Cual es errónea Dedicarse o Dedicarrse?
La palabra correcta es Dedicarse. Sin Embargo Dedicarrse se trata de un error ortográfico.
La falta ortográfica detectada en la palabra dedicarrse es que se ha eliminado o se ha añadido la letra r a la palabra dedicarse
Errores Ortográficos típicos con la palabra Dedicarse
Cómo se escribe dedicarse o dedicarrse?
Cómo se escribe dedicarse o dedicarze?

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece dedicarse
La palabra dedicarse puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1088
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El día anterior había reñido definitivamente con su prima. Estaba harto de sus caprichos y sus escándalos. Ahora sería hombre serio, para no dar disgustos a Pablo, que era como su padre. Pensaba dedicarse a la política; ser diputado. Otros de la tierra lo eran, sin otro mérito que una fortuna y un nacimiento iguales a los suyos. Además, contaba con el apoyo de los Padres de la Compañía, sus antiguos maestros, que no dejarían de felicitarse al verle en el hotel de su primo hecho un hombre serio, ocupándose en defender los sagrados intereses sociales. ...
En la línea 320
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... En cuanto al aumento ó disminucion de estipendios, nada puede decirse con datos fijos, ó sin temor de padecer equivocaciones que pueden ser de trascendencia: únicamente advertiré que los párrocos que son destinados á misiones, que es á formar pueblos nuevos, atrayendo y catequizando á los indios infieles que en varios puntos de las Islas existen, están escasamente dotados, y si no fuese por los ausilios de otros relijiosos y sus amigos ó bienhechores, difícilmente podrian subsistir, y con todo eso aun tienen que dedicar muchos dias para preparar y cultivar un pedazo de terreno, formando un poco de siembra de arroz para facilitarse el pan para el año, y dedicarse á la caza de venados, para hacerlos cecina ó salon, que en el pais llaman tapa, y por este medio comen alguna carne, pues son muchas las estrecheces que pasan y no es fácil remediárselas. ...
En la línea 2811
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Mi nuevo amigo sólo podía dedicarse a vender libros en combinación con otros negocios, porque, según me aseguró, la librería no le daba para vivir. ...
En la línea 3109
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Pregunté al amo si aún estábamos en tierra de maragatos, y me respondió que ya la habíamos dejado más de una legua atrás; el muchacho aquel era huérfano, y se había puesto a servir para ahorrar unos cuartos y dedicarse a _arriero_. ...
En la línea 4536
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Aquí podían vivir felices, alimentándose de raíces y no bebiendo más que agua, unos cuantos santos varones, y dedicarse a la contemplación divina sin que el ruido del mundo viniese a turbarlos. ...
En la línea 6304
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... —¿Qué pudo inducirle a usted en un principio a dedicarse a vender libros en Sevilla?—le pregunté cuando, cierta tarde calurosa, llegó, sofocado y cansado, con un paquete de libros atado con una correa. ...
En la línea 16389
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Hacía años, un comandante retirado había querido ganarse la vida dando lecciones de sable: el Marquesito, Orgaz hijo y padre, Ronzal y otros varios comenzaron con gran afición a dejarse dar de palos, pero pronto se cansaron y el comandante tuvo que dedicarse a pedir un duro prestado a cualquiera. ...
En la línea 515
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... las voluptuosidades y las inquietudes de un Tannhauser moderno adormecido a los pies de Venus. Inmediatamente desistió de tal proyecto. Era destapar una herida propia, hundiendo en ella sus dedos, irritándola. Un poeta puede cantar sus dolores. La obra es rápida, un trabajo de horas, que no se prolonga más allá de la impresión momentánea. Al novelista sólo le es dado contar historias ajenas. Su trabajo exige muchos meses. ¡Imposible dedicarse día a día, en un plazo tan largo, a la evocación de penas propias ya casi olvidadas!… Es un suplicio superior a las fuerzas del hombre. Nada de su historia. Contaría las de los otros. ...
