Cual es errónea Choque o Shoque?
								 La palabra correcta es Choque. Sin Embargo  Shoque se trata de un error ortográfico.
								
 El Error ortográfico detectado en el termino shoque es que hay un Intercambio de las letras c;s con respecto la palabra correcta la palabra choque  
						
						 
  El Español es una gran familia 
 
								 Reglas relacionadas con los errores de c;s
  
	Las Reglas Ortográficas de la S
  Se escribe s al final de las palabras llanas.
Ejemplos: telas, andamos, penas
Excepciones: alférez, cáliz, lápiz
  Se escriben con s los vocablos compuestos y derivados de otros que también se escriben con esta letra.
Ejemplos: pesar / pesado, sensible / insensibilidad
  Se escribe con s las terminaciones -esa, -isa que signifiquen dignidades u oficios de mujeres.
Ejemplos: princesa, poetisa
  Se escriben con s los adjetivos que terminan en -aso, -eso, -oso, -uso.
Ejemplos: escaso, travieso, perezoso, difuso
  Se escribe con s las terminaciones -ísimo, -ísima.
Ejemplos: altísimo, grandísima
  Se escribe con s la terminación -sión cuando corresponde a una palabra que lleva esa letra, o cuando otra palabra derivada lleva -sor, -sivo, -sible,-eso.
Ejemplos: compresor, compresión, expreso, expresivo, expresión.
  Se escribe s en la terminación de algunos adjetivos gentilicios singulares.
Ejemplos: inglés, portugués, francés, danés, irlandés.
  Se escriben s con las sílabas iniciales des-, dis-.
Ejemplos: desinterés, discriminación.
  Se escribe s en las terminaciones -esto, -esta.
Ejemplos: detesto, orquesta.
								 							  
							   
    Te vas a reir con las pifia que hemos hemos encontrado cambiando las letras c;s    							  
							                                    
				Algunas Frases de libros en las que aparece choque
				La palabra choque puede ser considerada correcta por su aparición en estas  obras maestras de la literatura. 
							  En la línea 1517
   del libro  La Barraca
 del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
  ... , choque usted. ... 
 
 
							  En la línea 1611
   del libro  La Barraca
 del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
  ... Creyó Batiste oír gritos ahogados de mujer, choque de muebles, algo que le hizo adivinar una lucha de la pobre Pepeta deteniendo a Pimentó, el cual quería salir para dar respuesta a sus insultos. ... 
 
 
							  En la línea 1151
   del libro  La Bodega
 del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
  ... Y sus alaridos, en los que vibraba la exuberancia aparatosa del dolor oriental, acompañábalos de arañazos que ensangrentaban las arrugas de su rostro. Un choque sordo conmovía al mismo tiempo el suelo de tierra apisonada. Era _Alcaparrón_, que, caído de bruces, golpeaba con su cabeza el piso. ... 
 
 
							  En la línea 1313
   del libro  La Bodega
 del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
  ... Dupont se exaltaba. Mejor: que se uniesen todos, que se sublevaran cuanto antes, para acuchillarlos, y obligarles a volver a la obediencia y la tranquilidad. Él deseaba la rebelión y el choque, más aún que los trabajadores. ... 
 
 
							  En la línea 1713
   del libro  La Bodega
 del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
  ... Y en los guijarros del pavimento, resonó el choque de una vasija de barro rompiéndose, sin que los fragmentos alcanzasen a nadie. Era la _Marquesita_, que desde el balcón del ganadero de cerdos, indignábase contra aquella gentuza, antipática por su ordinariez, que osaba amenazar a las personas decentes. ... 
 
 
							  En la línea 1781
   del libro  La Bodega
 del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
  ... El desdichado hombretón se alejó, queriendo evitar un choque con sus feroces camaradas. Estos escaparon también, como si las palabras del jayán les hubiesen devuelto la razón. ... 
 
 
							  En la línea 10456
   del libro  Los tres mosqueteros
 del afamado autor Alejandro Dumas
  ... ¿Dónde estáis? ¡Dios mío!  En el mismo momento, la puerta de la celda cedió al choque más que se abrió; varios hombres se precipitaron en la habitación; la señora Bonacleux había caído en un sïllón sin poder hacer un movimiento. ... 
 
 
							  En la línea 408
   del libro  Viaje de un naturalista alrededor del mundo
 del afamado autor Charles Darwin
  ... Uno de los espectáculos más curiosos de Buenos Aires es el gran corral donde se guardan, antes de darles muerte, los animales que han de servir para el aprovisionamiento de la ciudad. Es realmente pasmosa la fuerza del caballo comparada con la del buey. Un hombre a caballo, después de sujetar con su lazo al buey por la cornamenta, puede arrastrar a éste donde quiera. El animal hace hincapié en el suelo con las patas extendidas hacia adelante, para resistir á la fuerza que le arrastra, pero todo es inútil; por lo común, también el buey toma carrera y se echa a un lado, pero el caballo se revuelve inmediatamente para recibir el choque, el cual se produce con tanta violencia, que el buey es casi derribado; lo asombroso es que no se desnuque. Conviene advertir que el combate no es del todo igual, pues mientras que el caballo tira con el pecho, el buey tira con lo alto de la cabeza. Además, un hombre puede retener de  idéntica manera al caballo más salvaje, si el lazo le sujeta precisamente por detrás de las orejas. Se arrastra al buey hasta el sitio donde han de sacrificarle; después el matador, acercándose con cautela, le corta el corvejón. Entonces el animal exhala su mugido de muerte, el más terrible grito de agonía que conozco. Lo he oído a menudo desde una gran distancia, distinguiéndolo entre otra multitud de ruidos, y siempre comprendí que la lucha estaba concluida. Toda esa escena es horrible y repugnante: se anda sobre una capa de osamentas, y caballos y jinetes van cubiertos de sangre. ... 
 
 
							  En la línea 697
   del libro  Viaje de un naturalista alrededor del mundo
 del afamado autor Charles Darwin
  ... alcanza la tempestad su grado máximo; nuestro horizonte queda reducidísimo por las nubes de espuma que levanta el viento; el mar tiene un aspecto terrible; parece una  inmensa llanura movediza cubierta por todas partes de nieve. Mientras que nuestro barco se agita horriblemente, los albatros, con las alas extendidas, parecen gozar del viento. Al mediodía viene una ola inmensa a llenar de agua una de nuestras balleneras, que hay que arrojar al mar en el acto. El pobre Beagle se estremece bajo el choque, y durante unos instantes resiste al gobernalle; pero como valiente barco que es, no tarda en rehacerse y presenta la proa al viento. Si una segunda ola hubiera seguido a la primera, se apodera de nosotros en el instante. Hace veinticuatro días que luchamos por ganar la costa occidental; los hombres están extenuados de cansancio, y desde hace tiempo no tienen ya un traje seco. El capitán Fitz-Roy abandona el proyecto de abordar al oeste rodeando la Tierra del Fuego. Por la tarde vamos a abrigarnos tras el falso Cabo de Hornos y echamos el ancla en un fondeadero de cuarenta y siete brazas; al desarrollarse la cadena sobre el cabrestante deja escapar verdaderas chispas. ¡Cuán deliciosa es una noche tranquila después de tanto tiempo de haber sido juguete de los elementos embravecidos! I5 de enero de 1833.- Echa el Beagle el ancla en la Bahía de Goeree. El capitán Fitz-Roy, resuelto a desembarcar a los fueguenses en el estrecho de Ponsonby, lo cual desean, hace equipar cuatro embarcaciones para conducirles allí por el canal del Beagle. Este canal, descubierto por el capitán Fitz-Roy durante su anterior viaje constituye un carácter notable de la geografía de este país. Puede comparársele al valle de Lochness, en Escocia, con su cadena de lagos y de bahías. El canal del Beagle tiene unas ciento veinte millas de largo por una anchura media, que varía muy poco de unas dos millas. En casi todas su extensión es recto hasta tal punto, que, limitada la vista a cada lado por una línea de montañas, se pierde en lontananza. Este canal atraviesa la parte meridional de la Tierra del Fuego, en dirección de este a oeste; hacia su parte media viene a unírsele formando ángulo recto con él, otro canal irregular llamado el estrecho de Ponsonby; allí es donde residen la tribu y la familia de Jemmy Button. ... 
 
