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La palabra aprresurramiento
Cómo se escribe

Comó se escribe aprresurramiento o apresuramiento?

Cual es errónea Apresuramiento o Aprresurramiento?

La palabra correcta es Apresuramiento. Sin Embargo Aprresurramiento se trata de un error ortográfico.

La falta ortográfica detectada en la palabra aprresurramiento es que se ha eliminado o se ha añadido la letra r a la palabra apresuramiento

Más información sobre la palabra Apresuramiento en internet

Apresuramiento en la RAE.
Apresuramiento en Word Reference.
Apresuramiento en la wikipedia.
Sinonimos de Apresuramiento.

Algunas Frases de libros en las que aparece apresuramiento

La palabra apresuramiento puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 782
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... La campana lanzaba en el espacio el tercer toque. Iba a comenzar la misa. Don Pablo, desde los peldaños de la capilla, abarcó en una mirada a todo su rebaño y entró en ella con apresuramiento, pues quería edificar a la gente ayudando la misa. ...

En la línea 1028
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y el viejo volvió a salir con tanto apresuramiento como había entrado, sin decir una palabra al aperador. ...

En la línea 999
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... A la mañana siguiente, el profesor Flimnap se presentó con gran apresuramiento en la vivienda del gigante. Jamás su rostro bondadoso había ofrecido un aspecto igual, de alarma y azoramiento. A pesar de sus carnes exuberantes, saltó con juvenil agilidad del plato ascensor a la superficie de la mesa, antes de que los atletas encargados de la grúa hubiesen terminado su maniobra. ...

En la línea 1246
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Los grupos de hombres, pudorosos y tímidos, huyeron hacia la ciudad con tanto apresuramiento, que detrás de sus pasos temblaban como banderas fugitivas los extremos de velos y túnicas. Mientras tanto, varios centenares de hembras guerreras se despojaban tranquilamente de sus uniformes, y unas en simples calzoncillos, otras completamente desnudas, se lanzaron al agua, haciendo alegres suertes de natación. ...

