramente el embarcadero por un instante. Provis entró a bordo y salimos de nuevo. Llevaba una especie de capa propia para la navegación y un maletín de tela negra. Su aspecto era tan parecido al de un piloto del río como yo habría podido desear. - ¡Querido Pip! - dijo poniéndome la mano sobre el hombro mientras se sentaba -. ¡Fiel Pip mío! Has estado muy acertado, mi querido Pip. Gracias, muchas gracias. Nuevamente empezamos a avanzar por entre las hileras de barcos de todas clases, evitando las oxidadas cadenas, los deshilachados cables de cáñamo o las movedizas boyas, desviándonos de los cestos rotos, que se hundían en el agua, dejando a un lado los flotantes desechos de carbón y todo eso, pasando a veces por delante de la esculpida cabeza, en los mascarones de proa, de John de Sunderland, que parecía dirigir una alocución a los vientos (como suelen hacer muchos Johns), o de Betsy de Yarmouth, con su firme ostentación pectoral y sus llamativos ojos proyectándose lo menos dos pulgadas más allá de su cabeza; circulábamos por entre el ruido de los martillazos que resonaban en los talleres de construcciones navales, oyendo el chirrido de las sierras que cortaban tablones de madera, máquinas desconocidas que trabajaban en cosas ignoradas, bombas que agotaban el agua de las sentinas de algunos barcos, cabrestantes que funcionaban, barcos que se dirigían a la mar e ininteligibles marineros que dirigían toda suerte de maldiciones, desde las bordas de sus barcos, a los tripulantes de las barcazas, que les contestaban con no menor energía. Y así seguimos navegando hasta llegar a donde el río estaba ya despejado, lugar en el que habrían podido navegar perfectamente los barquichuelos de los niños, pues el agua ya no estaba removida por el tráfico y las festoneadas velas habrían tomado perfectamente el viento. En el embarcadero donde recogimos a Provis, y a partir de aquel momento, yo había estado observando, incansable, si alguien nos vigilaba o si éramos sospechosos. No vi a nadie. Hasta entonces, con toda certeza, no habíamos sido ni éramos perseguidos por ningún bote. Pero, de haber descubierto alguno que nos infundiese recelos, habríamos atracado en seguida a la orilla, obligándole a seguir adelante, o a declarar abiertamente sus hostiles propósitos. Mas no ocurrió nada de eso y seguimos nuestro camino sin la menor señal de que nadie quisiera molestarnos. Mi protegido iba, como ya he dicho, envuelto en su capa, y su aspecto no desentonaba de la excursión. Y lo más notable era (aunque la agitada y desdichada vida que llevara tal vez le había acostumbrado a ello) que, de todos nosotros, él parecía el menos asustado. No estaba indiferente, pues me dijo que esperaba vivir lo bastante para ver cómo su caballero llegaba a ser uno de los mejores de un país extranjero; no estaba dispuesto a mostrarse pasivo o resignado, según me pareció entender; pero no tenía noción de que pudiera amenazarnos ningún peligro. Cuando había llegado, le hizo frente; pero era preciso tenerlo delante para que se preocupase por él. - Si supieras, querido Pip - me dijo, - lo que es para mí el sentarme al lado de mi querido muchacho y fumar, al mismo tiempo, mi pipa, después de haber estado día tras día encerrado entre cuatro paredes,ten por seguro que me envidiarías. Pero tú no sabes lo que es esto. 209 - Me parece que conozco las delicias de la libertad - le contesté. - ¡Ah! - exclamó moviendo la cabeza con grave expresión. - Pero no lo sabes tan bien como yo. Para eso sería preciso que te hubieses pasado una buena parte de la vida encerrado, y así podrías sentir lo que yo siento. Pero no quiero enternecerme. Entonces consideré una incongruencia que, obedeciendo a una idea fija, hubiese llegado a poner en peligro su libertad y su misma vida. Pero me dije que tal vez la libertad sin un poco de peligro era algo demasiado distinto de los hábitos de su vida y que quizá no representaba para él lo mismo que para otro hombre. No andaba yo muy equivocado, porque, después de fumar en silencio unos momentos. me dijo: - Mira, querido Pip, cuando yo estaba allí, en el otro lado del mundo, siempre miraba en esta dirección; y estaba seguro de poder venir, porque me estaba haciendo muy rico. Todos conocían a Magwitch, y Magwitch podía ir y venir, y nadie se preocupaba por él. Aquí no se contentarían tan fácilmente, y es de creer que darían algo por cogerme si supieran dónde estoy. - Si todo va bien - le dije, - dentro de pocas horas estará usted libre y a salvo. - Bien - dijo después de suspirar, - así lo espero. - ¿Y tu piensa también? Metió la mano en el agua, por encima de la borda de la lancha, y con la expresión suave que ya conocía dijo, sonriendo: - Me parece que también lo pienso así, querido Pip. Espero que podremos vivir mejor y con mayor comodidad que hasta ahora. De todas maneras, resulta muy agradable dar un paseo por el agua, y esto me hizo pensar, hace un momento, que es tan desconocido para nosotros lo que nos espera dentro de pocas horas como el fondo de este mismo río que nos sostiene. Y así como no podemos contener el avance de las mareas, tampoco podemos impedir lo que haya de suceder. El agua ha corrido a través de mis dedos y ya no quedan más que algunas gotas - añadió levantando y mostrándome su mano. -Pues, a juzgar por su rostro, podría creer que está usted un poco desaléntado - dije. - Nada de eso, querido Pip. Lo que pasa es que este paseo me resulta muy agradable, y el choque del agua en la proa de la lancha me parece casi una canción de domingo. Además, es posible que ya me esté haciendo un poco viejo. Volvió a ponerse la pipa en la boca con la mayor calma, y se quedó tan contento y satisfecho como si ya estuviésemos lejos de Inglaterra. Sin embargo, obedecía a la menor indicación, como si hubiera sentido un terror constante, porque cuando nos acercamos a la orilla para comprar algunas botellas de cerveza y él se disponía a desembarcar también, yo le indiqué que estaba más seguro dentro de la lancha. - ¿Lo crees así, querido Pip? - preguntó. Y sin ninguna resistencia volvió a sentarse en la lancha. A lo largo del cauce del río, el aire era muy frío, pero el día era magnífico y la luz del sol muy alegre. La marea bajaba con la mayor rapidez y fuerza, y yo tuve mucho cuidado de no perder en lo posible el impulso que podía darnos, y gracias también al esfuerzo de los remeros avanzamos bastante. Por grados imperceptibles, a medida que bajaba la marea, perdíamos de vista los bosques y las colinas y nos acercábamos a las fangosas orillas, pero aún nos acompañaba el reflujo cuando estábamos ya más allá de Gravesend. Como nuestro fugitivo iba envuelto en su capa, yo, de propósito, pasé a uno o dos largos del bote de la Aduana flotante, y así nos alejamos de la violenta corriente del centro del río, a lo largo de dos barcos de emigrantes, pasando también por debajo de un gran transporte de tropas, en cuyo alcázar de proa había unos soldados que nos miraron al pasar. Pronto disminuyó el reflujo y se ladearon todos los barcos que estaban anclados, hasta que dieron una vuelta completa. Entonces todas las embarcaciones que querían aprovechar la nueva marea para llegar al Pool empezaron a congregarse alrededor de nosotros en tanto nos acercábamos a la orilla, para sufrir menos la influencia de la marea, aunque procurando no acercarnos a los bajos ni a los bancos de lodo. Nuestros remeros estaban tan descansados, pues varias veces dejaron que la lancha fuese arrastrada por la marea, abandonando los remos, que les bastó un reposo de un cuarto de hora. Tomamos tierra saltando por algunas piedras resbaladizas; luego comimos y bebimos lo que teníamos, y exploramos los alrededores. Aquel lugar se parecía mucho a mis propios marjales, pues era llano y monótono y el horizonte estaba muy confuso. Allí el río daba numerosas vueltas y revueltas, agitando las boyas flotantes, que tampoco cesaban de girar, aunque todo lo demás parecía estar absolutamente inmóvil. Entonces la flota de barcos había doblado ya la curva que teníamos más cercana, y la última barcaza verde, cargada de paja, con una vela de color pardo, iba detrás de todos los demás. Algunos lanchones, cuya forma era semejante a la primitivá y ruda imitación que de un bote pudiera hacer un niño, permanecían quietos entre el fango; había un faro de ladrillos para señalar la presencia de un bajo; por doquier veíanse estacas hundidas en el fango, piedras 210 cubiertas de lodo, rojas señales en los bajos y también otras para indicar las mareas, así como un antiguo desembarcadero y una casa sin tejado. Todo aquello salía del barro, estaba medio cubierto de él, y alrededor de nosotros no se veía más que barro y desolación. Volvimos a embarcarnos y seguimos el camino que nos fue posible. Ahora ya resultaba más duro el remar, pero tanto Herbert como Startop perseveraron en sus esfuerzos y siguieron remando, incansables, hasta que se puso el sol. Entonces el río nos había levantado un poquito y podíamos divisar perfectamente las orillas. El sol, al ponerse, era rojizo y se acercaba ya al nivel de la orilla, difundiendo rojos resplandores que muy rápidamente se convertían en sombras; había allí el marjal solitario, y más allá algunas tierras altas, entre las cuales y nosotros parecía como si no existiera vida de ninguna clase, salvo alguna que otra triste gaviota que revoloteaba a cierta distancia. La noche cerraba aprisa, y como la luna estaba ya en cuarto menguante, no salía temprano. Por eso celebramos consejo, muy corto, porque sin duda lo que teníamos que hacer era ocultarnos en alguna solitaria taberna que encontrásemos. Así continuamos, hablando poco, por espacio de cuatro o cinco millas y sumidos en angustioso tedio. Hacía mucho frío, y un barco carbonero que vino hacia nosotros con los fuegos encendidos nos ofreció la visión de un hogar cómodo. A la sazón, la noche ya era negra, y así continuaría hasta la mañana, y la poca luz que nos alumbraba, más semejaba proceder del río que del cielo, porque cuando los remos se hundían en el agua parecían golpear las estrellas que en ella se reflejaban. En aquellos tristes momentos, todos, sin duda alguna, sentíamos el temor de que nos siguieran. A la hora de la marea, el agua golpeaba contra la orilla a intervalos regulares, y, cada vez que llegaba a nuestros oídos uno de esos ruidos, alguno de nosotros se sobresaltaba y miraba en aquella dirección. La fuerza de la corriente había abierto en la orilla pequeñas caletas, que a nosotros nos llenaban de recelo y nos hacían mirarlas con la mayor aprensión. Algunas veces, en la lancha se oía la pregunta: «¿Qué es esa ondulación del agua?» O bien otro observaba en voz baja: «¿No es un bote aquello?» Y luego nos