 
							  En la línea 1363
   del libro  Viaje de un naturalista alrededor del mundo
 del afamado autor Charles Darwin
  ... Un temblor de tierra subvierte en un momento las ideas más arraigadas; la tierra, el emblema mismo de la solidez, ha temblado bajo nuestros pies como una cáscara delgada aplicada sobre un fluido; el espacio de un segundo ha bastado para despertar en el espíritu un extraño sentimiento de inseguridad que no hubiesen podido producir varias horas de reflexión.  viento agitaba los árboles de la selva en el momento del choque; por eso no sentí yo más que el temblor de tierra bajo mis pies, sin observar otro fenómeno.  capitán Fitz-Roy y algunos oficiales se encontraban a la sazón en la Villa, y allí fue mucho más duro el efecto, porque aun cuando las casas hechas de madera no fuesen derribadas, no por eso dejaron de sufrir las sacudidas ... 
 
 
							  En la línea 1365
   del libro  Viaje de un naturalista alrededor del mundo
 del afamado autor Charles Darwin
  ... ... te espectáculo es el que origina, en cuantos han visto y sentido sus efectos, ese indecible horror a los temblores de tierra.  el bosque es el fenómeno muy interesante, pero no causa ningún temor.   choque afectó de un modo muy curioso al mar.  verificó en el momento de la bajamar; una vieja que estaba en la playa me dijo que vino el agua muy deprisa hacia la costa, pero sin formar grandes olas, se levantó de repente hasta el nivel de las grandes mareas y recobró su nivel también muy deprisa: la línea de arena mojada me confirmó el dicho de la vieja ... 
 
 
							  En la línea 4359
   del libro  La Regenta
 del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
  ... Dio un paso sin apoyarse en la pared, siguió de frente, con las manos de avanzada para evitar un choque. ... 
 
 
							  En la línea 5826
   del libro  La Regenta
 del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
  ...  —¡Pues para este viaje no necesitábamos alforjas! —gritó Contracayes, no menos furioso, volviéndose al consternado Peláez, que no había previsto aquel choque de dos malos genios. ... 
 
 
							  En la línea 6483
   del libro  La Regenta
 del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
  ... Y entonces, los ojos apagados del elegante Mesía brillaron al clavarse en el Magistral que sintió el choque de la mirada y la resistió con la suya, erizando las puntas que tenía en las pupilas entre tanta blandura. ... 
 
 
							  En la línea 7700
   del libro  La Regenta
 del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
  ... era el choque de las monedas, pero el ruido era confuso, podía conocerse sabiendo antes que estaban contando dinero. ... 
 
 
							  En la línea 1863
   del libro  A los pies de Vénus
 del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
  ... —Yo creo, amigo Claudio — continuó el diplomático—, que esa bofetada dada por usted en el hotel no pudo ser más oportuna… para el otro. Tal incidente sirvió para que Rosaura se interesase por ese mozo como nunca, sufriendo angustias al pensar en su suert, admirando su actitud valerosa. Para las mujeres, el hombre que aman resulta siempre un héroe. De ser López el herido, ella lo habría curado, lo mismo que se ve en las novelas, enternecida por su desgracia. Como ha tenido la buena suerte de que el herido sea usted, ella lo admira como triunfador. De todos modos, lo ama más fervorosamente que antes del choque de ustedes dos. ... 
 
 
							  En la línea 1873
   del libro  A los pies de Vénus
 del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
  ... —Por fortuna, ella misma desistió de la visita cuando le propuse que viniese sin mi, dándole las señas de esta casa. Por nada del mundo se atreve a quedar a solas con usted. Tal vez tiene miedo a que los recuerdos puedan más que su voluntad; y esto, querido Claudio, resulta lisonjero para un hombre… En resumen: se limitó a rogarme que influyese con usted para que no moleste más a ella ni a su futuro marido. Hoy se han marchado de Roma no sé adonde. Verdaderamente después del duelo, su existencia aquí no resultaba grata. Tenía que permanecer en sus habitaciones del hotel, sin atreverse a bajar al comedor ni al salón. En nuestro mundo se comenta todavía el suceso… Todos los que no la conocen querían verla. Las mujeres se ocupaban envidiosamente de su buena suerte. ¡Dos jóvenes queriendo matarse por una viuda con hijos!… Y exageraban su edad para dar cierto aspecto ridiculo al choque de ustedes… ... 
 
 
							  En la línea 1439
   del libro  El paraíso de las mujeres
 del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
  ... Iba a contestar el coloso, cuando un ruido extraordinario vino del lado de la ciudad. Para el oído de Gillespie no era gran cosa: hubiese equivalido en el mundo de los seres de su estatura al ruido que produce el choque de dos guijarros, o al de varias bolas de espuma de jabón cuando estallan. Pero el capitán Flimnap, que tenia más limitadas y por lo mismo más sensibles sus facultades auditivas, se estremeció de los pies a la cabeza, vacilando sobre la mano del gigante. ... 
 
 
							  En la línea 1572
   del libro  El paraíso de las mujeres
 del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
  ... Uno de los navíos se colocó ante el bote de Gillespie, cortándole el camino, al mismo tiempo que le enviaba una nube de pequeños guijarros con sus catapultas; pero el gigante remó vigorosamente, cayendo sobre él en unos segundos, y lo hizo desaparecer bajo el rudo choque de su proa. ... 
 
 
							  En la línea 1580
   del libro  El paraíso de las mujeres
 del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
  ... Después de una hora de violento ejercicio, Gillespie, cubierto de sudor, necesitó despojarse de la chaqueta. Todavía pendian de su tejido muchas flechas, que le recordaron su primer choque con los soldados de la República femenina. La vista de ellas evocó en su memoria a los dos compañeros de viaje, completamente olvidados hasta entonces. ... 
 
 
							  En la línea 3429
   del libro  Fortunata y Jacinta
 del afamado autor Benito Pérez Galdós
  ... Eran las nueve de la noche. Fortunata atravesó con paso ligero la calle de Hortaleza, la Red de San Luis. No debía de estar muy trastornada cuando en vez de tomar por la calle de la Montera, en la cual el gentío estorbaba el tránsito, fue a buscar la de la Salud y bajó por ella, considerando que por tal camino ganaba diez minutos. De la calle del Carmen pasó a la de Preciados, sin perder ni un momento el instinto de la viabilidad. Atravesó la Puerta del Sol por frente a la casa de Cordero, y ya la tenéis subiendo por la calle de Correos hacia la plazuela de Pontejos. Ya llegaba, y a medida que veía más cerca el objeto de su viaje, parecía como que se le iba acabando la cuerda epiléptica que la impulsaba a la febril marcha. Vio el portal de la casa de Santa Cruz, y sus miradas se internaron con recelo por aquella cavidad ancha, de estucadas paredes, y alumbrada por mecheros de gas. Ver esto y pararse en firme, con cierta frialdad en el alma, sintiendo el choque interior de toda velocidad bruscamente enfrenada, fue todo uno. ... 
 
