Cual es errónea Consejos o Consegos?
La palabra correcta es Consejos. Sin Embargo Consegos se trata de un error ortográfico.
El Error ortográfico detectado en el termino consegos es que hay un Intercambio de las letras g;j con respecto la palabra correcta la palabra consejos
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Consejos en la wikipedia.
Sinonimos de Consejos.

la Ortografía es divertida
Te vas a reir con las pifia que hemos hemos encontrado cambiando las letras g;j
Reglas relacionadas con los errores de g;j
Las Reglas Ortográficas de la G
Las palabras que contienen el grupo de letras -gen- se escriben con g.
Observa los ejemplos: origen, genio, general.
Excepciones: berenjena, ajeno.
Se escriben con g o con j las palabras derivadas de otra que lleva g o j.
Por ejemplo: - de caja formamos: cajón, cajita, cajero...
- de ligero formamos: ligereza, aligerado, ligerísimo...
Se escriben con g las palabras terminadas en -ogía, -ógico, -ógica.
Por ejemplo: neurología, neurológico, neurológica.
Se escriben con g las palabras que tienen los grupos -agi-, -igi. Por ejemplo: digiere.
Excepciones: las palabras derivadas de otra que lleva j. Por ejemplo: bajito (derivada de bajo), hijito
(derivada de hijo).
Se escriben con g las palabras que empiezan por geo- y legi-, y con j las palabras que empiezan por
eje-. Por ejemplo: geografía, legión, ejército.
Excepción: lejía.
Los verbos cuyos infinitivos terminan en -ger, -gir se escriben con g delante de e y de i en todos sus
tiempos. Por ejemplo: cogemos, cogiste (del verbo coger); elijes, eligieron (del verbo elegir).
Excepciones: tejer, destejer, crujir.
Las Reglas Ortográficas de La J
Se escriben con j las palabras que terminan en -aje. Por ejemplo: lenguaje, viaje.
Se escriben con j los tiempos de los verbos que llevan esta letra en su infinitivo. Por ejemplo:
viajemos, viajáis (del verbo viajar); trabajábamos, trabajemos (del verbo trabajar).
Hay una serie de verbos que no tienen g ni j en sus infinitivos y que se escriben en sus tiempos
verbales con j delante de e y de i. Por ejemplo: dije (infinitivo decir), traje (infinitivo traer).

El Español es una gran familia
Algunas Frases de libros en las que aparece consejos
La palabra consejos puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 337
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... ) Pero el valentón sonreía bondadosamente, satisfecho de mostrarse prudente y paternal con ese viejo rabioso; y así fue conduciéndolo hasta su barraca, donde quedaron él y los amigos vigilándolo, dándole consejos para que no cometiese un disparate. ...
En la línea 592
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Todos hablaban únicamente de los respetos que merecía el anciano pastor, un hombre que en sus mocedades se comía los franceses crudos, que había visto mucho mundo, y cuya sabiduría, demostrada con medias palabras y consejos incoherentes, inspiraba un respeto supersticioso a la gente de las barracas. ...
En la línea 1283
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Luego venían los consejos; detrás del viejo bondadoso levantábase el hombre feroz, de entrañas duras, formado en una guerra sin cuartel. ...
En la línea 1288
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y al dar estos consejos feroces guiñaba sus ojos, que en el fondo de las profundas órbitas parecían estrellas moribundas próximas a extinguirse. ...
En la línea 85
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Con el miedo de un servidor bien cebado que teme perder el bienestar, daba consejos al joven. ¡Ojo, Ferminillo! La casa estaba llena de soplones. Cuando él estaba enterado, no sería de extrañar que don Pablo tuviese ya noticia de que Montenegro había visitado a Salvatierra. ...
En la línea 199
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El señor Fermín era una de las curiosidades de Marchamalo, que don Pablo exhibía a sus acompañantes. Todos reían sus refranes, los términos rebuscados y raros de su expresión, sus consejos dichos en tono campanudo; y el viejo aceptaba el irónico elogio de los señores con la simpleza del campesino andaluz, que aún parece vivir en la época feudal, siervo del amo, aplastado por la gran propiedad, sin esa independencia enfurruñada del pequeño labrador que tiene la tierra por suya. ...
En la línea 247
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Había muerto como quien era: como un caballero cristiano, como una persona decente. La enfermedad mortal le había sorprendido en una de sus _juergas_ rodeado de mujeres y mozos de valor. La sangre del primer vómito se la habían limpiado las amigas con sus pañolones bordados de chinos y rosas fantásticas. Pero al ver próxima la muerte y oír los consejos de su hermana, que después de muchos años de ausencia se decidía a entrar en su casa, quiso «dar buen ejemplo», irse del mundo con la discreción que convenía a su rango. Y sacerdotes de todos hábitos y reglas llegaron hasta su lecho, apartando al sentarse una guitarra o una enagua olvidada; hablándole del cielo, en el que, seguramente, le guardaban un sitio de preferencia por los méritos de sus mayores. Las innumerables cofradías y hermandades de Jerez, en las cuales tenía el alegre noble un cargo hereditario, acompañaron al Viático; y al morir, su cadáver fue vestido de fraile, amontonándose sobre su pecho todas las medallas que la señora de Dupont juzgó de más eficacia para que aquel vividor no sufriese retraso ni entorpecimiento en su ascensión a la gloria eterna. ...
En la línea 1309
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pero don Fernando contestaba a estos consejos con tenaces negativas. ...
En la línea 48
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... No tengo, hijo mío, más que quince escudos que daros, mi caballo y los consejos que acabáis de oír. ...
En la línea 59
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Al salir de la habitación paterna, el joven encontró a su madre, que lo esperaba con la famosa receta cuyo empleo los consejos que acaba mos de referir debían hacer bastante frecuente. ...
En la línea 62
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... El mismo día el joven se puso en camino, provisto de los tres pre sentes paternos y que estaban compuestos, como hemos dicho, por trece escudos, el caballo y la carta para el señor de Tréville; como es lógico, los consejos le habían sido dados por añadidura. ...
En la línea 678
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Además había en D'Artagnan ese fondo inquebrantable de resolución que habían depositado en su corazón los consejos de su padre, consejos cuya sustancia era: «No aguantar nada de nadie salvo del rey, del cardenal y del señor de Tréville. ...
En la línea 204
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Mas, viniéndole a la memoria los consejos de su huésped cerca de las prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, especial la de los dineros y camisas, determinó volver a su casa y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de recebir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería. ...
En la línea 1161
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Viendo, pues, Sancho la última resolución de su amo y cuán poco valían con él sus lágrimas, consejos y ruegos, determinó de aprovecharse de su industria y hacerle esperar hasta el día, si pudiese; y así, cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamente y sin ser sentido, ató con el cabestro de su asno ambos pies a Rocinante, de manera que cuando don Quijote se quiso partir, no pudo, porque el caballo no se podía mover sino a saltos. ...
En la línea 1628
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... La verdad del cuento es que aquel maestro Elisabat, que el loco dijo, fue un hombre muy prudente y de muy sanos consejos, y sirvió de ayo y de médico a la reina; pero pensar que ella era su amiga es disparate digno de muy gran castigo. ...
En la línea 1631
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Pues, ¡montas que no se librara Cardenio por loco! -Contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier caballero andante a volver por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean, cuanto más por las reinas de tan alta guisa y pro como fue la reina Madásima, a quien yo tengo particular afición por sus buenas partes; porque, fuera de haber sido fermosa, además fue muy prudente y muy sufrida en sus calamidades, que las tuvo muchas; y los consejos y compañía del maestro Elisabat le fue y le fueron de mucho provecho y alivio para poder llevar sus trabajos con prudencia y paciencia. ...
En la línea 2178
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Ana apreciaba en mucho los consejos de Frígilis. ...
En la línea 2343
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Se dan pocos consejos. ...
En la línea 3490
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Poco a poco pasó del estado de tolerancia al de protección: primero se rebajó hasta dar algunos consejos a la montañesa, después le dio un pellizco. ...
En la línea 5093
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Prosiguió: —No quiero más cartitas; no quiero conferencias en la catedral; que vaya al sermón la señora Regenta si quiere buenos consejos; allí hablas para todos los cristianos; que vaya a oírte al sermón y que me deje en paz. ...
En la línea 150
del libro El Señor
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Ni la clase de penitencia que se le imponía, ni los consejos de higiene moral que le daban, tenían nada que ver con su nueva vida: era otra cosa. ...
En la línea 475
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Nunca volveré. Mi dignidad te evitará el placer feroz de despedirme como un pordiosero. Hubo un larguísimo silencio. Ahora era Rosaura la que permanecía con la cabeza baja, luchando entre los impulsos de su orgullo y los consejos bondadosos del amor. Dos veces levantó los ojos para mirar a su amante, que también permanecía con el rostro bajo, y la luz débilmente rosada del atardecer hizo brillar sus córneas lacrimosas. Al fin habló con una dulzura insinuante: ...
