Cual es errónea Carrera o Carrrrerra?
La palabra correcta es Carrera. Sin Embargo Carrrrerra se trata de un error ortográfico.
La falta ortográfica detectada en la palabra carrrrerra es que se ha eliminado o se ha añadido la letra r a la palabra carrera
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Carrera en la RAE.
Carrera en Word Reference.
Carrera en la wikipedia.
Sinonimos de Carrera.
Errores Ortográficos típicos con la palabra Carrera
Cómo se escribe carrera o carera?
Cómo se escribe carrera o carrrrerra?
Cómo se escribe carrera o sarrera?

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Las Reglas Ortográficas de la R y la RR
Entre vocales, se escribe r cuando su sonido es suave, y rr, cuando es fuerte aunque sea una palabra derivada o compuesta que en su forma simple lleve r inicial. Por ejemplo: ligeras, horrores, antirreglamentario.
En castellano no es posible usar más de dos r
Algunas Frases de libros en las que aparece carrera
La palabra carrera puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 2228
del libro la Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Allí estaba el enemigo: ¡a él! Y empezó una carrera loca en el profundo cauce, andando a tientas en la sombra, dejando perdidas las alpargatas en el légamo del lecho, con los pantalones pegados a la carne, tirantes, pesados, dificultando los movimientos, recibiendo en el rostro el bofetón de las cañas tronchadas, los arañazos de las hojas rígidas y cortantes. ...
En la línea 2235
del libro la Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Fué un vértigo esta carrera a través de la oscuridad, de la vegetación y del agua. ...
En la línea 2236
del libro la Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Resbalaban los dos en el blanducho suelo, sin poder agarrarse a las cañas por no soltar la escopeta; arremolinábase el agua, batida por la furiosa carrera, y Batiste, que cayó de rodillas varias veces, sólo pensó en estirar los brazos para mantener su arma fuera de la superficie, salvando el tiro de reserva. ...
En la línea 287
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El caballo murió en la mañana siguiente, reventado por la loca carrera. ...
En la línea 308
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El tal Luis había vuelto a Jerez hecho un hombre, después de una continua peregrinación por todas las universidades de España, buscando catedráticos de manga ancha que no tuviesen empeño en malograr futuros abogados. Su tío le había impuesto la obligación de seguir una carrera, y mientras aquél vivió, se había resignado a llevar la vida de estudiante, ajustándose a los estrechos envíos de dinero y ampliándolos con préstamos feroces, por los que firmaba a ojos cerrados cuantos papeles querían presentarle los usureros. Pero al ver al frente de la familia a su primo Pablo y próxima su mayor edad, se había negado a continuar por más tiempo la comedia de sus estudios. Era rico, no quería perder el tiempo en cosas que en nada le interesaban. Y tomando posesión de sus bienes, comenzó la libre existencia de placeres con la que había soñado en su estrecha vida de estudiante. ...
En la línea 497
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Hablaba con orgullo de sus combates de energía y voluntad con bestias fieras que relinchaban y mordían el aire, pataleando, levantándose verticalmente o hundiendo su cabeza en tierra mientras coceaban en el espacio, sin que pudieran por esto libertarse de la opresión de sus piernas de acero; hasta que al fin, después de una carrera loca, en la que parecían buscar los obstáculos para aplastar al jinete, volvían sudorosas y vencidas, sometiéndose por completo a la mano del montador. ...
En la línea 643
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Rafael contempló largo rato los edificios, temiendo que en su oscura masa se iluminase una rendija, se abriera una ventana y asomase el capataz alarmado por la carrera de los mastines. Transcurrieron algunos minutos sin que en Marchamalo se notase el menor movimiento. Subía el rumor soñoliento de los campos hundidos en la sombra: las estrellas parpadeaban intensamente en el cielo invernal, como si el frío aguzase su fulgor. ...
En la línea 467
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... D'Artagnan se irguió más y más; gracias a la venta de su caballo, comenzaba su carrera con cuatro escudos más de los que el señor de Tréville había comenzado la suya. ...
En la línea 540
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Perdonadme -dijo D'Artagnan tratando de reemprender su carrera-, perdonadme, pero tengo prisa. ...
En la línea 595
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Sin embargo, aquella carrera le resul tó beneficiosa en el sentido de que a medida que el sudor inun daba su frente su corazón se enfriaba. ...
En la línea 1757
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Se hacía entonces carrera por medio de las mujeres, sin ruborizarse. ...
En la línea 100
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Cuando aquella audiencia se halle servida por majistrados que hayan hecho su carrera en las provincias, sus acuerdos y providencias no podrán menos de ser las mas justas y análogas á las leyes de Indias, á los usos y costumbres de sus naturales, y al bien del pais, como que en todo presidirá la esperiencia y práctica adquiridas en los años de su carrera, que no es lo menos para el acierto. ...
En la línea 100
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... Cuando aquella audiencia se halle servida por majistrados que hayan hecho su carrera en las provincias, sus acuerdos y providencias no podrán menos de ser las mas justas y análogas á las leyes de Indias, á los usos y costumbres de sus naturales, y al bien del pais, como que en todo presidirá la esperiencia y práctica adquiridas en los años de su carrera, que no es lo menos para el acierto. ...
En la línea 101
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... o Que se guarde escala rigurosa en la carrera, y sean promovidos á los juzgados de ascenso los de entrada, y á término los de ascenso; de modo que si este plan se adoptase, una vez provistas las alcaldías, no habian de ser provistos los que aspirasen á entrar en la carrera mas que en juzgados de entrada, y que pasasen por toda la escala para obtener plazas de majistrados en la audiencia, segun se ha dicho. ...
En la línea 101
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... o Que se guarde escala rigurosa en la carrera, y sean promovidos á los juzgados de ascenso los de entrada, y á término los de ascenso; de modo que si este plan se adoptase, una vez provistas las alcaldías, no habian de ser provistos los que aspirasen á entrar en la carrera mas que en juzgados de entrada, y que pasasen por toda la escala para obtener plazas de majistrados en la audiencia, segun se ha dicho. ...
En la línea 22
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Llegado el momento de adoptar una profesión que le diese para vivir, Jorge, dudoso entre la Iglesia y el Foro, se decidió por el último; así se lo aconsejó un amigo, en situación semejante a la suya, diciéndole que la abogacía «era la mejor carrera para quienes (como ellos) no pensaban ejercer ninguna». ...
En la línea 438
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... La corriente estaba en contra nuestra, pero el viento nos era favorable; emprendimos una carrera vertiginosa, y vi que nuestra única probabilidad de salvación estaba en doblar rápidamente el saliente de la margen del Tajo, donde comienza la ensenada o bahía en que se halla Aldea Gallega, porque entonces ya no tendríamos que luchar con las olas del río, encrespadas por el viento contrario. ...
En la línea 677
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... En cuanto salimos de la ciudad intentó repetidas veces, sin conseguirlo, montar en la mula más pequeña, que iba ensillada; al fin se salió con la suya, y en el acto emprendimos, camino abajo, una carrera desenfrenada. ...
En la línea 1382
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... ¡Viva! Corríamos más impetuosos y ciegos que una liebre; iba el caballo, literalmente, _ventre à terre_, y me costó mucho trabajo guiarle entre los pedruscos, contra los que nos hubiéramos hecho pedazos los dos si llega a dar un tropezón en su furiosa carrera. ...
En la línea 739
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por premio ser despojos de la muerte en la mitad de la carrera de su vida, a la cual dio fin una pastora a quien él procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes, cual lo pudieran mostrar bien esos papeles que estáis mirando, si él no me hubiera mandado que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra. ...
En la línea 1269
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y cuando él vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin ponerse con él en razones, a todo correr de Rocinante le enristró con el lanzón bajo, llevando intención de pasarle de parte a parte; mas cuando a él llegaba, sin detener la furia de su carrera, le dijo: -¡Defiéndete, cautiva criatura, o entriégame de tu voluntad lo que con tanta razón se me debe! El barbero, que, tan sin pensarlo ni temerlo, vio venir aquella fantasma sobre sí, no tuvo otro remedio, para poder guardarse del golpe de la lanza, si no fue el dejarse caer del asno abajo; y no hubo tocado al suelo, cuando se levantó más ligero que un gamo y comenzó a correr por aquel llano, que no le alcanzara el viento. ...