 
							  En la línea 3644
   del libro  Fortunata y Jacinta
 del afamado autor Benito Pérez Galdós
  ... Sacó su mano de entre las sábanas para tomar la de ella, y recogiendo al punto las ideas que se habían dispersado, le dijo: «Fíjate bien en una cosa, y es que doña Lupe la de los Pavos, que es la persona de más entendimiento en toda esa familia, no se ha de llevar mal contigo, si tienes tacto. Lo que a doña Lupe le gusta es mangonear, dirigir la casa, y echárselas de consejera y maestra. Hay que darle cuerda por ahí, y dejarla que mangonee todo lo que quiera. El gobierno de la casa lo ha de llevar mucho mejor que tú, porque es mujer que lo entiende: la traté un poco cuando vivía su marido, que era amigo y paisano mío. Por cierto que cuando se quedó viuda, dio en la flor de decir que yo le hacía el oso. ¡Tontería y fatuidad suya!… Pero en fin, es mujer de gobierno. De modo que dejándola que se explaye a su gusto en todo lo que sea el mete y saca de la vida doméstica, podrás conservar tu independencia en lo demás. No sé si me entiendes ahora; pero ya te lo explicaré mejor. En último caso, si algún día tuvieras un choque con ella, te plantas y le dices: «ea, señora, yo no me meto en lo que es de su incumbencia de usted. No se meta usted en lo que es de la mía». ... 
 
 
							  En la línea 4190
   del libro  Fortunata y Jacinta
 del afamado autor Benito Pérez Galdós
  ... Doña Lupe la invitó, dos días después de la tarde del choque con Jacinta, a volver a visitar a Mauricia. ¡Qué diría doña Guillermina si no volvían! Negose Fortunata no sé con qué pretexto, a ir allá, y fue sola doña Lupe. Era el día de San Isidro y no había ventas en el Monte de Piedad. A eso de las diez regresó muy afectada, y entrando en el gabinete donde su sobrina estaba cosiendo, le dijo: «Hija, rézale un Padre nuestro a la pobre Mauricia». ... 
 
 
							  En la línea 5152
   del libro  Fortunata y Jacinta
 del afamado autor Benito Pérez Galdós
  ... Entonces advirtió que no había mojado la ropa. Su tarea estaba por empezar, y los rollos de camisas, chambras y demás prendas continuaban delante de ella, muertos de risa, lo mismo que el barreño de agua. Papitos, que entró en el comedor con los cuchillos ya limpios, fue el choque que la hizo salir de su abstracción. ... 
 
 
							  En la línea 21
   del libro  Veinte mil leguas de viaje submarino
 del afamado autor Julio Verne
  ... A las cuatro y diecisiete minutos de la tarde, cuando los pasajeros se hallaban merendando en el gran salón, se produjo un choque, poco sensible, en realidad, en el casco del Scotia, un poco más atrás de su rueda de babor. ... 
 
 
							  En la línea 47
   del libro  Veinte mil leguas de viaje submarino
 del afamado autor Julio Verne
  ... »En efecto, el narval está armado de una especie de espada de marfil, de una alabarda, según la expresión de algunos naturalistas. Se trata de un diente que tiene la dureza del acero. Se han hallado algunos de estos dientes clavados en el cuerpo de las ballenas a las que el narval ataca siempre con eficacia. Otros han sido arrancados, no sin esfuerzo, de los cascos de los buques, atravesados de parte a parte, como una barrena horada un tonel. El Museo de la Facultad de Medicina de París posee una de estas defensas que mide dos metros veinticinco centímetros de longitud y cuarenta y ocho centímetros de anchura en la base. Pues bien, supóngase esa arma diez veces más fuerte, y el animal, diez veces más potente, láncesele con una velocidad de veinte millas por hora, multiplíquese su masa por su velocidad y se obtendrá un choque capaz de producir la catástrofe requerida. ... 
 
 
							  En la línea 311
   del libro  Veinte mil leguas de viaje submarino
 del afamado autor Julio Verne
  ... De repente, Ned Land desplegó violentamente el brazo y lanzó el arpón. Oí el choque sonoro del arma, que parecía haber golpeado un cuerpo duro. ... 
 
 
							  En la línea 312
   del libro  Veinte mil leguas de viaje submarino
 del afamado autor Julio Verne
  ... La claridad eléctrica se apagó súbitamente. Dos enormes trombas de agua se abatieron sobre el puente de la fragata y corrieron como un torrente de la proa a la popa, derribando a los hombres y rompiendo las trincas del maderamen. Se produjo un choque espantoso y, lanzado por encima de la batayola, sin tiempo para agarrarme, fui precipitado al mar. ... 
 
 
							  En la línea 418
   del libro  Grandes Esperanzas
 del afamado autor Charles Dickens
  ... En efecto, el choque de sus herraduras de hierro sobre el duro camino era casi musical mientras se aproximaba a la casa a un trote más vivo que de costumbre. Sacamos una silla para que la señora Joe se apease cómodamente, removimos el fuego a fin de que la ventana de nuestra casa se le apareciese con alegre aspecto y examinamos en un momento la cocina procurando que nada estuviese fuera de su sitio acostumbrado. En cuanto hubimos terminado estos preparativos, salimos al exterior abrigados y tapados hasta los ojos. Pronto echó pie a tierra la señora Joe y también el tío Pumblechook, que se apresuró a cubrir a la yegua con una manta, de modo que pocos instantes después estuvimos todos en el interior de la cocina, llevando con nosotros tal cantidad de aire frío que parecía suficiente para contrarrestar todo el calor del fuego. ... 
 