En la línea 2015
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Si aquella antigua casa inmediata al Green, en Richmond, llega algún día a ser visitada por los duendes, indudablemente- lo será por mi fantasma. ¡Cuántas y cuántas noches y días, el inquieto espíritu que me animaba frecuentaba la casa en que vivía Estella! Cualquiera que fuese el sitio en que se hallaba mi cuerpo, mi espíritu iba siempre errante y rondando aquella casa. La señora con quien Estella vivía, la señora Brandley, era viuda y tenía una hija de algunos años más que Estella. La madre tenía juvenil aspecto, y la muchacha, en cambio, parecía vieja; la tez de la madre era sonrosada, y la de su hija, amarillenta; la madre no pensaba más que en frivolidades, y la hija, en asuntos teológicos. Disfrutaban de lo que se llama una buena posición, y visitaban y eran visitadas por numerosas personas. Muy pequeña, en caso de que existiera, era la identidad de sentimientos que había entre ella y Estella, pero en el ánimo de todos existía la convicción de que aquellas dos señoras eran necesarias a la protegida de la señorita Havisham y que ella también era, a su vez, necesaria a aquéllas. La señora Brandley había sido amiga de la señorita Havisham antes de que ésta empezase a llevar su retirada vida. En la casa de la señora Brandley, y también fuera de ella, sufrí toda clase y todo grado de penas y torturas que Estella pudo causarme. La naturaleza de mis reláciones con ella, que me situaban en términos de familiaridad, aunque sin gozar de su favor, era la causa de mi desgracia. Se valía de mí para molestar a otros admiradores y utilizaba la familiaridad existente entre los dos para darme continuos desaires en la devoción que yo le demostraba. De haber sido yo su secretario, su administrador, su hermanastro o un pariente pobre; si hubiese sido un hermano menor o me hubiesen destinado a casarme con ella, no me habría sentido con esperanzas más inciertas cuando estaba a su lado. El privilegio de llamarla por su nombre y de oírla que me llamaba por el mío era, en tales circunstancias, una agravación de mis penas; y así como supongo que ello casi enloquecía a sus restantes admiradores, estoy seguro, en cambio, de que me enloquecía a mí. Sus admiradores eran innumerables, aunque es posible que mis celos convirtiesen en admirador a cualquier persona que se acercase a ella; pero aun sin esto, eran muchos más de los que yo habría querido. Con frecuencia la veía en Richmond, así como también en la ciudad, y solía ir bastante a menudo a casa de los Brandley para llevarla al río; se daban meriendas, fiestas; asistíamos al teatro, a la ópera, a los conciertos, a las reuniones y a diversiones de toda suerte. Yo la solicitaba constantemente, y de ello no resultaban más que penalidades sin cuento para mí. En su compañía jamás gocé de una sola hora de felicidad, y, sin embargo, durante las veinticuatro horas del día no pensaba más que en tenerla a mi lado hasta la hora de mi muerte. Durante toda aquella época de relación constante, y que duró según se verá, un espacio de tiempo que entonces me pareció muy largo, ella tenía la costumbre de dar a entender que nuestro trato era obligado para ambos. Otras veces parecía contenerse para no dirigirme la palabra en cualquiera de los tonos que me resultaban desagradables, y en tales casos me expresaba su compasión. -Pip, Pip - me dijo una tarde después de contenerse cuando nos sentábamos junto a una ventana de la casa de Richmond. - ¿No se dará usted nunca por avisado? - ¿De qué? - Acerca de mí. - ¿Quiere usted decir que debo darme por avisado a fin de no dejarme atraer por usted? 144 - ¿Acaso le he dicho eso? Si no sabe a lo que me refiero será porque usted es ciego. Yo podía haberle contestado que, por lo general, se considera que el amor es ciego; pero como jamás podía expresarme con libertad, y ésta no era la menor de mis penas, me dije que sería poco generoso por mi parte el asediarla, toda vez que ella no tenía más remedio que obedecer a la señorita Havisham. Mi temor era siempre que tal conocimiento, por su parte, me pusiera en situación desventajosa ante su orgullo y me convirtiese en el objeto de una lucha rebelde en su pecho. - Sea como sea – dije, - hasta ahora no he recibido ningún aviso, porque esta vez me escribió usted para que viniera a verla. - Eso es verdad - contestó Estella con una sonrisa fría e indiferente que siempre me dejaba helado. Después de mirar al crepúsculo exterior por espacio de unos momentos, continuó diciendo: - Ha llegado la ocasión de que la señorita Havisham desea que vaya a pasar un día a Satis. Usted tendrá que llevarme allí y, si quiere, acompañarme también al regreso. Ella preferirá que no viaje sola y no le gusta que me haga acompañar por la doncella, porque siente el mayor horror por los chismes de esa gente. ¿Puede usted acompañarme? - ¿Que si puedo, Estella? - De eso infiero que no tiene ningún inconveniente. En tal caso, prepárese para pasado mañana. Ha de pagar de mi bolsa todos los gastos. ¿Se entera bien de esta condición? - La obedeceré - dije. Ésta fue toda la preparación que recibí acerca de aquella visita o de otras semejantes. La señorita Havisham no me escribía nunca; ni siquiera vi jamás su carácter de letra. Salimos al día subsiguiente y encontramos a la señorita Havisham en la habitación en donde la vi por primera vez, y creo inútil añadir que no había habido el menor cambio en aquella casa. Mostrábase más terriblemente encariñada con Estella que la última vez en que las vi juntas; repito adrede esta palabra porque en la energía de sus miradas y de sus abrazos había algo positivamente terrible. Empezó a hablar de la belleza de Estella; se refirió a sus palabras, a sus gestos, y, temblándole los dedos, se quedó mirándola, como si quisiera devorar a la hermosa joven a quien había criado. Desviando sus ojos de Estella, me miró con tanta intensidad, que no pareció sino que quisiera escudriñar en mi corazón y examinar sus heridas. - ¿Cómo te trata, Pip, cómo te trata? - me preguntó de nuevo con avidez propia de una bruja,incluso en presencia de Estella. Pero cuando nos sentamos por la noche ante su vacilante fuego, se portó de un modo fantástico; porque entonces, después de pasar el brazo de Estella por el suyo propio y de cogerle la mano, la hizo hablar, a fuerza de referirse a lo que Estella le había contado en sus cartas, recordando los nombres y las condiciones de los hombres a quienes había fascinado. Y mientras la señorita Havisham insistía sobre eso con la intensidad de una mente mortalmente herida, mantenía la otra mano apoyada en su bastón y la barbilla en la mano, en tanto que sus brillantes ojos me contemplaban como pudieran hacerlo los de un espectro. A pesar de lo desgraciado que me hacía y de lo amargo que me parecía el sentido de mi dependencia y hasta de degradación que en mí despertó, vi en esto que Estella estaba destinada a poner en práctica la venganza de la señorita Havisham contra los hombres y que no me sería otorgada hasta que lo hubiese hecho durante cierto tiempo. En aquello me pareció ver también una razón para que, anticipadamente, estuviera destinada a mí. Mandándola a ella para atraer, ridiculizar y burlar a los hombres, la señorita Havisham sentía la maliciosa seguridad de que ella misma estaba fuera del alcance de todos los admiradores y de que todos los que tomaran parte en aquel juego estaban ya seguros de perder. Comprendí también que yo, asimismo, debía ser atormentado, por una perversión de sus sentimientos, aun cuando me estuviera reservado el premio. Todo aquello me daba a entender la razón de que, por espacio de tanto tiempo, hubiera sido rechazado, así como el motivo de que mi tutor pareciera poco decidido a enterarse de aquel plan. En una palabra, por todo lo que se ofrecía a mis miradas, vi a la señorita Havisham tal como la había contemplado siempre, y advertí la precisa sombra de la oscurecida y malsana casa en que su vida habíase ocultado de la luz del sol. Las bujías que alumbraban aquella estancia ardían en unos candelabros fijos en la pared. Estaban a cierta altura del suelo y tenían el especial brillo de la luz artificial en una atmósfera pocas veces renovada. Mientras yo miraba las luces y el débil resplandor que producían, y mientras contemplaba también los relojes parados y los blanqueados objetos del traje nupcial que estaban sobre la mesa y en el suelo, así como el terrible rostro, de expresión fantástica, cuya sombra proyectaba, muy aumentada, en la pared y el techo el fuego del hogar, vi en todo aquello la escena que mi mente me había recordado tantas veces. Mis pensamientos se fijaron en la gran habitación inmediata, más allá del rellano de la escalera en donde se 145 hallaba la gran mesa, y me pareció verlos escritos, entre las telarañas del centro de la mesa, por las arañas que se encaramaban al mantel, por la misma fuga de los ratones, cuando amparaban sus apresurados y pequeños corazones detrás de los arrimaderos, y por los tanteos y las paradas de los escarabajos que había por el suelo. Con ocasión de aquella visita ocurrió que, de pronto, surgió una desagradable discusión entre Estella y la señorita Havisham. Era aquélla la primera vez que las vi expresar sentimientos opuestos. Estábamos sentados ante el fuego, según ya he descrito, y la señorita Havisham tenía aún el brazo de Estella pasado por el suyo propio y continuaba cogiendo la mano de la joven, cuando ésta empezó a desprenderse poco a poco. Antes de eso había demostrado ya cierta impaciencia orgullosa, y de mala gana soportó el feroz cariño, aunque sin aceptarlo ni corresponder a él. - ¿Cómo? - exclamó la señorita Havisham dirigiéndole una centelleante mirada -. ¿Estás cansada de mí? - No; tan