quedábamos en silencio absoluto y con mucha impaciencia nos decíamos que los remos hacían mucho ruido en los toletes. Por fin descubrimos una luz y un tejado, y poco después avanzábamos hacia un camino hecho pacientemente con piedras recogidas de la orilla. Dejando a los demás en la lancha, salté a tierra y me cercioré de que la luz partía de una taberna. Era un lugar bastante sucio, y me atrevo a decir que no desconocido por los contrabandistas; pero en la cocina ardía un alegre fuego, tenían huevos y tocino para comer y varios licores para beber. También había varias habitaciones con dos camas «tal como estaban», según dijo el dueño. En la casa no había nadie más que el huésped, su mujer y un muchacho de color gris, el «Jack» del lugar, y que parecía estar tan cubierto de légamo y sucio como si él mismo hubiese sido una señal de la marea baja. Con la ayuda que me ofreció aquel individuo regresé a la lancha y desembarcaron todos. Nos llevamos los remos, el timón, el bichero y otras cosas por el estilo, y varamos la embarcación para la noche. Comimos muy bien ante el fuego de la cocina y luego nos encaminamos a nuestros respectivos dormitorios. Herbert y Startop habían de ocupar uno de ellos, y mi protector y yo, el otro. Observamos que en aquellas estancias el aire había sido excluido con tanto cuidado como si fuera algo fatal para la vida, y había más ropa sucia y cajas de cartón debajo de las camas de lo que, según imaginaba, habría podido poseer una familia. Mas, a pesar de todo, nos dimos por satisfechos, porque habría sido imposible encontrar un lugar más solitario que aquél. Mientras nos calentábamos ante el fuego, después de cenar, el «Jack», que estaba sentado en un rincón y que llevaba puestas un par de botas hinchadas - que nos estuvo mostrando mientras nosotros comíamos el tocino y los huevos, como interesantes reliquias que dos días antes quitara de los pies de un marinero ahogado al que la marea dejó en la orilla, - me preguntó si habíamos visto una lancha de cuatro remos que remontaba el río con la marea. Cuando le dije que no, contestó que tal vez habría vuelto a descender por el río, pero añadió que al desatracar frente a la taberna había remontado la corriente. - Lo habrá pensado mej or - añadió el «Jack» - y habrá vuelto a bajar el río. - ¿Dices que era una lancha de cuatro remos? - pregunté. - Sí. Y además de los remeros iban dos personas sentadas. - ¿Desembarcaron aquí? - Vinieron a llenar de cerveza una jarra de dos galones. Y a fe que me habría gustado envenenarles la cerveza. - ¿Por qué? - Yo sé lo que me digo - replicó el «Jack». Hablaba con voz gangosa, como si el légamo le hubiese entrado en la garganta. 211 - Se figura - dijo el dueño, que era un hombre de aspecto meditabundo, con ojos de color pálido y que parecía tener mucha confianza en su «Jack», - se figura que eran lo que no eran. - Yo ya sé por qué hablo - observó el «Jack». - ¿Te figuras que eran aduaneros? - preguntó el dueño. - Sí - contestó el «Jack». - Pues te engañas. - ¿Que me engaño? Como para expresar el profundo significado de su respuesta y la absoluta confianza que tenía en su propia opinión, el «Jack» se quitó una de las botas hinchadas, la miró, quitó algunas piedrecillas que tenía dentro golpeando en el suelo y volvió a ponérsela. Hizo todo eso como si estuviese tan convencido de que tenía razón que no podía hacer otra cosa. - Si es así, ¿qué han hecho con sus botones, «Jack»? - preguntó el dueño, con cierta indecisión. - ¿Que qué han hecho con sus botones? – replicó. - Pues los habrán tirado por la borda o se los habrán tragado. ¿Que qué han hecho con sus botones? - No seas desvergonzado, «Jack» - le dijo el dueño, regañándole de un modo melancólico. -Los aduaneros, bastante saben lo que han de hacer con sus botones - dijo el «Jack» repitiendo la última palabra con el mayor desprecio - cuando esos botones les resultan molestos. Una lancha de cuatro remos y dos pasajeros no se pasa el día dando vueltas por el río, arriba y abajo, subiendo con una marea y bajando con la otra, si no está ocupada por los aduaneros. Dicho esto, salió con expresión de desdén, y como el dueño ya no tenía a su lado a nadie que le inspirase confianza, consideró imposible seguir tratando del asunto. Este diálogo nos puso en el mayor cuidado, y a mí más que a nadie. El viento soplaba tristemente alrededor de la casa y la marea golpeaba contra la orilla; todo eso me dio la impresión de que ya estábamos cogidos. Una lancha de cuatro remos que navegara de un modo tan particular, hasta el punto de llamar la atención, era algo alarmante que no podía olvidar en manera alguna. Cuando hube inducido a Provis a que fuese a acostarse, salí con mis dos compañeros (pues ya Startop estaba enterado de todo) y celebramos otro consejo, para saber si nos quedaríamos en aquella casa hasta poco antes de pasar el buque, cosa que ocurriría hacia la una de la tarde siguiente, o bien si saldríamos por la mañana muy temprano. Esto fue lo que discutimos. Nos pareció mejor continuar donde estábamos hasta una hora antes del paso del buque y luego navegar por el camino que había de seguir, cosa que podríamos hacer fácilmente aprovechando la marea. Después de convenir eso, regresamos a la casa y nos acostamos. Me eché en la cama sin desnudarme por completo y dormí bien por espacio de algunas horas. Al despertar se había