 
							  En la línea 2047
   del libro  Grandes Esperanzas
 del afamado autor Charles Dickens
  ... Era uno de aquellos días de marzo en que el sol brilla esplendoroso y el viento es frío, de manera que a la luz del sol parece ser verano, e invierno en la sombra. Todos llevábamos nuestros gruesos chaquetones de lana, y yo tomé un maletín. De todo cuanto poseía en la tierra, no me llevé más que lo que podía caber en él. Ignoraba por completo a dónde iría, que haría o cuándo regresaría, aunque tampoco me preocupaba mucho todo eso, pues lo que más me importaba era la salvación de Provis. Tan sólo en una ocasión, al volverme para mirar la puerta de mi casa, me pregunté en qué distintas circunstancias regresaría a aquellas habitaciones, en caso de que llegara a hacerlo. Nos quedamos unos momentos en el desembarcadero del Temple, como si no nos decidiésemos a embarcarnos. Como es natural, yo había tenido buen cuidado de que la lancha estuviese preparada y todo en orden. Después de fingir un poco de indecisión, que no pudo advertir nadie más que las tres o cuatro personas «anfibias» que solían rondar por aquel desembarcadero, nos embarcamos y empezamos a avanzar. Herbert iba en la proa y yo cuidaba del timón. Era entonces casi la pleamar y un poco más de las ocho y media. Nuestro plan era el siguiente: como la marea empezaba a bajar a las nueve y no volvería a subir hasta las tres, nos proponíamos seguir paseando y navegar contra ella hasta el oscurecer. Entonces nos hallaríamos más abajo de Gravesend, entre Kent y Essex, en donde el río es ancho y está solitario y donde habita muy poca gente en sus orillas. Allí encontraríamos alguna taberna poco frecuentada en donde poder descansar toda la noche. E1 barco que debía dirigirse a Hamburgo y el que partiría para Rotterdam saldrían hacia las nueve de la mañana del jueves. Conocíamos exactamente la hora en que pasarían por delante de nosotros, y haríamos señas al primero que se presentase; de manera que si, por una razón cualquiera, el primero no nos tomaba a bordo, tendríamos aún otra probabilidad. Conocíamos perfectamente las características de forma y color de cada uno de estos barcos. Era tan grande el alivio de estar ya dispuestos a realizar nuestro propósito, que me pareció mentira el estado en que me hallara tan pocas horas antes. El aire fresco, la luz del sol, el movimiento del río, parecido a un camino que avanzara con nosotros, que simpatizara con nosotros, que nos animara y hasta que nos diera aliento, me infundió una nueva esperanza. Me lamentaba de ser tan poco útil a bordo de la lancha; pero había pocos remeros mejores que mis dos amigos y remaban con un vigor y una maestría que habían de seguir empleando durante todo el día. 208 En aquella época, el tráfico del Támesis estaba muy lejos de parecerse al actual, aunque los botes y las lanchas eran más numerosos que ahora. Tal vez había tantas barcazas, barcos de vela carboneros y barcos de cabotaje como ahora; pero los vapores no eran ni la décima o la vigésima parte de los que hay en la actualidad. A pesar de lo temprano de la hora, abundaban los botes de remos que iban de una parte a otra y multitud de barcazas que bajaban con la marea; la navegación por el río y por entre los puentes en una lancha era una cosa mucho más fácil y corriente entonces que ahora, y avanzábamos rápidamente por entre una multitud le pequeñas embarcaciones. Pasamos en breve más allá del viejo puente de Londres, y dejamos atrás el viejo mercado de Billingsgate, con sus viveros de ostras y sus holandeses, así como también la Torre Blanca y la Puerta del Traidor, y pronto nos hallamos entre las filas de grandes embarcaciones. Acá y acullá estaban los vapores de Leith, de Aberdeen y de Glasgow, cargando y descargando mercancías, y desde nuestra lancha nos parecían altísimos al pasar por su lado; había, a veintenas, barcos de carbón, con las máquinas que sacaban a cubierta el carbón de la cala y que por la borda pasaba a las barcazas; allí, sujeto por sus amarras, estaba el vapor que saldría al día siguiente para Rotterdam, en el que nos fijamos muy bien, y también vimos al que saldría con dirección a Hamburgo, y hasta cruzamos por debajo de su bauprés. Entonces, sentado en la popa, pude ver, con el corazón palpitante, el embarcadero cercano a la casa de Provis. - ¿Está allí? — preguntó Herbert. -Aún no. - Perfectamente. Sus instrucciones son de no salir hasta que nos haya visto. ¿Puedes distinguir su señal? - Desde aquí no muy bien, pero me parece que la veo ya. ¡Ahora la veo! Avante! ¡Despacio, Herbert! ¡Alto los remos! Tocamos ligeramente el embarcadero por un instante. Provis entró a bordo y salimos de nuevo. Llevaba una especie de capa propia para la navegación y un maletín de tela negra. Su aspecto era tan parecido al de un piloto del río como yo habría podido desear. - ¡Querido Pip! - dijo poniéndome la mano sobre el hombro mientras se sentaba -. ¡Fiel Pip mío! Has estado muy acertado, mi querido Pip. Gracias, muchas gracias. Nuevamente empezamos a avanzar por entre las hileras de barcos de todas clases, evitando las oxidadas cadenas, los deshilachados cables de cáñamo o las movedizas boyas, desviándonos de los cestos rotos, que se hundían en el agua, dejando a un lado los flotantes desechos de carbón y todo eso, pasando a veces por delante de la esculpida cabeza, en los mascarones de proa, de John de Sunderland, que parecía dirigir una alocución a los vientos (como suelen hacer muchos Johns), o de Betsy de Yarmouth, con su firme ostentación pectoral y sus llamativos ojos proyectándose lo menos dos pulgadas más allá de su cabeza; circulábamos por entre el ruido de los martillazos que resonaban en los talleres de construcciones navales, oyendo el chirrido de las sierras que cortaban tablones de madera, máquinas desconocidas que trabajaban en cosas ignoradas, bombas que agotaban el agua de las sentinas de algunos barcos, cabrestantes que funcionaban, barcos que se dirigían a la mar e ininteligibles marineros que dirigían toda suerte de maldiciones, desde las bordas de sus barcos, a los tripulantes de las barcazas, que les contestaban con no menor energía. Y así seguimos navegando hasta llegar a donde el río estaba ya despejado, lugar en el que habrían podido navegar perfectamente los barquichuelos de los niños, pues el agua ya no estaba removida por el tráfico y las festoneadas velas habrían tomado perfectamente el viento. En el embarcadero donde recogimos a Provis, y a partir de aquel momento, yo había estado observando, incansable, si alguien nos vigilaba o si éramos sospechosos. No vi a nadie. Hasta entonces, con toda certeza, no habíamos sido ni éramos perseguidos por ningún bote. Pero, de haber descubierto alguno que nos infundiese recelos, habríamos atracado en seguida a la orilla, obligándole a seguir adelante, o a declarar abiertamente sus hostiles propósitos. Mas no ocurrió nada de eso y seguimos nuestro camino sin la menor señal de que nadie quisiera molestarnos. Mi protegido iba, como ya he dicho, envuelto en su capa, y su aspecto no desentonaba de la excursión. Y lo más notable era (aunque la agitada y desdichada vida que llevara tal vez le había acostumbrado a ello) que, de todos nosotros, él parecía el menos asustado. No estaba indiferente, pues me dijo que esperaba vivir lo bastante para ver cómo su caballero llegaba a ser uno de los mejores de un país extranjero; no estaba dispuesto a mostrarse pasivo o resignado, según me pareció entender; pero no tenía noción de que pudiera amenazarnos ningún peligro. Cuando había llegado, le hizo frente; pero era preciso tenerlo delante para que se preocupase por él. - Si supieras, querido Pip - me dijo, - lo que es para mí el sentarme al lado de mi querido muchacho y fumar, al mismo tiempo, mi pipa, después de haber estado día tras día encerrado entre cuatro paredes,ten por seguro que me envidiarías. Pero tú no sabes lo que es esto. 209 - Me parece que conozco las delicias de la libertad - le contesté. - ¡Ah! - exclamó moviendo la cabeza con grave expresión. - Pero no lo sabes tan bien como yo. Para eso sería preciso que te hubieses pasado una buena parte de la vida encerrado, y así podrías sentir lo que yo siento. Pero no quiero enternecerme. Entonces consideré una incongruencia que, obedeciendo a una idea fija, hubiese llegado a poner en peligro su libertad y su misma vida. Pero me dije que tal vez la libertad sin un poco de peligro era algo demasiado distinto de los hábitos de su vida y que quizá no representaba para él lo mismo que para otro hombre. No andaba yo muy equivocado, porque, después de fumar en silencio unos momentos. me dijo: - Mira, querido Pip, cuando yo estaba allí, en el otro lado del mundo, siempre miraba en esta dirección; y estaba seguro de poder venir, porque me estaba haciendo muy rico. Todos conocían a Magwitch, y Magwitch podía ir y venir, y nadie se preocupaba por él. Aquí no se contentarían tan fácilmente, y es de creer que darían algo por cogerme si supieran dónde estoy. - Si todo va bien - le dije, - dentro de pocas horas estará usted libre y a salvo. - Bien - dijo después de suspirar, - así lo espero. - ¿Y tu piensa también? Metió la mano en el agua, por encima de la borda de la lancha, y con la expresión suave que ya conocía dijo, sonriendo: - Me parece que también lo pienso así, querido Pip. Espero que podremos vivir mejor y con mayor comodidad que hasta ahora. De todas maneras, resulta muy agradable dar un paseo por el agua, y esto me hizo pensar, hace un momento, que es tan desconocido para nosotros lo que nos espera dentro de pocas horas como el fondo de este mismo río que nos sostiene. Y así como no podemos contener el avance de las mareas, tampoco podemos impedir lo que haya de suceder. El agua ha corrido a través de mis dedos y ya no quedan más que algunas gotas - añadió levantando y mostrándome su mano. -Pues, a juzgar por su rostro, podría creer que está usted un poco desaléntado - dije. - Nada de eso, querido Pip. Lo que pasa es que este paseo me resulta muy agradable, y el choque del agua en la proa de la lancha me parece casi una canción de domingo. Además, es posible que ya me esté haciendo un poco viejo. Volvió a ponerse la pipa en la boca con la mayor calma, y se quedó tan contento y satisfecho como si ya estuviésemos lejos de Inglaterra. Sin embargo, obedecía a la menor indicación, como si hubiera sentido un terror constante, porque cuando nos acercamos a la orilla para comprar algunas botellas de cerveza y él se disponía a desembarcar también, yo le indiqué que estaba más seguro dentro de la lancha. - ¿Lo crees así, querido Pip? - preguntó. Y sin ninguna resistencia volvió a sentarse en la lancha. A lo largo del cauce del río, el aire era muy frío, pero el día era magnífico y la luz del sol muy alegre. La marea bajaba con la mayor rapidez y fuerza, y yo tuve mucho cuidado de no perder en lo posible el impulso que podía darnos, y gracias también al esfuerzo de los remeros avanzamos bastante. Por grados imperceptibles, a medida que bajaba la marea, perdíamos de vista los bosques y las colinas y nos acercábamos a las fangosas orillas, pero aún nos acompañaba el reflujo cuando estábamos ya más allá de Gravesend. Como nuestro fugitivo iba envuelto en su capa, yo, de propósito, pasé a uno o dos largos del bote de la Aduana flotante, y así nos alejamos de la violenta corriente del centro del río, a lo largo de dos barcos de emigrantes, pasando también por debajo de un gran transporte de tropas, en cuyo alcázar de proa había