En la línea 2532
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... »-No corre por ti esa razón -respondió Leonela-, porque el amor, según he oído decir, unas veces vuela y otras anda, con éste corre y con aquél va despacio, a unos entibia y a otros abrasa, a unos hiere y a otros mata, en un mesmo punto comienza la carrera de sus deseos y en aquel mesmo punto la acaba y concluye, por la mañana suele poner el cerco a una fortaleza y a la noche la tiene rendida, porque no hay fuerza que le resista. ...
En la línea 3720
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y, en diciendo esto, apretó los muslos a Rocinante, porque espuelas no las tenía, y, a todo galope, porque carrera tirada no se lee en toda esta verdadera historia que jamás la diese Rocinante, se fue a encontrar con los diciplinantes, bien que fueran el cura y el canónigo y barbero a detenelle; mas no les fue posible, ni menos le detuvieron las voces que Sancho le daba, diciendo: -¿Adónde va, señor don Quijote? ¿Qué demonios lleva en el pecho, que le incitan a ir contra nuestra fe católica? Advierta, mal haya yo, que aquélla es procesión de diciplinantes, y que aquella señora que llevan sobre la peana es la imagen benditísima de la Virgen sin mancilla; mire, señor, lo que hace, que por esta vez se puede decir que no es lo que sabe. ...
En la línea 300
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Vimos muy pocos al remontar el río; pero durante nuestra rápida bajada vimos muchos que iban en bandadas de cuatro o cinco. Este ave no extiende las alas en el momento de tomar carrera, como lo hace la otra especie. Para terminar: puedo añadir que el Struthio Rhea habita en la región del Plata y se extiende hasta el 410 de latitud, un poco al sur del río Negro, y que el Struthio Darwinü habita en la Patagonia meridional; el valle del río Negro es un territorio neutral, donde se encuentran las dos especies. ...
En la línea 350
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... El rocío, que durante la primera parte de la noche había mojado las cubiertas con que nos tapábamos, habíase transformado en hielo a la mañana siguiente. Aunque la llanura parece horizontal, se eleva poco a poco, y nos hallábamos a 800 ó 900 pies sobre el nivel del mar. El 9 de septiembre por la mañana me aconseja el guía que suba a la estribación más próxima, la cual acaso me conduzca a los cuatro picos que coronan a plomo la montaña. Trepar sobre peñascales tan rugosos fatiga en extremo; las laderas de la montaña están cortadas tan hondamente, que con frecuencia se pierde en un minuto el camino andado en cinco. Llego, por fin, a la cima, pero para sufrir un gran desencanto; estaba al borde de un precipicio, en el fondo del cual hay un valle a nivel de la llanura, valle que corta la estribación transversalmente y me separa de los cuatro picos. Este valle es muy estrecho, pero muy plano, y forma un buen paso para los indios, pues hace comunicar entre sí los llanos que hay al norte y al sur de la cadena. Al bajar al valle para atravesarlo, veo dos caballos; en seguida me escondo entre las altas hierbas y examino con cuidado las cercanías; pero al no advertir señales de indios, comienzo mi segunda ascensión. Avanzaba ya el día; y esa parte de la montaña es tan escarpada y desigual como la otra. Llego por fin a la cima del segundo pico a las dos horas, pero no lo consigo sino con la mayor dificultad; en efecto, cada 20 metros sentía calambres en la parte superior de ambos muslos, hasta el punto de no saber si podría volver a bajar. También me fue preciso dar la `vuelta por otro camino, pues no me sentía con fuerzas para escalar de nuevo la montaña que había atravesado por la mañana. Por tanto, me vi obligado a renunciar a subir a los dos picos más altos. La diferencia de altura no es muy grande, y desde el punto de vista geológico sabía yo cuanto deseaba saber; por consiguiente, el resto no merecía otra nueva fatiga. Supongo que mis calambres eran efecto del gran cambio de acción muscular, el trepar mucho, después de una larga carrera a caballo. ...
En la línea 408
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Uno de los espectáculos más curiosos de Buenos Aires es el gran corral donde se guardan, antes de darles muerte, los animales que han de servir para el aprovisionamiento de la ciudad. Es realmente pasmosa la fuerza del caballo comparada con la del buey. Un hombre a caballo, después de sujetar con su lazo al buey por la cornamenta, puede arrastrar a éste donde quiera. El animal hace hincapié en el suelo con las patas extendidas hacia adelante, para resistir á la fuerza que le arrastra, pero todo es inútil; por lo común, también el buey toma carrera y se echa a un lado, pero el caballo se revuelve inmediatamente para recibir el choque, el cual se produce con tanta violencia, que el buey es casi derribado; lo asombroso es que no se desnuque. Conviene advertir que el combate no es del todo igual, pues mientras que el caballo tira con el pecho, el buey tira con lo alto de la cabeza. Además, un hombre puede retener de idéntica manera al caballo más salvaje, si el lazo le sujeta precisamente por detrás de las orejas. Se arrastra al buey hasta el sitio donde han de sacrificarle; después el matador, acercándose con cautela, le corta el corvejón. Entonces el animal exhala su mugido de muerte, el más terrible grito de agonía que conozco. Lo he oído a menudo desde una gran distancia, distinguiéndolo entre otra multitud de ruidos, y siempre comprendí que la lucha estaba concluida. Toda esa escena es horrible y repugnante: se anda sobre una capa de osamentas, y caballos y jinetes van cubiertos de sangre. ...
En la línea 512
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... En Chile y el Perú se ocupan mucho más de la finura de boca del caballo de lo que lo hacen en la Plata; evidentemente, eso es una de las consecuencias de la naturaleza más desigual del territorio. En Chile no se considera perfectamente amaestrado a un caballo mientras no pueda parársele de pronto en medio de la carrera más rápida, en un sitio dado, por ejemplo, en un capote puesto en el suelo; o le lanzan a toda velocidad contra una pared, y al llegar delante del obstáculo paran en firme al animal, haciéndole encabritarse de tal manera que con los cascos delanteros arañe la pared ...
En la línea 419
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... ¿Y adónde iba? A luchar con la tentación al aire libre; a cansar la carne con paseos interminables; y un poco también a olfatear el vicio, el crimen pensaba él, crimen en que tenía seguridad de no caer, no tanto por esfuerzos de la virtud como por invencible pujanza del miedo que no le dejaba nunca dar el último y decisivo paso en la carrera del abismo. ...
En la línea 681
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Me ha dicho el chico de Orgaz, que acabó la carrera de médico en San Carlos, que estos últimos años Obdulita servía en Madrid a su prima Tarsila Fandiño, la célebre querida del célebre. ...
En la línea 1296
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... El primogénito del segundón quiso tener una carrera, ser algo más que heredero de algunas caserías, unos cuantos foros y un palacio achacoso de goteras. ...
En la línea 2617
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Había acabado la carrera aquel año y su propósito era casarse cuanto antes con una muchacha rica. ...
En la línea 31
del libro El Señor
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... A pesar de su carrera brillante, excepcional, Juan de Dios, con humilde entereza, hizo comprender a su madre y a sus maestros y padrinos que con él no había que contar para convertirle en una lumbrera, para hacerle famoso y elevarle a las altas dignidades de la Iglesia. ...
En la línea 175
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... La filosofía de este humanista evocaba la imagen de una carrera sin freno, entre alaridos jocundos, después de la cautividad de varios siglos en que habla vivido el pensamiento. Era el Evangelio del placer, la satisfacción de todos los apetitos, el salto alegre sobre cuantas barreras habían levantado la disciplina y la honestidad. El adulterio debía admitirse como algo natural, según Valla, siempre que fuese ordenado y discreto; la comunidad de mujeres resultaba de acuerdo con la Naturaleza. Sólo era prudente evitar el adulterio y el desorden en los deleites cuando representasen algún peligro. ...
En la línea 255
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... — Pero volvamos—dijo el canónigo— a la carrera prodigiosa del profesor de Lérida y rector de la parroquia de San Nicolás, en Valencia, que llegó a Pontífice. ...
En la línea 408
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Habían seguido los dos su carrera amorosa de distinto modo, con falta de sincronismo. En el primer tiempo era él quien amaba con mayor vehemencia, y ahora reconocía que, por una misteriosa ley de gravitación, este amor iba descendiendo. Ella, por el contrario, se había sentido al principio menos apasionada, con instintiva Inquietud, como sí temiese ir demasiado lejos. ...