levantado el viento, y la muestra de la taberna (que consistía en un buque) rechinaba y daba bandazos que me sobresaltaron. Me levanté sin hacer ruido, porque mi compañero dormía profundamente, y miré a través de los vidrios de la ventana. Vi el camino al cual habíamos llevado nuestra lancha, y en cuanto mis ojos se hubieron acostumbrado a la incierta luz reinante, pues la luna estaba cubierta de nubes, divisé dos hombres que examinaban nuestra embarcación. Pasaron por debajo de la ventana, sin mirar a otra cosa alguna, y no se dirigieron al desembarcadero, que según pude ver estaba desierto, sino que echaron a andar por el marjal, en dirección al Norte. Mi primer impulso fue llamar a Herbert y mostrarle los dos hombres que se alejaban, pero, reflexionando antes de ir a su habitación, que estaba en la parte trasera de la casa e inmediata a la mía, me dije que tanto él como Startop habían tenido un día muy duro y que debían de estar muy fatigados, y por eso me abstuve. Volviendo a la ventana, pude ver a los dos hombres que se alejaban por el marjal. Pero, a la poca luz que hábía pronto los perdí de vista, y, como tenía mucho frío, me eché en la cama para reflexionar acerca de aquello, aunque muy pronto me quedé dormido. Nos levantamos temprano. Mientras los cuatro íbamos de una parte a otra, antes de tomar el desayuno, me pareció mejor referir lo que había visto. También entonces nuestro fugitivo pareció ser el que menos se alarmó entre todos los demás. Era muy posible, dijo, que aquellos dos hombres perteneciesen a la Aduana y que no sospechasen de nosotros. Yo traté de convencerme de que era así, y, en efecto, podía ser eso muy probablemente. Sin embargo, propuse que él y yo nos encaminásemos hasta un punto lejano que se divisaba desde donde estábamos y que la lancha fuera a buscarnos allí, o tan cerca como fuese posible, alrededor del mediodía. Habiéndose considerado que eso era una buena precaución, poco después de desayunarnos salimos él y yo, sin decir una palabra en la taberna. Mientras andábamos, mi compañero iba fumando su pipa y de vez en cuando me cogía por el hombro. Cualquiera habría podido imaginarse que yo era quien estaba en peligro y que él trataba de darme ánimos. Hablamos muy poco. Cuando ya estábamos cerca del sitio indicado, le rogué que se quedara en un lugar 212 abrigado mientras yo me adelantaba para hacer un reconocimiento, porque aquella misma fue la dirección que tomaron los dos hombres la noche anterior. Él obedeció y avancé solo. Por allí no se veía ningún bote ni descubrí que se acercase alguno, así como tampoco huellas o señales de que nadie se hubiese embarcado en aquel lugar. Sin embargo, como la marea estaba alta, tal vez sus huellas estuvieran ocultas por el agua. Cuando él asomó la cabeza por su escondrijo y vio que yo le hacía señas con mi sombrero para que se acercase, vino a reunirse conmigo y allí esperamos, a veces echados en el suelo y envueltos en nuestras capas y otras dando cortos paseos para recobrar el calor, hasta que por fin vimos llegar nuestra lancha. Sin dificultad alguna nos embarcamos y fuimos a tomar el camino que había de seguir el vapor. Entonces faltaban diez minutos para la una, y empezamos a estar atentos para descubrir el humo de la chimenea. Pero era la una y media antes de que lo divisáramos, y poco después vimos otra humareda que venía detrás. Puesto que los dos buques se acercaban rápidamente, preparé los dos maletines y aproveché los instantes para despedirme de Herbert y de Startop. Nos estrechamos cordialmente las manos y tanto los ojos de Herbert como los míos no estaban secos, cuando de pronto vi una lancha de cuatro remos que se alejaba de la orilla, un poco más allá de donde nosotros estábamos, y que empezaba a seguir la misma dirección que nosotros. Entre nosotros y el buque quedaba una faja de tierra debida a una curva del río, pero pronto vimos que aquél se acercaba rápidamente. Indiqué a Herbert y a Startop que se mantuvieran ante la marea, a fin de que se diesen cuenta los del buque de que los estábamos aguardando, y recomendé a Provis que se quedara tranquilamente sentado y quieto, envuelto en su capa. Él me contestó alegremente: - Puedes confiar en mí, Pip. Y se quedó sentado, tan inmóvil como si fuera una estatua. Mientras tanto, la lancha de cuatro remos, que era gobernada con la mayor habilidad, había cruzado la corriente por delante de nosotros, nos dejó avanzar a su lado y seguimos navegando de conserva. Dejando el espacio suficiente para el manejo de los remos, se mantenía a nuestro costado, quedándose inmóvil en cuanto nosotros nos deteníamos, o dando uno o dos golpes de remo cuando nosotros los dábamos. Uno de los dos pasajeros sostenía las cuerdas del timón y nos miraba con mucha atención, como asimismo lo hacían los remeros; el otro pasajero estaba tan envuelto en la capa como el mismo Provis, y de pronto pareció como si diese algunas instrucciones al timonel, mientras nos miraba. En ninguna de las dos embarcaciones se pronunció una sola palabra. Startop, después de algunos minutos de observación, pudo darse cuenta de cuál era el primer barco que se acercaba, y en voz baja se limitó a decirme: «Hamburgo». El buque se acercaba muy rápidamente a nosotros, y a cada momento oíamos con mayor claridad el ruido de su hélice. Estaba ya muy cerca, cuando los de la lancha nos