unos soldados que nos miraron al pasar. Pronto disminuyó el reflujo y se ladearon todos los barcos que estaban anclados, hasta que dieron una vuelta completa. Entonces todas las embarcaciones que querían aprovechar la nueva marea para llegar al Pool empezaron a congregarse alrededor de nosotros en tanto nos acercábamos a la orilla, para sufrir menos la influencia de la marea, aunque procurando no acercarnos a los bajos ni a los bancos de lodo. Nuestros remeros estaban tan descansados, pues varias veces dejaron que la lancha fuese arrastrada por la marea, abandonando los remos, que les bastó un reposo de un cuarto de hora. Tomamos tierra saltando por algunas piedras resbaladizas; luego comimos y bebimos lo que teníamos, y exploramos los alrededores. Aquel lugar se parecía mucho a mis propios marjales, pues era llano y monótono y el horizonte estaba muy confuso. Allí el río daba numerosas vueltas y revueltas, agitando las boyas flotantes, que tampoco cesaban de girar, aunque todo lo demás parecía estar absolutamente inmóvil. Entonces la flota de barcos había doblado ya la curva que teníamos más cercana, y la última barcaza verde, cargada de paja, con una vela de color pardo, iba detrás de todos los demás. Algunos lanchones, cuya forma era semejante a la primitivá y ruda imitación que de un bote pudiera hacer un niño, permanecían quietos entre el fango; había un faro de ladrillos para señalar la presencia de un bajo; por doquier veíanse estacas hundidas en el fango, piedras 210 cubiertas de lodo, rojas señales en los bajos y también otras para indicar las mareas, así como un antiguo desembarcadero y una casa sin tejado. Todo aquello salía del barro, estaba medio cubierto de él, y alrededor de nosotros no se veía más que barro y desolación. Volvimos a embarcarnos y seguimos el camino que nos fue posible. Ahora ya resultaba más duro el remar, pero tanto Herbert como Startop perseveraron en sus esfuerzos y siguieron remando, incansables, hasta que se puso el sol. Entonces el río nos había levantado un poquito y podíamos divisar perfectamente las orillas. El sol, al ponerse, era rojizo y se acercaba ya al nivel de la orilla, difundiendo rojos resplandores que muy rápidamente se convertían en sombras; había allí el marjal solitario, y más allá algunas tierras altas, entre las cuales y nosotros parecía como si no existiera vida de ninguna clase, salvo alguna que otra triste gaviota que revoloteaba a cierta distancia. La noche cerraba aprisa, y como la luna estaba ya en cuarto menguante, no salía temprano. Por eso celebramos consejo, muy corto, porque sin duda lo que teníamos que hacer era ocultarnos en alguna solitaria taberna que encontrásemos. Así continuamos, hablando poco, por espacio de cuatro o cinco millas y sumidos en angustioso tedio. Hacía mucho frío, y un barco carbonero que vino hacia nosotros con los fuegos encendidos nos ofreció la visión de un hogar cómodo. A la sazón, la noche ya era negra, y así continuaría hasta la mañana, y la poca luz que nos alumbraba, más semejaba proceder del río que del cielo, porque cuando los remos se hundían en el agua parecían golpear las estrellas que en ella se reflejaban. En aquellos tristes momentos, todos, sin duda alguna, sentíamos el temor de que nos siguieran. A la hora de la marea, el agua golpeaba contra la orilla a intervalos regulares, y, cada vez que llegaba a nuestros oídos uno de esos ruidos, alguno de nosotros se sobresaltaba y miraba en aquella dirección. La fuerza de la corriente había abierto en la orilla pequeñas caletas, que a nosotros nos llenaban de recelo y nos hacían mirarlas con la mayor aprensión. Algunas veces, en la lancha se oía la pregunta: «¿Qué es esa ondulación del agua?» O bien otro observaba en voz baja: «¿No es un bote aquello?» Y luego nos quedábamos en silencio absoluto y con mucha impaciencia nos decíamos que los remos hacían mucho ruido en los toletes. Por fin descubrimos una luz y un tejado, y poco después avanzábamos hacia un camino hecho pacientemente con piedras recogidas de la orilla. Dejando a los demás en la lancha, salté a tierra y me cercioré de que la luz partía de una taberna. Era un lugar bastante sucio, y me atrevo a decir que no desconocido por los contrabandistas; pero en la cocina ardía un alegre fuego, tenían huevos y tocino para comer y varios licores para beber. También había varias habitaciones con dos camas «tal como estaban», según dijo el dueño. En la casa no había nadie más que el huésped, su mujer y un muchacho de color gris, el «Jack» del lugar, y que parecía estar tan cubierto de légamo y sucio como si él mismo hubiese sido una señal de la marea baja. Con la ayuda que me ofreció aquel individuo regresé a la lancha y desembarcaron todos. Nos llevamos los remos, el timón, el bichero y otras cosas por el estilo, y varamos la embarcación para la noche. Comimos muy bien ante el fuego de la cocina y luego nos encaminamos a nuestros respectivos dormitorios. Herbert y Startop habían de ocupar uno de ellos, y mi protector y yo, el otro. Observamos que en aquellas estancias el aire había sido excluido con tanto cuidado como si fuera algo fatal para la vida, y había más ropa sucia y cajas de cartón debajo de las camas de lo que, según imaginaba, habría podido poseer una familia. Mas, a pesar de todo, nos dimos por satisfechos, porque habría sido imposible encontrar un lugar más solitario que aquél. Mientras nos calentábamos ante el fuego, después de cenar, el «Jack», que estaba sentado en un rincón y que llevaba puestas un par de botas hinchadas - que nos estuvo mostrando mientras nosotros comíamos el tocino y los huevos, como interesantes reliquias que dos días antes quitara de los pies de un marinero ahogado al que la marea dejó en la orilla, - me preguntó si habíamos visto una lancha de cuatro remos que remontaba el río con la marea. Cuando le dije que no, contestó que tal vez habría vuelto a descender por el río, pero añadió que al desatracar frente a la taberna había remontado la corriente. - Lo habrá pensado mej or - añadió el «Jack» - y habrá vuelto a bajar el río. - ¿Dices que era una lancha de cuatro remos? - pregunté. - Sí. Y además de los remeros iban dos personas sentadas. - ¿Desembarcaron aquí? - Vinieron a llenar de cerveza una jarra de dos galones. Y a fe que me habría gustado envenenarles la cerveza. - ¿Por qué? - Yo sé lo que me digo - replicó el «Jack». Hablaba con voz gangosa, como si el légamo le hubiese entrado en la garganta. 211 - Se figura - dijo el dueño, que era un hombre de aspecto meditabundo, con ojos de color pálido y que parecía tener mucha confianza en su «Jack», - se figura que eran lo que no eran. - Yo ya sé por qué hablo - observó el «Jack». - ¿Te figuras que eran aduaneros? - preguntó el dueño. - Sí - contestó el «Jack». - Pues te engañas. - ¿Que me engaño? Como para expresar el profundo significado de su respuesta y la absoluta confianza que tenía en su propia opinión, el «Jack» se quitó una de las botas hinchadas, la miró, quitó algunas piedrecillas que tenía dentro golpeando en el suelo y volvió a ponérsela. Hizo todo eso como si estuviese tan convencido de que tenía razón que no podía hacer otra cosa. - Si es así, ¿qué han hecho con sus botones, «Jack»? - preguntó el dueño, con cierta indecisión. - ¿Que qué han hecho con sus botones? – replicó. - Pues los habrán tirado por la borda o se los habrán tragado. ¿Que qué han hecho con sus botones? - No seas desvergonzado, «Jack» - le dijo el dueño, regañándole de un modo melancólico. -Los aduaneros, bastante saben lo que han de hacer con sus botones - dijo el «Jack» repitiendo la última palabra con el mayor desprecio - cuando esos botones les resultan molestos. Una lancha de cuatro remos y dos pasajeros no se pasa el día dando vueltas por el río, arriba y abajo, subiendo con una marea y bajando con la otra, si no está ocupada por los aduaneros. Dicho esto, salió con expresión de desdén, y como el dueño ya no tenía a su lado a nadie que le inspirase confianza, consideró imposible seguir tratando del asunto. Este diálogo nos puso en el mayor cuidado, y a mí más que a nadie. El viento soplaba tristemente alrededor de la casa y la marea golpeaba contra la orilla; todo eso me dio la impresión de que ya estábamos cogidos. Una lancha de cuatro remos que navegara de un modo tan particular, hasta el punto de llamar la atención, era algo alarmante que no podía olvidar en manera alguna. Cuando hube inducido a Provis a que fuese a acostarse, salí con mis dos compañeros (pues ya Startop estaba enterado de todo) y celebramos otro consejo, para saber si nos quedaríamos en aquella casa hasta poco antes de pasar el buque, cosa que ocurriría hacia la una de la tarde siguiente, o bien si saldríamos por la mañana muy temprano. Esto fue lo que discutimos. Nos pareció mejor continuar donde estábamos hasta una hora antes del paso del buque y luego navegar por el camino que había de seguir, cosa que podríamos hacer fácilmente aprovechando la marea. Después de convenir eso, regresamos a la casa y nos acostamos. Me eché en la cama sin desnudarme por completo y dormí bien por espacio de algunas horas. Al despertar se había levantado el viento, y la muestra de la taberna (que consistía en un buque) rechinaba y daba bandazos que me sobresaltaron. Me levanté sin hacer ruido, porque mi compañero dormía profundamente, y miré a través de los vidrios de la ventana. Vi el camino al cual habíamos llevado nuestra lancha, y en cuanto mis ojos se hubieron acostumbrado a la incierta luz reinante, pues la luna estaba cubierta de nubes, divisé dos hombres que examinaban nuestra embarcación. Pasaron por debajo de la ventana, sin mirar a otra cosa alguna, y no se dirigieron al desembarcadero, que según pude ver estaba desierto, sino que echaron a andar por el marjal, en dirección al Norte. Mi primer impulso fue llamar a Herbert y mostrarle los dos hombres que se alejaban, pero, reflexionando antes de ir a su habitación, que estaba en la parte trasera de la casa e inmediata a la mía, me dije que tanto él como Startop habían tenido un día muy duro y que debían de estar muy fatigados, y por eso me abstuve. Volviendo a la ventana, pude ver a los dos hombres que se alejaban por el marjal. Pero, a la poca luz que hábía pronto los perdí de vista, y, como tenía mucho frío, me eché en la cama para reflexionar acerca de aquello, aunque muy pronto me quedé dormido. Nos levantamos temprano. Mientras los cuatro íbamos de una parte a otra, antes de tomar el desayuno, me pareció mejor referir lo que había visto. También entonces nuestro fugitivo pareció ser el que menos se alarmó entre todos los demás. Era muy posible, dijo, que aquellos dos hombres perteneciesen a la Aduana y que no sospechasen de nosotros. Yo traté de convencerme de que era así, y, en efecto, podía ser eso muy probablemente. Sin embargo, propuse que él y yo nos encaminásemos hasta un punto lejano que se divisaba desde donde estábamos y que la lancha fuera a buscarnos allí, o tan cerca como fuese posible, alrededor del mediodía. Habiéndose considerado que eso era una buena precaución, poco después de desayunarnos salimos él y yo, sin decir una palabra en la taberna. Mientras andábamos, mi compañero iba fumando su pipa y de vez en cuando me cogía por el hombro. Cualquiera habría podido imaginarse que yo era quien estaba en peligro y que él trataba de darme ánimos. Hablamos muy poco. Cuando ya estábamos cerca del sitio indicado, le rogué que se quedara en un lugar 212 abrigado mientras yo me adelantaba para hacer