sólo cansada de mí misma - replicó Estella desprendiendo su brazo y acercándose hacia la gran chimenea, donde se quedó mirando el fuego. - Di la verdad de una vez, ingrata - exclamó la señorita Havisham con acento apasionado y golpeando el suelo con su bastón -. ¿Estás cansada de mí? Estella la miró con perfecta compostura y de nuevo dirigió los ojos al fuego. Su graciosa figura y su hermoso rostro expresaban una contenida indiferencia con respecto al ardor de su interlocutora, que era casi cruel. - Eres de piedra - exclamó la señorita Havisham. - Tienes el corazón de hielo. - ¿Cómo es posible - replicó Estella, siempre indiferente, mientras se inclinaba sobre la chimenea y moviendo los ojos tan sólo - que me reproche usted el ser fría? ¡Usted! - ¿No lo eres? - contestó, irritada, la señorita Havisham. - Debería usted saber - dijo Estella - que soy tal como usted me ha hecho. A usted le corresponde toda alabanza y todo reproche. A usted se deberá el éxito o el fracaso. En una palabra, usted es la que me ha hecho tal como soy. - ¡Oh, miradla! ¡Miradla! - exclamó la señorita Havisham con amargo acento-. ¡Miradla tan dura y tan ingrata en el mismo hogar en que fue criada! ¡Aquí fue donde la tomé para ampararla en mi desgraciado pecho, que aún sangraba de sus heridas, y aquí también donde le dediqué muchos años y mucha ternura! - Por lo menos, yo no tenía voz ni voto en eso - dijo Estella -, porque cuando ello ocurrió apenas si podía hablar y andar. No podía hacer nada más. Pero ¿qué esperaba usted de mí? Ha sido usted muy buena conmigo y se lo debo todo. ¿Qué quiere ahora? - Amor - contestó la otra. - Ya lo tiene usted. - No - contestó la señorita Havisham. - Es usted mi madre adoptiva - replicó Estella sin abandonar su graciosa actitud y sin levantar la voz como hacía su interlocutora, es decir, sin dejarse arrastrar por la cólera o por la ternura. - Es usted mi madre adoptiva, y ya he dicho que se lo debo todo. Cuanto poseo, le pertenece libremente. Cuanto me ha dado, podrá recobrarlo así que lo ordene. Después de eso, ya no tengo nada. ¿Y ahora me pide que le devuelva lo que jamás me dio? Mi gratitud y mi deber no pueden hacer imposibles. - ¿Que no te amé nunca? - exclamó la señorita Havisham volviéndose dolorida hacia mí -. ¿Que no le dediqué mi ardiente amor, siempre lleno de celos y de dolor? ¿Es posible que ahora me hable así? Estoy viendo que va a llamarme loca. - ¿Cómo podría hacerlo - replicó Estella - y cómo podría creerla a usted loca, entre todas las demás personas? ¿Acaso existe alguien que, como yo, conozca tan bien los decididos propósitos de usted? ¿Acaso alguien sabe mejor que yo la extremada memoria que usted tiene? ¿Yo, que me he sentado ante este mismo hogar, en el taburetito que ahora está al lado de usted, aprendiendo sus lecciones y levantando los ojos para ver su rostro, cuando éste tenía extraña expresión y me asustaba? -Pronto lo has olvidado - exclamó la señorita Havisham con acento de queja-. Pronto has olvidado aquellos tiempos. - No, no los he olvidado - contestó Estella -, sino, al contrario, su recuerdo es para mí un tesoro. ¿Cuándo pudo usted observar que yo no haya seguido sus enseñanzas? ¿Cuándo ha visto que no hiciera caso de sus lecciones? ¿Cuándo ha podido advertir que admitiera en mi pecho algo que usted excluyera? Por lo menos, sea justa conmigo. - ¡Qué orgullosa, qué orgullosa! - dijo la señorita Havisham con triste acento echando su gris cabello hacia atrás con ambas manos. 146 - ¿Quién me enseñó a ser orgullosa? - replicó Estella. - ¿Quién me alabó cuando yo aprendí mis lecciones? - ¡Qué dura de corazón! - añadió la señorita Havisham repitiendo el ademán anterior. - ¿Quién me enseñó a ser insensible? - contestó Estella. - ¡Pero orgullosa y dura para mí… ! - La señorita Havisham gritó estas palabras mientras extendía los brazos. - ¡Estella! ¡Estella! ¡Estella! ¡Eres dura y orgullosa para mí! La joven la miró un momento con apacible extrañeza, pero no demostró inquietarse por aquellas palabras. Y un momento después volvió a mirar el fuego. - No puedo comprender - dijo levantando los ojos después de corto silencio - por qué es usted tan poco razonable cuando vuelvo a verla después de una separación. Jamás he olvidado sus errores y las causas que los motivaron. Nunca le he sido infiel a usted ni a sus enseñanzas. Jamás he dado pruebas de ninguna debilidad de que pueda arrepentirme. - ¿Sería, acaso, debilidad corresponder a mi amor? - exclamó la señorita Havisham -. Pero sí, sí, ella lo creería así. - Empiezo a creer - dijo Estella como hablando consigo misma, después de otro momento de extrañeza por su parte - que ya entiendo cómo ha ocurrido todo esto. Si usted hubiera educado a su hija adoptiva en el oscuro retiro de estas habitaciones, sin darle a entender que existe la luz del sol, y luego, con algún objeto, hubiese deseado que ella comprendiera lo que era esa luz y conociera todo lo relacionado con ella, entonces usted se habria disgustado y encolerizado. La señorita Havisham, con la cabeza entre las manos, estaba sentada y profería un leve quejido, al mismo tiempo que se mecía ligeramente sobre su asiento, pero no contestó. - O bien - continuó Estella, - lo que es más probable, si usted la hubiese enseñado, desde que empezó a apuntar su inteligencia, que en el mundo existe algo como la luz del sol, pero que ella había de ser su enemiga y su destructora, razón por la cual debería evitarla siempre, porque así como la marchitó a usted la marchitaría también a ella; si usted hubiese obrado así, y luego, con un objeto determinado, deseara que aceptase naturalmente la luz del día y ella no pudiera hacerlo, tal vez se habría usted enojado y encolerizado. La señorita Havisham estaba escuchando o, por lo menos, me pareció así, porque no podía verle el rostro, pero tampoco dio respuesta alguna. - Así, pues - siguió Estella -, debe tomárseme como he sido hecha. El éxito no es mío; el fracaso, tampoco, y los dos juntos me han hecho tal como soy. La señorita Havisham se había sentado en el suelo, aunque yo no sé cómo lo hizo, entre las mustias reliquias nupciales diseminadas por él. Aproveché aquel momento, que había esperado desde un principio, para abandonar la estancia después de llamar la atención de Estella hacia la anciana con un movimiento de mi mano. Cuando salí, Estella seguía en pie ante la gran chimenea, del mismo modo que antes. El gris cabello de la señorita Havisham estaba esparcido por el suelo, entre las demás ruinas nupciales, y el espectáculo resultaba doloroso, Con deprimido corazón me fui a pasear a la luz de las estrellas durante una hora, más o menos, recorriendo el patio y la fábrica de cerveza, así como también el abandonado jardín. Cuando por fin recobré ánimo bastante para volver a la estancia, encontré a Estella sentada en las rodillas de la señorita Havisham, remendando una de aquellas antiguas prendas de ropa que ya se caían a pedazos y que he recordado muchas veces al contemplar los andrajos de los viejos estandartes colgados en los muros de las catedrales. Más tarde, Estella y yo jugamos a los naipes, como en otros tiempos, aunque con la diferencia de que ahora los dos éramos hábiles y practicábamos juegos franceses. Así transcurrió la velada, y por fin fui a acostarme. Lo hice en la construcción separada que había al otro lado del patio. Era la primera vez que dormía en la casa Satis, y el sueño se negaba a cerrar mis ojos. Me asediaban un millar de señoritas Havisham. Ella parecía estar situada al lado de la almohada, sobre ésta misma, en la cabecera del lecho, a los pies, detrás de la puerta medio abierta del tocador, en el mismo tocador, en la habitación que estaba encima de mí y hasta en el tejado y en todas partes. Por último, en vista de la lentitud con que transcurría la noche, hacia las dos de la madrugada me sentí incapaz de continuar allí y me levanté. Me vestí y salí a través del patio, en dirección al largo corredor de piedra, deseoso de salir al patio exterior y pasear allí un poco para tranquilizar mi mente. Pero apenas estuve en el corredor apagué la bujía, pues vi que la señorita Havisham pasaba a poca distancia, con aspecto espectral y sollozando levemente. La seguí a distancia y vi que subía la escalera. Llevaba en la mano una bujía sin palmatoria que, probablemente, tomó de uno de los 147 candelabros de su propia estancia, y a su luz no parecía cosa de este mundo. Me quedé en la parte inferior de la escalera y sentí el olor peculiar del aire confinado de la sala del festín, aunque sin ver que ella abriese la puerta; luego oí cómo entraba allí y que se dirigía a su propia estancia para volver a la sala del festín, pero siempre profiriendo su leve sollozo. Poco después, y en las tinieblas más profundas, traté de salir para volver a mi habitación; pero no pude lograrlo hasta que los primeros resplandores de la aurora me dejaron ver dónde ponía mis manos. Durante todo aquel intervalo, cada vez que llegaba a la parte inferior de la escalera oía los pasos de la señorita Havisham, veía pasar el resplandor de la bujía que llevaba y oía su incesante y débil sollozo. Al día siguiente, antes de marcharnos, no pude notar que se reprodujera en lo más mínimo la disensión entre ella y Estella, ni tampoco se repitió en ninguna ocasión similar, y, por lo menos, recuerdo cuatro visitas. Tampoco cambiaron en modo alguno las maneras de la señorita Havisham con respecto a Estella, a excepción de que me pareció advertir cierto temor confundido con sus características anteriores. Es imposible volver esta hoja de mi vida sin estampar en ella el nombre de Bentley Drummle; de poder hacerlo, lo suprimiría con gusto. En cierta ocasión, cuando los Pinzones celebraban una reunión solemne, y cuando se brindó