llamaron. Yo contesté. - Les acompaña un desterrado de por vida que ha quebrantado su destierro - dijo el que sostenía las cuerdas del timón. - Es ese que va envuelto en la capa. Se llama Abel Magwitch, conocido también por Provis. Ordeno que ese hombre se dé preso y a ustedes que me ayuden a su prisión. Al mismo tiempo, sin que, en apariencia, diese orden alguna a su tripulación, la lancha se dirigió hacia nosotros. Manejaron un momento los remos, los recogieron luego y corrieron hacia nosotros y se agarraron a nuestra borda antes de que nos diésemos cuenta de lo que hacían. Eso ocasionó la mayor confusión a bordo del vapor, y oí como nos llamaban, así como la orden de parar la hélice. Me di cuenta de que se hacía eso, pero el buque se acercaba a nosotros de un modo irresistible. Al mismo tiempo vi que el timonel de la lancha ponía la mano en el hombro de su preso; que las dos embarcaciones empezaban a dar vueltas impulsadas por la fuerza de la marea, y que todos los que estaban a bordo del buque se dirigían apresuradamente a la proa. También, en el mismo instante, observé que el preso se ponía en pie y, echando a un lado al que lo prendiera, se arrojaba contra el otro pasajero que había permanecido sentado y que, al descubrirse el rostro, mostró ser el del otro presidiario que conociera tantos años atrás. Noté que aquel rostro retrocedía lleno de pálido terror que jamás olvidaré, y oí un gran grito a bordo del vapor, así como una caída al agua, al mismo tiempo que sentía hundirse nuestra lancha bajo mis pies. Por un instante me pareció estar luchando con un millar de presas de molino y otros tantos relámpagos; pasado aquel instante, fui subido a bordo de la lancha. Herbert estaba ya allí, pero nuestra embarcación había desaparecido, así como también los dos presidiarios. Entre los gritos que resonaban a bordo del buque, el furioso resoplido de su vapor, la marcha del mismo barco y la nuestra misma, todo eso me impidió al principio distinguir el cielo del agua, o una orilla de otra; pero la tripulación de la lancha enderezó prontamente su marcha gracias a unos vigorosos golpes de remo, después de lo cual volvieron a izarlos mirando silenciosamente hacia popa. Pronto se vio un objeto negro en aquella dirección y que, impulsado por la marea, se dirigía hacia nosotros. Nadie pronunció una sola 213 palabra, pero el timonel levantó la mano y todos los demás hicieron esfuerzos para impedir que la lancha se moviese. Cuando aquel bulto se acercó vi que era Magwitch que nadaba, pero no con libertad de movimientos. Fue subido a bordo, y en el acto le pusieron unas esposas en las manos y en los tobillos. Los remeros mantuvieron quieta la lancha, y de nuevo todos empezaron a vigilar el agua con intensas miradas. Pero entonces llegó el vapor de Rotterdam, y como, en apariencia, no se había dado cuenta de lo ocurrido, avanzaba a toda velocidad. No se tardó en hacerle las indicaciones necesarias, de manera que los dos vapores quedaron inmóviles a poca distancia, en tanto que nosotros nos levantábamos y nos hundíamos impulsados por las revueltas aguas. Siguieron observando el agua hasta que estuvo tranquila y hasta mucho después de haberse alejado los dos vapores; pero todos comprendían que ya era inútil esperar y vigilar. Por fin se desistió de continuar allí, y la lancha se dirigió a la orilla, hacia la taberna que dejáramos poco antes, en donde nos recibieron con no pequeña sorpresa. Allí pude procurar algunas pequeñas comodidades a Magwitch, pues ya no sería conocido en adelante por Provis, que había recibido una grave herida en el pecho y un corte profundo en la cabeza. Me dijo que se figuraba haber ido a parar debajo de la quilla del vapor y que al levantar la cabeza se hirió. La lesión del pecho, que dificultaba extraordinariamente su respiración, creía habérsela causado contra el costado de la lancha. Añadió que no pretendía decir lo que pudo o no hacer a Compeyson, pero que en el momento de ponerle encima la mano para identificarle, el miserable retrocedió con tanta fuerza que no tan sólo se cayó él al agua, sino que arrastró a su enemigo en su caída, y que la violenta salida de él (Magwitch) de nuestra lancha y el esfuerzo que hizo su aprehensor para mantenerle en ella fueron la causa del naufragio de nuestra embarcación. Me dijo en voz baja que los dos se habían hundido, ferozmente abrazados uno a otro, y que hubo una lucha dentro del agua; que él pudo libertarse, le dio un golpe y luego se alejó a nado. No he tenido nunca razón alguna para dudar de la verdad de lo que me dijo. El oficial que guiaba la lancha hizo la misma relación de la caída al agua de los dos. Cuando pedí permiso al oficial para cambiar el traje mojado del preso, comprándole cuantas prendas pudiera hallar en la taberna, me lo concedió sin inconveniente, aunque observando que tenía que hacerse cargo de cuantas cosas llevase el preso consigo. Así, pues, la cartera que antes estuviera en mis manos pasó a las del oficial. Además, me permitió acompañar al preso a Londres, pero negó este favor a mis dos amigos. E1 «Jack» de la Taberna del Buque quedó enterado del lugar en que se había ahogado el expresidiario y se encargó de buscar su cadáver en los lugares en que más fácilmente podía ir a parar a la orilla. Pareció interesarse mucho más en el asunto cuando se hubo enterado de que el cadáver llevaba