En la línea 687
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Continuó Sixto IV hasta su muerte sustituyendo los cardenales que fallecían con otros, en su mayor parte de vida mundana y pocos años. Mientras tanto, sus numerosos sobrinos, todos príncipes de la Iglesia, eclesiásticos o laicos, se dedicaban a deplorables operaciones, concediendo por dinero las cosas más santas. Hasta el mismo Papa era acusado, sin prueba alguna, de dedicarse al acaparamiento de cereales para venderlos más caros al pueblo. ...
En la línea 1198
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... La sensual Sancha, que dormía en cama aparte, con gran satisfacción de su joven esposo, pudo dedicarse sin obstáculos a la satisfacción de su lascivia, y al llegar a Roma su otro cuñado, el duque de Gandía, mostró por él una pasión más vehemente que la inspirada por César. ...
En la línea 1221
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Después de estos extremos ruidosos de pena se entregó al desaliento, mostrando una humildad que hizo dudar a muchos de su razón. Habló de renunciar a la tiara para dedicarse en absoluto a la penitencia, llevando una vida de asceta. Dejó estupefactos a sus cardenales con un discurso en el que se acusó a sí mismo de ser un objeto de escándalo, pidiendo perdón a Dios y a los hombres, jurando emprender inmediatamente una reforma completa de las costumbres eclesiásticas, purificación que prometían todos los papas y ninguno osaba realizar. ...
En la línea 1908
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... El desasosiego y la ira habrían llegado qué sé yo a dónde, si no se desahogaran un poco sobre la inocente cabeza de Papitos, y se dice la cabeza, porque esta fue lo que más padeció en aquel achuchón. Ha de saberse que Papitos era un tanto presumida, y que siendo su principal belleza el cabello negro y abundante, en él ponía sus cinco sentidos. Se peinaba con arte precoz, haciéndose sortijillas y patillas, y para rizarse el fleco, no teniendo tenazas, empleaba un pedazo de alambre grueso, calentándolo hasta el rojo. Hubiera querido hacer estas cosas por la mañana; pero como su ama se levantaba antes que ella, no podía ser. La noche, cuando estaba sola, era el mejor tiempo para dedicarse con entera libertad a la peluquería elegante. Un pedazo de espejo, un batidor desdentado, un poco de tragacanto y el alambre gordo le bastaban. Por mal de sus pecados, aquella noche se había trabajado el pelo con tanta perfección, que… «¡hija, ni que fueras a un baile!» se había dicho ella a sí misma, con risa convulsiva, al mirarse en el espejo por secciones de cara, porque de una vez no se la podía mirar toda. ...
En la línea 2293
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... El redentor sintió frío en el corazón. ¡Fortunata canonizada! Esta idea, por lo muy absurda que era, le atormentó toda la mañana. «Francamente —dijo al fin, después de muchas meditaciones—, tanto como canonizar, no; pero bien podría darle por el misticismo y no querer salir, y quedarme yo in albis». Vamos, que semejante idea le aterraba! En tal caso no tenía más remedio que volverse él santito también, dedicarse a la Iglesia y hacerse cura… ¡Jesús qué disparate! ¡Cura!, ¿y para qué? De vuelta en vuelta, su mente llegó a un torbellino doloroso en el cual no tuvo ya más remedio que ahogar las ideas, para librarse del tormento que le ocasionaban. Intentó estudiar… Imposible. Ocurriole escribir a Fortunata, encargándole que no hiciera caso alguno de lo que le dijesen las monjas acerca de la vida espiritual, la gracia y el amor místico… Otro disparate. Por fin se fue calmando, y la razón se clareaba un poco tras aquellas nieblas. ...
En la línea 495
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Ni le hago ni pienso hacerle, pero se me antoja que el pobrete va a dar en la flor de venir de visita a hora que esté yo. No es cosa, como comprendes, de que me encierre en mi cuarto y me niegue a que me vea, y sin solicitarme va a dedicarse a mártir silencioso. ...
En la línea 1354
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Me parece que el señorito debía dedicarse a la política o a algo así por el estilo –le dijo Liduvina mientras le servía la comida–; eso le distraería. ...
En la línea 1386
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Así me llamaba el último amo que tuve antes. Pero yo creo lo que le ha dicho mi Liduvina, que usted debe dedicarse a la política. ...