del modo usual para desear la mayor armonía entre todos, aunque ninguno lo manifestaba a sus çompañeros, el Pinzón que presidía llamó al orden a la «Enramada», puesto que el señor Drummle no había brindado aún por ninguna dama; lo cual le correspondía hacer aquel día, de acuerdo con las solemnes constituciones de la sociedad. Me pareció que me miraba con cierta burla mientras los vasos circulaban por entre la reunión, pero eso no era de extrañar dado el estado de nuestras relaciones anteriores. Cuál no sería, pues, mi sorpresa y mi indignación cuando anunció a los reunidos que iba a brindar por Estella. - ¿Qué Estella? - pregunté. - No le importa nada - replicó Drummle. - ¿Estella qué? - repetí -. Está usted obligado a decir de dónde es esa señora. Y, en efecto, como Pinzón que era, estaba obligado a ello. - Es de Richmond, caballeros - dijo Drummle contestando indirectamente a mi pregunta -, y una belleza sin par. - Mucho sabrá de bellezas sin par ese miserable idiota - murmuré al oído de Herbert. - Yo conozco a esa señorita - dijo éste en cuanto se hubo pronunciado el brindis. - ¿De veras? - preguntó Drummle. - Y yo también - añadí, con el rostro encarnado. - ¿De veras? - repitió Drummle -. ¡Dios mío! Ésta era la única respuesta, exceptuando el tirar vasos o loza, que aquel muchachón era capaz de dar; pero me irritó tanto como si fuese tan ingeniosa como maligna, e inmediatamente me puse en pie, diciendo que era un atrevimiento indigno el brindar por una dama a la que no conocía y de la que nada sabía. Entonces el señor Drummle se levantó, preguntándome qué quería decir. Y yo le dirigí la grave respuesta de que él ya sabía dónde podría encontrarme. Después de esto hubo divididas opiniones entre los Pinzones acerca de si era posible o no terminar el asunto apaciblemente. Y la discusión se empeñó de tal manera que por lo menos otros seis miembros honorables dijeron a otros tantos que ya sabían dónde podrían encontrarlos. Sin embargo, se decidió por fin que la «Enramada» era una especie de tribunal de honor; que si el señor Drummle presentaba una prueba, por pequeña que fuera, de la dama en cuestión, manifestando que había tenido el honor de conocerla, el señor Pip debería presentar sus excusas por la vehemencia de sus palabras, cual corresponde a un caballero y a un Pinzón. Se fijó el día siguiente para presentar tal prueba, pues de lo contrario se habría podido enfriar nuestro honor, y, en efecto, Drummle apareció con una cortés confesión escrita por Estella en la cual decía que tuvo el honor de bailar con él algunas veces. Esto no me dejó más recurso que presentar mis excusas por mi vehemencia y retirar mis palabras de que ya sabía Drummle dónde podría encontrarme. Mientras la «Enramada» discutía acerca del caso, Drummle y yo nos quedamos mirándonos y gruñéndonos uno a otro durante una hora, hasta que al fin se dio por terminado el asunto. Lo refiero ahora ligeramente, pero entonces no tenía para mí tal aspecto, porque no puedo expresar de un modo adecuado el dolor que me produjo la sola idea de que Estella concediese el más pequeño favor a un individuo tan estúpido y desagradable como aquél. Y aun ahora mismo creo que tal sentimiento, por mi parte, se debía tan sólo a la generosidad de mi amor por ella y que eso era lo que me hacía lamentar que se hubiese fijado en aquel imbécil. Indudablemente, yo me habría sentido desgraciado cualquiera que fuese la 148 persona a quien ella hubiese favorecido, pero también es seguro que un individuo más digno me hubiera causado un grado de dolor bastante diferente. Me fue fácil convencerme, y pronto lo averigüé, de que Drummle había empezado a cortejar a Estella y que ella le permitía hacerlo. Hacía ya algún tiempo que no la dejaba ni a sol ni a sombra, y él y yo nos cruzábamos todos los días. Drummle seguía cortejándola con la mayor insistencia y testarudez, y Estella le permitía continuar; a veces le daba alientos, otras parecía rechazarlo, otras lo lisonjeaba, en ocasiones le despreciaba abiertamente y en algunas circunstancias le reconocía con gusto, en tanto que, en otras, apenas parecía recordar quién era. La Araña, como el señor Jaggers le había llamado, estaba acostumbrado a esperar al acecho y tenía la paciencia propia de esos repugnantes animales. Además, tenía una testaruda y estúpida confianza en su dinero y en la grandeza de su familia, lo cual a veces le era beneficioso y equivalía a la concentración de intenciones y a propósitos decididos. Así, la Araña cortejaba con la mayor tozudez a Estella, alejando a otros insectos mucho más brillantes, y con frecuencia abandonaba su escondrijo y se aparecía en el momento más oportuno. En un baile particular que se dio en Richmond, pues en aquella época solían celebrarse esas fiestas, y en el cual Estella consiguió dejar en segundo término a todas las demás bellezas, aquel desvergonzado de Drummle casi no se apartó de su lado, con gran tolerancia por parte de ella, y eso me decidió a hablar a la joven con respecto a él. Aproveché la primera oportunidad, que se presentó cuando Estella esperaba a la señora Brandley para que la acompañara a casa. Entonces, Estella estaba sentada frente a algunas flores y dispuesta ya a salir. Yo me hallaba a su lado, porque solía acompañarla a la ida y a la vuelta de semejantes fiestas. - ¿Está usted cansada, Estella? - Un poco, Pip. - Es natural. - Diga usted que sería más natural que no lo estuviera, porque antes de acostarme he de escribir mi carta acostumbrada a la señorita Havisham. - ¿Para referirle el triunfo de esta noche? - dije yo. - No es muy halagüeño, Estella. - ¿Qué quiere usted decir? Que yo sepa, no he tenido ningún éxito. - Estella - dije -, haga el favor de mirar a aquel sujeto que hay en aquel rincón y que no nos quita los ojos de encima. - ¿Para qué quiere que le mire? - dijo Estella fijando, por el contrario, sus ojos en mí. - ¿Qué hay de notable en aquel sujeto del rincón para que le mire? - Precisamente ésa es la pregunta que quería dirigirle – dije. - Ha estado rondándola toda la noche. -Las polillas y toda suerte de animales desagradables - contestó Estella dirigiéndole una mirada - suelen revolotear en torno de una bujía encendida. ¿Puede evitarlo la bujía? - No - contesté -. Pero ¿no podría evitarlo Estella? - ¡Quién sabe! - contestó -. Tal vez sí. Sí. Todo lo que usted quiera. - Haga el favor de escucharme, Estella. No sabe usted cuánto me apena ver que alienta a un hombre tan despreciado por todo el mundo como Drummle. Ya sabe usted que todos le desprecian. - ¿Y qué? - dijo ella. - Ya sabe usted también que es tan torpe por dentro como por fuera. Es un individuo estúpido, de mal carácter, de bajas inclinaciones y verdaderamente degradado. - ¿Y qué? - repitió. - Ya sabe que no tiene otra cosa más que dinero y una ridícula lista de ascendientes. - ¿Y qué? - volvió a repetir. Y cada vez que pronunciaba estas dos palabras abría más los ojos. Para vencer la dificultad de que me contestara siempre con aquella corta expresión, yo repetí también: - ¿Y qué? Pues eso, precisamente, es lo que me hace desgraciado. De haber creído entonces que favorecía a Drummle con la idea de hacerme desgraciado a mí, habría sentido yo cierta satisfacción; pero, siguiendo el sistema habitual en ella, me alejó de tal manera del asunto, que no pude creer cierta mi sospecha. - Pip - dijo Estella mirando alrededor -. No sea usted tonto ni se deje impresionar por mi conducta. Tal vez esté encaminada a impresionar a otros y quizás ésta sea mi intención. No vale la pena hablar de ello. - Se engaña usted - repliqué -, porque me sabe muy mal que la gente diga que derrama usted sus gracias y sus atractivos en el más despreciable de todos cuantos hay aquí. - Pues a mí no me importa - dij o Estella. - ¡Oh Estella, no sea usted tan orgullosa ni tan inflexible! 149 - ¿De modo que me llama usted orgullosa e inflexible, y hace un momento me reprochaba por fijar mi atención en ese imbécil? - No hay duda de que lo hace usted así - dije con cierto apresuramiento -, porque esta misma noche la he visto sonreírle y mirarle como jamás me ha sonreído ni mirado a mí. ¿Quiere usted, pues - replicó Estella con la mayor seriedad y nada encolerizada -, que le engañe como engaño a los demás? - ¿Acaso le quiere engañar a él, Estella? - No sólo a él, sino también a otros muchos… , a todos, menos a usted… Aquí está la señora Brandley. Ahora no quiero volver a hablar de eso. Y ahora que he dedicado un capítulo al tema que de tal modo llenaba mi corazón y que con tanta frecuencia lo dejaba dolorido, podré proseguir para tratar del acontecimiento que tanta influencia había de tener para mí y para el cual había empezado a prepararme antes de saber que en el mundo existía Estella, en los días en que su inteligencia infantil estaba recibiendo sus primeras distorsiones por parte de la señorita Havisham. En el cuento oriental, la pesada losa que había de caer sobre el majestuoso sepulcro de un conquistador era lentamente sacada de la cantera; el agujero destinado a la cuerda que había de sostenerla se abría a través de leguas de roca; la losa fue lentamente levantada y encajada en el techo; se pasó la cuerda y fue llevada a través de muchas millas de agujero hasta atarla a la enorme silla de hierro. Y después de dejarlo todo dispuesto a fuerza de mucho trabajo, llegó la hora señalada; el sultán se levantó en lo más profundo de la noche, empuñó el hacha que había de servir para separar la cuerda de la anilla de hierro, golpeó con ella y la cuerda se separó, alejándose, y cayó el techo. Así ocurrió en mi caso. Todo el trabajo, próximo o lejano, que tendía al mismo fin, habíase realizado ya. En un momento se dio el golpe, y el tejado de mi castillo se desplomó sobre mí. ...