En la línea 498
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Y Enciso había terminado por decir un día, con el aire protector del maestro que da consejos: ...
En la línea 1043
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Y contestó finalmente al embajador admitiendo sus consejos. Estaba dispuesto al matrimonio, siendo don Aristídes quien debía arreglar lo necesario para que se realizase. ...
En la línea 1056
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Y los muchos consejos de sensatez iban acompañados de cierta envidia sin rencor, una envidia semejante a la del niño ante los goces destinados a las personas mayores. No podía olvidar la buena suerte de Claudio con aquella Rosaura que simbolizaba para él todas las tentaciones de la vida. ...
En la línea 427
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Los congresistas, al rehacer el mapa, dieron más terrenos a unos países y se lo quitaron a otros, fundándose en antecedentes históricos, geográficos y étnicos. Fue un trabajo de gabinete semejante a los que hacemos en la Universidad, e inspirado por la mejor buena fe. Pero los pueblos fuertes y rapaces se reían de sus consejos cuando los consideraban perjudiciales para su egoísmo, y en cambio los exhibían como obras maestras siempre que eran favorables a sus intereses. Por su parte, los pueblos adolescentes, ganosos de crecimiento, cuando tenían un vecino débil olvidaban a la Sociedad de las Naciones, apelando al eterno recurso de las armas. ...
En la línea 784
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... De seguir los consejos de su padre, la veríamos antes de pocos años sucederle en el alto cargo de Padre de los Maestros. Pero tiene un alma débil y contemporizadora, como la de aquellas hembras que en los primeros días de la Verdadera Revolución lloraban e intercedían por los varones. Por eso desprecia la más eminente posición universitaria de nuestro país, prefiriendo vivir con un hombre amado, en cariñosa servidumbre, adivinando sus deseos para cumplirlos y dejándose despojar de los derechos de superioridad que le confirió, por ser mujer, nuestra victoria revolucionaria. ...
En la línea 786
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... - Por desgracia, gentleman, yo tengo cierta culpa de la frialdad con que acoge Popito los sabios consejos de su padre. Esta muchacha ama a un hombre, y yo, sin darme cuenta, hice que los dos se conociesen. ...
En la línea 898
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Siguiendo sus consejos, Gillespie marchó lentamente para fijarse en todas las particularidades del edificio que Ra-Ra le iba explicando. ...
En la línea 1960
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Y eran tan tunantes, que después que iban a casa llorándome tocante a la prórroga, me los encontraba en el café atizándose bisteques… y vengan copas de ron y marrasquino… Lo mismo que aquel tendero de la calle Mayor, aquel Rubio que tenía peletería, ¿se acuerda usted? Un día, finalmente, me trajo su reloj, los pendientes de su mujer, y doce cajas de pieles y manguitos, y aquella misma tarde, aquella mismísima tarde, señora, me le veo en la Puerta del Sol, encaramándose en un coche para ir a los Toros… Si son así… quieren el dinero, como quien dice, para el materialismo de tirarlo. Por eso estoy todo el santo día vigilando a José María Vallejo, que es un buen hombre, sin despreciar a nadie. Voy a la tienda y veo si hay gente, si hay movimiento; echo una guiñada al cajón; me entero de si el chico que va a cobrar las cuentas trae guano; sermoneo al principal, le doy consejos, le recomiendo que al que paga no le crucifique. ¡Si es la verdad, si no hay más camino… ! almente, el que se hace de manteca pronto se lo meriendan. Y no lo agradecen, no señora, no agradecen el interés que me tomo por ellos. Cuando me ven entrar, ¡si viera usted qué cara me ponen! No reparan que están trabajando con mi dinero. Y finalmente, ¿qué eran ellos? Unos pobres pelagatos. Les parece que porque me dan veintiséis duros al mes, ya han cumplido… Dicen que es mucho y yo digo que me lo tienen que agradecer, porque los tiempos están malos, pero muy malos». ...
En la línea 2029
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Al día siguiente, después de otro altercado con su sobrino, apuntaron vagamente en su alma las ideas de transacción. Ya no cabía duda de que la pasión de Maximiliano era tenaz y profunda, y de que le prestaba energías incontrastables. Ponerse frente a ella era como ponerse delante de una ola muy hinchada en el momento de reventar. Doña Lupe reflexionó mucho todo aquel día, y como tenía un gran sentido de la realidad, empezó a reconocer el poder que ejercen sobre nuestras acciones los hechos consumados, y el escaso valor de las ideas contra ellos. Lo de Maxi sería un disparate, ella seguía creyendo que era una burrada atroz; mas era un hecho, y no había otro remedio que admitirlo como tal. Pensó entonces con admirable tino que cuando en el orden privado, lo mismo que en el público, se inicia un poderoso impulso revolucionario, lógico, motivado, que arranca de la naturaleza misma de las cosas y se fortifica en las circunstancias, es locura plantársele delante; lo práctico es sortearlo y con él dejarse ir aspirando a dirigirlo y encauzarlo. Pues a sortear y dirigir aquella revolución doméstica; que atajarla era imposible, y el que se le pusiera delante, arrollado sería sin remedio… De esta idea provino la relativa tolerancia con que habló a su sobrino en la segunda noche de confianzas, la maña con que le fue sacando noticias y pormenores de su novia, sin aparentar curiosidad, aventurándose a darle algunos consejos. Verdad que entre col y col le soltaba ciertas frescuras; pero esto era muy estudiado para que Maxi no viera el juego. «No cuentes conmigo para nada; allá te las hayas… Ya te he dicho que no quiero saber si tu novia tiene los ojos negros o amarillos. A mí no me vengas con zalamerías. Te oigo por consideración; pero no me importa. ¿Que la vaya yo a ver? ¡Estás tú fresco… !». ...
En la línea 2261
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Así fue en efecto. Pocas veces en su vida, ni aun en los mejores días de Jáuregui, se dio doña Lupe tanto pisto como en aquella entrevista, pues siendo el basilisco tan poco fuerte en artes sociales y hallándose tan cohibida por su situación y su mala fama, la otra se despachó a su gusto y se empingorotó hasta un extremo increíble. Trataba doña Lupe a su presunta sobrina con urbanidad; pero guardando las distancias. Había de conocerse hasta en los menores detalles, que la visitada era una moza de cáscara amarga, con recomendables pretensiones de decencia, y la visitante una señora, y no una señora cualquiera, sino la señora de Jáuregui, el hombre más honrado y de más sanas costumbres que había existido en todo tiempo en Madrid o por lo menos en Puerta Cerrada. Y su condición de dama se probaba en que después de haber hecho todo lo posible, en la primera parte de la visita, por mostrar cierta severidad de principios, juzgó en la segunda que venía bien caerse un poco del lado de la indulgencia. El verdadero señorío jamás se complace en humillar a los inferiores. Doña Lupe se sintió con unas ganas tan vivas de protección con respecto a Fortunata, que no podría llevarse cuenta de los consejos que le dio y reglas de conducta que se sirvió trazarle. Es que se pirraba por proteger, dirigir, aconsejar y tener alguien sobre quien ejercer dominio… ...
En la línea 2593
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Dos días antes de la salida, confesó con el padre Pintado; expurgación larga, repaso general de conciencia desde los tiempos más remotos. La preparación fue como la de un examen de grado, y el capellán tomo aquel caso con gran solicitud y atención. Allí donde la penitente no podía llegar con su sinceridad, llegaba el penitenciario con sus preguntas de gancho. Era perro viejo en aquel oficio. Como no tenía nada de gazmoño, la confesión concluyó por ser un diálogo de amigos. Diole consejos sanos y prácticos, hízole ver con palmarios ejemplos, algunos del orden humorístico, la perdición que trae a la criatura el dejarse mover de los sentidos, y le pintó las ventajas de una vida de continencia y modestia, dando de mano a la soberbia, al desorden y a los apetitos. Descendiendo de las alturas espirituales al terreno de la filosofía utilitaria, don León demostró a su penitente que el portarse bien es siempre ventajoso, que a la larga el mal, aunque venga acompañado de triunfos brillantes, acaba por infligir a la criatura cierto grado de penalidad sin esperar a las de la otra vida, que son siempre infalibles. «Hágase usted la cuenta—le dijo también—, de que es otra mujer, de que se ha muerto y resucitado en otro mundo. Si encuentra usted algún día por ahí a las personas que en aquella pasada vida la arrastraron a la perdición, figúrese que son fantasmas, sombras, así como suena, y no las mire siquiera». Por fin, encomendole la devoción de la Santísima Virgen, como un ejercicio saludable del espíritu y una predisposición a las buenas acciones. La penitente se quedó muy gozosa, y el día que hizo la comunión se observó con una tranquilidad que nunca había tenido. ...