medias. Tal vez, para vestirse de pies a cabeza, necesitaba, más o menos, una docena de ahogados, y quizás ésta era la razón de que los diferentes artículos de su traje estuviesen en distintas fases de destrucción. Permanecimos en la taberna hasta que volvió la marea, y entonces Magwitch fue llevado nuevamente a la lancha y obligado a acomodarse en ella. Herbert y Startop tuvieron que dirigirse a Londres por tierra, lo mas pronto que les fue posible. Nuestra despedida fue muy triste, y cuando me senté al lado de Magwitch comprendí que aquél era mi lugar en adelante y mientras él viviese. Había desaparecido ya por completo toda la repugnancia que me inspirara, y en el hombre perseguido, herido y anonadado que tenía su mano entre las mías tan sólo vi a un ser que había querido ser mi bienhechor y que me demostró el mayor afecto, gratitud y generosidad y con la mayor constancia por espacio de numerosos años. Tan sólo vi en él a un hombre mucho mejor de lo que yo había sido para Joe. Su respiración se hizo más difícil y dolorosa a medida que avanzó la noche, y muchas veces el desgraciado no podía contener un gemido de dolor. Traté de hacerle descansar en el brazo que tenía útil y en una posición cómoda, pero era doloroso pensar que yo no podía lamentar en mi corazón el hecho de que estuviese mal herido, ya que era mucho mejor que muriese por esta causa. No podía dudar que existirían bastantes personas capaces y deseosas de identificarle. Aquel hombre había sido presentado en su peor aspecto cuando fue juzgado; quebrantó la prisión; fue juzgado de nuevo, y por fin había regresado del destierro que se le impusiera por vida y fue la causa de la muerte del hombre que originó su captura. Cuando nos volvíamos hacia el sol poniente que el día anterior dejamos a nuestra espalda, y mientras la corriente de nuestras esperanzas parecía retroceder, le dije cuánto lamentaba que hubiese venido a Inglaterra tan sólo por mi causa. - Querido Pip - me contestó -. Estoy muy satisfecho de haber corrido esta aventura. He podido ver a mi muchacho, que en adelante podrá ser un caballero aun sin mi auxilio. 214 No. Pensé acerca de ello mientras me sentaba a su lado. No. Aparte de mis propias inclinaciones, comprendí entonces el significado de las palabras de Wemmick, porque después de ser preso, sus posesiones irían a parar a la Corona. - Mira, querido Pip – dijo. - Es mucho mejor, para un caballero, que no se sepa que me perteneces. Tan sólo te ruego que vengas a verme de vez en cuando, como vas a ver a Wemmick. Siéntate a mi lado cuando te sea posible, y no pido nada más que eso. - Si me lo permiten, no me moveré nunca de su lado. ¡Quiera Dios que pueda ser tan fiel para usted como usted lo ha sido para mí! Mientras sostenía su mano sentí que temblaba entre las mías, y cuando volvió el rostro a un lado oí de nuevo aquel mismo sonido raro en su garganta, aunque ahora muy suavizado, como todo lo demás en él. Fue muy conveniente que tratara de este punto, porque eso me hizo recordar algo que, de otro modo, no se me habría ocurrido hasta que fuese demasiado tarde: que él no debía conocer cómo habían desaparecido sus esperanzas de enriquecerme. ...
En la línea 2051
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Magwitch estaba muy enfermo en la cárcel durante todo el intervalo que hubo entre su prisión y el juicio, hasta que llegó el día en que se celebró éste. Tenía dos costillas rotas, que le infirieron una herida en un 218 pulmón, y respiraba con mucha dificultad y agudo dolor, que aumentaba día por día. Como consecuencia de ello hablaba en voz tan baja que apenas se le podía oír, y por eso sus palabras eran pocas. Pero siempre estaba dispuesto a escucharme y, por tanto, el primer deber de mi vida fue el de hablarle y el de leerle las cosas que, según me parecía, escucharía atentamente. Como estaba demasiado enfermo para permanecer en la prisión común, al cabo de uno o dos días fue trasladado a la enfermería. Esto me dio más oportunidades de permanecer acompañándole. A no ser por su enfermedad, habría sido aherrojado, pues se le consideraba hombre peligroso y capaz de fugarse a pesar de todo. Lo veía todos los días, aunque sólo por un corto espacio de tiempo. Así, pues, los intervalos de nuestras separaciones eran lo bastante largos para que pudiese notar en su rostro los cambios debidos a su estado físico. No recuerdo haber observado en él ningún indicio de mejoría. Cada día estaba peor y cada vez más débil a partir del momento en que tras él se cerró la puerta de la cárcel. La sumisión o la resignación que demostraba eran propios de un hombre que ya está fatigado. Muchas veces, sus maneras, o una palabra o dos que se le escapaban, me producían la impresión de que tal vez él reflexionaba acerca de si, en circunstancias más favorables, habría podido ser un hombre mejor, pero jamás se justificaba con la menor alusión a esto ni trataba de dar al pasado una forma distinta de la que realmente tenía. Ocurrió en dos o tres ocasiones y en mi presencia que alguna de las personas que estaban a su cuidado hiciese cualquier alusión a su mala reputación. Entonces, una sonrisa cruzaba su rostro y volvía los ojos hacia mí con tan confiada mirada como si estuviese seguro de que yo conocía sus propósitos de redención, aun en la época en que era todavía un niño. En todo lo demás se mostraba