En la línea 2037
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Metiéndome en el bolsillo la nota de la señorita Havisham, a fin de que sirviera de credencial por haber vuelto tan pronto a su casa, en el supuesto de que su humor caprichoso le hiciese demostrar alguna sorpresa al verme, tomé la diligencia del día siguiente. Pero me apeé en la Casa de Medio Camino y allí me desayuné, recorriendo luego a pie el resto del trayecto, porque tenía interés en llegar a la ciudad de modo que nadie se diese cuenta de ello y marcharme de la misma manera. Había desaparecido ya la mejor luz del día cuando pasé a lo largo de los tranquilos patios de la parte trasera de la calle Alta. Los montones de ruinas en donde, en otro tiempo, los monjes tuvieron sus refectorios y sus jardines, y cuyas fuertes murallas se utilizaban ahora como humildes albergues y como establos, estaban casi tan silenciosas como los antiguos monjes en sus tumbas. Las campanas de la catedral tuvieron para mí un sonido más triste y más remoto que nunca, mientras andaba apresuradamente para evitar ser visto; así, los sonidos del antiguo órgano llegaron a mis oídos como fúnebre música; y las cornejas que revoloteaban en torno de la torre gris, deslizándose a veces hacia los árboles, altos y desprovistos de hojas, del jardín del priorato, parecían decirme que aquel lugar estaba cambiado y que Estella se había marchado para siempre. Acudió a abrirme la puerta una mujer ya de edad, a quien había visto otras veces y que pertenecía a la servidumbre que vivía en la casa aneja situada en la parte posterior del patio. En el oscuro corredor estaba la bujía encendida, y, tomándola, subí solo la escalera. La señorita Havisham no estaba en su propia estancia, sino en la más amplia, situada al otro lado del rellano. Mirando al interior desde la puerta, después de llamar en vano, la vi sentada ante el hogar en una silla desvencijada, perdida en la contemplación del fuego, lleno de cenizas. Como otras veces había hecho, entré y me quedé en pie, al lado de la antigua chimenea, para que me viese así que levantara los ojos. Indudablemente, la pobre mujer estaba muy sola, y esto me indujo a compadecerme de ella, a pesar de los dolores que me había causado. Mientras la miraba con lástima y pensaba que yo también había llegado a ser una parte de la desdichada fortuna de aquella casa, sus ojos se fijaron en mí. Los abrió mucho y en voz baja se preguntó: - ¿Será una visión real? - Soy yo: Pip. El señor Jaggers me entregó ayer la nota de usted, y no he perdido tiempo en venir. - Gracias, muchas gracias. Acerqué al fuego otra de las sillas en mal estado y me senté, observando en el rostro de la señorita Havisham una expresión nueva, como si estuviese asustada de mí. - Deseo - dijo - continuar el beneficio de que me hablaste en tu última visita, a fin de demostrarte que no soy de piedra. Aunque tal vez ahora no podrás creer ya que haya algún sentimiento humano en mi corazón. 189 Le dije algunas palabras tranquilizadoras, y ella extendió su temblorosa mano derecha, como si quisiera tocarme; pero la retiró en seguida, antes de que yo comprendiese su intento y determinara el modo de recibirlo. -Al hablar de tu amigo me dijiste que podrías informarme de cómo seríame dado hacer algo útil para él. Algo que a ti mismo te gustaría realizar. - Así es. Algo que a mí me gustaría poder hacer. - ¿Qué es eso? Empecé a explicarle la secreta historia de lo que hice para lograr que Herbert llegara a ser socio de la casa en que trabajaba. No había avanzado mucho en mis explicaciones, cuando me pareció que mi interlocutora se fijaba más en mí que en lo que decía. Y contribuyó a aumentar esta creencia el hecho de que, cuando dejé de hablar, pasaron algunos instantes antes de que me demostrara haber notado que yo guardaba silencio. - ¿Te has interrumpido, acaso - me preguntó, como si, verdaderamente, me tuviese miedo, - porque te soy tan odiosa que ni siquiera te sientes con fuerzas para seguir hablándome? - De ninguna manera - le contesté. - ¿Cómo puede usted imaginarlo siquiera, señorita