un reconocimiento, porque aquella misma fue la dirección que tomaron los dos hombres la noche anterior. Él obedeció y avancé solo. Por allí no se veía ningún bote ni descubrí que se acercase alguno, así como tampoco huellas o señales de que nadie se hubiese embarcado en aquel lugar. Sin embargo, como la marea estaba alta, tal vez sus huellas estuvieran ocultas por el agua. Cuando él asomó la cabeza por su escondrijo y vio que yo le hacía señas con mi sombrero para que se acercase, vino a reunirse conmigo y allí esperamos, a veces echados en el suelo y envueltos en nuestras capas y otras dando cortos paseos para recobrar el calor, hasta que por fin vimos llegar nuestra lancha. Sin dificultad alguna nos embarcamos y fuimos a tomar el camino que había de seguir el vapor. Entonces faltaban diez minutos para la una, y empezamos a estar atentos para descubrir el humo de la chimenea. Pero era la una y media antes de que lo divisáramos, y poco después vimos otra humareda que venía detrás. Puesto que los dos buques se acercaban rápidamente, preparé los dos maletines y aproveché los instantes para despedirme de Herbert y de Startop. Nos estrechamos cordialmente las manos y tanto los ojos de Herbert como los míos no estaban secos, cuando de pronto vi una lancha de cuatro remos que se alejaba de la orilla, un poco más allá de donde nosotros estábamos, y que empezaba a seguir la misma dirección que nosotros. Entre nosotros y el buque quedaba una faja de tierra debida a una curva del río, pero pronto vimos que aquél se acercaba rápidamente. Indiqué a Herbert y a Startop que se mantuvieran ante la marea, a fin de que se diesen cuenta los del buque de que los estábamos aguardando, y recomendé a Provis que se quedara tranquilamente sentado y quieto, envuelto en su capa. Él me contestó alegremente: - Puedes confiar en mí, Pip. Y se quedó sentado, tan inmóvil como si fuera una estatua. Mientras tanto, la lancha de cuatro remos, que era gobernada con la mayor habilidad, había cruzado la corriente por delante de nosotros, nos dejó avanzar a su lado y seguimos navegando de conserva. Dejando el espacio suficiente para el manejo de los remos, se mantenía a nuestro costado, quedándose inmóvil en cuanto nosotros nos deteníamos, o dando uno o dos golpes de remo cuando nosotros los dábamos. Uno de los dos pasajeros sostenía las cuerdas del timón y nos miraba con mucha atención, como asimismo lo hacían los remeros; el otro pasajero estaba tan envuelto en la capa como el mismo Provis, y de pronto pareció como si diese algunas instrucciones al timonel, mientras nos miraba. En ninguna de las dos embarcaciones se pronunció una sola palabra. Startop, después de algunos minutos de observación, pudo darse cuenta de cuál era el primer barco que se acercaba, y en voz baja se limitó a decirme: «Hamburgo». El buque se acercaba muy rápidamente a nosotros, y a cada momento oíamos con mayor claridad el ruido de su hélice. Estaba ya muy cerca, cuando los de la lancha nos llamaron. Yo contesté. - Les acompaña un desterrado de por vida que ha quebrantado su destierro - dijo el que sostenía las cuerdas del timón. - Es ese que va envuelto en la capa. Se llama Abel Magwitch, conocido también por Provis. Ordeno que ese hombre se dé preso y a ustedes que me ayuden a su prisión. Al mismo tiempo, sin que, en apariencia, diese orden alguna a su tripulación, la lancha se dirigió hacia nosotros. Manejaron un momento los remos, los recogieron luego y corrieron hacia nosotros y se agarraron a nuestra borda antes de que nos diésemos cuenta de lo que hacían. Eso ocasionó la mayor confusión a bordo del vapor, y oí como nos llamaban, así como la orden de parar la hélice. Me di cuenta de que se hacía eso, pero el buque se acercaba a nosotros de un modo irresistible. Al mismo tiempo vi que el timonel de la lancha ponía la mano en el hombro de su preso; que las dos embarcaciones empezaban a dar vueltas impulsadas por la fuerza de la marea, y que todos los que estaban a bordo del buque se dirigían apresuradamente a la proa. También, en el mismo instante, observé que el preso se ponía en pie y, echando a un lado al que lo prendiera, se arrojaba contra el otro pasajero que había permanecido sentado y que, al descubrirse el rostro, mostró ser el del otro presidiario que conociera tantos años atrás. Noté que aquel rostro retrocedía lleno de pálido terror que jamás olvidaré, y oí un gran grito a bordo del vapor, así como una caída al agua, al mismo tiempo que sentía hundirse nuestra lancha bajo mis pies. Por un instante me pareció estar luchando con un millar de presas de molino y otros tantos relámpagos; pasado aquel instante, fui subido a bordo de la lancha. Herbert estaba ya allí, pero nuestra embarcación había desaparecido, así como también los dos presidiarios. Entre los gritos que resonaban a bordo del buque, el furioso resoplido de su vapor, la marcha del mismo barco y la nuestra misma, todo eso me impidió al principio distinguir el cielo del agua, o una orilla de otra; pero la tripulación de la lancha enderezó prontamente su marcha gracias a unos vigorosos golpes de remo, después de lo cual volvieron a izarlos mirando silenciosamente hacia popa. Pronto se vio un objeto negro en aquella dirección y que, impulsado por la marea, se dirigía hacia nosotros. Nadie pronunció una sola 213 palabra, pero el timonel levantó la mano y todos los demás hicieron esfuerzos para impedir que la lancha se moviese. Cuando aquel bulto se acercó vi que era Magwitch que nadaba, pero no con libertad de movimientos. Fue subido a bordo, y en el acto le pusieron unas esposas en las manos y en los tobillos. Los remeros mantuvieron quieta la lancha, y de nuevo todos empezaron a vigilar el agua con intensas miradas. Pero entonces llegó el vapor de Rotterdam, y como, en apariencia, no se había dado cuenta de lo ocurrido, avanzaba a toda velocidad. No se tardó en hacerle las indicaciones necesarias, de manera que los dos vapores quedaron inmóviles a poca distancia, en tanto que nosotros nos levantábamos y nos hundíamos impulsados por las revueltas aguas. Siguieron observando el agua hasta que estuvo tranquila y hasta mucho después de haberse alejado los dos vapores; pero todos comprendían que ya era inútil esperar y vigilar. Por fin se desistió de continuar allí, y la lancha se dirigió a la orilla, hacia la taberna que dejáramos poco antes, en donde nos recibieron con no pequeña sorpresa. Allí pude procurar algunas pequeñas comodidades a Magwitch, pues ya no sería conocido en adelante por Provis, que había recibido una grave herida en el pecho y un corte profundo en la cabeza. Me dijo que se figuraba haber ido a parar debajo de la quilla del vapor y que al levantar la cabeza se hirió. La lesión del pecho, que dificultaba extraordinariamente su respiración, creía habérsela causado contra el costado de la lancha. Añadió que no pretendía decir lo que pudo o no hacer a Compeyson, pero que en el momento de ponerle encima la mano para identificarle, el miserable retrocedió con tanta fuerza que no tan sólo se cayó él al agua, sino que arrastró a su enemigo en su caída, y que la violenta salida de él (Magwitch) de nuestra lancha y el esfuerzo que hizo su aprehensor para mantenerle en ella fueron la causa del naufragio de nuestra embarcación. Me dijo en voz baja que los dos se habían hundido, ferozmente abrazados uno a otro, y que hubo una lucha dentro del agua; que él pudo libertarse, le dio un golpe y luego se alejó a nado. No he tenido nunca razón alguna para dudar de la verdad de lo que me dijo. El oficial que guiaba la lancha hizo la misma relación de la caída al agua de los dos. Cuando pedí permiso al oficial para cambiar el traje mojado del preso, comprándole cuantas prendas pudiera hallar en la taberna, me lo concedió sin inconveniente, aunque observando que tenía que hacerse cargo de cuantas cosas llevase el preso consigo. Así, pues, la cartera que antes estuviera en mis manos pasó a las del oficial. Además, me permitió acompañar al preso a Londres, pero negó este favor a mis dos amigos. E1 «Jack» de la Taberna del Buque quedó enterado del lugar en que se había ahogado el expresidiario y se encargó de buscar su cadáver en los lugares en que más fácilmente podía ir a parar a la orilla. Pareció interesarse mucho más en el asunto cuando se hubo enterado de que el cadáver llevaba medias. Tal vez, para vestirse de pies a cabeza, necesitaba, más o menos, una docena de ahogados, y quizás ésta era la razón de que los diferentes artículos de su traje estuviesen en distintas fases de destrucción. Permanecimos en la taberna hasta que volvió la marea, y entonces Magwitch fue llevado nuevamente a la lancha y obligado a acomodarse en ella. Herbert y Startop tuvieron que dirigirse a Londres por tierra, lo mas pronto que les fue posible. Nuestra despedida fue muy triste, y cuando me senté al lado de Magwitch comprendí que aquél era mi lugar en adelante y mientras él viviese. Había desaparecido ya por completo toda la repugnancia que me inspirara, y en el hombre perseguido, herido y anonadado que tenía su mano entre las mías tan sólo vi a un ser que había querido ser mi bienhechor y que me demostró el mayor afecto, gratitud y generosidad y con la mayor constancia por espacio de numerosos años. Tan sólo vi en él a un hombre mucho mejor de lo que yo había sido para Joe. Su respiración se hizo más difícil y dolorosa a medida que avanzó la noche, y muchas veces el desgraciado no podía contener un gemido de dolor. Traté de hacerle descansar en el brazo que tenía útil y en una posición cómoda, pero era doloroso pensar que yo no podía lamentar en mi corazón el hecho de que estuviese mal herido, ya que era mucho mejor que muriese por esta causa. No podía dudar que existirían bastantes personas capaces y deseosas de identificarle. Aquel hombre había sido presentado en su peor aspecto cuando fue juzgado; quebrantó la prisión; fue juzgado de nuevo, y por fin había regresado del destierro que se le impusiera por vida y fue la causa de la muerte del hombre que originó su captura. Cuando nos volvíamos hacia el sol poniente que el día anterior dejamos a nuestra espalda, y mientras la corriente de nuestras esperanzas parecía retroceder, le dije cuánto lamentaba que hubiese venido a Inglaterra tan sólo por mi causa. - Querido Pip - me contestó -. Estoy muy satisfecho de haber corrido esta aventura. He podido ver a mi muchacho, que en adelante podrá ser un caballero aun sin mi auxilio. 214 No. Pensé acerca de ello mientras me sentaba a su lado. No. Aparte de mis propias inclinaciones, comprendí entonces el significado de las palabras de Wemmick, porque después de ser preso, sus posesiones irían a parar a la Corona. - Mira, querido Pip – dijo. - Es mucho mejor, para un caballero, que no se sepa que me perteneces. Tan sólo te ruego que vengas a verme de vez en cuando, como vas a ver a Wemmick. Siéntate a mi lado cuando te sea posible, y no pido nada más que eso. - Si me lo permiten, no me moveré nunca de su lado. ¡Quiera Dios que pueda ser tan fiel para usted como usted lo ha sido para mí! Mientras sostenía su mano sentí que temblaba entre las mías, y cuando volvió el rostro a un lado oí de nuevo aquel mismo sonido raro en su garganta, aunque ahora muy suavizado, como todo lo demás en él. Fue muy conveniente que tratara de este punto, porque eso me hizo recordar algo que, de otro modo, no se me habría ocurrido hasta que fuese demasiado tarde: que él no debía conocer cómo habían desaparecido sus esperanzas de enriquecerme. ... 
 