En la línea 1598
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Me dio estos amistosos consejos de un modo tan amable y gracioso, que ambos nos echamos a reír, y yo me ruboricé un poco. ...
En la línea 2004
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Abrigada en su traje de viaje adornado de pieles, Estella parecía más delicadamente hermosa que en otra ocasión cualquiera, incluso a mis propios ojos. Sus maneras eran más atractivas que antes, y creí advertir en ello la influencia de la señorita Havisham. Me señaló su equipaje mientras estábamos ambos en el patio de la posada, y cuando se hubieron reunido los bultos recordé, pues lo había olvidado todo a excepción de ella misma, que nada sabía acerca de su destino. - Voy a Richmond - me dijo. - Como nos dice nuestro tratado de geografía, hay dos Richmonds, uno en Surrey y otro en Yorkshire, y el mío es el Richmond de Surrey. La distancia es de diez millas. Tomaré un coche, y usted me acompañará. Aquí está mi bolsa, de cuyo contenido ha de pagar mis gastos. Debe usted tomar la bolsa. Ni usted ni yo podemos hacer más que obedecer las instrucciones recibidas. No nos es posible obrar a nuestro antojo. Y mientras me miraba al darme la bolsa, sentí la esperanza de que en sus palabras hubiese una segunda intención. Ella las pronunció como al descuido, sin darles importancia, pero no con disgusto. -Tomaremos un carruaje, Estella. ¿Quiere usted descansar un poco aquí? - Sí. Reposaré un momento, tomaré una taza de té y, mientras tanto, usted cuidará de mí. Apoyó el brazo en el mío, como si eso fuese obligado; yo llamé a un camarero que se había quedado mirando a la diligencia como quien no ha visto nada parecido en su vida, a fin de que nos llevase a un saloncito particular. Al oírlo, sacó una servilleta como si fuese un instrumento mágico sin el cual no pudiese encontrar su camino escaleras arriba, y nos llevó hacia el agujero negro del establecimiento, en donde había un espejo de disminución - artículo completamente superfluo en vista de las dimensiones de la estancia, - una botellita con salsa para las anchoas y unos zuecos de ignorado propietario. Ante mi disconformidad con aquel lugar, nos llevó a otra sala, en donde había una mesa de comedor para treinta personas y, en la chimenea, una hoja arrancada de un libro de contabilidad bajo un montón de polvo de carbón. Después de mirar aquel fuego apagado y de mover la cabeza, recibió mis órdenes, que se limitaron a encargarle un poco de té para la señorita, y salió de la estancia, en apariencia muy deprimido. Me molestó la atmósfera de aquella estancia, que ofrecía una fuerte combinación de olor de cuadra con el de sopa trasnochada, gracias a lo cual se podía inferir que el departamento de coches no marchaba bien y que su empresario hervía los caballos para servirlos en el restaurante. Sin embargo, poca importancia di a todo eso en vista de que Estella estaba conmigo. Y hasta me dije que con ella me habría sentido feliz aunque tuviera que pasar allí la vida. De todos modos, en aquellos instantes yo no era feliz, y eso me constaba perfectamente. - ¿Y en compañía de quién va usted a vivir en Richmond? - pregunté a Estella. - Voy a vivir - contestó ella - sin reparar en gastos y en compañía de una señora que tiene la posibilidad, o por lo menos así lo asegura, de presentarme en todas partes, de hacerme conocer a muchas personas y de lograr que me vea mucha gente. - Supongo que a usted le gustará mucho esa variedad y la admiración que va a despertar. - Sí, también lo creo. Contestó en tono tan ligero, que yo añadí: - Habla de usted misma como si fuese otra persona. - ¿Y dónde ha averiguado usted mi modo de hablar con otros? ¡Vamos! ¡Vamos!-añadió Estella sonriendo deliciosamente -. No creo que tenga usted la pretensión de darme lecciones; no tengo más remedio que hablar del modo que me es peculiar. ¿Y cómo lo pasa usted con el señor Pocket? - Vivo allí muy agradablemente; por lo menos… - y me detuve al pensar que tal vez perdía una oportunidad. - Por lo menos… - repitió Estella . 127 - … de un modo tan agradable como podría vivir en cualquier parte, lejos de usted. - Es usted un tonto - dijo Estella con la mayor compostura -. ¿Cómo puede decir esas niñerías? Según tengo entendido, su amigo, el señor Mateo, es superior al resto de su familia. - Mucho. Además, no tiene ningún enemigo… - No añada usted que él es su propio enemigo - interrumpió Estella, - porque odio a esa clase de hombres. He oído decir que, realmente, es un hombre desinteresado y que está muy por encima de los pequeños celos y del despecho. - Estoy seguro de tener motivos para creerlo así. - Indudablemente, no tiene usted las mismas razones para decir lo mismo del resto de su familia - continuó Estella mirándome con tal expresión que, a la vez, era grave y chancera, - porque asedian a la señorita Havisham con toda clase de noticias y de insinuaciones contra usted. Le observan constantemente y le presentan bajo cuantos aspectos desfavorables les es posible. Escriben cartas acerca de usted, a veces anónimas, y es usted el tormento y la ocupación de sus vidas. Es imposible que pueda comprender el odio que toda esa gente le tiene. -Espero, sin embargo, que no me perjudicarán. En vez de contestar, Estella se echó a reír. Esto me pareció muy raro y me quedé mirándola perplejo. Cuando se calmó su acceso de hilaridad, y no se rió de un modo lánguido, sino verdaderamente divertida, le dije, con cierta desconfianza: - Creo poder estar seguro de que a usted no le parecería tan divertido si realmente me perjudicasen. - No, no. Puede usted estar seguro de eso - contestó Estella. - Tenga la certeza de que me río precisamente por su fracaso. Esos pobres parientes de la señorita Havisham sufren indecibles torturas. Se echó a reír de nuevo, y aun entonces, después de haberme descubierto la causa de su risa, ésta me pareció muy singular, porque, como no podía dudar acerca de que el asunto le hacía gracia, me parecía excesiva su hilaridad por tal causa. Por consiguiente, me dije que habría algo más que yo desconocía. Y como ella advirtiese tal pensamiento en mí, me contestó diciendo: - Ni usted mismo puede darse cuenta de la satisfacción que me causa presenciar el disgusto de esa gente ni lo que me divierten sus ridiculeces. Usted, al revés de mí misma, no fue criado en aquella casa desde su más tierna infancia. Sus intrigas contra usted, aunque contenidas y disfrazadas por la máscara de la simpatía y de la compasión que no sentían, no pudieron aguzar su inteligencia, como me pasó a mí, y tampoco pudo usted, como yo, abrir gradualmente sus ojos infantiles ante la impostura de aquella mujer que calcula sus reservas de paz mental para cuando se despierta por la noche. Aquello ya no parecía divertido para Estella, que traía nuevamente a su memoria tales recuerdos de su infancia. Yo mismo no quisiera haber sido la causa de la mirada que entonces centelleó en sus ojos, ni a cambio de todas las esperanzas que pudiera tener en la vida. - Dos cosas puedo decirle - continuó Estella. - La primera, que, a pesar de asegurar el proverbio que una gota constante es capaz de agujerear una piedra, puede tener la seguridad de que toda esa gente, ni siquiera en cien años, podría perjudicarle en el ánimo de la señorita Havisham ni poco ni mucho. La segunda es que yo debo estar agradecida a usted por ser la causa de sus inútiles esfuerzos y sus infructuosas bajezas, y, en prueba de ello, aquí tiene usted mi mano. Mientras me la daba como por juego, porque su seriedad fue momentánea, yo la tomé y la llevé a mis labios. - Es usted muy ridículo - dijo Estella. - ¿No se dará usted nunca por avisado? ¿O acaso besará mi mano con el mismo ánimo con que un día me dejé besar mi mejilla? - ¿Cuál era ese ánimo? - pregunté. - He de pensar un momento. El de desprecio hacia los aduladores e intrigantes. - Si digo que sí, ¿me dejará que la bese otra vez en la mejilla? - Debería usted haberlo pedido antes de besar la mano. Pero sí. Puede besarme, si quiere. Yo me incliné; su rostro estaba tan tranquilo como el de una estatua. - Ahora - dijo Estella apartándose en el mismo instante en que mis labios tocaban su mejilla -, ahora debe usted cuidar de que me sirvan el té y luego acompañarme a Richmond. Me resultó doloroso ver que volvía a recordar las órdenes recibidas, como si al estar juntos no hiciésemos más que cumplir nuestro deber, como verdaderos muñecos; pero todo lo que ocurrió mientras estuvimos juntos me resultó doloroso. Cualquiera que fuese el tono de sus palabras, yo no podía confiar en él nifundar ninguna esperanza; y, sin embargo, continué igualmente, contra toda esperanza y contra toda confianza. ¿Para qué repetirlo un millar de veces? Así fue siempre. 