Havisham? Me interrumpí por creer que no prestaba usted atención a mis palabras. - Tal vez no - contestó, llevándose una mano a la cabeza. - Vuelve a empezar, y yo miraré hacia otro lado. Vamos a ver: refiéreme todo eso. Apoyó la mano en su bastón con aquella resoluta acción que le era habitual y miró al fuego con expresión demostrativa de que se obligaba a escuchar. Continué mi explicación y le dije que había abrigado la esperanza de terminar el asunto por mis propios medios, pero que ahora había fracasado en eso. Esta parte de mi explicación, según le recordé, envolvía otros asuntos que no podía detallar, porque formaban parte de los secretos de otro. - Muy bien - dijo moviendo la cabeza en señal de asentimiento, pero sin mirarme. - ¿Y qué cantidad se necesita para completar el asunto? - Novecientas libras. - Si te doy esa cantidad para el objeto expresado, ¿guardarás mi secreto como has guardado el tuyo? -Con la misma fidelidad. - ¿Y estarás más tranquilo acerca del particular? - Mucho más. - ¿Eres muy desgraciado ahora? Me hizo esta pregunta sin mirarme tampoco, pero en un tono de simpatía que no le era habitual. No pude contestar en seguida porque me faltó la voz, y, mientras tanto, ella puso el brazo izquierdo a través del puño de su bastón y descansó la cabeza en él. - Estoy lejos de ser feliz, señorita Havisham, pero tengo otras causas de intranquilidad además de las que usted conoce. Son los secretos a que me he referido. Después de unos momentos levantó la cabeza y de nuevo miró al fuego. - Te portas con mucha nobleza al decirme que tienes otras causas de infelicidad. ¿Es cierto? - Demasiado cierto. - ¿Y no podría servirte a ti, Pip, así como sirvo a tu amigo? ¿No puedo hacer nada en tu obsequio? - Nada. Le agradezco la pregunta. Y mucho más todavía el tono con que me la ha hecho. Pero no puede usted hacer nada. Se levantó entonces de su asiento y buscó con la mirada algo con que escribir. Allí no había nada apropiado, y por esto tomó de su bolsillo unas tabletas de marfil montadas en oro mate y escribió en una de ellas con un lapicero de oro, también mate, que colgaba de su cuello. - ¿Continúas en términos amistosos con el señor Jaggers? - Sí, señora. Ayer noche cené con él. - Esto es una autorización para él a fin de que te pague este dinero, que quedará a tu discreción, para que lo emplees en beneficio de tu amigo. Aquí no tengo dinero alguno; pero si crees mejor que el señor Jaggers no se entere para nada de este asunto, te lo mandaré. - Muchas gracias, señorita Havisham. No tengo ningún inconveniente en recibir esta suma de manos del señor Jaggers. Me leyó lo que acababa de escribir, que era expresivo y claro y evidentemente encaminado a librarme de toda sospecha de que quisiera aprovecharme de aquella suma. Tomé las tabletas de su mano, que estaba temblorosa y que tembló más aún cuando quitó la cadena que sujetaba el lapicero y me la puso en la mano. Hizo todo esto sin mirarme. 190 - En la primera hoja está mi nombre. Si alguna vez puedes escribir debajo de él «la perdono», aunque sea mucho después de que mi corazón se haya convertido en polvo, te ruego que lo hagas. - ¡Oh señorita Havisham! – exclamé. - Puedo hacerlo ahora mismo. Todos hemos incurrido en tristes equivocaciones; mi vida ha sido ciega e inútil, y necesito tanto, a mi vez, el perdón y la compasión ajenos, que no puedo mostrarme severo con usted. Volvió por vez primera su rostro hacia el mío, y con el mayor asombro por mi parte y hasta con el mayor terror, se arrodilló ante mí, levantando las manos plegadas de un modo semejante al que sin duda empleó cuando su pobre corazón era tierno e inocente, para implorar al cielo acompañada de su madre. El verla, con su cabello blanco y su pálido rostro, arrodillada a mis pies, hizo estremecer todo mi cuerpo. Traté de levantarla y tendí los brazos más cerca, y, apoyando en ellos la cabeza, se echó a llorar. Jamás hasta entonces la había visto derramar lágrimas, y, creyendo que el llanto podría hacerle bien, me incliné hacia ella sin decirle una palabra. Y en aquel momento, la señorita Havisham no estaba ya arrodillada, sino casi tendida en el suelo. - ¡Oh! - exclamó, desesperada. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - Si se refiere usted, señorita Havisham, a lo que haya podido hacer contra mí, permítame que le conteste: muy poco. Yo la habría amado en cualquier circunstancia. ¿Está casada? - Sí. Esta pregunta era completamente inútil, porque la nueva desolación que se advertía en aquella casa ya me había informado acerca del particular. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - repitió, retorciéndose las manos y mesándose el blanco cabello. Y volvió a lamentar-: ¡Qué he hecho! No sabía qué contestar ni cómo consolarla. De sobra me constaba que había obrado muy mal, animada por su violento resentimiento, por su burlado amor y su orgullo herido, al adoptar a una niña impresionable para moldearla de acuerdo con sus sentimientos. Pero era preciso recordar que al sustraerse a la luz del día había abandonado infinitamente mucho más. A1 encerrarse se había apartado a sí misma de mil influencias naturales y consoladoras; su mente, en la soledad, había enfermado, como no podía menos de ocurrir al sustraerse de las intenciones de su Hacedor. Y me era imposible mirarla sin sentir compasión, pues advertía que estaba muy castigada al haberse convertido en una ruina, por no tener ningún lugar en la tierra en que había nacido; por la vanidad del dolor, que había sido su principal manía, como la vanidad de la penitencia, del remordimiento y de la indignidad, así como otras monstruosas vanidades que han sido otras tantas maldiciones en este mundo. - Hasta que hablaste con ella en tu visita anterior y hasta que vi en ti, como si fuese un espejo, lo que yo misma sintiera en otros tiempos, no supe lo que había hecho. ¡Qué he hecho, Dios mío! ¡Qué he hecho! Y repitió esta exclamación infinitas veces. - Señorita Havisham - le dije en cuanto guardó silencio. - Puede usted alejarme de su mente y de su conciencia. Pero en cuanto a Estella, es un caso diferente, y si alguna vez puede usted deshacer lo que hizo al imponer silencio a todos sus tiernos sentimientos, será mucho mejor dedicarse a ello que a lamentar el pasado, aunque fuese durante cien años enteros. - Sí, sí, ya lo sé, pero, querido Pip… - y su tono me demostraba el tierno afecto femenino que por mí sentía. - Querido Pip, créeme cuando te digo que no me propuse más que evitarle mi propia desgracia. Al principio no me proponía nada más. - Así lo creo también - le contesté. - Pero cuando creció, haciendo prever que sería muy hermosa, gradualmente hice más y obré peor; y con mis alabanzas y lisonjas, con mis joyas y mis lecciones, con mi persona ante ella, le robé su corazón para sustituirlo por un trozo de hielo. - Mejor habría sido - no pude menos que exclamar -dejarle su propio corazón, aunque quedara destrozado o herido. Entonces la señorita Havisham me miró, tal vez sin verme, y de nuevo volvió a preguntarme qué había hecho. - Si conocieras la historia entera - dijo luego, - me tendrías más compasión y me comprenderías mejor. - Señorita Havisham - contesté con tanta delicadeza como me fue posible. - Desde que abandoné esta región creo conocer su historia entera. Siempre me ha inspirado mucha compasión, y espero haberla comprendido, dándome cuenta de su influencia. ¿Cree usted que lo que ha pasado entre nosotros me dará la libertad de hacerle una pregunta acerca de Estella? No la Estella de ahora, sino la que era cuando llegó aquí. 191 La señorita Havisham estaba sentada en el suelo, con los brazos apoyados en la silla y la cabeza descansando en ellos. Me miró cara a cara cuando le dije esto, y contestó: - Habla. - ¿De quién era hija Estella? Movió negativamente la cabeza. - ¿No lo sabe usted? Hizo otro movimiento negativo. - ¿Pero la trajo el señor Jaggers o la mandó? -La trajo él mismo. - ¿Quiere usted referirme la razón de su venida? - Hacía ya mucho tiempo que yo estaba encerrada en estas habitaciones - contestó en voz baja y precavida. - No sé cuánto tiempo hacía, porque, como sabes, los relojes están parados. Entonces