 
							  En la línea 801
   del libro  Un viaje de novios
 del afamado autor Emilia Pardo Bazán
  ... Los paseantes comenzaban a retirarse, y el leve crujido de la arena revelaba sus pasos lejanos. Pero ambas amigas acostumbraban, como suele decirse, llevarse las llaves del parque, porque justamente a la puesta del sol era cuando Lucía lo encontraba más hermoso, en aquella melancólica estación otoñal. Bajos ya y moribundos los rayos solares, caían casi horizontalmente sobre los pradillos de hierba, inflamándolos en tonos ardientes como de oro en fusión. Los obscuros conos del alerce cortaban este océano de luz, en el cual se prolongaban sus sombras. Deshojábanse los plátanos y castaños de Indias, y de cuando en cuando caía, con golpe seco y mate, algún erizo, que, abriéndose, dejaba rodar la reluciente castaña. En las grandes canastillas, que se destacaban sobre el fondo de césped, las pálidas eglantinas, a la menor brisa otoñal, soltaban sus frágiles pétalos, las verbenas se arrastraban lánguidas, como cansadas de vivir, descomponiendo con sus caprichosos tallos la forma oval del macizo; los ageratos se erguían, todos llovidos de estrellas azules y los peregrinos colios lucían sus exóticos matices, sus coloraciones metálicas y sus hojas atigradas, semejantes a escamas de reptil, ya blancas con manchas negras, ya verdes con vetas carne, ya amaranto obscuro cebradas de rosa cobrizo. Profundo estremecimiento, precursor del invierno, atravesaba por la Naturaleza toda, y dijérase que antes de morir, quería vestirse sus más ricas galas: así la viña virgen tenía tan espléndido traje de púrpura, y el álamo blanco elevaba con tal coquetería el penacho de cándidos airones de su copa; así la coralina se adornaba con innumerables sartas y zarcillos de sangriento coral, y las cinias recorrían toda la escala de los colores vivos con sus festoneadas enaguas. El maíz listado sacudía su brial de seda verde y blanca a rayas, con melodioso susurro, y allá en las lindes de la pradera bañada por el sol, unos arbolillos tiernos inclinaban su joven copa. De tal suerte mullían las hojas secas el piso de las calles, que se enterraba Lucía hasta el tobillo, con placer. El roce de su traje producía en ellas un ruido continuo, rápido, parecido a la respiración jadeante de alguien que la siguiera; y presa de pueril temor, volvía a veces el rostro atrás, riéndose al convencerse de su ilusión. Hojas había muy diferentes entre sí: unas, obscuras, en descomposición, vueltas ya casi mantillo: otras secas, quebradizas, encogidas; otras amarillas, o aun algo verdosas, húmedas todavía, con los jugos del tronco que las sustentara. Hacíase la alfombra más tupida al acercarse a los parajes sombríos del borde del estanque, cuya superficie rielaba como cristal ondulado, estremeciéndose al leve paso del aura vespertina, y rizándose en mil ondas chiquitas en choque continuo las unas con las otras. ... 
 