En la línea 2033
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Pasaron algunas semanas sin que ocurriese cambio alguno. Esperábamos noticias de Wemmick, pero éste no daba señales de vida. Si no le hubiese conocido más que en el despacho de Little Britain y no hubiera gozado del privilegio de ser un concurrente familiar al castillo, podría haber llegado a dudar de él; pero como le conocía muy bien, no llegué a sentir tal recelo. Mis asuntos particulares empezaron a tomar muy feo aspecto, y más de uno de mis acreedores me dirigió apremiantes peticiones de dinero. Yo mismo llegué a conocer la falta de dinero (quiero decir, de dinero disponible en mi bolsillo), y, así, no tuve más remedio que convertir en numerario algunas joyas que poseía. Estaba resuelto a considerar que sería una especie de fraude indigno el aceptar más dinero de mi 182 protector, dadas las circunstancias y en vista de la incertidumbre de mis pensamientos y de mis planes. Por consiguiente, valiéndome de Herbert, le mandé la cartera, a la que no había tocado, para que él mismo la guardase, y experimenté cierta satisfacción, aunque no sé si legítima o no, por el hecho de no haberme aprovechado de su generosidad a partir del momento en que se dio a conocer. A medida que pasaba el tiempo, empecé a tener la seguridad de que Estella se habría casado ya. Temeroso de recibir la confirmación de esta sospecha, aunque no tenía la convicción, evité la lectura de los periódicos y rogué a Herbert, después de confiarle las circunstancias de nuestra última entrevista, que no volviese a hablarme de ella. Ignoro por qué atesoré aquel jirón de esperanza que se habían de llevar los vientos. E1 que esto lea, ¿no se considerará culpable de haber hecho lo mismo el año anterior, el mes pasado o la semana última? Llevaba una vida muy triste y desdichada, y mi preocupación dominante, que se sobreponía a todas las demás, como un alto pico que dominara a una cordillera, jamás desaparecía de mi vista. Sin embargo, no hubo nuevas causas de temor. A veces, no obstante, me despertaba por las noches, aterrorizado y seguro de que lo habían prendido; otras, cuando estaba levantado, esperaba ansioso los pasos de Herbert al llegar a casa, temiendo que lo hiciera con mayor apresuramiento y viniese a darme una mala noticia. A excepción de eso y de otros imaginarios sobresaltos por el estilo, pasó el tiempo como siempre. Condenado a la inacción y a un estado constante de dudas y de temor, solía pasear a remo en mi bote, y esperaba, esperaba, del mejor modo que podía. A veces, la marea me impedía remontar el río y pasar el Puente de Londres; en tales casos solía dejar el bote cerca de la Aduana, para que me lo llevaran luego al lugar en que acostumbraba dejarlo amarrado. No me sabía mal hacer tal cosa, pues ello me servía para que, tanto yo como mi bote, fuésemos conocidos por la gente que vivía o trabajaba a orillas del río. Y de ello resultaron dos encuentros que voy a referir. Una tarde de las últimas del mes de febrero desembarqué al oscurecer. Aprovechando la bajamar, había llegado hasta Greenwich y volví con la marea. El día había sido claro y luminoso, pero a la puesta del sol se levantó la niebla, lo cual me obligó a avanzar con mucho cuidado por entre los barcos. Tanto a la ida como a la vuelta observé la misma señal tranquilizadora en las ventanas de Provis. Todo marchaba bien. La tarde era desagradable y yo tenía frío, por lo cual me dije que, a fin de entrar en calor, iría a cenar inmediatamente; y como después de cenar tendría que pasar algunas tristes horas solo, antes de ir a la cama, pensé que lo mejor sería ir luego al teatro. El coliseo en que el señor Wopsle alcanzara su discutible triunfo estaba en la vecindad del río (hoy ya no existe), y resolví ir allí. Estaba ya enterado de que el señor Wops1e no logró su empeño de resucitar el drama, sino que, por el contrario, había contribuido mucho a su decadencia. En los programas del teatro se le había citado con mucha frecuencia e ignominiosamente como un negro fiel, en compañía de una niña de noble cuna y un mico. Herbert le vio representando un voraz tártaro, de cómicas propensiones, con un rostro de rojo ladrillo y un infamante gorro lleno de campanillas. Cené en un establecimiento que Herbert y yo llamábamos «el bodegón geográfico» porque había mapas del mundo en todos los jarros para la cerveza, en cada medio metro de los manteles y en los cuchillos (debiéndose advertir que, hasta ahora, apenas hay un bodegón en los dominios del lord mayor que no sea geográfico), y pasé bastante rato medio dormido sobre las migas de pan del mantel, mirando las luces de gas y caldeándome en aquella atmósfera, densa por la abundancia de concurrentes. Mas por fin me desperté del todo y salí en dirección al teatro. Allí encontré a un virtuoso contramaestre, al servicio de Su Majestad, hombre excelente, que para mí no tenía más defecto que el de llevar los calzones demasiado apretados en algunos sitios y sobrado flojos en otros, que tenía la costumbre de dar puñetazos en los sombreros para meterlos hasta los ojos de quienes los llevaban, aunque, por otra parte, era muy generoso y valiente y no quería oír hablar de que nadie pagase contribuciones, a pesar de ser muy patriota. En el bolsillo llevaba un saco de dinero, semejante a un budín envuelto en un mantel, y, valiéndose de tal riqueza, se casó, con regocijo general, con una joven que ya tenía su ajuar; todos los habitantes de Portsmouth (que sumaban nueve, según el último censo) se habían dirigido a la playa para frotarse las manos muy satisfechos y para estrechar las de los demás, cantando luego alegremente. Sin embargo, cierto peón bastante negro, que no quería hacer nada de lo que los demás le proponían, y cuyo corazón, según el contramaestre, era tan oscuro como su cara, propuso a otros dos compañeros crear toda clase de dificultades a la humanidad, cosa que lograron tan completamente (la familia del peón gozaba de mucha influencia política), que fue necesaria casi la mitad de la representación para poner las cosas en claro, y solamente se consiguió gracias a un honrado tendero que llevaba un sombrero blanco, botines negros y nariz roja, el cual, armado de unas parrillas, se metió en la caja de un reloj y desde allí escuchaba cuanto sucedía, salía y asestaba un parrillazo a todos aquellos a quienes no podía refutar lo que acababan de 183 decir. Esto fue causa de que el señor Wopsle, de quien hasta entonces no se había oído hablar, apareciese con una estrella y una jarretera, como ministro plenipotenciario del Almirantazgo, para decir que los intrigantes serían encarcelados inmediatamente y que se disponía a honrar al contramaestre con la bandera inglesa, como ligero reconocimiento de sus servicios públicos. El contramaestre, conmovido por primera vez, se secó, respetuoso, los ojos con la bandera, y luego, recobrando su ánimo y dirigiendo al señor Wopsle el tratamiento de Su Honor, solicitó la merced de darle el brazo. El señor Wopsle le concedió su brazo con graciosa dignidad, e inmediatamente fue empujado a un rincón lleno de polvo, mientras los demás bailaban una danza de marineros; y desde aquel rincón, observando al público con disgustada mirada, me descubrió. La segunda pieza era la pantomima cómica de Navidad, en cuya primera escena me supo mal reconocer al señor Wopsle, que llevaba unas medias rojas de estambre; su rostro tenía un resplandor fosfórico, y a guisa de cabello llevaba un fleco rojo de cortina. Estaba ocupado en la fabricación de barrenos en una mina, y demostró la mayor cobardía cuando su gigantesco