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La palabra crreciente
Cómo se escribe

Comó se escribe crreciente o creciente?

Cual es errónea Creciente o Crreciente?

La palabra correcta es Creciente. Sin Embargo Crreciente se trata de un error ortográfico.

La falta ortográfica detectada en la palabra crreciente es que se ha eliminado o se ha añadido la letra r a la palabra creciente

Más información sobre la palabra Creciente en internet

Creciente en la RAE.
Creciente en Word Reference.
Creciente en la wikipedia.
Sinonimos de Creciente.

Errores Ortográficos típicos con la palabra Creciente

Cómo se escribe creciente o crreciente?
Cómo se escribe creciente o creziente?
Cómo se escribe creciente o sresiente?


la Ortografía es divertida


El Español es una gran familia


Mira que burrada ortográfica hemos encontrado con la letra r

Reglas relacionadas con los errores de r

Las Reglas Ortográficas de la R y la RR

Entre vocales, se escribe r cuando su sonido es suave, y rr, cuando es fuerte aunque sea una palabra derivada o compuesta que en su forma simple lleve r inicial. Por ejemplo: ligeras, horrores, antirreglamentario.

En castellano no es posible usar más de dos r

Algunas Frases de libros en las que aparece creciente

La palabra creciente puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 618
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... -¡ah, fanfarrón! -Todos, en su furia creciente, acudían a Pimentó. ...

En la línea 9499
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Pero, entonces, ¡quiere atraer sobresu cabeza el castigo reserva do a los malditos! -continuó Felton con exaltación creciente -. ...

En la línea 10042
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -¿O sea - dijo la abadesa mirando a Milady con interés creciente -, que lo que estoy viendo es también una pobre perseguida?-¡Ay, sí! -dijo Milady. ...

En la línea 10755
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Milady miró algún tiempo con un tenor creciente aquel rostro páli do enmarcado entre cabellos y patillas negras, cuya única expresión era una impasibilidad helada. ...

En la línea 9414
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Ana, contenta de que la dejasen sola, de que la creyesen dormida o en sopor, repasaba en su conciencia aquellos pecados de que quería acusarse; era relator la memoria, fiscal la imaginación, y poco a poco, según las olas de salud subían en su marea, la enferma, perdido el terror con que despertara, oía la acusación con dulce curiosidad creciente; la idea del infierno se desvanecía, como mueren las vibraciones de una placa, lejos ya de las sensaciones de asco y terror; aquellas culpas recordadas, que eran la vida, la realidad ordinaria, pasaban por el cerebro de Ana como un alimento, daban calor, fuerza al ánimo, y, sin que el remordimiento se extinguiera, el relato adquiría más y más interés. ...

En la línea 638
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Calimaco y otros dos humanistas comprometidos conseguían huir de Roma. El célebre Platina sufrió larga prisión en el castillo de Sant' Angelo, y como el gobernador de éste. Rodrigo Sánchez de Arévalo, obispo de Calahorra, era también muy versado en letras clásicas, cruzábanse numerosas epístolas en latín entre el guardan y el prisionero, dando por resultado tal correspondencia una creciente dulzura en las condiciones de su cautividad. ...

En la línea 286
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El profesor Flimnap, deseoso de ocultar la satisfacción que le producían estas palabras, se apresuró a pedir la venia de los dos altos personajes para abandonar el salón. Llegaba hasta él un rumor creciente de muchedumbre. El gran patio del palacio debía estar ya repleto de invitados. Una música militar sonaba incesantemente. ...

En la línea 563
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Abajo, en torno de las piernas del Hombre-Montaña, el desorden iba en aumento. Los jinetes eran escasos para contener la creciente muchedumbre de curiosos. Además hacían mayor la confusión muchas familias de la alta sociedad, que, al enterarse por los periódicos de un espectáculo tan inesperado, llegaban ansiosamente sobre sus rápidos vehículos. Estas gentes privilegiadas se iban colocando junto al coloso, sin que los oficiales de la policía se atreviesen a hacerles retroceder. ...

En la línea 4621
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Al poco rato entró Aurora, la mayor de las Samaniegas, que era muy distinta de su hermana, pelinegra, bien parecida sin ser una hermosura, de esas que a un color anémico unen cierta robustez fofa y lozanía de carnes incoloras. Su pecho era desproporcionadamente abultado, su cuello corto, las caderas y el talle bien torneados, y las costuras de las mangas parecían próximas a reventar por causa de la gordura creciente de los brazos. La cabeza era bonita, de poco pelo y muy bien arreglada. Tenía más entendimiento que su hermana; vestía con esa sencillez airosa de las mujeres extranjeras que se ganan la vida en un mostrador de tienda elegante, o llevando la contabilidad de un restaurant. Su traje era siempre de un solo color, sin combinaciones, de un corte severo y como expeditivo, traje de mujer joven que sale sola a la calle y trabaja honradamente. ...