 
							  En la línea 1120
   del libro  Un viaje de novios
 del afamado autor Emilia Pardo Bazán
  ... Y miró hacia todas partes buscando la puerta. La cual estaba en el fondo, frontera a la que al jardín salía, y Lucía alzó el tupido cortinón y puso la trémula mano en el pestillo, saliendo a un corredor casi del todo tenebroso. Quedose sin respirar, y lo que es peor, sin saber adónde se encaminase, y entonces maldijo mil veces de su terquedad en no haber querido visitar antes la casa. De pronto oyó un ruido, unos tropezones sonoros, un choque de vajilla y loza… El ama Engracia fregoteaba sin duda los platos en la cocina. ¿Cómo lo adivinó tan presto Lucía? El entendimiento se aguza en las horas críticas y extraordinarias. Guiada negativamente por el ruido, Lucía siguió andando en dirección opuesta, hacia el extremo del pasillo, en que reinaba el silencio. El piso alfombrado apagaba su andar, y con ambas manos extendidas palpaba las dos murallas buscando una puerta. Al fin, sintió ceder el muro, y, siempre con las manos delante, penetró en una estancia que le pareció chica, y donde al pasar tropezó en varios objetos, entre ellos unas barras de metal que se le figuraron de una cama. De allí pasó a otra habitación mucho mayor, todavía iluminada por un leve resto de luz diurna, que entraba por alta vidriera. Lucía no dudó ni un instante de su acierto: aquella cámara debía de ser la de Artegui. Había estanterías cargadas de volúmenes, preciosas pieles de animales arrojadas al desdén por la alfombra, un diván, una panoplia de ricas armas, algunas figuras anatómicas, enorme mesa escritorio con papeles en desorden, estatuas de tierra cocida y de bronce, y sobre el diván un retrato de mujer, cuyas facciones no se distinguían. Medio desmayada se dejó caer Lucía en el diván, cruzando ambas manos sobre el seno izquierdo, que levantaban los desordenados latidos del corazón, y diciendo en voz alta también: ... 
 
 
							  En la línea 1127
   del libro  Julio Verne
 del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
  ... Al asomar el día, la tempestad se desencadenaba todavía con extraordinario furor. Sin embargo, el viento volvió al Sureste. Era una modificación favorable, y la 'Tankadera' hizo rumbo de nuevo en aquel mar bravío, cuyas olas se estrellaban entonces con las producidas por la nueva dirección del viento. De aquí el choque de marejadas encontradas, que hubiera desmantelado una embarcación construída con menos solidez. ... 
 
 							  
							   
								 
  la Ortografía es divertida  
  							  
							    Errores Ortográficos típicos con la palabra Choque  
									
				 
					 Cómo se escribe choque o shoque?
  
					 Cómo se escribe choque o coque?
  							  
							    Más información sobre la palabra Choque en internet
								 Choque en la RAE. 
								 Choque en Word Reference. 
								
								 Choque en la wikipedia.  
								
								 Sinonimos de Choque. 
  
											
						
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