128 Llamé para pedir el té, y el camarero apareció de nuevo, llevando su servilleta mágica y trayendo, por grados, una cincuentena de accesorios para el té, pero éste no aparecía de ningún modo. Trajo una bandeja, tazas, platitos, platos, cuchillos y tenedores; cucharas de varios tamaños; saleros; un pequeño panecillo, cubierto, con la mayor precaución, con una tapa de hierro; una cestilla que contenía una pequeña cantidad de manteca, sobre un lecho de perejil; un pan pálido y empolvado de harina por un extremo; algunas rebanadas triangulares en las que estaban claramente marcadas las rejas del fogón, y, finalmente, una urna familiar bastante grande, que el mozo trajo penosamente, como si le agobiara y le hiciera sufrir su peso. Después de una ausencia prolongada en aquella fase del espectáculo, llegó por fin con un cofrecillo de hermoso aspecto que contenía algunas ramitas. Yo las sumergí en agua caliente, y, así, del conjunto de todos aquellos accesorios extraje una taza de no sé qué infusión destinada a Estella. Una vez pagado el gasto y después de haber recordado al camarero, sin olvidar al palafrenero y teniendo en cuenta a la camarera, en una palabra, después de sobornar a la casa entera, dejándola sumida en el desdén y en la animosidad, lo cual aligeró bastante la bolsa de Estella, nos metimos en nuestra silla de posta y emprendimos la marcha, dirigiéndonos hacia Cheapside, subiendo ruidosamente la calle de Newgate. Pronto nos hallamos bajo los muros que tan avergonzado me tenían. - ¿Qué edificio es ése? - me preguntó Estella. Yo fingí, tontamente, no reconocerlo en el primer instante, y luego se lo dije. Después de mirar, retiró la cabeza y murmuró: - ¡Miserables! En vista de esto, yo no habría confesado por nada del mundo la visita que aquella misma mañana hice a la prisión. - E1 señor Jaggers - dije luego, con objeto de echar el muerto a otro - tiene la reputación de conocer mejor que otro cualquiera en Londres los secretos de este triste lugar. - Me parece que conoce los de todas partes - confesó Estella en voz baja. - Supongo que está usted acostumbrada a verle con frecuencia. - En efecto, le he visto con intervalos variables, durante todo el tiempo que puedo recordar. Pero no por eso le conozco mejor ahora que cuando apenas sabía hablar. ¿Cuál es su propia opinión acerca de ese señor? ¿Marcha usted bien con él? - Una vez acostumbrado a sus maneras desconfiadas – contestó, - no andamos mal. - ¿Ha intimado usted con él? - He comido en su compañía y en su domicilio particular - Me figuro - dijo Estella encogiéndose - que debe de ser un lugar muy curioso. - En efecto, lo es. Yo debía haber sido cuidadoso al hablar de mi tutor, para no hacerlo con demasiada libertad, incluso con Estella; mas, a pesar de todo, habría continuado hablando del asunto y describiendo la cena que nos dio en la calle Gerrard, si no hubiésemos llegado de pronto a un lugar muy iluminado por el gas. Mientras duró, pareció producirme la misma sensación inexplicable que antes experimenté; y cuando salimos de aquella luz, me quedé como deslumbrado por unos instantes, como si me hubiese visto rodeado por un rayo. Empezamos a hablar de otras cosas, especialmente acerca de nuestro modo de viajar, de cuáles eran los barrios de Londres que había por aquel lugar y de cosas por el estilo. La gran ciudad era casi nueva para ella, según me dijo, porque no se alejó nunca de las cercanías de la casa de la señorita Havisham hasta que se dirigió a Francia, y aun entonces no hizo más que atravesar Londres a la ida y a la vuelta. Le pregunté si mi tutor estaba encargado de ella mientras permaneciese en Richmond, y a eso ella se limitó a contestar enfáticamente: - ¡No lo quiera Dios! No pude evitar el darme cuenta de que tenía interés en atraerme y que se mostraba todo lo seductora que le era posible, de manera que me habría conquistado por completo aun en el caso de que, para lograrlo, hubiese tenido que esforzarse. Sin embargo, nada de aquello me hizo más feliz, porque aun cuando no hubiera dado a entender que ambos habíamos de obedecer lo dispuesto por otras personas, yo habría comprendido que tenía mi corazón en sus manos, por habérselo propuesto así y no porque eso despertara ninguna ternura en el suyo propio, para despedazarlo y luego tirarlo a lo lejos. Mientras atravesamos Hammersmith le indiqué dónde vivía el señor Mateo Pocket, añadiendo que, como no estaba a mucha distancia de Richmond, esperaba tener frecuentes ocasiones de verla. - ¡Oh, sí! Tendrá usted que ir a verme. Podrá ir cuando le parezca mejor; desde luego, hablaré de usted a la familia con la que voy a vivir, aunque, en realidad, ya le conoce de referencias. Pregunté entonces si era numerosa la familia de que iba a formar parte. 129 -No; tan sólo son dos personas: madre e hija. La madre, según tengo entendido, es una dama que está en buena posición, aunque no le molesta aumentar sus ingresos. -Me extraña que la señorita Havisham haya consentido en separarse otra vez de usted y tan poco tiempo después de su regreso de Francia. - Eso es una parte de los planes de la señorita Havisham con respecto a mí, Pip - dijo Estella dando un suspiro como si estuviese fatigada. - Yo debo escribirle constantemente y verla también con cierta regularidad, para darle cuenta de mi vida… , y no solamente de mí, sino también de las joyas, porque ya casi todas son mías. Aquélla era la primera vez que me llamó por mi nombre. Naturalmente, lo hizo adrede, y yo comprendí que recordaría con placer semejante ocurrencia. Llegamos demasiado pronto a Richmond, y nuestro destino era una casa situada junto al Green, casa antigua, de aspecto muy serio, en donde más de una vez se lucieron las gorgueras, los lunares, los cabellos empolvados, las casacas bordadas, las medias de seda,los encajes y las espadas. Delante de la casa había algunos árboles viejos, todavía recortados en formas tan poco naturales como las gorgueras, las pelucas y los miriñaques; pero ya estaban señalados los sitios que habían de ocupar en la gran procesión de los muertos, y pronto tomarían parte en ella para emprender el silencioso camino de todo lo demás. Una campana, con voz muy cascada, que sin duda alguna en otros tiempos anunció a la casa: «Aquí está el guardainfante verde… Aquí, la espada con puño de piedras preciosas… «Aquí, los zapatos de rojos tacones adornados con una piedra preciosa azul… »a, resonó gravemente a la luz de la luna y en el acto se presentaron dos doncellas de rostro colorado como cerezas, con objeto de recibir a Estella. Pronto la puerta se tragó el equipaje de mi compañera, quien me tendió la mano, me dirigió una sonrisa y me dio las buenas noches antes de ser tragada a su vez. Y yo continué mirando hacia la casa, pensando en lo feliz que sería viviendo allí con ella, aunque, al mismo tiempo, estaba persuadido de que en su compañía jamás me sentiría dichoso, sino siempre desgraciado Volví a subir al coche para dirigirme a Hammersmith; entré con el corazón dolorido, y cuando salí me dolía más aún. Ante la puerta de mi morada encontré a la pequeña Juana Pocket, que regresaba de una fiesta infantil, escoltada por su diminuto novio, a quien yo envidié a pesar de tener que sujetarse a las órdenes de Flopson. El señor Pocket había salido a dar clase, porque era un profesor delicioso de economía doméstica, y sus tratados referentes al gobierno de los niños y de los criados eran considerados como los mejores libros de texto acerca de tales asuntos. Pero la señora Pocket estaba en casa y se hallaba en una pequeña dificultad, a causa de que habían entregado al pequeño un alfiletero para que se estuviera quieto durante la inexplicable ausencia de Millers (que había ido a visitar a un pariente que tenía en los Guardias de Infantería), y faltaban del alfiletero muchas más agujas de las que podían considerarse convenientes para un paciente tan joven, ya fuesen aplicadas al exterior o para ser tomadas a guisa de tónico. Como el señor Pocket era justamente célebre por los excelentes consejos que daba, así como también por su clara y sólida percepción de las cosas y su modo de pensar en extremo juicioso, al sentir mi corazón dolorido tuve la intención de rogarle que aceptara mis confidencias. Pero como entonces levantase la vista y viese a la señora Pocket mientras leía su libro acerca de la nobleza, después de prescribir que la camarera un remedio soberano para el pequeño, me arrepentí, y decidí no decir una palabra. ...