En la línea 499
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Amigo Claudio, usted que es joven, que empieza ahora su carrera y puede disponer de todo su tiempo, debía escribir algo sobre estos personajes tan calumniados o mal comprendidos. ...
En la línea 31
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Tenía además cierta confianza en el porvenir y consideraba oportuno dejar pasar el tiempo. Su madre tal vez cediese al ver que transcurrían los años sin que ella amase a otro hombre. Edwin podía estar seguro de su fidelidad. Mientras tanto, la fortuna tal vez se fijase de pronto en Gillespie, como se había fijado en mister Haynes. Acostumbrada a ver en los salones de su casa a muchos hombres que habían empezado su carrera siendo pobres y ahora eran millonarios, se imaginó que esta era inevitablemente la historia de todos los humanos y que a Edwin le llegaría su turno. ...
En la línea 49
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Tembló el piso de la cubierta bajo sus pies. Todo el buque se estremeció de proa a popa, como un organismo herido en mitad de su carrera, que se detiene y acaba por retroceder a impulsos del golpe recibido. ...
En la línea 301
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... De los tiempos del Imperio quedaba aun el ceremonial absurdamente ostentoso de que se rodean los déspotas. Varios pajecillos pasaron moviendo altos abanicos de plumas blancas para que ningún insecto viniese a molestar a los cinco magistrados supremos de la República. Después fueron desfilando estos uno por uno, pero no a pie, sino en cinco literas llevadas a hombros por hijos de personajes influyentes, pues tal honor representaba el principio de una gran carrera administrativa. Las muchachas portadoras de las literas del Consejo eran enviadas después a gobernar alguna provincia lejana. ...
En la línea 415
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Nunca se realizaron inventos con tan asombrosa rapidez; pero todos ellos servían fatalmente para agrandar el arte de las matanzas. La ciencia se había hecho servidora de la guerra; los laboratorios temblaban de patriótico regocijo cuando un descubrimiento proporcionaba la seguridad de poder exterminar mayor número de hombres. Las fábricas mas potentes eran las de materiales para la guerra. Todos los países rivalizaban en una carrera loca, buscando adelantarse los unos a los otros en los medios de destrucción. Los hombres se mataban sobre la tierra y sobre el mar, y hasta en el último momento llegaron a exterminarse en las silenciosas alturas de la atmósfera. ...
En la línea 7
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Concluyó Santa Cruz la carrera de Derecho, y de añadidura la de Filosofía y Letras. Sus papás eran muy ricos y no querían que el niño fuese comerciante, ni había para qué, pues ellos tampoco lo eran ya. Apenas terminados los estudios académicos, verificose en Juanito un nuevo cambiazo, una segunda crisis de crecimiento, de esas que marcan el misterioso paso o transición de edades en el desarrollo individual. Perdió bruscamente la afición a aquellas furiosas broncas oratorias por un más o un menos en cualquier punto de Filosofía o de Historia; empezó a creer ridículos los sofocones que se había tomado por probar que en las civilizaciones de Oriente el poder de las castas sacerdotales era un poquito más ilimitado que el de los reyes, contra la opinión de Gustavito Tellería, el cual sostenía, dando puñetazos sobre la mesa, que lo era un poquitín menos. Dio también en pensar que maldito lo que le importaba que la conciencia fuera la intimidad total del ser racional consigo mismo, o bien otra cosa semejante, como quería probar, hinchándose de convicción airada, Joaquinito Pez. No tardó, pues, en aflojar la cuerda a la manía de las lecturas, hasta llegar a no leer absolutamente nada. Barbarita creía de buena fe que su hijo no leía ya porque había agotado el pozo de la ciencia. ...
En la línea 1537
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... «Por consiguiente —prosiguió el respetable señor tomándole a su nuera las dos manos—, ese caballerito que compraste será puesto en el asilo de Guillermina… No hay que fruncir las cejas. Allí estará como en la gloria. Ya he hablado con la santa. Yo le pensiono, para que se le dé educación y una crianza conveniente. Aprenderá un oficio, y quién sabe, quién sabe si una carrera. Todo está en que saque disposición. Paréceme que no te entusiasmas con mi idea. Pero reflexiona un poquito y verás que no hay otro camino… Allí estará tan ricamente, bien comido, bien abrigado… Ayer le di a Guillermina cuatro piezas de paño del Reino para que les haga chaquetas. Verás que guapines les va a poner. ¡Y que no les llenan bien la barriga en gracia de Dios! Observa, si no, los cachetes que tienen, y aquellos colores de manzana. Ya quisieran muchos niños, cuyos papás gastan levita y cuyas mamás se zarandean por ahí, estar tan lucidos y bien apañados como están los de Guillermina». ...
En la línea 1645
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Entretanto cuidaba de su hermano pequeño, por quien sentía un cariño que se confundía con la lástima, a causa de las continuas enfermedades que el pobre chico padecía. Pasados los veinte años, se vigorizó un poco, aunque siempre tenía sus arrechuchos; y viéndole más entonado, Juan Pablo determinó darle una carrera para que no se malograse como él se malogró, por falta de una dirección fija desde la edad en que se plantea el porvenir de los hombres. Achacaba el mayor de los Rubín su desgracia a la disparidad entre sus aptitudes innatas y los medios de exteriorizarse. «¡Oh, si mi padre me hubiera dado una carrera!—-pensaba—-, yo sería hoy algo en el mundo… ». ...
En la línea 1645
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Entretanto cuidaba de su hermano pequeño, por quien sentía un cariño que se confundía con la lástima, a causa de las continuas enfermedades que el pobre chico padecía. Pasados los veinte años, se vigorizó un poco, aunque siempre tenía sus arrechuchos; y viéndole más entonado, Juan Pablo determinó darle una carrera para que no se malograse como él se malogró, por falta de una dirección fija desde la edad en que se plantea el porvenir de los hombres. Achacaba el mayor de los Rubín su desgracia a la disparidad entre sus aptitudes innatas y los medios de exteriorizarse. «¡Oh, si mi padre me hubiera dado una carrera!—-pensaba—-, yo sería hoy algo en el mundo… ». ...
En la línea 275
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Un miedo extraño lo acometió. Le parecía oír ladridos de perros, gritos de hombres, rugidos de fieras. Tal vez se creyó descubierto. Muy pronto su carrera se hizo vertiginosa. Completamente fuera de sí, corría como caballo desbocado, se lanzaba en medio de la maleza, saltaba sobre los troncos caídos y agitaba furioso el kriss. ...
En la línea 395
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Salió al parque y se puso en marcha a paso rápido. Llegaba ya a la empalizada e iba a tomar carrera para saltar, cuando retrocedió vivamente, con las manos en la cabeza, la mirada torva, casi sollozando. ...
En la línea 453
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Pero Sandokán no oía a nadie en ese momento y continuaba adelantándose a la carrera. ...
En la línea 1038
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... El velero viró y emprendió su carrera hacia el norte. Yáñez y Sandokán se ocultaron bajo las enormes plantas para ponerse a cubierto de la lluvia, que caía a torrentes. ...
En la línea 801
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... El capitán Nemo se despidió y me dejó solo, absorto en mis pensamientos, que se centraban exclusivamente en el comandante del Nautilus. ¿Llegaría a saber alguna vez a qué nación pertenecía aquel hombre extraño que se jactaba de no pertenecer a ninguna? ¿Quién o qué había podido provocar ese odio que profesaba a la humanidad, ese odio que buscaba tal vez terribles venganzas? ¿Era uno de esos sabios desconocidos, uno de esos genios «víctimas del desprecio y de la humillación», según la expresión de Conseil, un Galileo moderno, o bien uno de esos hombres de ciencia como el americano Maury cuya carrera ha sido rota por revoluciones políticas? No podía yo decirlo. El azar me había llevado a bordo de su barco, y puesto mi vida entre sus manos. Me había acogido fría pero hospitalariamente. Pero aún no había estrechado la mano que yo le tendía ni me había ofrecido la suya. ...