En la línea 449
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Mientras el rey comía se ablandó un poco el rigor de su real dignidad, y con su creciente satisfacción experimentó el deseo de hablar, y dijo: ...

En la línea 711
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... La vieja culpable había cesado de sollozar y estaba pendiente de la palabra de Tom, con creciente interés y mayor esperanza. Diose cuenta el niño, y sintió que sus simpatías se inclinaban hacia ella en su peligrosa y desamparada situación. Luego preguntó: ...

En la línea 925
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... El rey se apresuró a interrumpirle y a explicarle el caso, pero el ermitaño no le prestó atención ni le oyó en apariencia, sino que siguió con su charla, alzando la voz y con creciente fuerza: ...

En la línea 1070
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... El corto día de invierno tocaba casi a. su fin. Las calles estaban desiertas, salvo unos cuantos viandantes desperdigados, que apresurados, con la expresión grave de quienes sólo desean cumplir su cometido lo más pronto posible para guarecerse cómodamente en sus casas, como defensa contra el creciente viento y contra la oscuridad que se hacía cada vez mayor. ...

En la línea 202
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... La fragata se hallaba entonces a 31º 15' de latitud Norte y 136º 42' de longitud Este. Las tierras del Japón distaban menos de doscientas millas a sotavento. Se acercaba ya la noche, acababan de dar las ocho. Grandes nubarrones velaban el disco lunar, entonces en su primer cuarto. La mar ondulaba apaciblemente bajo la roda de la fragata. Yo me hallaba a proa, apoyado en la batayola de estribor. A mi lado, Consed miraba el horizonte. La tripulación, encaramada a los obenques, escrutaba el horizonte que iba reduciéndose y oscureciéndose poco a poco. Los oficiales escudriñaban la creciente oscuridad con sus catalejos de noche. De vez en cuando el oscuro océano resplandecía fugazmente bajo un rayo de luna entre dos nubes. Luego, el rayo de luz se desvanecía de nuevo en las tinieblas. ...

En la línea 722
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Capitán Nemo, compruebo los resultados, sin tratar de explicármelos. He visto al Nautilus maniobrar ante el Abraham Lincoln y sé a qué atenerme acerca de su velocidad. Pero no basta moverse. Hay que saber adónde se va. Hay que poder dirigirse a la derecha o a la izquierda, hacia arriba o hacia abajo. ¿Cómo hace usted para alcanzar las grandes profundidades en las que debe hallar una resistencia creciente, evaluada en centenares de atmósferas? ¿Cómo hace para subir a la superficie del océano? Y, por último, ¿cómo puede mantenerse en el lugar que le convenga? ¿Soy indiscreto al formularle tales preguntas? ...

En la línea 1103
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Cuando el Nautilus emergió a la superficie pude ver en todo su desarrollo la isla de Clermont Tonnerre, baja y boscosa. Sus rocas madrepóricas fueron evidentemente fertilizadas por las lluvias y tempestades. Un día, alguna semilla arrebatada por el huracán a las tierras vecinas cayó sobre las capas calcáreas mezcladas con los detritus descompuestos de peces y de plantas marinas que formaron el mantillo. Una nuez de coco, llevada por las olas, llegó a estas nuevas costas. La semilla arraigó. El árbol creciente retuvo el vapor de agua. Nació un arroyo. La vegetación se extendió poco a poco. Algunos animales, gusanos, insectos, llegaron sobre troncos arrancados a las islas por el viento. Las tortugas vinieron a depositar sus huevos. Los pájaros anidaron en los jóvenes árboles. De esa forma, se desarrolló la vida animal y, atraído por la vegetación y la fertilidad, apareció el hombre. Así se formaron estas islas, obras inmensas de animales microscópicos. ...

En la línea 262
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Dirigió una rápida mirada en torno de él como si buscase algo. Experimentaba la necesidad de sentarse. Su vista erraba en busca de un banco. Estaba en aquel momento en el bulevar K***, y el banco se ofreció a sus ojos, a unos cien pasos de distancia. Aceleró el paso cuanto le fue posible, pero por el camino le ocurrió una pequeña aventura que absorbió su atención durante unos minutos. Estaba mirando el banco desde lejos, cuando advirtió que a unos veinte pasos delante de él había una mujer a la que empezó por no prestar más atención que a todas las demás cosas que había visto hasta aquel momento en su camino. ¡Cuántas veces entraba en su casa sin acordarse ni siquiera de las calles que había recorrido! Incluso se había acostumbrado a ir por la calle sin ver nada. Pero en aquella mujer había algo extraño que sorprendía desde el primer momento, y poco a poco se fue captando la atención de Raskolnikof. Al principio, esto ocurrió contra su voluntad e incluso le puso de mal humor, pero en seguida la impresión que le había dominado empezó a cobrar una fuerza creciente. De súbito le acometió el deseo de descubrir lo que hacia tan extraña a aquella mujer. ...