En la línea 2025
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... ¿Para qué interrumpirme a fin de preguntarme si mi antipatía hacia Provis podía deberse a Estella? ¿Para qué entretenerme en mi camino, a fin de comparar el estado de mi mente entre cuando traté de limpiarme de la mancha de la prisión, antes de ir al encuentro de Estella en la oficina de la diligencia, con el estado mental en que me hallaba ahora, al considerar el abismo que se había abierto entre Estella, en su orgullo y belleza, y el presidiario a quien albergaba en mi casa? No por hacerlo sería mejor el camino ni tampoco el final que nos estuviese reservado a todos. Eso no sería de ningún beneficio para mi protector ni para mí. Esta narración me había producido otro temor; o, mejor dicho, tal relato había dado forma y objeto a un temor que sentía inconscientemente. Si Compeyson vivía y descubría por azar el regreso de Provis, no serían ya dudosas las consecuencias. Nadie mejor que yo estaba persuadido de que Compeyson tenía un miedo horrible a Provis, y no era difícil imaginar que un hombre como él, a juzgar por la descripción que se nos había hecho, no vacilaría en lo más mínimo en librarse de un enemigo delatándolo. Hasta entonces, yo no había dicho una sola palabra a Provis acerca de Estella, y estaba firmemente decidido a no hacerlo. Pero dije a Herbert que antes de marcharme al extranjero deseaba ver a Estella y a la señorita Havisham. Esto ocurrió en cuanto nos quedamos solos por la noche del mismo día en que Provis nos refirió su historia. Resolví, pues, ir a Richmond al siguiente día, y así lo hice. Al presentarme a la señora Brandley, ésta hizo llamar a la doncella de Estella, quien me dijo que la joven había marchado al campo. ¿Adónde? A la casa Satis, como de costumbre. Repliqué que no era como de costumbre, pues hasta entonces nunca había ido sin mí. Pregunté cuándo estaría de regreso, pero advertí una reserva especial en la respuesta, que aumentó mi perplejidad. La doncella me dijo que, según se imaginaba, no regresaría por algún tiempo. Nada pude adivinar ni comprender por tales palabras, excepto el hecho de que deliberadamente se proponían que yo no pudiese comprenderlo, y, así, volví a mi casa completamente desencantado. Por la noche volví a consultar con Herbert después de la marcha de Provis (y debo repetir que yo siempre le acompañaba hasta su alojamiento y observaba con la mayor atención alrededor de mí), y en nuestra conversación, después de tratar del asunto, llegamos a la conclusión de que nada podía decidirse acerca del proyectado viaje al extranjero hasta que yo regresara de mi visita a la señorita Havisham. Mientras tanto, Herbert y yo reflexionamos acerca de lo que más convendría decir, o bien que teníamos la sospecha y el temor de que alguien nos vigilara, receloso, o excusarnos en el hecho de que, como yo no había estado nunca en el extranjero, me resultaría agradable hacer un viaje. Nos constaba de antemano que él aceptaría 169 cualquier cosa que yo le propusiera. Por otra parte, Herbert y yo convinimos en que no había que pensar en que Provis continuara muchos días en el mismo peligro a que estaba expuesto. Al día siguiente cometí la bajeza de fingir que iba a cumplir una promesa hecha a Joe de ir a verle; yo era capaz de cometer cualquier indignidad con relacion a Joe o a su nombre. Mientras durase mi ausencia, Provis debería tener el mayor cuidado, y Herbert se encargaría de él como lo hacía yo. Me proponía estar ausente una sola noche, y a, mi regreso debería empezar, según las ideas de Provis, mi carrera como caballero rico. Entonces se me ocurrió, y, según vi más tarde, también se le ocurrió a Herbert, que podríamos inducirle a ir al extranjero con la excusa de hacer compras o algo por el estilo. Habiendo dispuesto así mi visita a la señorita Havisham, salí en la primera diligencia del día siguiente, cuando apenas había luz en el cielo, y nos encontramos en plena carretera al asomar el día, que parecía avanzar despacio, quejándose y temblando de frío, envuelto como estaba en capas de nubes y andrajos de niebla, cual si fuese un mendigo. Cuando llegamos a El Jabalí Azul, después de viajar entre la lluvia, ¡cuál no sería mi asombro al ver en el umbral de la puerta, con un mondadientes en la mano y contemplando la diligencia, a Bentley Drummle! Como él fingió no haberme visto, yo hice como si no le reconociera. Tal actitud era muy ridícula por ambas partes, y más aún porque luego entramos a la vez en la sala del café, en donde él acababa de terminar su desayuno y en donde ordené que me sirvieran el mío. Me era violento en grado sumo verle en la ciudad, puesto que de sobra sabía la causa de su permanencia en ella. Fingiendo que me entregaba a la lectura de un periódico local de fecha remota, en el que no había nada tan legible como las manchas de café, de encurtidos, de salsas de pescado, de manteca derretida y de vino de que estaba lleno, como si el papel hubiese contraído el sarampión de un modo muy irregular, me senté a mi mesa en tanto que él permanecía ante el fuego. Poco a poco me pareció insoportable que estuviera allí, y por esta causa me puse en pie, decidido a gozar de mi parte de calor en la chimenea. Para alcanzar el atizador a fin de reanimar el fuego, tuve que pasar mis manos por detrás de sus piernas; pero, sin embargo, continué fingiendo que no le conocía. - ¿Es un desaire? - preguntó el señor Drummle. - ¡Oh! - exclamé, con el atizador en la mano. - ¿Es usted? ¿Cómo está usted? Me preguntaba quién me impediría gozar del calor del fuego. Dicho esto, revolví las brasas de un modo tremendo y después me planté al lado del señor Drummle, con los hombros rígidos y de espaldas al fuego. - ¿Acaba usted de llegar? - preguntó el señor Drummle dándome un ligero empujón hacia un lado. - Sí - le contesté, empujándole, a mi vez, con mi hombro. - Es un lugar horrible - dijo Drummle. - Según tengo entendido, es su país. - Sí – asentí. - Y creo que su Shropshire es completamente igual a esto. - No se le parece en nada absolutamente - contestó Drummle. Luego se miró las botas, y yo le imité mirándome las mías. Un momento más tarde, el señor Drummle miró mis botas, y yo las suyas, en justa correspondencia. - ¿Hace mucho que está usted aquí? - le pregunté, decidido a no dejarme alejar una sola pulgada del fuego. - Lo bastante para estar cansado - contestó Drummle fingiendo un bostezo, pero igualmente decidido a no alejarse. - ¿Estará aún mucho tiempo? - No puedo decirlo - contestó Drummle. - ¿Y usted? - No puedo decirlo - repliqué. Entonces experimenté la sensación de que si en aquel momento el señor Drummle hubiese hecho la menor tentativa para disfrutar de más sitio ante el fuego, yo le habría arrojado contra la ventana, y también comprendí que si mi hombro hubiese expresado la misma pretensión, el señor Drummle me habría arrojado a la mesa más cercana. Él se puso a silbar, y yo hice lo mismo. - Por aquí abundan los marjales, según creo - observó Drummle. - Sí. ¿Y qué? - repliqué. El señor Drummle me miró, luego se fijó en mis botas y dijo: - ¡Oh! Y se echó a reír. - ¿Está usted de buen humor, señor Drummle? 170 - No – contestó, - no puede decir se que lo esté. Voy a pasear a caballo. Para pasar el rato me propongo explorar esos marjales. Me han dicho que junto a ellos hay varias aldeas y que hay tabernas y herrerías curiosas… ¡Camarero! - ¿Qué desea el señor? - ¿Está ensillado mi caballo? - Lo han llevado ya ante la puerta, señor. -Muy bien. Ahora fíjate. Hoy la señorita no saldrá a caballo, porque el tiempo sigue malo. - Muy bien, señor. - Y yo no vendré a comer, porque iré a hacerlo a casa de la señorita. - Muy bien, señor. Drummle me miró con tal expresión de triunfo en su carota de grandes mandíbulas, que el corazón me dolió a pesar de la estupidez de aquel hombre, exasperándome de tal manera que me sentí inclinado a cogerlo en mis brazos (de igual modo como en las historias de ladrones se cuenta que los bandidos cogían a las damas) para sentarlo a la fuerza sobre las brasas. Una cosa resultaba evidente en nosotros, y era que, de no venir nadie en nuestra ayuda, ninguno de los dos sería capaz de abandonar el fuego. Allí estábamos ambos, con los hombros y los pies en contacto, sin movernos a ningún lado ni por espacio de una pulgada. Desde allí podíamos ver el caballo ante la puerta y entre la lluvia; mi desayuno estaba servido en la mesa, en tanto que ya habían retirado el servicio de Drummle; el camarero me invitaba a sentarme, y yo le hice una señal de asentimiento, pero los dos continuábamos inmóviles ante el fuego. - ¿Ha estado usted recientemente en «La Enramada»? - preguntó Drummle. - No - le contesté. - Ya quedé más que satisfecho de