En la línea 1193
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... A dos millas, por estribor, se divisaba la isla Gueboroar, cuya costa se redondeaba desde el Norte al Oeste como un inmenso brazo. Hacia el Sur y el Este el reflujo comenzaba a dejar al descubierto las crestas de algunos arrecifes de coral. Habíamos tocado de lleno y en uno de esos mares que tienen mareas pobres, lo que dificultaba la puesta a flote del Nautilus. Sin embargo, éste no parecía haber sufrido ninguna avería gracias a la extraordinaria solidez de su casco. Pero si no podía abrirse ni irse a pique, sí corría el riesgo, en cambio, de permanecer para siempre aprisionado en esos escollos. Así, tal vez había acabado allí su carrera el aparato submarino del capitán Nemo. ...
En la línea 1340
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... En efecto, los dos amigos se entregaron a una batida por los matorrales de los que levantaron un grupo de canguros que salieron dando saltos sobre sus patas elásticas. Pero su huida no fue tan rápida como para evitar que las balas eléctricas no detuvieran a algunos en su carrera. ...
En la línea 2220
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Pero entre todos estos diversos habitantes del Mediterráneo, los que pude observar más útilmente, cuando el Nautilus se aproximaba a la superficie, fueron los pertenecientes al sexagesimotercer género de la clasificación de los peces óseos: los atunes, escómbridos con el lomo azul negruzco y vientre plateado, cuyos radios dorsales desprendían reflejos dorados. Tienen fama de seguir a los barcos, cuya sombra fresca buscan bajo los ardores del cielo tropical, y no la desmintieron con el Nautilus, al que siguieron como en otro tiempo acompañando a los navíos de La Pérousse. Durante algunas horas compitieron en velocidad con nuestro submarino. Yo no me cansaba de admirar a estos animales verdaderamente diseñados para la carrera, con su pequeña cabeza, su cuerpo liso y fusiforme que en algunos de ellos sobrepasaba los tres metros, sus aletas pectorales dotadas de extraordinario vigor y las caudales en forma de horquilla. Nadaban en triángulo, como suelen hacerlo algunos pájaros cuya rapidez igualan, lo que hacía decir a los antiguos que la geometría y la estrategia no les eran ajenas. Y, sin embargo, ese supuesto conocimiento de la estrategia no les hace escapar a las persecuciones de los provenzales, que los estiman tanto como antaño los habitantes de la Propóntide y de Italia, y como ciegos y aturdidos se lanzan y perecen por millares en las almadrabas marsellesas. ...
En la línea 1238
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Todos estábamos profundamente persuadidos de que el desgraciado Wopsle había ido demasiado lejos, y que, siendo aún tiempo, haría mejor en detenerse en su atolondrada carrera. ...
En la línea 1423
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Era evidente que se deleitaba con aquellas preguntas y respuestas y que se divertía con los celos de Sara Pocket. - Muy bien - continuó -. Se te ofrece una brillante carrera. Sé bueno, merécela y sujétate a las instrucciones del señor Jaggers -. Me miró y luego contempló a Sara, en cuyo rostro se dibujó una cruel sonrisa -. Adiós, Pip. Ya sabes que has de usar siempre tu nombre. ...
En la línea 2023
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... -Querido muchacho y amigo de Pip: No voy a contarles mi vida como si fuese una leyenda o una novela. Lo esencial puedo decirlo en un puñado de palabras inglesas. En la cárcel y fuera de ella, en la cárcel y fuera de ella, en la cárcel y fuera de ella. Esto es todo. Tal fue mi vida hasta que me encerraron en un barco y Pip se hizo mi amigo. «He cumplido toda clase de condenas, a excepción de la de ser ahorcado. Me han tenido encerrado con tanto cuidado como si fuese una tetera de plata. Me han llevado de un lado a otro, me han sacado de una ciudad para transportarme a otra, me han metido en el cepo, me han azotado y me han molestado de mil maneras. No tengo la menor idea del lugar en que nací, como seguramente tampoco lo saben ustedes. Cuando me di cuenta de mí mismo me hallaba en Essex, hurtando nabos para comer. Recuerdo que alguien me abandonó; era un hombre que se dedicaba al oficio de calderero remendón, y, como se llevó el fuego consigo, yo me quedé temblando de frío. «Sé que me llamaba Magwitch y que mi nombre de pila era Abel. ¿Que cómo lo sabía? Pues de la misma manera que conozco los nombres de los pájaros de los setos y sé cuál es el pinzón, el tordo o el gorrión. Podría haber creído que todos esos nombres eran una mentira, pero como resultó que los de los pájaros eran verdaderos, creí que también el mío lo sería. «Según pude ver, nadie se cuidaba del pequeño Abel Magwitch, que no tenía nada ni encima ni dentro de él. En cambio, todos me temían y me obligaban a alejarme, o me hacían prender. Y tantas veces llegaron a 165 cogerme para meterme en la cárcel, que yo crecí sin dar importancia a eso, dada la regularidad con que me prendían. «Así continué, y cuando era un niño cubierto de harapos, digno de la compasión de cualquiera (no porque me hubiese mirado nunca al espejo, porque desconocía que hubiese tales cosas en las viviendas), gozaba ya de la reputación de ser un delincuente endurecido. 'Éste es un delincuente endurecido - decían en la cárcel al mostrarme a los visitantes. - Puede decirse que este muchacho no ha vivido más que en la cárcel.' Entonces los visitantes me miraban, y yo les miraba a ellos. Algunos me medían la cabeza, aunque mejor habrían hecho midiéndome el estómago, y otros me daban folletos que yo no sabía leer, o me decían cosas que no entendía. Y luego acababan hablándome del diablo. Pero ¿qué demonio podía hacer yo? Tenía necesidad de meter algo en mi estómago, ¿no es cierto? Mas observo que me enternezco, y ya ni sé lo que tengo que hablar. Querido muchacho y compañero de Pip, no tengan miedo de que me enternezca otra vez. «Vagabundeando, pidiendo limosna, robando, trabajando a veces, cuando podía, aunque esto no era muy frecuente, pues ustedes mismos me dirán si habrían estado dispuestos a darme trabajo; robando caza en los vedados, haciendo de labrador, o de carretero, o atando gavillas de heno, a veces ejerciendo de buhonero y una serie de ocupaciones por el estilo, que no conducen más que a ganarse mal la vida y a crearse dificultades; de esta manera me hice hombre. Un soldado desertor que estaba oculto en una venta, me enseñó a leer; y un gigante que recorría el país y que, a cambio de un penique, ponía su firma donde le decian, me enseñó a escribir. Ya no me encerraban con tanta frecuencia como antes, mas, sin embargo, no había perdido de vista por completo las llaves del calabozo. «En las carreras de Epsom, hará cosa de veinte años, trabé relaciones con un hombre cuyo cráneo sería capaz de romper con este atizador, si ahora mismo lo tuviese al alcance de mi mano, con la misma facilidad que si fuese una langosta. Su verdadero nombre era Compeyson; y ése era el hombre, querido Pip, con quien me viste pelear en la zanja, tal como dijiste anoche a tu amigo después de mi salida. «Ese Compeyson se había educado a lo caballero, asistió a una escuela de internos y era instruido. Tenía una conversación muy agradable y era diestro en las buenas maneras de los señores. También era guapo. La víspera de la gran carrera fue cuando lo encontré junto a un matorral en un tenducho que yo conocía muy bien. Él y algunos más estaban sentados en las mesas del tenducho cuando yo entré, y el dueño (que me conocía y que era un jugador de marca) le llamó y le dijo: «Creo que ese hombre podría convenirle', refiriéndose a mí. «Compeyson me miró con la mayor atención, y yo también le miré. Llevaba reloj y cadena, una sortija y un alfiler de corbata, así como un elegante traje. «- A juzgar por las apariencias, no tiene usted muy buena suerte - me dijo Compeyson. «- Así es, amigo; nunca la he tenido. - Acababa de salir de la cárcel de Kingston, a donde fui condenado por vagabundo; no porque hubiesen faltado otras causas, pero no fui allí por nada más. «- La suerte cambia - dijo Compeyson; - tal vez la de usted está a punto de cambiar. «- ¡Ojalá! - le contesté -. Ya sería hora. «- ¿Qué sabe usted hacer? - preguntó Compeyson. «- Comer y beber - le contesté -, siempre que usted encuentre