En la línea 550
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Raskolnikof se desabrochó el gabán y sacó el hacha del nudo corredizo, pero la mantuvo debajo del abrigo, empuñándola con la mano derecha. En las dos manos sentía una tremenda debilidad y un embotamiento creciente. Temiendo estaba que el hacha se le cayese. De pronto, la cabeza empezó a darle vueltas. ...

En la línea 1266
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Raskolnikof, que en aquel momento estaba echado boca arriba, no quitaba ojo al recién llegado y seguía encerrado en su silencio. Ahora se veía su semblante, pues ya no contemplaba la florecilla del empapelado. Estaba pálido y en su expresión se leía un extraordinario sufrimiento. Era como si el enfermo acabara de salir de una operación o de experimentar terribles torturas… Sin embargo, el visitante desconocido le inspiraba un interés creciente, que primero fue sorpresa, en seguida desconfianza y finalmente temor. ...

En la línea 1273
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Por toda respuesta, Raskolnikof se dejó caer poco a poco sobre la almohada. Enlazó sus manos debajo de la nuca y fijó su mirada en el techo. Lujine dio ciertas muestras de inquietud. Zosimof y Rasumikhine le observaban con una curiosidad creciente que acabó de desconcertarle. ...

En la línea 985
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Mas también la golondrina de Levante se voló, en busca de zonas más templadas. Un día no encontraron ya a Ibrahim Antonio en su sitio de costumbre: probablemente cansado de una jornada sin venta, había cargado con el surtido y emprendido el camino Dios sabe dónde. Lucía le echó de menos; pero el movimiento de retirada era general; no se veían sino tiendas que se vaciaban y cerraban. Había en las aceras montones de paja, rimeros de recortes de papel de embalaje, cajones y cajas con grandes rótulos que decían: «muy frágil.» Era la tristeza, el desorden, el creciente vacío de una casa mudada. Pilar encontraba tan feo a Vichy de aquel modo, que ideaba paseos inusitados, que la apartasen de las calles principales. Una mañana se encaprichó en ir a ver la pastillería, y presenció el nacimiento de dos o tres mil pastillas y bombones; otra quiso visitar las subterráneas galerías que encierran los inmensos depósitos del agua, y los formidables tubos por donde asciende a alimentar los baños del establecimiento termal. Bajaron estrecha escalera, cuyos últimos peldaños se hundían ya en la obscuridad de las galerías. La guardiana les precedía alumbrando con una lámpara de minero, aplastada y de hediondo tufo; Miranda llevaba otra, y un pilluelo que allí se apareció caído de las nubes, encargose de la última. Era la bóveda tan baja, que Miranda hubo de inclinar la cabeza, por no deshacerse la frente. Hacía brusco recodo el angosto pasadizo, y se hallaron de pronto en otra galería, abierta como una boca, donde se internaban los tubos, comidos de orín, gracias a la perenne humedad. Sudaba el techo pálidas y brillantes gotitas de vapor acuoso; a uno y otro lado corría el agua, sobre un lecho de residuos, de fosfatos alcalinos, blancos y farináceos, como nieve recién llovida. A medida que adelantaban por el largo canal subterráneo, calor sofocante anunciaba el paso de las sobras de la Reja Grande, un raudal hirviente, cuya temperatura subía más aún en aquella prisión. De las paredes, leprosas, herpéticas, cubiertas de roña caliza, colgaban monstruosas fungosidades, criptógamas preñadas de veneno, cuya blancura ponzoñosa se destacaba sobre el muro, como una pupila pálida y siniestra en un rostro amoratado. En los codos de los tubos, polvorientas telarañas se tendían, semejantes a sudario gris de olvidados muertos. Las losas der pavimento, dislocadas, dejaban entrever el agua negra. Sobre sus cabezas oían los expedicionarios el pisar de la gente, el batir del duro casco de las bestias. A veces se abría un respiradero, y al través de la reja de hierro filtrábase la luz del día, lívida y cadavérica, amarilleando la rojiza de las lámparas. Los tubos, intestinos de aquel húmedo vientre, daban mil vueltas, y tan pronto rastreaban a flor de tierra, parecidos a sierpes enormes, como se erguían a la bóveda, remedando los negros tentáculos de un pulpo descomunal. Hubo un instante en que los expedicionarios salieron de los pasadizos a plaza más despejada; era una especie de cueva circular, con tragaluz, y en su fondo bostezaban las anchas fauces del pozo Lucas, lleno de un agua soñolienta, sombría y honda. El pilluelo acercó curioso su lámpara. La guardiana le asió del brazo. ...

En la línea 1161
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -No… no, me basta decirlo -replicó Lucía con creciente firmeza-. Eso no. ...

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