humilde y contrito y nunca le oí quejarse. Cuando llegó el día de la vista del juicio, el señor Jaggers solicitó el aplazamiento hasta la sesión siguiente. Pero como era evidente que el objeto de tal petición se basaba en la seguridad de que el acusado no viviría tanto tiempo, fue denegada. Se celebró el juicio, y cuando le llevaron al Tribunal le permitieron sentarse en una silla. No se me impidió sentarme cerca de él, más allá del banquillo de los acusados, aunque lo bastante cerca para sostener la mano que él me entregó. El juicio fue corto y claro. Se dijo cuanto podía decirse en su favor, es decir, que había adquirido hábitos de trabajo y que se comportó de un modo honroso, cumpliendo exactamente los mandatos de las leyes. Pero no era posible negar el hecho de que había vuelto y de que estaba allí en presencia del juez y de los jurados. Era, pues, imposible absolverle. En aquella época existía la costumbre, según averigüé gracias a que pude presenciar la marcha de aquellos procesos, de dedicar el último día a pronunciar sentencias y terminar con el terrible efecto que producían las de muerte. Pero apenas puedo creer, por el recuerdo indeleble que tengo de aquel día y mientras escribo estas palabras, que viera treinta y dos hombres y mujeres colocados ante el juez y recibiendo a la vez aquella terrible sentencia. Él estaba entre los treinta y dos, sentado, con objeto de que pudiese respirar y conservar la vida. Aquella escena parece que se presenta de nuevo a mi imaginación con sus vívidos colores y entre la lluvia del mes de abril que brillaba a los rayos del sol y a través de las ventanas de la sala del Tribunal. En el espacio reservado a los acusados estaban los treinta y dos hombres y mujeres; algunos con aire de reto, otros aterrados, otros llorando y sollozando, otros ocultándose el rostro y algunos mirando tristemente alrededor. Entre las mujeres resonaron algunos gritos, que fueron pronto acallados, y siguió un silencio general. Los alguaciles, con sus grandes collares y galones, así como los ujieres y una gran concurrencia, semejante a la de un teatro, contemplaban el espectáculo mientras los treinta y dos condenados y el juez estaban frente a frente. Entonces el juez se dirigió a ellos. Entre los desgraciados que estaban ante él, y a cada uno de los cuales se dirigía separadamente, había uno que casi desde su infancia había ofendido continuamente a las leyes; uno que, después de repetidos encarcelamientos y castigos, fue desterrado por algunos años; pero que, en circunstancias de gran atrevimiento y violencia, logró escapar y volvió a ser sentenciado para un destierro de por vida. Aquel miserable, por espacio de algún tiempo, pareció estar arrepentido de sus horrores, cuando estaba muy lejos de las escenas de sus antiguos crímenes, y allí llevó una vida apacible y honrada. Pero en un momento fatal, rindiéndose a sus pasiones y a sus costumbres, que por mucho tiempo le convirtieron en un azote de la sociedad, abandonó aquel lugar en que vivía tranquilo y arrepentido y volvió a la nación de donde había sido proscrito. Allí fue denunciado y, por algún tiempo, logró evadir a los oficiales de la justicia, mas por fin fue preso en el momento en que se disponía a huir, y él se resistió. Además, no se sabe si deliberadamente o impulsado por su ciego atrevimiento, causó la muerte del que le había denunciado y que conocía su vida entera. Y como la pena dictada por las leyes para 219 el que se hallara en su caso era la más severa y él, por su parte, había agravado su culpa, debía prepararse para morir. El sol daba de lleno en los grandes ventanales de la sala atravesando las brillantes gotas de lluvia sobre los cristales y formaba un ancho rayo de luz que iba a iluminar el espacio libre entre el juez y los treinta y dos condenados, uniéndolos así y tal vez recordando a alguno de los que estaban en la audiencia que tanto el juez como los reos serían sometidos con absoluta igualdad al Gran Juicio que conoce todas las cosas y no puede errar. Levantándose por un momento y con el rostro alumbrado por aquel rayo de luz, el preso dijo: -Milord, ya he recibido mi sentencia de muerte del Todopoderoso, pero me inclino ante la de Vuestro Honor. Dicho esto volvió a sentarse. Hubo un corto silencio, y el juez continuó con lo que tenía que decir a los demás. Luego fueron condenados todos formalmente, y algunos de ellos recibieron resignados la sentencia; otros miraron alrededor con ojos retadores; algunos hicieron señas al público, y dos o tres se dieron la mano, en tanto que los demás salían mascando los fragmentos de hierba que habían tomado del suelo. Él fue el último en salir, porque tenían que ayudarle a levantarse de la silla y se veía obligado a andar muy despacio; y mientras salían todos los demás, me dio la mano, en tanto que el público se ponía en pie (arreglándose los trajes, como si estuviesen en la iglesia o en otro lugar público), al tiempo que señalaban a uno u otro criminal, y muchos de ellos a mí y a él. Piadosamente, esperaba y rogaba que muriese antes de que llegara el día de la ejecución de la sentencia; pero, ante el temor de que durase más su vida, aquella misma noche redacté una súplica al secretario del Ministerio de Estado expresando cómo le conocí y diciendo que había regresado por mi causa. Mis palabras fueron tan fervientes y patéticas como