qué. «Compeyson se echó a refr, volvió a mirarme con la mayor atención, me dio cinco chelines y me citó para la noche siguiente en el mismo sitio. «Al siguiente día, a la misma hora y lugar, fui a verme con Compeyson, y éste me propuso ser su compañero y su socio. Los negocios de Compeyson consistían en la estafa, en la falsificación de documentos y firmas, en hacer circular billetes de Banco robados y cosas por el estilo. Además, le gustaba mucho planear los golpes, pero dejar que los llevase a cabo otro, aunque él se quedaba con la mayor parte de los beneficios. Tenía tanto corazón como una lima de acero, era tan frío como la misma muerte y tenía una cabeza verdaderamente diabólica. «Había otro con Compeyson, llamado Arturo… , no porque éste fuese su nombre de pila, sino su apodo. Estaba el pobre en muy mala situación y tan flaco y desmedrado que daba pena mirarle. Él y Compeyson parece que, algunos años antes, habían jugado una mala pasada a una rica señora, gracias a la cual se hicieron con mucho dinero; pero Compeyson apostaba y jugaba, y habría sido capaz de derrochar las contribuciones que se pagan al rey. Así, pues, Arturo estaba enfermo de muerte, pobre, sin un penique y lleno de terrores. La mujer de Compeyson, a quien éste trataba a patadas, se apiadaba del desgraciado cuantas veces le era posible demostrar su compasión, y en cuanto a Compeyson, no tenía piedad de nada ni de nadie. «Podría haberme mirado en el espejo de Arturo, pero no lo hice. Y no quiero ahora decir que el desgraciado me importaba gran cosa, pues ¿para qué serviría mentir? Por eso empecé a trabajar con 166 Compeyson y me convertí en un pobre instrumento en sus manos. Arturo vivía en lo más alto de la casa de Compeyson (que estaba muy cerca de Brentford), y Compeyson le llevaba exactamente la cuenta de lo que le debía por alojamiento y comida, para el caso de que se repusiera lo bastante y saliera a trabajar. El pobre Arturo saldó muy pronto esta cuenta. La segunda o tercera vez que le vi, llegó arrastrándose hasta el salón de Compeyson, a altas horas de la noche, vistiendo una especie de bata de franela, con el cabello mojado por el sudor y, acercándose a la mujer de Compeyson, le dijo: «- Oiga, Sally, ahora sí que es verdad que está conmigo arriba y no puedo librarme de ella. Va completamente vestida de blanco – dijo, - con flores blancas en el cabello; además, está loca del todo y lleva un sudario colgado del brazo, diciendo que me lo pondrá a las cinco de la madrugada. «- No seas animal - le dijo Compeyson. - ¿No sabes que aún vive? ¿Cómo podría haber entrado en la casa a través de la puerta o de la ventana? «- Ignoro cómo ha venido - contestó Arturo temblando de miedo, - pero lo cierto es que está allí, al pie de la cama y completamente loca. Y de la herida que tiene en el corazón, ¡tú le hiciste esa herida!, de allí le salen gotas de sangre. «Compeyson le hablaba con violencia, pero era muy cobarde. «- Sube a este estúpido enfermo a su cuarto - ordenó a su mujer -. Magwitch te ayudara. - Pero él no se acercaba siquiera. »La mujer de Compeyson y yo le llevamos otra vez a la cama, y él deliraba de un modo que daba miedo. «- ¡Miradla! – gritaba. - ¿No veis cómo mueve el sudario hacia mí? ¿No la veis? ¡Mirad sus ojos! ¿Y no es horroroso ver que está tan local - Luego exclamaba -: Va a ponerse el sudario y, en caso de que lo consiga, estoy perdido. ¡Quitádselo! ¡Quitádselo! «Y se agarraba a nosotros sin dejar de hablar con la sombra o contestándole, y ello de tal manera que hasta a mí me pareció que la veía. «La esposa de Compeyson, que ya estaba acostumbrada a él, le dio un poco de licor para quitarle el miedo, y poquito a poco el desgraciado se tranquilizó. «- ¡Oh, ya se ha marchado! ¿Ha venido a llevársela su guardián? - exclamaba. «- Sí, sí - le contestaba la esposa de Compeyson. «- ¿Le recomendó usted bien que la encerrasen y atrancasen la puerta de su celda? «- Sí. «- ¿Y le pidió que le quitase aquel sudario tan horrible? «- Sí, sí, todo eso hice. No hay cuidado ya. «- Es usted una excelente persona - dijo a la mujer de Compeyson. - No me abandone, se lo ruego. Y muchas gracias. «Permaneció tranquilo hasta que faltaron pocos minutos para las cinco de la madrugada; en aquel momento se puso en pie y dio un alarido, exclamando: «- ¡Ya está aquí! ¡Trae otra vez el sudario! ¡Ya lo desdobla! ¡Ahora se me acerca desde el rincón! ¡Se dirige hacia mi cama! ¡Sostenedme, uno por cada lado! ¡No le dejéis que me toque! ¡Ah, gracias, Dios mío! Esta vez no me ha acertado. No le dejéis que me eche el sudario por encima de los hombros. Tened cuidado de que no me levante para rodearme con él. ¡Oh, ahora me levanta! ¡Sostenedme sobre la cama, por Dios! «Dicho esto, se levantó, a pesar de nuestros esfuerzos, y se quedó muerto. «Compeyson consideró aquella muerte con satisfacción, pues así quedaba terminada una relación que ya le era desagradable. Él y yo empezamos a trabajar muy pronto, aunque primero me juró (pues era muy falso) serme fiel, y lo hizo en mi propio libro, este mismo de color negro sobre el que hice jurar a tu amigo. «Sin entrar a referir las cosas que planeaba Compeyson y que yo ejecutaba, lo cual requeriría tal vez una semana, diré tan solo que aquel hombre me metió en tales líos que me convirtió en su verdadero esclavo. Yo siempre estaba en deuda con él, siempre en su poder, siempre trabajando y siempre corriendo los mayores peligros. Él era más joven que yo, pero tenía mayor habilidad e instrucción, y por esta causa me daba quinientas vueltas y no me tenía ninguna compasión. Mi mujer, mientras yo pasaba esta mala temporada con… Pero, ¡alto! Ella no… Miró alrededor de él muy confuso, como si hubiese perdido la línea en el libro de su recuerdos; volvió el rostro hacia el fuego, abrió las manos, que tenía apoyadas en las rodillas, las levantó luego y volvió a dejarlas donde las tenía. - No hay necesidad de hablar de eso - dijo mirando de nuevo alrededor. - La temporada que pasé con Compeyson fue casi tan mala como la peor de mi vida. Dicho esto queda dicho todo. ¿Les he referido que mientras andaba a las órdenes de Compeyson fui juzgado, yo solo, por un delito leve? Contesté negativamente. 167 - Pues bien - continuó él, - fui juzgado y condenado. Y en cuanto a ser preso por sospechas, eso me ocurrió dos o tres veces durante los cuatro o cinco años que duró la situacion; pero faltaron las pruebas. Por último, Compeyson y yo fuimos juzgados por el delito de haber puesto en circulación billetes de Banco robados, pero, además, se nos acusaba de otras cosas. Compeyson me dijo: «Conviene que nos defendamos separadamente y que no tengamos comunicación.» Y esto fue todo. Yo estaba tan miserable y pobre, que tuve que vender toda la ropa que tenía, a excepción de lo que llevaba encima, antes de lograr que me defendiese Jaggers. «Cuando me senté en el banquillo de los acusados me fijé ante todo en el aspecto distinguido de Compeyson, con su cabello rizado, su traje negro y su pañuelo blanco, en tanto que yo tenía miserable aspecto. Cuando empezó la acusación y se presentaron los testigos de cargo, pude observar que de todo se me hacía responsable y que, en cambio, apenas se dirigía acusación alguna contra él. De las declaraciones resultaba que todos me habían visto a mí, según podían jurar; que siempre me entregaron a mí el dinero y que siempre aparecía yo como autor del delito y como única persona que se aprovechaba de él. Cuando empezó a hablar el defensor de Compeyson, la cosa fue más clara para mí, porque, dirigiéndose al tribunal y al jurado, les dijo: «- Aquí tienen ustedes sentados en el banquillo a dos hombres que en nada se parecen; uno de ellos, el más joven, bien educado y refinado, según todo el mundo puede ver; el de más edad carece de educación y de instrucción, como también es evidente. El primero, pocas veces, en caso de que se le haya podido observar en alguna, pocas veces se ha dedicado a estas cosas, y en el caso presente no existen contra él más que ligeras sospechas que no se han comprobado; en cuanto al otro, siempre ha sido visto en todos los lugares en que se ha cometido el delito y siempre se benefició de los resultados de sus atentados contra la propiedad. ¿Es, pues, posible dudar, puesto que no aparece más que un autor de esos delitos, acerca de quién los ha cometido? «Y así prosiguió hablando. Y cuando