los Pinzones la última vez que estuve. - ¿Fue cuando tuvimos aquella pequeña diferencia de opinión? - Sí - le contesté secamente. - ¡Caramba! - exclamó él. - Demostró usted ser muy ligero de cascos. No debía haber perdido tan pronto su presencia de ánimo. - Señor Drummle - le contesté, - no es usted quién para darme consejos acerca del particular. Cuando pierdo el dominio sobre mí mismo (y con eso no admito que me ocurriese en aquella ocasión), por lo menos no tiro vasos a la cabeza de las personas. - Pues yo sí - contestó Drummle. Después de mirarle una o dos veces con expresión de ferocidad que aumentaba a cada momento, dije: - Señor Drummle, yo no he buscado esta conversación, que, por otra parte, no me parece nada agradable. - Seguramente no lo es - dijo con altanería y mirándome por encima del hombro. - No me lo parece ni remotamente. - Por lo tanto – continué, - y si me lo permite, me aventuraré a indicar la conveniencia de que en adelante no exista entre nosotros la menor comunicación. - Ésta es también mi opinión - dijo Drummle, - y lo habría indicado yo mismo, o lo hubiera hecho sin advertirlo. Pero no pierda usted los estribos. ¿No ha perdido ya bastante? - ¿Qué quiere usted decir, caballero? - ¡Camarero! - llamó Drummle como si quisiera contestarme de esta manera. El llamado acudió. -Fíjate bien. Supongo que has comprendido que la señorita no paseará hoy a caballo y que yo cenaré en su casa. - Lo he entendido muy bien, señor. Cuando el camarero, poniendo la mano en la tetera, vio que estaba muy fría, me dirigió una mirada suplicante y se marchó. Drummle, teniendo el mayor cuidado de no mover su hombro que se tocaba con el mío, sacó un cigarro del bolsillo, mordió la punta y lo encendió, pero sin demostrar su intención de apartarse lo más mínimo. Enfurecido como estaba, comprendí que no podríamos cruzar una sola palabra más sin hablar de Estella, nombre que no pódría consentirle que pronunciase; por esta razón, me quedé mirando fijamente a la pared, como si no hubiese nadie en la sala y yo mismo me obligara a guardar silencio. Es imposible decir cuánto tiempo habríamos permanecido en tan ridícula situación, pero en aquel momento entraron tres granjeros ricos, a los que acompañó el camarero sin duda alguna y que aparecieron en la sala del café desabrochándose sus grandes abrigos y frotándose las manos. Y como quiera que dieron una carga en dirección al fuego, no tuvimos más remedio que retirarnos. 171 A través de la ventana le vi agarrando las crines del cuello de su caballo y montando del modo brutal que le era peculiar. Luego desapareció. Me figuré que se había marchado, cuando volvió pidiendo fuego para el cigarro que tenía en la boca. Apareció un hombre con el traje lleno de polvo, a fin de darle con qué encender, e ignoro de dónde salió, si del patio de la posada o de la calle. Y mientras Drummle se inclinaba sobre la silla para encender el cigarro y se reía, moviendo la cabeza en dirección a la sala del café, los hombros inclinados y el revuelto cabello de aquel hombre, que me daba la espalda, me hicieron recordar a Orlick. Demasiado preocupado por otras cosas para sentir interés en averiguar si lo era o no, o para tocar siquiera el desayuno, me lavé la cara y las manos para quitarme el polvo del viaje y me dirigí a la vieja y tan recordada casa, que mejor habría sido para mí no ver nunca en la vida y en la que ojalá no hubiese entrado jamás. ...
En la línea 2029
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Alejándome de la puerta del Temple en cuanto hube leído este aviso, me encaminé hacia la calle Fleet, en donde tomé un coche de punto, retrasado, y en él me hice llevar a Hummums, en Covent Garden. En aquellos tiempos, siempre se podía encontrar allí una cama a cualquier hora de la noche, y el vigilante me 175 dejó entrar inmediatamente, entregándome la primera bujía de la fila que había en un estante, y me acompañó a la primera de las habitaciones todavía desocupadas. Era una especie de bóveda en el sótano de la parte posterior, ocupada por una cama de cuatro patas parecida a un monstruo despótico, pues se había situado en el centro y una de sus patas estaba en la chimenea y otra en la puerta de entrada, sin contar con que tenía acorralado en un rincón al mísero lavabo. Como yo había pedido luz para toda la noche, el vigilante, antes de dejarme solo, me trajo la buena, vieja y constitucional bujía de médula de junco bañada en cera que se usaba en aquellos tiempos virtuosos - un objeto parecido al fantasma de un bastón que instantáneamente se rompía en cuanto se tocaba, en cuyo caso ya no se podía encender y que se condenaba al más completo aislamiento, en el fondo de una alta torre de hojalata, provista de numerosos agujeros redondos, la cual proyectaba curiosos círculos de luz en las paredes. - Cuando me metí en cama y estuve tendido en ella, con los pies doloridos, cansado y triste, observé que no podía pegar los ojos ni conseguir que los cerrara aquel estúpido Argos. Y, así, en lo más profundo y negro de la noche, estábamos los dos mirándonos uno a otro. ¡Qué noche tan triste! ¡Cuán llena de ansiedades y de dolor y qué interminable! En la estancia reinaba un olor desagradable de hollín frío y de polvo caliente, y cuando miraba a los rincones del pabellón que había sobre mi cabeza me pregunté cuántas moscas azules procedentes de la carnicería y cuántas orugas debían de estar invernando allí en espera de la primavera. Entonces temí que algunos de aquellos insectos se cayeran sobre mi cara, idea que me dió mucho desasosiego y que me hizo temer otras aproximaciones más desagradables todavía a lo largo de mi espalda. Cuando hube permanecido despierto un rato, hiciéronse oír aquellas voces extraordinarias de que está lleno el silencio. El armario murmuraba, suspiraba la chimenea, movíase el pequeño lavabo, y una cuerda de guitarra, oculta en el fondo de algún cajón, dejaba oír su voz. Al mismo tiempo adquirían nueva expresión los ojos de luz que se proyectaban en las paredes, y en cada uno de aquellos círculos amarillentos me parecía ver escritas las palabras: «No vaya a su casa.» Cualesquiera que fuesen las fantasías nocturnas que me asaltaban o los ruidos que llegaban a mis oídos, nada podía borrar las palabras: «No vaya a su casa.» Ellas se entremezclaban en todos mis pensamientos, como habría hecho cualquier dolor corporal. Poco tiempo antes había leído en los periódicos que un caballero desconocido fue a pasar la noche a casa de Hummums y que, después de acostarse, se suicidó, de manera que a la mañana siguiente lo encontraron bañado en su propia sangre. Me imaginé que tal vez habría ocupado aquella misma bóveda, y a tanto llegó la aprensión, que me levanté para ver si descubría alguna mancha rojiza; luego abrí la puerta para mirar al corredor y para reanimarme contemplando el resplandor de una luz lejana, cerca de la cual me constaba que dormitaba el sereno. Pero, mientras tanto, no dejaba de preguntarme qué habría ocurrido en mi casa, cuándo volvería a ella y si Provis estaba sano y salvo en la suya. Estas preguntas ocupaban de tal manera mi imaginación, que yo mismo habría podido suponer que no me dejaba lugar para otras preocupaciones. Y hasta cuando pensaba en Estella, en nuestra despedida, que fue ya para siempre, y mientras recordaba todas las circunstancias de nuestra separación, así como todas sus miradas, los distintos tonos de su voz y los movimientos de sus dedos mientras hacía calceta, aun entonces me sentía perseguido por las palabras: «No vaya a su casa.» Cuando, por fin, ya derrengado, me adormecí, aquella frase se convirtió en un verbo que no tenía más remedio que conjugar. Modo indicativo, tiempo presente. «No vayas a casa. No vaya a casa. No vayamos a casa. No vayáis a casa. No vayan a casa.» Luego lo conjugaba con otros verbos auxiliares, diciendo: «No puedo, ni debo, ni quiero ir a casa», hasta que, sintiéndome aturrullado, di media vuelta sobre la almohada y me quedé mirando los círculos de luz de la pared. Había avisado para que me llamasen a las siete, porque, evidentemente, tenía que ver a Wemmick antes que a nadie más, y también era natural que me encaminase a Walworth, pues era preciso conocer sus opiniones particulares, que solamente expresaba en aquel lugar. Fue para mí un alivio levantarme y abandonar aquella estancia en que había pasado tan horrible noche, y no necesité una segunda llamada para saltar de la cama. A las ocho de la mañana se me aparecieron las murallas del castillo. Como en aquel momento entrara la criadita con dos panecillos calientes, en su compañía atravesé el puente, y así llegamos sin ser anunciados a presencia del señor Wemmick, que estaba ocupado en hacer té para él y