me fue posible, y cuando hube terminado aquella petición y la mandé, redacté otras para todas las autoridades de cuya compasión más esperaba, y hasta dirigí una al monarca. Durante varios días y noches después de su sentencia no descansé, exceptuando los momentos en que me quedaba dormido en mi silla, pues estaba completamente absorbido por el resultado que pudieran tener mis peticiones. Y después de haberlas expedido no me era posible alejarme de los lugares en que se hallaban, porque me sentía más animado cuando estaba cerca de ellas. En aquella poco razonable intranquilidad y en el dolor mental que sufría, rondaba por las calles inmediatas a aquellas oficinas a donde dirigiera las peticiones. Y aún ahora, las calles del oeste de Londres, en las noches frías de primavera, con sus mansiones de aspecto severo y sus largas filas de faroles, me resultan tristísimas por el recuerdo. Las visitas que podía hacerle habían sido acortadas, y la guardia que se ejercía junto a él era mucho más cuidadosa. Tal vez temiendo, viendo o figurándome que sospechaban en mí la intención de llevarle algún veneno, solicité que me registrasen antes de sentarme junto a su lecho, y. ante el oficial que siempre estaba allí me manifesté dispuesto a hacer cualquier cosa que pudiese probarle la sinceridad y la rectitud de mis intenciones. Nadie nos trataba mal ni a él ni a mí. Era preciso cumplir el deber, pero lo hacían sin la menor rudeza. El oficial me aseguraba siempre que estaba peor, y en esta opinión coincidían otros penados enfermos que había en la misma sala, así como los presos que les cuidaban como enfermeros, desde luego malhechores, pero, a Dios gracias, no incapaces de mostrarse bondadosos. A medida que pasaban los días, observé que cada vez se quedaba con más gusto echado de espaldas y mirando al blanco techo, mientras en su rostro parecía haber desaparecido la luz, hasta que una palabra mía lo alumbraba por un momento y volvía a ensombrecerse luego. Algunas veces no podía hablar nada o casi nada; entonces me contestaba con ligeras presiones en la mano, y yo comprendía bien su significado. Había llegado a diez el número de días cuando observé en él un cambio mucho mayor de cuantos había notado. Sus ojos estaban vueltos hacia la puerta y parecieron iluminarse cuando yo entré. - Querido Pip -me dijo así que estuve junto a su cama. - Me figuré que te retrasabas, pero ya comprendí que eso no era posible. - Es la hora exacta - le contesté. - He estado esperando a que abriesen la puerta. - Siempre lo esperas ante la puerta, ¿no es verdad, querido Pip? - Sí. Para no perder ni un momento del tiempo que nos conceden. - Gracias, querido Pip, muchas gracias. Dios te bendiga. No me has abandonado nunca, querido muchacho. En silencio le oprimí la mano, porque no podía olvidar que en una ocasión me había propuesto abandonarle. - Lo mejor - añadió - es que siempre has podido estar más a mi lado desde que fui preso que cuando estaba en libertad. Eso es lo mejor. 220 Estaba echado de espaldas y respiraba con mucha dificultad. A pesar de sus palabras y del cariño que me demostraba, era evidente que su rostro se iba poniendo cada vez más sombrío y que la mirada era cada vez más vaga cuando se fijaba en el blanco techo. - ¿Sufre usted mucho hoy? -No me quejo de nada, querido Pip. - Usted no se queja nunca. Había pronunciado ya sus últimas palabras. Sonrió, y por el contacto de su mano comprendí que deseaba levantar la mía y apoyarla en su pecho. Lo hice así, él volvió a sonreír y luego puso sus manos sobre la mía. Pasaba el tiempo de la visita mientras estábamos así; pero al mirar alrededor vi que el director de la cárcel estaba a mi lado y que me decía: - No hay necesidad de que se marche usted todavía. Le di las gracias y le pregunté: - ¿Puedo hablarle, en caso de que me oiga? El director se apartó un poco e hizo seña al oficial para que le imitase. Tal cambio se efectuó sin el menor ruido, y entonces el enfermo pareció recobrar la vivacidad de su plácida mirada y volvió los ojos hacia mí con el mayor afecto. - Querido Magwitch. Voy a decirle una cosa. ¿Entiende usted mis palabras? Sentí una ligera presión en mis manos. - En otro tiempo tuvo usted una hija a la que quería mucho y a la que perdió. Sentí en la mano una presión más fuerte. - Pues vivió y encontró poderosos amigos. Todavía vive. Es una dama y muy hermosa. Yo la amo. Con un último y débil esfuerzo que habría sido infructuoso de no haberle ayudado yo, llevó mi mano a sus labios. Luego, muy despacio, la dejó caer otra vez sobre su pecho y la cubrió con sus propias manos. Recobró otra vez la plácida mirada que se fijaba en el blanco techo, pero ésta pronto desapareció y su cabeza cayó despacio sobre su pecho. Acordándome entonces de lo que habíamos leído juntos, pensé en los dos hombres que subieron al Temple para orar, y comprendí que junto a su lecho no podía decir nada mejor que: - ¡Oh Dios mío! ¡Sé misericordioso con este pecador! ...
En la línea 1376
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —Basta, Mr. Astley, por favor, no evoque el pasado —exclamé, casi con cólera—. Sepa que no he olvidado nada, pero que temporalmente lo he desterrado todo de mi cabeza, incluso los recuerdos, hasta que rehaga mi situación… Entonces… entonces usted verá, volveré a la vida. ...
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