empezó a tratar de las condiciones de cada uno, no dejó de consignar que Compeyson era instruido y educado, a quien conocían perfectamente sus compañeros de estudios y sus consocios de los círculos y clubs, en donde gozaba de buena reputación. En cambio, yo había sido juzgado y condenado muchas veces y era conocido en todas las cárceles. Cuando se dejó hablar a Compeyson, lo hizo llorando en apariencia y cubriéndose el rostro con el pañuelo. Y hasta les dijo unos versos. Yo, en cambio, no pude decir más que: «Señores, este hombre que se sienta a mi lado es un pillo de marca mayor.' Y cuando se pronunció el veredicto, se recomendó a la clemencia del tribunal a Compeyson, teniendo en cuenta su buena conducta y la influencia que en él tuvieron las malas compañías, a cambio de lo cual él debería declarar todo cuanto supiera contra mí. A mí me consideraron culpable de todo lo que me acusaban. Por eso le dije a Compeyson: «- Cuando salgamos de la sala del Tribunal, te voy a romper esa cara de sinvergüenza que tienes. «Pero él se volvió al juez solicitando protección, y así logró que se interpusieran dos carceleros entre nosotros. Y cuando se pronunció la sentencia vi que a él le condenaban tan sólo a siete años, y a mí, a catorce. El juez pareció lamentar haber tenido que condenarle a esta pena, en vista de que habría podido llevar una vida mejor; pero en cuanto a mí, me dijo que yo era un criminal endurecido, arrastrado por mis violentas pasiones, y que seguramente empeoraría en vez de corregirme. Habíase excitado tanto al referirnos esto, que tuvo necesidad de interrumpir su relato para dominarse. Hizo dos o tres aspiraciones cortas, tragó saliva otras tantas veces y, tendiéndome la mano, añadió, en tono tranquilizador: - No voy a enternecerme, querido Pip. Pero como estaba sudoroso, se sacó el pañuelo y secóse el rostro, la cabeza, el cuello y las manos antes de poder continuar. -Había jurado a Compeyson romperle la cara, aunque para ello tuviese que destrozar la mía propia. Fuimos a parar al mismo pontón; mas, a pesar de que lo intenté, tardé mucho tiempo en poder acercarme a él. Por fin logré situarme tras él y le di un golpecito en la mejilla, tan sólo con objeto de que volviese la cara y destrozársela entonces, pero me vieron y me impidieron realizar mi propósito. El calabozo de aquel barco no era muy sólido para un hombre como yo, capaz de nadar y de bucear. Me escapé hacia tierra, y andaba oculto por entre las tumbas cuando por vez primera vi a mi Pip. Y me dirigió una mirada tan afectuosa que de nuevo se me hizo aborrecible, aunque sentía la mayor compasión por él. - Gracias a mi Pip me di cuenta de que también Compeyson se había escapado y estaba en los marjales. A fe mía, estoy convencido de que huyó por el miedo que me tenía, sin saber que yo estaba ya en tierra. Le perseguí, y cuando lo alcancé le destrocé la cara. 168 «- Y ahora - le dije -, lo peor que puedo hacerte, sin tener en cuenta para nada lo que a mí me suceda, es volverte al pontón. «Y habría sido capaz de echarme al agua con él y, cogiéndole por los cabellos, llevarlo otra vez al pontón aun sin el auxilio de los soldados. «Como es natural, él salió mejor librado, porque tenía mejores antecedentes que yo. Además, dijo que se había escapado temeroso de mis intenciones asesinas con respecto a él, y por todo eso su castigo fue leve. En cuanto a mí, me cargaron de cadenas, fui juzgado otra vez y me deportaron de por vida. Pero, mi querido Pip y amigo suyo, eso no me apuró mucho, pues podía volver, y, en efecto, he podido, puesto que estoy aquí. Volvió a secarse la cabeza con el pañuelo, como hiciera antes; luego sacó del bolsillo un poco de tabaco, se quitó la pipa del ojal en que se la había puesto, lentamente la llenó y empezó a fumar. - ¿Ha muerto? - pregunté después de un silencio. - ¿Quién, querido Pip? - Compeyson. - Él debe de figurarse que he muerto yo, en caso de que aún viva. Puedes tener la seguridad de eso - añadió con feroz mirada. - Pero no he oído hablar de él desde entonces. Herbert había estado escribiendo con su lápiz en la cubierta de un libro que tenía delante. Suavemente empujó el libro hacia mí, mientras Provis estaba fumando y con los ojos fijos en el fuego, y así pude leer sobre el volumen: «El nombre del joven Havisham era Arturo. Compeyson es el hombre que fingió enamorarse de la señorita Havisham». Cerré el libro a hice una ligera seña a Herbert, quien dejó el libro a un lado; pero ninguno de los dos dijimos una sola palabra, sino que nos quedamos mirando a Provis, que fumaba ante el fuego. ...
En la línea 2025
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... ¿Para qué interrumpirme a fin de preguntarme si mi antipatía hacia Provis podía deberse a Estella? ¿Para qué entretenerme en mi camino, a fin de comparar el estado de mi mente entre cuando traté de limpiarme de la mancha de la prisión, antes de ir al encuentro de Estella en la oficina de la diligencia, con el estado mental en que me hallaba ahora, al considerar el abismo que se había abierto entre Estella, en su orgullo y belleza, y el presidiario a quien albergaba en mi casa? No por hacerlo sería mejor el camino ni tampoco el final que nos estuviese reservado a todos. Eso no sería de ningún beneficio para mi protector ni para mí. Esta narración me había producido otro temor; o, mejor dicho, tal relato había dado forma y objeto a un temor que sentía inconscientemente. Si Compeyson vivía y descubría por azar el regreso de Provis, no serían ya dudosas las consecuencias. Nadie mejor que yo estaba persuadido de que Compeyson tenía un miedo horrible a Provis, y no era difícil imaginar que un hombre como él, a juzgar por la descripción que se nos había hecho, no vacilaría en lo más mínimo en librarse de un enemigo delatándolo. Hasta entonces, yo no había dicho una sola palabra a Provis acerca de Estella, y estaba firmemente decidido a no hacerlo. Pero dije a Herbert que antes de marcharme al extranjero deseaba ver a Estella y a la señorita Havisham. Esto ocurrió en cuanto nos quedamos solos por la noche del mismo día en que Provis nos refirió su historia. Resolví, pues, ir a Richmond al siguiente día, y así lo hice. Al presentarme a la señora Brandley, ésta hizo llamar a la doncella de Estella, quien me dijo que la joven había marchado al campo. ¿Adónde? A la casa Satis, como de costumbre. Repliqué que no era como de costumbre, pues hasta entonces nunca había ido sin mí. Pregunté cuándo estaría de regreso, pero advertí una reserva especial en la respuesta, que aumentó mi perplejidad. La doncella me dijo que, según se imaginaba, no regresaría por algún tiempo. Nada pude adivinar ni comprender por tales palabras, excepto el hecho de que deliberadamente se proponían que yo no pudiese comprenderlo, y, así, volví a mi casa completamente desencantado. Por la noche volví a consultar con Herbert después de la marcha de Provis (y debo repetir que yo siempre le acompañaba hasta su alojamiento y observaba con la mayor atención alrededor de mí), y en nuestra conversación, después de tratar del asunto, llegamos a la conclusión de que nada podía decidirse acerca del proyectado viaje al extranjero hasta que yo regresara de mi visita a la señorita Havisham. Mientras tanto, Herbert y yo reflexionamos acerca de lo que más convendría decir, o bien que teníamos la sospecha y el temor de que alguien nos vigilara, receloso, o excusarnos en el hecho de que, como yo no había estado nunca en el extranjero, me resultaría agradable hacer un viaje. Nos constaba de antemano que él aceptaría 169 cualquier cosa que yo le propusiera. Por otra parte, Herbert y yo convinimos en que no había que pensar en que Provis continuara muchos días en el mismo peligro a que estaba expuesto. Al día siguiente cometí la bajeza de fingir que iba a cumplir una promesa hecha a Joe de ir a verle; yo era capaz de cometer cualquier indignidad con relacion a Joe o a su nombre. Mientras durase mi ausencia, Provis debería tener el mayor cuidado, y Herbert se encargaría de él como lo hacía yo. Me proponía estar ausente una sola noche, y a, mi regreso debería empezar, según las ideas de Provis, mi carrera como caballero rico. Entonces se me ocurrió, y, según vi más tarde, también se le ocurrió a Herbert, que podríamos inducirle a ir al extranjero con la excusa de hacer compras o algo por el estilo. Habiendo