para su anciano padre. Una puerta abierta dejaba ver a éste, todavía en su cama. - ¡Hola, señor Pip! ¿Por fin fue usted a su casa? - No, no fui a casa. - Perfectamente - dijo frotándose las manos. - Dejé una carta para usted en cada una de las puertas del Temple, para tener la seguridad de que recibiría una de ellas. ¿Por qué puerta entró usted? Se lo dije. 176 - Durante el día recorreré las demás para destruir las otras cartas - dijo Wemmick. - Es una precaución excelente no dejar pruebas escritas, si se puede evitar, porque nadie sabe el paradero que pueden tener. Voy a tomarme una libertad con usted. ¿Quiere hacerme el favor de asar esta salchicha para mi padre? Le contesté que lo haría con el mayor gusto. - Pues entonces, María Ana, puedes ir a ocuparte en tus quehaceres - dijo Wemmick a la criadita. - Así nos quedamos solos y sin que nadie pueda oírnos, ¿no es verdad, señor Pip? - añadió haciéndome un guiño en cuanto la muchacha se alejó. Le di las gracias por sus pruebas de amistad y por su previsión y empezamos a hablar en voz baja, mientras yo asaba la salchicha y él ponía manteca en el pan del anciano. - Ahora, señor Pip - dijo Wemmick, - ya sabe usted que nos entendemos muy bien. Estamos aquí hablando particularmente, y antes de hoy ya nos hemos relacionado para llevar a cabo asuntos confidenciales. Los sentimientos oficiales son una cosa. Aquí obramos y hablamos extraoficialmente. Asentí con toda cordialidad, pero estaba tan nervioso que, sin darme cuenta, dejé que la salchicha del anciano se convirtiese en una antorcha, de manera que tuve que soplar para apagarla. -Ayer mañana me enteré por casualidad-dijo Wemmick, - mientras me hallaba en cierto lugar a donde le llevé una vez… Aunque sea entre los dos, es mejor no mencionar nombre alguno si es posible. - Es mucho mejor – dije. - Ya lo comprendo. - Oí por casualidad, ayer por la mañana - prosiguió Wemmick, - que cierta persona algo relacionada con los asuntos coloniales y no desprovista de objetos de valor fácilmente transportables, aunque no sé quién puede ser en realidad, y si le parece tampoco nombraremos a esa persona… - No es necesario - dije. - Había causado cierta sensación en determinada parte del mundo, adonde va bastante gente, desde luego no a gusto suyo muchas veces y siempre con gastos a cargo del gobierno… Como yo observaba su rostro con la mayor fijeza, convertí la salchicha en unos fuegos artificiales, lo cual atrajo, naturalmente, mi atención y la del señor Wemmick. Yo le rogué que me dispensara. - Causó, como digo, cierta sensación a causa de su desaparición, sin que se oyese hablar más de él. Por esta causa - añadió Wemmick - se han hecho conjeturas y se han aventurado opiniones. También he oído decir que se vigilaban sus habitaciones en Garden Court, Temple, y que posiblemente continuarían vigiladas. - ¿Por quién? - pregunté. - No entraré en estos detalles - dijo evasivamente Wemmick, - porque eso comprometería mis responsabilidades oficiales. Lo oí, como otras veces he oído cosas muy curiosas, en el mismo sitio. Fíjese en que no son informes recibidos, sino que tan sólo me enteré por haberlo oído. Mientras hablaba me quitó el tenedor que sostenía la salchicha y puso con el mayor esmero el desayuno del anciano en una bandeja. Antes de servírselo entró en el dormitorio con una servilleta limpia que ató por debajo de la barba del anciano; le ayudó a sentarse en la cama y le ladeó el gorro de dormir, lo cual le dio un aspecto de libertino. Luego le puso delante el desayuno, con el mayor cuidado, y dijo: - ¿Está usted bien, padre? - ¡Está bien, John, está bien! - contestó el alegre anciano. Y como parecía haberse establecido la inteligencia tácita de que el anciano no estaba presentable y, por consiguiente, había que considerarle como invisible, yo fingí no haberme dado cuenta de nada de aquello. - Esta vigilancia de mi casa, que en una ocasión ya sospeché - dije a Wemmick en cuanto volvió a mi lado, - es inseparable de la persona a quien se ha referido usted, ¿no es verdad? Wemmick estaba muy serio. - Por las noticias que tengo, no puedo asegurarlo. Es decir, que no puedo asegurar que ya ha sido vigilado. Pero lo está o se halla en gran peligro de serlo. Observando que se contenía en su fidelidad a Little Britain a fin de no decir todo lo que sabía, y como, con el corazón agradecido, yo comprendía cuánto se apartaba de sus costumbres al darme cuenta de lo que había oído, no quise violentarle preguntándole más. Pero después de meditar un poco ante el fuego, le dije que me gustaría hacerle una pregunta, que podía contestar o no, según le pareciese mejor, en la seguridad de que su decisión sería la más acertada. Interrumpió su desayuno, cruzó los brazos y, cerrando las manos sobre las mangas de la camisa (pues su idea de la comodidad del hogar le hacía quitarse la chaqueta en cuanto estaba en casa), movió afirmativamente la cabeza para indicarme que esperaba la pregunta. - ¿Ha oído usted hablar de un hombre de mala nota, cuyo nombre verdadero es Compeyson? Contestó con otro movimiento de cabeza. - ¿Vive? 177 Afirmó de nuevo. - ¿Está en Londres? Hizo otro movimiento afirmativo, comprimió el buzón de su boca y, repitiendo su muda respuesta, continuó comiendo. - Ahora - dijo luego, - puesto que ya ha terminado el interrogatorio - y repitió estas palabras para que me sirviesen de advertencia, - voy a darle cuenta de lo que hice, en consideración de lo que oí. Fui en busca de usted a Garden Court y, como no le hallara, me encaminé a casa de Clarriker a ver a Herbert. - ¿Lo encontró usted? - pregunté con la mayor ansiedad. - Lo encontré. Sin mencionar nombres ni dar detalles, le hice comprender que si estaba enterado de que alguien, Tom, Jack o Richard, se hallaba en las habitaciones de ustedes o en las cercanías, lo mejor que podría hacer era aconsejar a Tom, Jack o Richard que se alejase durante la ausencia de usted. - Debió de quedarse muy apurado acerca de lo que tendría que hacer. - Estaba apurado. Además, le manifesté mi opinión de que, en estos momentos, no sería muy prudente alejar demasiado a Tom, Jack o Richard. Ahora, señor Pip, voy a decirle una cosa. En las circunstancias actuales, no hay nada como una gran ciudad una vez ya se está en ella. No se precipiten ustedes. Quédense tranquilos, en espera de que mejoren las cosas, antes de aventurar la salida, incluso en busca de los aires extranjeros. Le di las gracias por sus valiosos consejos y le pregunté qué había hecho Herbert. - El señor Herbert - dijo Wemmick, - después de estar muy apurado por espacio de media hora, encontró un plan. Me comunicó en secreto que corteja a una joven, quien, como ya sabrá usted, tiene a su padre en cama. Este padre, que se dedicó al aprovisionamiento de barcos, está en una habitación desde cuya ventana puede ver las embarcaciones que suben y bajan por el río. Tal vez ya conoce usted a esa señorita. - Personalmente, no - le contesté. La verdad era que ella me consideró siempre un compañero demasiado costoso, que no hacía ningún bien a Herbert, de manera que cuando éste le propuso presentarme a ella, la joven acogió la idea con tan poco calor, que su prometido se creyó obligado a darme cuenta del estado del asunto, indicando la conveniencia de dejar pasar algún tiempo antes de insistir. Cuando empecé a mejorar en secreto el porvenir de Herbert, pude tomar filosóficamente este pequeño contratiempo; por su parte, tanto él como su prometida no sintieron grandes deseos de introducir a una tercera persona en sus entrevistas; y así, aunque se me dijo que había progresado mucho en la estimación de Clara, y aunque ésta y yo habíamos cambiado algunas frases amables y saludos por medio de Herbert, yo no la había visto nunca. Sin embargo, no molesté a Wemmick con estos detalles. - Parece que la casa en cuestión - siguió diciendo Wemmick - está junto al río, entre Limehouse y Greenwich; cuida de ella una respetable viuda, que tiene un piso amueblado para alquilar. El señor Herbert me dijo todo eso, preguntándome qué me parecía el lugar en cuestión como albergue transitorio para Tom, Jack o Richard. Creí muy acertado el plan, por tres razones que comunicaré a usted. Primera: está separado de su barrio y también de los sitios cruzados por muchas calles, grandes o pequeñas. Segunda: sin necesidad de ir usted mismo, puede estar al corriente de lo que hace Tom, Jack o Richard, por medio del señor Herbert. Tercera: después de algún tiempo, y cuando parezca prudente, en caso de que quiera embarcar a Tom, Jack o Richard en un buque extranjero, lo tiene usted precisamente a la orilla del río. Muy consolado por aquellas consideraciones, di efusivas gracias a Wemmick y le rogué que continuase. - Pues bien. El señor