le dije que necesitaba una niña para educarla y amarla y para evitarle mi triste suerte. Le vi por vez primera cuando le mandé llamar a fin de que me preparase esta casa y la dejara desocupada para mí, pues leí su nombre en los periódicos antes de que el mundo y yo nos hubiésemos separado. Él me dijo que buscaría una niña huérfana; y una noche la trajo aquí dorrnida y yo la llamé Estella. - ¿Qué edad tenía entonces? - Dos o tres años. Ella no sabe nada, a excepción de que era huérfana y que yo la adopté. Tan convencido estaba yo de que la criada del señor Jaggers era su madre, que no necesitaba ninguna prueba más clara, porque para cualquiera, según me parecía, la relación entre ambas mujeres habría sido absolutamente indudable. ¿Qué podía esperar prolongando aquella entrevista? Había logrado lo que me propuse en favor de Herbert. La señorita Havisham me comunicó todo lo que sabía acerca de Estella, y yo le dije e hice cuanto me fue posible para tranquilizarla. Poco importa cuáles fueron las palabras de nuestra despedida, pero el caso es que nos separamos. Cuando bajé la escalera y llegué al aire libre era la hora del crepúsculo. Llamé a la mujer que me había abierto la puerta para entrar y le dije que no se molestara todavía, porque quería dar un paseo alrededor de la casa antes de marcharme. Tenía el presentimiento de que no volvería nunca más, y experimentaba la sensación de que la moribunda luz del día convenía en gran manera a mi última visión de aquel lugar. Pasando al lado de las ruinas de los barriles, por el lado de los cuales había paseado tanto tiempo atrás y sobre los que había caído la lluvia de infinidad de años, pudriéndolos en muchos sitios y dejando en el suelo marjales en miniatura y pequeños estanques, me dirigí hacia el descuidado jardín. Di una vuelta por él y pasé también por el lugar en que nos peleamos Herbert y yo; luego anduve por los senderos que recorriera en compañía de Estella. Y todo estaba frío, solitario y triste. Encaminándome hacia la fábrica de cerveza para emprender el regreso, levanté el oxidado picaporte de una puertecilla en el extremo del jardín y eché a andar a través de aquel lugar. Dirigíame hacia la puerta opuesta, difícil de abrir entonces, porque la madera se había hinchado con la humedad y las bisagras se caían a pedazos, sin contar con que el umbral estaba lleno de áspero fango. En aquel momento volví la cabeza hacia atrás. Ello fue causa de que se repitiese la ilusión de que veía a la señorita Havisham colgando de una viga. Y tan fuerte fue la impresión, que me quedé allí estremecido, antes de darme cuenta de que era una alucinación. Pero inmediatamente me dirigí al lugar en que me había figurado ver un espectáculo tan extraordinario. La tristeza del sitio y de la hora y el terror que me causó aquella ficción, aunque momentánea, me produjo un temor indescriptible cuando llegué, entre las abiertas puertas, a donde una vez me arranqué los cabellos después que Estella me hubo lastimado el corazón. Dirigiéndome al patio delantero, me quedé indeciso entre si llamaría a la mujer para que me dejara salir por la puerta cuya llave tenía, o si primero iría arriba para cerciorarme de que no le ocurría ninguna novedad a la señorita Havisham. Me decidí por lo último y subí. Miré al interior de la estancia en donde la había dejado, y la vi sentada en la desvencijada silla, muy cerca del fuego y dándome la espalda. Cuando ya me retiraba, vi que, de pronto, surgía una gran llamarada. En el mismo momento, la señorita Havisham echó a correr hacia mí gritando y envuelta en llamas que llegaban a gran altura. Yo llevaba puesto un grueso abrigo, y, sobre el brazo, una capa también recia. Sin perder momento, me acerqué a ella y le eché las dos prendas encima; además, tiré del mantel de la mesa con el mismo objeto. Con él arrastré el montón de podredumbre que había en el centro y toda suerte de sucias cosas que se escondían allí; ella y yo estábamos en el suelo, luchando como encarnizados enemigos, y cuanto más 192 apretaba mis abrigos y el mantel en torno de ella, más