dispuesto así mi visita a la señorita Havisham, salí en la primera diligencia del día siguiente, cuando apenas había luz en el cielo, y nos encontramos en plena carretera al asomar el día, que parecía avanzar despacio, quejándose y temblando de frío, envuelto como estaba en capas de nubes y andrajos de niebla, cual si fuese un mendigo. Cuando llegamos a El Jabalí Azul, después de viajar entre la lluvia, ¡cuál no sería mi asombro al ver en el umbral de la puerta, con un mondadientes en la mano y contemplando la diligencia, a Bentley Drummle! Como él fingió no haberme visto, yo hice como si no le reconociera. Tal actitud era muy ridícula por ambas partes, y más aún porque luego entramos a la vez en la sala del café, en donde él acababa de terminar su desayuno y en donde ordené que me sirvieran el mío. Me era violento en grado sumo verle en la ciudad, puesto que de sobra sabía la causa de su permanencia en ella. Fingiendo que me entregaba a la lectura de un periódico local de fecha remota, en el que no había nada tan legible como las manchas de café, de encurtidos, de salsas de pescado, de manteca derretida y de vino de que estaba lleno, como si el papel hubiese contraído el sarampión de un modo muy irregular, me senté a mi mesa en tanto que él permanecía ante el fuego. Poco a poco me pareció insoportable que estuviera allí, y por esta causa me puse en pie, decidido a gozar de mi parte de calor en la chimenea. Para alcanzar el atizador a fin de reanimar el fuego, tuve que pasar mis manos por detrás de sus piernas; pero, sin embargo, continué fingiendo que no le conocía. - ¿Es un desaire? - preguntó el señor Drummle. - ¡Oh! - exclamé, con el atizador en la mano. - ¿Es usted? ¿Cómo está usted? Me preguntaba quién me impediría gozar del calor del fuego. Dicho esto, revolví las brasas de un modo tremendo y después me planté al lado del señor Drummle, con los hombros rígidos y de espaldas al fuego. - ¿Acaba usted de llegar? - preguntó el señor Drummle dándome un ligero empujón hacia un lado. - Sí - le contesté, empujándole, a mi vez, con mi hombro. - Es un lugar horrible - dijo Drummle. - Según tengo entendido, es su país. - Sí – asentí. - Y creo que su Shropshire es completamente igual a esto. - No se le parece en nada absolutamente - contestó Drummle. Luego se miró las botas, y yo le imité mirándome las mías. Un momento más tarde, el señor Drummle miró mis botas, y yo las suyas, en justa correspondencia. - ¿Hace mucho que está usted aquí? - le pregunté, decidido a no dejarme alejar una sola pulgada del fuego. - Lo bastante para estar cansado - contestó Drummle fingiendo un bostezo, pero igualmente decidido a no alejarse. - ¿Estará aún mucho tiempo? - No puedo decirlo - contestó Drummle. - ¿Y usted? - No puedo decirlo - repliqué. Entonces experimenté la sensación de que si en aquel momento el señor Drummle hubiese hecho la menor tentativa para disfrutar de más sitio ante el fuego, yo le habría arrojado contra la ventana, y también comprendí que si mi hombro hubiese expresado la misma pretensión, el señor Drummle me habría arrojado a la mesa más cercana. Él se puso a silbar, y yo hice lo mismo. - Por aquí abundan los marjales, según creo - observó Drummle. - Sí. ¿Y qué? - repliqué. El señor Drummle me miró, luego se fijó en mis botas y dijo: - ¡Oh! Y se echó a reír. - ¿Está usted de buen humor, señor Drummle? 170 - No – contestó, - no puede decir se que lo esté. Voy a pasear a caballo. Para pasar el rato me propongo explorar esos marjales. Me han dicho que junto a ellos hay varias aldeas y que hay tabernas y herrerías curiosas… ¡Camarero! - ¿Qué desea el señor? - ¿Está ensillado mi caballo? - Lo han llevado ya ante la puerta, señor. -Muy bien. Ahora fíjate. Hoy la señorita no saldrá a caballo, porque el tiempo sigue malo. - Muy bien, señor. - Y yo no vendré a comer, porque iré a hacerlo a casa de la señorita. - Muy bien, señor. Drummle me miró con tal expresión de triunfo en su carota de grandes mandíbulas, que el corazón me dolió a pesar de la estupidez de aquel hombre, exasperándome de tal manera que me sentí inclinado a cogerlo en mis brazos (de igual modo como en las historias de ladrones se cuenta que los bandidos cogían a las damas) para sentarlo a la fuerza sobre las brasas. Una cosa resultaba evidente en nosotros, y era que, de no venir nadie en nuestra ayuda, ninguno de los dos sería capaz de abandonar el fuego. Allí estábamos ambos, con los hombros y los pies en contacto, sin movernos a ningún lado ni por espacio de una pulgada. Desde allí podíamos ver el caballo ante la puerta y entre la lluvia; mi desayuno estaba servido en la mesa, en tanto que ya habían retirado el servicio de Drummle; el camarero me invitaba a sentarme, y yo le hice una señal de asentimiento, pero los dos continuábamos inmóviles ante el fuego. - ¿Ha estado usted recientemente en «La Enramada»? - preguntó Drummle. - No - le contesté. - Ya quedé más que satisfecho de los Pinzones la última vez que estuve. - ¿Fue cuando tuvimos aquella pequeña diferencia de opinión? - Sí - le contesté secamente. - ¡Caramba! - exclamó él. - Demostró usted ser muy ligero de cascos. No debía haber perdido tan pronto su presencia de ánimo. - Señor Drummle - le contesté, - no es usted quién para darme consejos acerca del particular. Cuando pierdo el dominio sobre mí mismo (y con eso no admito que me ocurriese en aquella ocasión), por lo menos no tiro vasos a la cabeza de las personas. - Pues yo sí - contestó Drummle. Después de mirarle una o dos veces con expresión de ferocidad que aumentaba a cada momento, dije: - Señor Drummle, yo no he buscado esta conversación, que, por otra parte, no me parece nada agradable. - Seguramente no lo es - dijo con altanería y mirándome por encima del hombro. - No me lo parece ni remotamente. - Por lo tanto – continué, - y si me lo permite, me aventuraré a indicar la conveniencia de que en adelante no exista entre nosotros la menor comunicación. - Ésta es también mi opinión - dijo Drummle, - y lo habría indicado yo mismo, o lo hubiera hecho sin advertirlo. Pero no pierda usted los estribos. ¿No ha perdido ya bastante? - ¿Qué quiere usted decir, caballero? - ¡Camarero! - llamó Drummle como si quisiera contestarme de esta manera. El llamado acudió. -Fíjate bien. Supongo que has comprendido que la señorita no paseará hoy a caballo y que yo cenaré en su casa. - Lo he entendido muy bien, señor. Cuando el camarero, poniendo la mano en la tetera, vio que estaba muy fría, me dirigió una mirada suplicante y se marchó. Drummle, teniendo el mayor cuidado de no mover su hombro que se tocaba con el mío, sacó un cigarro del bolsillo, mordió la punta y lo encendió, pero sin demostrar su intención de apartarse lo más mínimo. Enfurecido como estaba, comprendí que no podríamos cruzar una sola palabra más sin hablar de Estella, nombre que no pódría consentirle que pronunciase; por esta razón, me quedé mirando fijamente a la pared, como si no hubiese nadie en la sala y yo mismo me obligara a guardar silencio. Es imposible decir cuánto tiempo habríamos permanecido en tan ridícula situación, pero en aquel momento entraron tres granjeros ricos, a los que acompañó el camarero sin duda alguna y que aparecieron en la sala del café desabrochándose sus grandes abrigos y frotándose las manos. Y como quiera que dieron una carga en dirección al fuego, no tuvimos más remedio que retirarnos. 171 A través de la ventana le vi agarrando las crines del cuello de su caballo y montando del modo brutal que le era peculiar. Luego desapareció. Me figuré que se había marchado, cuando volvió pidiendo fuego para el cigarro que tenía en la boca. Apareció un hombre con el traje lleno de polvo, a fin de darle con qué encender, e ignoro de dónde salió, si del patio de la posada o de la calle. Y mientras Drummle se inclinaba sobre la silla para encender el cigarro y se reía, moviendo la cabeza en dirección a la sala del café, los hombros inclinados y el revuelto cabello de aquel hombre, que me daba la espalda, me hicieron recordar a Orlick. Demasiado preocupado por otras cosas para sentir interés en averiguar si lo era o no, o para tocar siquiera el desayuno, me lavé la cara y las manos para quitarme el polvo del viaje y me dirigí a la vieja y tan recordada casa, que mejor habría sido para mí no ver nunca en la vida y en la que ojalá no hubiese entrado jamás. ...