patrono llegó, hablando con voz ronca, para cenar. Mas no tardó en presentarse en circunstancias más dignas; el Genio del Amor Juvenil tenía necesidad de auxilio -a causa de la brutalidad de un ignorante granjero que se oponía a que su hija se casara con el elegido de su corazón, para lo cual dejó caer sobre el pretendiente un saco de harina desde la ventana del primer piso, - y por esta razón llamó a un encantador muy sentencioso; el cual, llegando de los antípodas con la mayor ligereza, después de un viaje en apariencia bastante violento, resultó ser el señor Wopsle, que llevaba una especie de corona a guisa de sombrero y un volumen nigromántico bajo el brazo. Y como la ocupación de aquel hechicero en la tierra no era otra que la de atender a lo que le decían, a las canciones que le cantaban y a los bailes que daban en su honor, eso sin contar los fuegos artificiales de varios colores que le tributaban, disponía de mucho tiempo. Y observé, muy sorprendido, que lo empleaba en mirar con la mayor fijeza hacia mí, cosa que me causó extraordinario asombro. Había algo tan notable en la atención, cada vez mayor, de la mirada del señor Wopsle y parecía preocuparle tanto lo que veía, que por más que lo procuré me fue imposible adivinar la causa que tanto le intrigaba. Aún seguía pensando en eso cuando, una hora más tarde, salí del teatro y lo encontré esperándome junto a la puerta. - ¿Cómo está usted? - le pregunté, estrechándole la mano, cuando ya estábamos en la calle. - Ya me di cuenta de que me había visto. - ¿Que le vi, señor Pip? – replicó. - Sí, es verdad, le vi. Pero ¿quién era el que estaba con usted? - ¿Quién era? - Es muy extraño - añadió el señor Wopsle, cuya mirada manifestó la misma perplejidad que antes, - y, sin embargo, juraría… Alarmado, rogué al señor Wopsle que se explicara. - No sé si le vi en el primer momento, gracias a que estaba con usted - añadió el señor Wopsle con la misma expresión vaga y pensativa. - No puedo asegurarlo, pero… Involuntariamente miré alrededor, como solía hacer por las noches cuando me dirigía a mi casa, porque aquellas misteriosas palabras me dieron un escalofrío. - ¡Oh! Ya no debe de estar por aquí-observó el señor Wopsle. - Salió antes que yo. Le vi cuando se marchaba. Como tenía razones para estar receloso, incluso llegué a sospechar del pobre actor. Creí que sería una argucia para hacerme confesar algo. Por eso le miré mientras andaba a mi lado; pero no dije nada. -Me produjo la impresión ridícula de que iba con usted, señor Pip, hasta que me di cuenta de que usted no sospechaba siquiera su presencia. Él estaba sentado a su espalda, como si fuese un fantasma. Volví a sentir un escalofrío, pero estaba resuelto a no hablar, pues con sus palabras tal vez quería hacerme decir algo referente a Provis. Desde luego, estaba completamente seguro de que éste no se hallaba en el teatro… - Ya comprendo que le extrañan mis palabras, señor Pip. Es evidente que está usted asombrado. Pero ¡es tan raro! Apenas creerá usted lo que voy a decirle, y yo mismo no lo creería si me lo dijera usted. - ¿De veras? -Sin duda alguna. ¿Se acuerda usted, señor Pip, de que un día de Navidad, hace ya muchos años, cuando usted era niño todavía, yo comí en casa de Gargery, y que, al terminar la comida, llegaron unos soldados para que les recompusieran un par de esposas? - Lo recuerdo muy bien. 184 - ¿Se acuerda usted de que hubo una persecución de dos presidiarios fugitivos? Nosotros nos unimos a los soldados, y Gargery se lo subió a usted sobre los hombros; yo me adelanté en tanto que ustedes me seguían lo mejor que les era posible. ¿Lo recuerda? - Lo recuerdo muy bien. Y, en efecto, me acordaba mejor de lo que él podía figurarse, a excepción de la última frase. - ¿Se acuerda, también, de que llegamos a una zanja, y de que allí había una pelea entre los dos fugitivos, y de que uno de ellos resultó con la cara bastante maltratada por el otro? - Me parece que lo estoy viendo. - ¿Y que los soldados, después de encender las antorchas, pusieron a los dos presidiarios en el centro del pelotón y nosotros fuimos acompañándolos por los negros marjales, mientras las antorchas iluminaban los rostros de los presos… (este detalle tiene mucha importancia), en tanto que más allá del círculo de luz reinaban las tinieblas? - Sí - contesté -. Recuerdo todo eso. - Pues he de añadir, señor Pip, que uno de aquellos dos hombres estaba sentado esta noche detrás de usted. Le vi por encima del hombro de usted. «¡Cuidado!», pensé. Y luego pregunté, en voz alta: - ¿A cuál de los dos le pareció ver? -A1 que había sido maltratado por su compañero-contestó sin vacilar, - y no tendría inconveniente en jurar que era él. Cuanto más pienso en eso, más seguro estoy de que era él. - Es muy curioso - dije con toda la indiferencia que pude fingir, como si la cosa no me importara nada. - Es muy curioso. No puedo exagerar la inquietud que me causó esta conversación ni el terror especial que sentí al enterarme de que Compeyson había estado detrás de mí «como un fantasma». Si había estado lejos de mi mente alguna vez, a partir del momento en que se ocultó Provis era, precisamente, cuando se hallaba a menor distancia de mí, y el pensar que no me había dado cuenta de ello y que estuve tan distraído como para no advertirlo equivalía a haber cerrado una avenida llena de puertas que lo mantenía lejos de mí, para que, de pronto, me lo encontrase al lado. No podía dudar de que estaba en el teatro, puesto que estuve yo también, y de que, por leve que fuese el peligro que nos amenazara, era evidente que existía y que nos rodeaba. Pregunté al señor Wopsle acerca de cuándo entró aquel hombre en la sala, pero no pudo contestarme acerca de eso; me vio, y por encima de mi hombro vio a aquel hombre. Solamente después de contemplarlo por algún tiempo logró identificarlo; pero desde el primer momento lo asoció de un modo vago conmigo mismo, persuadido de que era alguien que se relacionara conmigo durante mi vida en la aldea. Le pregunté cómo iba vestido, y me contestó que con bastante elegancia, de negro, pero que, por lo demás, no tenía nada que llamara la atención. Luego le pregunté si su rostro estaba desfigurado, y me contestó que no, según le parecía. Yo tampoco lo creía, porque a pesar de mis preocupaciones, al mirar alrededor de mí no habría dejado de llamarme la atención un rostro estropeado. Cuando el señor Wopsle me hubo comunicado todo lo que podía recordar o cuanto yo pude averiguar por él, y después de haberle invitado a tomar un pequeño refresco para reponerse de las fatigas de la noche, nos separamos. Entre las doce y la una de la madrugada llegué al Temple, cuyas puertas estaban cerradas. Nadie estaba cerca de mí cuando las atravesé ni cuando llegué a mi casa. Herbert estaba ya en ella, y ante el fuego celebramos un importante consejo. Pero no se podía hacer nada, a excepción de comunicar a Wemmick lo que descubriera aquella noche, recordándole, de paso, que esperábamos sus instrucciones. Y como creí que tal vez le comprometería yendo con demasiada frecuencia al castillo, le informé de todo por carta. La escribí antes de acostarme, salí y la eché al buzón; tampoco aquella vez pude notar que nadie me siguiera ni me vigilara. Herbert y yo estuvimos de acuerdo en que lo único que podíamos hacer era ser muy prudentes. Y lo fuimos más que nunca, en caso de que ello fuese posible, y, por mi parte, nunca me acercaba a la vivienda de Provis más que cuando pasaba en mi bote. Y en tales ocasiones miraba a sus ventanas con la misma indiferencia con que hubiera mirado otra cosa cualquiera. ...