Herbert se ocupó del asunto con la mayor decisión, y a las nueve de la noche pasada trasladó a Tom, Jack o Richard, quien sea, pues ni a usted ni a mí nos importa, y logró un éxito completo. En las habitaciones que ocupaba se dijo que le llamaban desde Dover, y, en realidad, tomaron tal camino, para torcer por la próxima esquina. Otra gran ventaja en todo eso es que se llevó a cabo sin usted, de manera que si alguien seguía los pasos de usted le constará que se hallaba a muchas millas de distancia y ocupado en otros asuntos. Esto desvía las sospechas y las confunde; por la misma razón le recomendé que no fuese a su casa en caso de regresar anoche. Esto complica las cosas, y usted necesita, precisamente, que haya confusión. Wemmick, que había terminado su desayuno, consultó su reloj y fue en busca de su chaqueta. - Y ahora, señor Pip - dijo con las manos todavía posadas sobre las mangas de la camisa, - probablemente he hecho ya cuanto me ha sido posible; pero si puedo hacer algo más, desde luego, de un modo personal y particular, tendré el mayor gusto en ello. Aquí están las señas. No habrá ningún inconveniente en que vaya usted esta noche a ver por sí mismo que Tom, Jack o Richard esta bien y en seguridad, antes de irse a su propia casa, lo cual es otra razón para que ayer noche no fuera a ella. Pero en cuanto esté en su propio domicilio, no vuelva más por aquí. Ya sabe usted que siempre es bien venido, señor Pip - añadió separando 178 las manos de las mangas y sacudiéndoselas-, y, finalmente, déjeme que le diga una cosa importante. - Me puso las manos en los hombros y añadió en voz baja y solemne: - Aproveche usted esta misma noche para guardarse todos sus efectos de valor fácilmente transportables. No sabe usted ni puede saber lo que le sucederá en lo venidero. Procure, por consiguiente, que no les ocurra nada a los efectos de valor. Considerando completamente inútiles mis esfuerzos para dar a entender a Wemmick mi opinión acerca del particular, no lo intenté siquiera. - Ya es tarde - añadió Wemmick, - y he de marcharme. Si no tiene usted nada más importante que hacer hasta que oscurezca, le aconsejaría que se quedara aquí hasta entonces. Tiene usted el aspecto de estar muy preocupado; pasaría un día muy tranquilo con mi anciano padre, que se levantará en breve, y, además, disfrutará de un poco de… , ¿se acuerda usted del cerdo? - Naturalmente - le dije. - Pues bien, un poco de él. La salchicha que asó usted era suya, y hay que confesar que, desde todos los puntos de vista, era de primera calidad. Pruébelo, aunque no sea más que por el gusto de saborearlo. ¡Adiós, padre! - añadió gritando alegremente. - ¡Está bien, John, está bien! - contestó el anciano desde dentro. Pronto me quedé dormido ante el fuego de Wemmick, y el anciano y yo disfrutamos mutuamente de nuestra compañía, durmiéndonos, de vez en cuando, durante el día. Para comer tuvimos lomo de cerdo y verduras cosechadas en la propiedad, y yo dirigía expresivos movimientos de cabeza al anciano, cuando no lo hacía dando cabezadas a impulsos del sueño. Al oscurecer dejé al viejo preparando el fuego para tostar el pan; y a juzgar por el número de tazas de té, así como por las miradas que mi compañero dirigía hacia las puertecillas que había en la pared, al lado de la chimenea, deduje que esperaba a la señorita Skiffins. ...
En la línea 2044
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Zosimof, cuyos prudentes consejos obedecían al deseo de lucirse ante las damas, quedó profundamente decepcionado cuando, terminado su discurso, dirigió una mirada a su paciente y advirtió que su rostro expresaba una franca burla. Pero esta decepción se desvaneció muy pronto: Pulqueria Alejandrovna empezó a abrumar al doctor con sus expresiones de gratitud, especialmente por su visita nocturna. ...
En la línea 2817
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Veo, Avdotia Romanovna, que se siente usted inclinada a justificarle ‑dijo Lujine, torciendo la boca con una sonrisa equívoca‑. De lo que no hay duda es de que es un hombre astuto que tiene una habilidad especial para conquistar el corazón de las mujeres. La pobre Marfa Petrovna, que acaba de morir en circunstancias extrañas, es buena prueba de ello. Mi única intención era ayudarlas a usted y a su madre con mis consejos, en previsión de las tentativas que ese hombre no dejará de renovar. Estoy convencido de que Svidrigailof volverá muy pronto a la cárcel por deudas. Marfa Petrovna no tuvo jamás la intención de legarle una parte importante de su fortuna, pues pensaba ante todo en sus hijos, y si le ha dejado algo, habrá sido una modesta suma, lo estrictamente necesario, una cantidad que a un hombre de sus costumbres no le permitirá vivir más de un año. ...
En la línea 4201
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑No se lo diré, Rodion Romanovitch. De todas formas, no tengo derecho a contemporizar. Mandaré detenerle. Reflexione. No me importa la resolución que usted pueda tomar ahora. Le he hablado en interés de usted. Le juro que le conviene seguir mis consejos. ...
En la línea 877
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Y a pesar del enojo que me causaba su modo de jugar, resolví callarme y no darle más consejos inútiles. ...
En la línea 882
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... De pronto, Des Grieux se puso a hablar en francés con volubilidad; empezó a darle consejos. Decía que era preciso esperar la suerte y comenzó incluso a indicar ciertas cifras… La abuela no comprendía nada. Tenía que recurrir constantemente a mí para la traducción. El designaba con el dedo el tapete verde y terminó por coger un lápiz y calcular en un papel. La abuela perdió la paciencia. ...
En la línea 890
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —¡No sabes jugar y te atreves a dar consejos! —gritó la abuela, dirigiéndose a Des Grieux—. ¡Vete! ¡No te metas en lo que no entiendas! ...
En la línea 195
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Unos ciudadanos de buen corazón detuvieron a los perros y recogieron los bártulos desperdigados. Les dieron, además, sanos consejos. Reducir la carga a la mitad y duplicar el número de perros era la fórmula, si querían llegar alguna vez a Dawson. Hal, su hermana y su cuñado escucharon de mala gana, montaron la tienda y pasaron revista a sus posesiones. La aparición de alimentos enlatados provocó la risa entre los espectadores, ya que a nadie se le ocurriría llevar latas en la Larga Marcha. ...
En la línea 215
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Con los perros cayéndose, Mercedes llorando encaramada al trineo, Hal profiriendo maldiciones inútiles y los ojos de Charles con lágrimas de nostalgia, llegaron vacilantes al campamento de John Thornton, a la entrada de White River. En el momento en que se detuvieron, los perros se desplomaron como si a cada uno le hubiesen asestado un golpe de muerte. Mercedes se secó los ojos y miró a John Thornton. Charles se sentó en un tronco a descansar. Lo hizo muy lenta y concienzudamente debido al fuerte agarrotamiento de su cuerpo. Hal llevó la voz cantante. John Thornton le estaba dando el último repaso a un mango de hacha que había hecho con una rama de abedul. Tallaba y escuchaba, respondía con monosílabos y, cuando se le pedía, daba escuetos consejos. Conocía el paño y daba sus consejos con la certidumbre de que no serían seguidos. ...
En la línea 215
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Con los perros cayéndose, Mercedes llorando encaramada al trineo, Hal profiriendo maldiciones inútiles y los ojos de Charles con lágrimas de nostalgia, llegaron vacilantes al campamento de John Thornton, a la entrada de White River. En el momento en que se detuvieron, los perros se desplomaron como si a cada uno le hubiesen asestado un golpe de muerte. Mercedes se secó los ojos y miró a John Thornton. Charles se sentó en un tronco a descansar. Lo hizo muy lenta y concienzudamente debido al fuerte agarrotamiento de su cuerpo. Hal llevó la voz cantante. John Thornton le estaba dando el último repaso a un mango de hacha que había hecho con una rama de abedul. Tallaba y escuchaba, respondía con monosílabos y, cuando se le pedía, daba escuetos consejos. Conocía el paño y daba sus consejos con la certidumbre de que no serían seguidos. ...
Errores Ortográficos típicos con la palabra Consejos
Cómo se escribe consejos o conzejoz?
Cómo se escribe consejos o sonsejos?
Cómo se escribe consejos o consegos?
Palabras parecidas a consejos
La palabra satisfecho
La palabra suyo
La palabra mocetones
La palabra intentando
La palabra tropel
La palabra vecinas
La palabra emparrado
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