En la línea 931
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Caía la noche cuando llegó a su alojamiento. Por lo tanto, había estado vagando durante más de seis horas. Sin embargo, ni siquiera recordaba por qué calles había pasado. Se sentía tan fatigado como un caballo después de una carrera. Se desnudó, se tendió en el diván, se echó encima su viejo sobretodo y se quedó dormido inmediatamente. ...
En la línea 1654
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑¡Señor! ‑se lamentaba el cochero‑. ¡Bien sabe Dios que no he podido evitarlo! Si hubiese ido demasiado de prisa… , si no hubiese gritado… Pero iba poco a poco, a una marcha regular: todo el mundo lo ha visto. Y es que un hombre borracho no ve nada: esto lo sabemos todos. Lo veo cruzar la calle vacilando. Parece que va a caer. Le grito una vez, dos veces, tres veces. Después retengo los caballos, y él viene a caer precisamente bajo las herraduras. ¿Lo ha hecho expresamente o estaba borracho de verdad? Los caballos son jóvenes, espantadizos, y han echado a correr. Él ha empezado a gritar, y ellos se han lanzado a una carrera aún más desenfrenada. Así ha ocurrido la desgracia. ...
En la línea 1719
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... En este momento, Polenka, la niña que había ido en busca de su hermana, se abrió paso entre la multitud. Entró en la habitación, jadeando a causa de su carrera, se quitó el pañuelo de la cabeza, buscó a su madre con la vista, se acercó a ella y le dijo: ...
En la línea 1724
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Sonia tenía dieciocho años. Era menuda, delgada, rubia y muy bonita; sus azules ojos eran maravillosos. Miraba fijamente el lecho del herido y al sacerdote, sin alientos, como su hermanita, a causa de la carrera. Al fin algunas palabras murmuradas por los curiosos debieron de sacarla de su estupor. Entonces bajó los ojos, cruzó el umbral y se detuvo cerca de la puerta. ...
En la línea 116
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Hay un momento de éxtasis que marca la culminación de una existencia y más allá del cual ésta ya no puede elevarse. Y la paradoja existencial consiste en que, pese a sobrevenirle cuando más vivo está el sujeto, le llega cuando ha olvidado por completo que lo está. Este éxtasis, esta inconsciencia de estar vivo, le ocurre al artista., absorbido y enajenado por una intensa pasión; al soldado que, poseído de bélico ardor en un campamento sitiado, se niega a rendirse; y le sobrevino a Buck mientras iba al frente de la jauría emitiendo el inmemorial aullido del lobo, esforzándose al límite de sus fuerzas por atrapar aquel alimento que estaba vivo y huía a toda velocidad, iluminado por la luna. Estaba sondeando las profundidades de su naturaleza y de aquellos elementos de su naturaleza que surgían de honduras más profundas, que se remontaban a las entrañas del tiempo. Prevalecía en él la pura irrupción de la vida, la marea de existir, el perfecto goce de cada músculo, de cada articulación y de cada uno de sus tendones, por el hecho de que todo esto era la otra cara de la muerte, delirio y desenfreno expresado en el movimiento, en la carrera exultante bajo las estrellas y sobre aquella superficie de materia inerte. ...
En la línea 194
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Por tercera vez se intentó la partida, pero esta vez, siguiendo el consejo, Hal liberó los patines que habían quedado congelados en la nieve. El sobrecargado y rígido trineo se puso en marcha, con Buck y sus compañeros esforzándose frenéticamente bajo la lluvia de golpes. Un centenar de metros más adelante, la senda describía una curva y descendía en empinada pendiente hacia la calle principal. Para mantener en pie el inestable trineo habría hecho falta un hombre con experiencia, y Hal no lo era. Al tomar la curva con velocidad, el trineo volcó, desparramando la mitad de la carga mal sujeta. Los perros ni siquiera se detuvieron. El trineo aligerado botaba de un lado a otro tras ellos, irritados por el maltrato recibido y por la carga excesiva. Buck estaba furioso. Apretó la carrera, y el equipo lo siguió. Hal gritaba «¡soo! ¡soo!», pero ellos no le hacían caso. El tropezó y cayó. El trineo volcado pasó con estruendo por encima de él, y los perros prosiguieron a toda marcha, contribuyendo al jolgorio general en Skaguay al desparramar el resto de los trastos por la calle principal. ...
En la línea 330
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... A partir de ese momento, día y noche, Buck no abandonó su presa, no le dio un instante de descanso ni le dejó morder las hojas de los árboles o los tiernos brotes de abedules y sauces. Tampoco le dio oportunidad de aplacar la ardiente sed en los exiguos cursos de agua que cruzaban. Muchas veces, desesperado, huía repentinamente a la carrera durante un largo rato. En tales ocasiones, Buck no intentaba detenerlo, sino que lo seguía al trote largo, contento al ver la forma en que se desarrollaba la partida, tumbándose cuando el alce paraba, atacándolo ferozmente cuando trataba de comer o de beber. ...
En la línea 576
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... No cabiendo juntos por la angosta senda, iban Lucia y Artegui uno tras otro, si bien Artegui a veces se echaba a campo traviesa, sin gran respeto de la ajena propiedad. Detuvo al fin la niña su indisciplinada carrera al pie de espesos mimbrales, que, creciendo al borde de un pantano, sombreaban pendiente ribazo muy mullido de hierba, y desde el cual se oteaba todo el paisaje recorrido. Dejáronse caer en el natural diván, y vieron tenderse ante ellos la vega, como remendada de varios colores, según eran los de las verduras que en cada heredad se cultivaban. En la blanca cinta de la carretera distinguieron un punto negro: el cesto con las jacas. No picaba el sol; su luz se cernía por un velo de nubes, y la campiña tenía tonos mates, verdes glaucos, amarilleces areniscas, lejanías delicadamente cenicientas, suaves matices que se copiaban en la ciénaga tranquila. ...
En la línea 1061
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Era la 'Tankadera' una bonita goleta de veinte toneladas, delgada de proa, franca de corte, muy prolongada en su línea de agua. Parecía un yate de carrera. Sus colores brillantes, sus herrajes galvanizados, su puente blanco como el marfil, indicaban que el patrón John Bunsby entendía muy bien en eso de limpieza y curiosidad. Sus dos mástiles se inclinaban algo hacia atrás. Llevaba cangreja, mesana, trinquete, foques, cuchillos y botalones, y podía aparejar bandola para tiempo en popa. Debía marchar maravillosamente, y de hecho había ganado ya muchos premios en las carreras de barcos pilotos. ...
En la línea 1939
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Debemos renunciar a pintar la ansiedad en que vivió, durante tres días, todo ese mundo de la sociedad inglesa. ¿Se expidieron despachos a América, a Asia, para adquirir noticias de Phileas Fogg? Se envió a observar, de mañana y de tarde, la casa de Saville Row… Nada. La misma policía no sabía lo que había sido del 'detective' Fix, que se había, con tan mala fortuna, lanzado tras de equivocada pista, lo cual no impidió que las apuestas se empeñasen de nuevo en vasta escala. Phileas Fogg llegaba, cual si fuera caballo de carrera, a la última vuelta. Ya no se cotizaba a uno por ciento, sino por veinte, por diez, por cinco, y el viejo paralítico lord Alben nale lo tomaba a la par. ...

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