En la línea 2039
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Me curaron las manos dos o tres veces por la noche y una por la mañana. Mi brazo izquierdo había sufrido extensas quemaduras, desde la mano hasta el codo, y otras menos graves hasta el hombro; sentía bastante dolor, pero, de todos modos, me alegró que no me hubiese ocurrido cosa peor. La mano derecha no había recibido tantas quemaduras, pero, no obstante, apenas podía mover los dedos. Estaba también vendada, como es natural, pero no tanto como el brazo izquierdo, que llevaba en cabestrillo. Tuve que ponerme la chaqueta como si fuese una capa y abrochada por el cuello. También el cabello se me había quemado, pero no sufrí ninguna herida en la cabeza ni en la cara. Cuando Herbert regresó de Hammersmith, a donde fue a ver a su padre, vino a nuestras habitaciones y empleó el día en curarme. Era el mejor de los enfermeros, y a las horas fijadas me quitaba los vendajes y me bañaba las quemaduras en el líquido refrescante que estaba preparado; luego volvía a vendarme con paciente ternura, que yo le agradecía profundamente. 193 Al principio, mientras estaba echado y quieto en el sofá, me pareció muy difícil y penoso, y hasta casi imposible, apartar de mi mente la impresión que me produjo el brillo de las llamas, su rapidez y su zumbido, así como también el olor de cosas quemadas. Si me adormecía por espacio de un minuto, me despertaban los gritos de la señorita Havisham, que se acercaba corriendo a mí, coronada por altísimas llamas. Y este dolor mental era mucho más difícil de dominar que el físico. Herbert, que lo advirtió, hizo cuanto le fue posible para llevar mi atención hacia otros asuntos. Ninguno de los dos hablábamos del bote, pero ambos pensábamos en él. Eso era evidente por el cuidado que ambos teníamos en rehuir el asunto, aunque nada nos hubiésemos dicho, con objeto de no tener que precisar si sería cuestión de horas o de semanas la curación de mis manos. Como es natural, en cuanto vi a Herbert, la primera pregunta que le dirigí fue para averiguar si todo marchaba bien en la habitación inmediata al río. Contestó afirmativamente, con la mayor confianza y buen ánimo, pero no volvimos a hablar del asunto hasta que terminó el día. Entonces, mientras Herbert me cambiaba los vendajes, más alumbrado por la luz del fuego que por la exterior, espontáneamente volvió a tratar del asunto. - Ayer noche, Haendel, pasé un par de horas en compañía de Provis. - ¿Dónde estaba Clara? - ¡Pobrecilla! - contestó Herbert -. Se pasó toda la tarde subiendo y bajando y ocupada en su padre. Éste empezaba a golpear el suelo en el momento en que la perdía de vista. Muchas veces me pregunto si el padre vivirá mucho tiempo. Como no hace más que beber ron y tomar pimienta, creo que no está muy lejos el día de su muerte. - Supongo que entonces te casarás, Herbert. - ¿Cómo, si no, podría cuidar de Clara? Descansa el brazo en el respaldo del sofá, querido amigo. Yo me sentaré a tu lado y te quitaré el vendaje, tan despacio que ni siquiera te darás cuenta. Te hablaba de Provis. ¿Sabes, Haendel, que mejora mucho? -Ya te dije que la última vez que le vi me pareció más suave. - Es verdad. Y así es, en efecto. Anoche estaba muy comunicativo y me refirió algo más de su vida. Ya recordarás que se interrumpió cuando empezó a hablar de una mujer… ¿Te he hecho daño? Yo había dado un salto, pero no a causa del dolor, sino porque me impresionaron sus palabras. - Había olvidado este detalle, Herbert, pero ahora lo vuelvo a recordar. - Pues bien, me refirió esta parte de su vida, que, ciertamente, es bastante sombría. ¿Quieres que te la cuente, o tal vez te aburro? - Nada de eso. Refiéremela sin olvidar una palabra. Herbert se inclinó hacia mí para mirarme lentamente, tal vez sorprendido por el apresuramiento o la vehemencia de mi respuesta. - ¿Tienes la cabeza fresca? - me preguntó tocándome la frente. - Por completo - le contesté -. Dime ahora lo que te refirió Provis. - Parece… - observó Herbert -. Pero ya hemos quitado este vendaje y ahora viene otro fresco. Es posible que en el primer momento te produzca una sensación dolorosa, pobre Haendel, ¿no es verdad? Pero muy pronto te dará una sensación de bienestar… Parece - repitió - que aquella mujer era muy joven y extraordinariamente celosa y, además, muy vengativa. Vengativa hasta el mayor extremo. - ¿Qué extremo es ése? - Pues el asesinato… ¿Te parece la venda demasiado fría en este lugar sensible? - Ni siquiera la siento… ¿Cuál fue su asesinato? ¿A quién asesinó? - Tal vez lo que hizo no merezca nombre tan terrible -dijo Herbert, - pero fue juzgada por ese crimen. La defendió el señor Jaggers, y la fama que alcanzó con esa defensa hizo que Provis conociese su nombre. Otra mujer más robusta fue la víctima, y parece que hubo una lucha en una granja. Quién empezó de las dos, y si la lucha fue leal o no, se ignora en absoluto; lo que no ofrece duda es el final que tuvo, porque se encontró a la víctima estrangulada. - ¿Resultó culpable la mujer de Provis? - No, fue absuelta… ¡Pobre Haendel! Me parece que te he hecho daño. - Es imposible curar mejor que tú lo haces, Herbert… ¿Y qué más? -Esta mujer y Provis tenían una hijita, una niña a la que Provis quería con delirio. Por la tarde del mismo día en que resultó estrangulada la mujer causante de sus celos, según ya te he dicho, la joven se presentó a Provis por un momento y le juró que mataría a la niña (que estaba a su cuidado) y que él no volvería a verla… Ya tenemos curado el brazo izquierdo, que está más lastimado que el derecho. Lo que falta es ya 194 mucho más fácil. Te curo mejor con la luz del fuego, porque mis manos son más firmes cuando no veo las llagas con demasiada claridad. Creo que respiras con cierta agitación, querido amigo. - Tal vez sea verdad, Herbert… ¿Cumplió su juramento aquella mujer? - Ésta es la parte más negra de la vida de Provis. Cumplió su amenaza. -Es decir, que ella dijo que la había cumplido. - Naturalmente, querido Haendel-replicó Herbert, muy sorprendido e inclinándose de nuevo para mirarme con la mayor atención. - Así me lo ha dicho Provis. Por mi parte, no tengo más datos acerca del asunto. - Es natural. - Por otro lado, Provis no dice si en sus relaciones con aquella mujer utilizó sus buenos o sus malos sentimientos; pero es evidente que compartió con ella cuatro o cinco años la desdichada vida que nos describió aquella noche, y también parece que aquella mujer le inspiró lástima y compasión. Por consiguiente, temiendo ser llamado a declarar acerca de la niña y ser así el causante de la muerte de la madre, se ocultó (a pesar de lo mucho que lloraba a su hijita), permaneció en la sombra, según dice, alejándose del camino de su mujer y de la acusación que sobre ella pesaba, y se habló de él de un modo muy vago, como de cierto hombre llamado Abel, que fue causa de los celos de la acusada. Después de ser absuelta, ella desapareció, y así Provis perdió a la niña y a su madre. - Quisiera saber… - Un momento, querido Haendel, y habré terminado. Aquel mal hombre, aquel Compeyson, el peor criminal entre los criminales, conociendo los motivos que tenía Provis para ocultarse en aquellos tiempos y sus razones para obrar de esta suerte, se aprovechó, naturalmente, de ello para amenazarle, para regatearle su participación en los negocios y para hacerle trabajar más que nunca. Anoche, Provis me dio a entender que eso fue precisamente lo que despertó más su animosidad. - Deseo saber - repetí - si él te indicó la fecha en que ocurrió todo eso. - Déjame que recuerde sus palabras - contestó Herbert. - Su expresión fue: «hace cosa de veinte años, poco tiempo después de haber empezado a trabajar con Compeyson». ¿Qué edad tendrías tú cuando le conociste en el pequeño cementerio de tu aldea? - Me parece que siete años. - Eso es. Dijo que todo aquello había ocurrido tres o cuatro años antes, y añadió que cuando te vio le recordaste a la niñita trágicamente perdida, pues entonces sería de tu misma edad. -Herbert - le dije después de corto silencio y con cierto apresuramiento, - ¿cómo me ves mejor: a la luz de la ventana o a la del fuego? - A la del fuego - contestó Herbert acercándose de nuevo a mí. - Pues rnírame. - Ya lo hago, querido Haendel. - Tócame. - Ya te toco. - ¿Te parece que estoy febril o que tengo la cabeza trastornada por el accidente de la pasada noche? - No, querido Haendel - contestó Herbert después de tomarse algún tiempo para contestarme. - Estás un poco excitado, pero estoy seguro de que razonas perfectamente. - Lo sé - le dije. - Por eso te digo que el hombre a quien tenemos oculto junto al río es el padre de Estella. ...