fuertes eran sus gritos y mayores sus esfuerzos por libertarse. De todo eso me di cuenta por el resultado, pero no porque entonces pensara ni notara cosa alguna. Nada supe, a no ser que estábamos en el suelo, junto a la mesa grande, y que en el aire, lleno de humo, flotaban algunos fragmentos de tela aún encendidos y que, poco antes, fueron su marchito traje de novia. Al mirar alrededor de mí vi que corrían apresuradamente por el suelo los escarabajos y las arañas y que, dando gritos de terror, habían acudido a la puerta todos los criados. Yo seguí conteniendo con toda mi fuerza a la señorita Havisham, como si se tratara de un preso que quisiera huir, y llego a dudar de si entonces me di cuenta de quién era o por qué habíamos luchado, por qué ella se vio envuelta en llamas y también por qué éstas habían desaparecido, hasta que vi los fragmentos encendidos de su traje, que ya no revoloteaban, sino que caían alrededor de nosotros convertidos en cenizas. Estaba insensible, y yo temía que la moviesen o la tocasen. Mandamos en busca de socorro y la sostuve hasta que llegó, y, por mi parte, sentí la ilusión, nada razonable, de que si la soltaba surgirían de nuevo las llamas para consumirla. Cuando me levanté al ver que llegaba el cirujano, me asombré notando que mis manos habían recibido graves quemaduras, porque hasta entonces no había sentido el menor dolor. El cirujano examinó a la señorita Havisham y dijo que había recibido graves quemaduras, pero que, por sí mismas, no ponían en peligro su vida. Lo más importante era la impresión nerviosa que había sufrido. Siguiendo las instrucciones del cirujano, le llevaron allí la cama y la pusieron sobre la gran mesa, que resultó muy apropiada para la curación de sus heridas. Cuando la vi otra vez, una hora más tarde, estaba vérdaderamente echada en donde la vi golpear con su bastón diciendo, al mismo tiempo, que allí reposaría un día. Aunque ardió todo su traje, según me dijeron, todavía conservaba su aspecto de novia espectral, pues la habían envuelto hasta el cuello en algodón en rama, y mientras estaba echada, cubierta por una sábana, el recuerdo de algo fantástico que había sido aún flotaba sobre ella. Al preguntar a los criados me enteré de que Estella estaba en París, e hice prometer al cirujano que le escribiría por el siguiente correo. Yo me encargué de avisar a la familia de la señorita Havisham, proponiéndome decírselo tan sólo a Mateo Pocket, al que dejaría en libertad de que hiciera lo que mejor le pareciese con respecto a los demás. Así se lo comuniqué al día siguiente por medio de Herbert, en cuanto estuve de regreso en la capital. Aquella noche hubo un momento en que ella habló Juiciosamente de lo que había sucedido, aunque con terrible vivacidad. Hacia medianoche empezó a desvariar, y a partir de entonces repitió durante largo rato, con voz solemne: « ¡Qué he hecho! » Luego decía: «Cuando llegó no me propuse más que evitarle mi propia desgracia». También añadió: «Toma el lápiz y debajo de mi nombre escribe: «La perdono».» Jamás cambió el orden de estas tres frases, aunque a veces se olvidaba de alguna palabra y, dejando aquel blanco, pasaba a la siguiente. Como no podía hacer nada allí y, por otra parte, tenía acerca de mi casa razones más que suficientes para sentir ansiedad y miedo, que ninguna de las palabras de la señorita Havisham podía alejar de mi mente, decidí aquella misma noche regresar en la primera diligencia, aunque con el propósito de andar una milla más o menos, para subir al vehículo más allá de la ciudad. Por consiguiente, hacia las seis de la mañana me incliné sobre la enferma y toqué sus labios con los míos, precisamente cuando ella decía: «Toma el lápiz y escribe debajo de mi nombre: La perdono.» ...
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En castellano no es posible usar más de dos r

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Más información sobre la palabra Dedicarse en internet
Dedicarse en la RAE.
Dedicarse en Word Reference.
Dedicarse en la wikipedia.
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