En la línea 2039
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Me curaron las manos dos o tres veces por la noche y una por la mañana. Mi brazo izquierdo había sufrido extensas quemaduras, desde la mano hasta el codo, y otras menos graves hasta el hombro; sentía bastante dolor, pero, de todos modos, me alegró que no me hubiese ocurrido cosa peor. La mano derecha no había recibido tantas quemaduras, pero, no obstante, apenas podía mover los dedos. Estaba también vendada, como es natural, pero no tanto como el brazo izquierdo, que llevaba en cabestrillo. Tuve que ponerme la chaqueta como si fuese una capa y abrochada por el cuello. También el cabello se me había quemado, pero no sufrí ninguna herida en la cabeza ni en la cara. Cuando Herbert regresó de Hammersmith, a donde fue a ver a su padre, vino a nuestras habitaciones y empleó el día en curarme. Era el mejor de los enfermeros, y a las horas fijadas me quitaba los vendajes y me bañaba las quemaduras en el líquido refrescante que estaba preparado; luego volvía a vendarme con paciente ternura, que yo le agradecía profundamente. 193 Al principio, mientras estaba echado y quieto en el sofá, me pareció muy difícil y penoso, y hasta casi imposible, apartar de mi mente la impresión que me produjo el brillo de las llamas, su rapidez y su zumbido, así como también el olor de cosas quemadas. Si me adormecía por espacio de un minuto, me despertaban los gritos de la señorita Havisham, que se acercaba corriendo a mí, coronada por altísimas llamas. Y este dolor mental era mucho más difícil de dominar que el físico. Herbert, que lo advirtió, hizo cuanto le fue posible para llevar mi atención hacia otros asuntos. Ninguno de los dos hablábamos del bote, pero ambos pensábamos en él. Eso era evidente por el cuidado que ambos teníamos en rehuir el asunto, aunque nada nos hubiésemos dicho, con objeto de no tener que precisar si sería cuestión de horas o de semanas la curación de mis manos. Como es natural, en cuanto vi a Herbert, la primera pregunta que le dirigí fue para averiguar si todo marchaba bien en la habitación inmediata al río. Contestó afirmativamente, con la mayor confianza y buen ánimo, pero no volvimos a hablar del asunto hasta que terminó el día. Entonces, mientras Herbert me cambiaba los vendajes, más alumbrado por la luz del fuego que por la exterior, espontáneamente volvió a tratar del asunto. - Ayer noche, Haendel, pasé un par de horas en compañía de Provis. - ¿Dónde estaba Clara? - ¡Pobrecilla! - contestó Herbert -. Se pasó toda la tarde subiendo y bajando y ocupada en su padre. Éste empezaba a golpear el suelo en el momento en que la perdía de vista. Muchas veces me pregunto si el padre vivirá mucho tiempo. Como no hace más que beber ron y tomar pimienta, creo que no está muy lejos el día de su muerte. - Supongo que entonces te casarás, Herbert. - ¿Cómo, si no, podría cuidar de Clara? Descansa el brazo en el respaldo del sofá, querido amigo. Yo me sentaré a tu lado y te quitaré el vendaje, tan despacio que ni siquiera te darás cuenta. Te hablaba de Provis. ¿Sabes, Haendel, que mejora mucho? -Ya te dije que la última vez que le vi me pareció más suave. - Es verdad. Y así es, en efecto. Anoche estaba muy comunicativo y me refirió algo más de su vida. Ya recordarás que se interrumpió cuando empezó a hablar de una mujer… ¿Te he hecho daño? Yo había dado un salto, pero no a causa del dolor, sino porque me impresionaron sus palabras. - Había olvidado este detalle, Herbert, pero ahora lo vuelvo a recordar. - Pues bien, me refirió esta parte de su vida, que, ciertamente, es bastante sombría. ¿Quieres que te la cuente, o tal vez te aburro? - Nada de eso. Refiéremela sin olvidar una palabra. Herbert se inclinó hacia mí para mirarme lentamente, tal vez sorprendido por el apresuramiento o la vehemencia de mi respuesta. - ¿Tienes la cabeza fresca? - me preguntó tocándome la frente. - Por completo - le contesté -. Dime ahora lo que te refirió Provis. - Parece… - observó Herbert -. Pero ya hemos quitado este vendaje y ahora viene otro fresco. Es posible que en el primer momento te produzca una sensación dolorosa, pobre Haendel, ¿no es verdad? Pero muy pronto te dará una sensación de bienestar… Parece - repitió - que aquella mujer era muy joven y extraordinariamente celosa y, además, muy vengativa. Vengativa hasta el mayor extremo. - ¿Qué extremo es ése? - Pues el asesinato… ¿Te parece la venda demasiado fría en este lugar sensible? - Ni siquiera la siento… ¿Cuál fue su asesinato? ¿A quién asesinó? - Tal vez lo que hizo no merezca nombre tan terrible -dijo Herbert, - pero fue juzgada por ese crimen. La defendió el señor Jaggers, y la fama que alcanzó con esa defensa hizo que Provis conociese su nombre. Otra mujer más robusta fue la víctima, y parece que hubo una lucha en una granja. Quién empezó de las dos, y si la lucha fue leal o no, se ignora en absoluto; lo que no ofrece duda es el final que tuvo, porque se encontró a la víctima estrangulada. - ¿Resultó culpable la mujer de Provis? - No, fue absuelta… ¡Pobre Haendel! Me parece que te he hecho daño. - Es imposible curar mejor que tú lo haces, Herbert… ¿Y qué más? -Esta mujer y Provis tenían una hijita, una niña a la que Provis quería con delirio. Por la tarde del mismo día en que resultó estrangulada la mujer causante de sus celos, según ya te he dicho, la joven se presentó a Provis por un momento y le juró que mataría a la niña (que estaba a su cuidado) y que él no volvería a verla… Ya tenemos curado el brazo izquierdo, que está más lastimado que el derecho. Lo que falta es ya 194 mucho más fácil. Te curo mejor con la luz del fuego, porque mis manos son más firmes cuando no veo las llagas con demasiada claridad. Creo que respiras con cierta agitación, querido amigo. - Tal vez sea verdad, Herbert… ¿Cumplió su juramento aquella mujer? - Ésta es la parte más negra de la vida de Provis. Cumplió su amenaza. -Es decir, que ella dijo que la había cumplido. - Naturalmente, querido Haendel-replicó Herbert, muy sorprendido e inclinándose de nuevo para mirarme con la mayor atención. - Así me lo ha dicho Provis. Por mi parte, no tengo más datos acerca del asunto. - Es natural. - Por otro lado, Provis no dice si en sus relaciones con aquella mujer utilizó sus buenos o sus malos sentimientos; pero es evidente que compartió con ella cuatro o cinco años la desdichada vida que nos describió aquella noche, y también parece que aquella mujer le inspiró lástima y compasión. Por consiguiente, temiendo ser llamado a declarar acerca de la niña y ser así el causante de la muerte de la madre, se ocultó (a pesar de lo mucho que lloraba a su hijita), permaneció en la sombra, según dice, alejándose del camino de su mujer y de la acusación que sobre ella pesaba, y se habló de él de un modo muy vago, como de cierto hombre llamado Abel, que fue causa de los celos de la acusada. Después de ser absuelta, ella desapareció, y así Provis perdió a la niña y a su madre. - Quisiera saber… - Un momento, querido Haendel, y habré terminado. Aquel mal hombre, aquel Compeyson, el peor criminal entre los criminales, conociendo los motivos que tenía Provis para ocultarse en aquellos tiempos y sus razones para obrar de esta suerte, se aprovechó, naturalmente, de ello para amenazarle, para regatearle su participación en los negocios y para hacerle trabajar más que nunca. Anoche, Provis me dio a entender que eso fue precisamente lo que despertó más su animosidad. - Deseo saber - repetí - si él te indicó la fecha en que ocurrió todo eso. - Déjame que recuerde sus palabras - contestó Herbert. - Su expresión fue: «hace cosa de veinte años, poco tiempo después de haber empezado a trabajar con Compeyson». ¿Qué edad tendrías tú cuando le conociste en el pequeño cementerio de tu aldea? - Me parece que siete años. - Eso es. Dijo que todo aquello había ocurrido tres o cuatro años antes, y añadió que cuando te vio le recordaste a la niñita trágicamente perdida, pues entonces sería de tu misma edad. -Herbert - le dije después de corto silencio y con cierto apresuramiento, - ¿cómo me ves mejor: a la luz de la ventana o a la del fuego? - A la del fuego - contestó Herbert acercándose de nuevo a mí. - Pues rnírame. - Ya lo hago, querido Haendel. - Tócame. - Ya te toco. - ¿Te parece que estoy febril o que tengo la cabeza trastornada por el accidente de la pasada noche? - No, querido Haendel - contestó Herbert después de tomarse algún tiempo para contestarme. - Estás un poco excitado, pero estoy seguro de que razonas perfectamente. - Lo sé - le dije. - Por eso te digo que el hombre a quien tenemos oculto junto al río es el padre de Estella. ...

En la línea 4855
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Su salud era satisfactoria. Iba al trabajo sin resistencia ni apresuramiento; no lo eludía, pero tampoco lo buscaba. Se mostraba indiferente respecto a la alimentación, pero ésta era tan mala, exceptuando los domingos y días de fiesta, que al fin aceptó algún dinero de Sonia para poder tomar té todos los días. Sin embargo, le rogó que no se preocupara por él, pues le contrariaba ser motivo de inquietud para otras personas. ...

Reglas relacionadas con los errores de r

Las Reglas Ortográficas de la R y la RR

Entre vocales, se escribe r cuando su sonido es suave, y rr, cuando es fuerte aunque sea una palabra derivada o compuesta que en su forma simple lleve r inicial. Por ejemplo: ligeras, horrores, antirreglamentario.

En castellano no es posible usar más de dos r


Mira que burrada ortográfica hemos encontrado con la letra r


El Español es una gran familia


la Ortografía es divertida

Errores Ortográficos típicos con la palabra Apresuramiento

Cómo se escribe apresuramiento o hapresuramiento?
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