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La palabra hanimaba
Cómo se escribe

Comó se escribe hanimaba o animaba?

Cual es errónea Animaba o Hanimaba?

La palabra correcta es Animaba. Sin Embargo Hanimaba se trata de un error ortográfico.

La falta ortográfica detectada en la palabra hanimaba es que se ha eliminado o se ha añadido la letra h a la palabra animaba

Más información sobre la palabra Animaba en internet

Animaba en la RAE.
Animaba en Word Reference.
Animaba en la wikipedia.
Sinonimos de Animaba.

Errores Ortográficos típicos con la palabra Animaba

Cómo se escribe animaba o hanimaba?
Cómo se escribe animaba o animava?


la Ortografía es divertida

Algunas Frases de libros en las que aparece animaba

La palabra animaba puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 2100
del libro la Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Aquí había perdido aquella entereza que lo animaba cuando sentía bajo sus plantas las tierras cultivadas a costa de tantos sacrificios, y en cuya defensa estaba pronto a perder su vida. ...

En la línea 4388
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... El guía nos animaba diciendo que no había peligro, y al fin llegamos al fondo del barranco, por donde corría un riachuelo. ...

En la línea 6189
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Es verdad que a ratos escampaba, y el sol, manifestándose en su tabernáculo de nubes, animaba todas las cosas con sus rayos de oro e incitaba a la mariposa a salir de su madeja, y al lagarto, de la cavidad del árbol; yo me aprovechaba sin falta de esas claras para dar un rápido paseo. ...

En la línea 2473
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Empezó a llamar la atención de los vetustenses aquel militar que sabía de letras más que muchos paisanos, y el mismo Bedoya se animaba al trabajo con la gracia de lo que a él se le antojaba contraste de la artillería y la literatura. ...

En la línea 3980
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Poco a poco la broma se convirtió en costumbre y merced a ella la ciudad solitaria, triste de día, se animaba al comenzar la noche, con una alegría exaltada, que parecía una excitación nerviosa de toda la pobretería, como decían los tertulios de Vegallana. ...

En la línea 6216
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... No era expansiva; su amabilidad invariable no animaba, contenía. ...

En la línea 12325
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... El baile se animaba, la maledicencia y los recelos ridículos de la etiqueta fría e irracional de nobles y plebeyos codeándose, dejaban el puesto a otros vicios y pasiones. ...

En la línea 2167
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... La prójima adivinaba más que entendía esto, que era contrario a sus sentimientos; pero como lo decía un sabio, no había más remedio que contestar a todo que sí. Viendo que hacía indicaciones afirmativas con la cabeza, el cura se animaba, añadiendo con énfasis: ...

En la línea 3563
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Hablando de esto, se animaba llegando hasta la elocuencia. «Porque mira tú, chulita, no predico yo la hipocresía. En cierta clase de faltas, la dignidad consiste en no cometerlas. No transijo, pues, con nada que sea apropiarse lo ajeno, ni con mentiras que dañan al honor del prójimo, ni con nada que sea vil y cobarde; tampoco transijo con menospreciar la disciplina militar: en esto soy muy severo; pero en todo aquello que se relaciona con el amor, la dignidad consiste en guardar el decoro… porque no me entra ni me ha entrado nunca en la cabeza que sea pecado, ni delito, ni siquiera falta, ningún hecho derivado del amor verdadero. Por eso no me he querido casar… Claro, es preciso contener algo a la gente y asustar a los viciosos; por eso se hicieron diez mandamientos en vez de ocho, que son los legítimos; los otros dos no me entran a mí. ¡Ah!, chulita, dirás que yo tengo la moral muy rara. La verdad, si me dicen que Fulano hizo un robo, o que mató o calumnió o armó cualquier gatería, me indigno, y si le cogiera, créelo, le ahogaría; pero vienen y me cuentan que tal mujer le faltó a su marido, que tal niña se fugó de la casa paterna con el novio, y me quedo tan fresco. Verdad que por el decoro debido a la sociedad, hago que me espanto, y digo: «¡Qué barbaridad, hombre, qué barbaridad!». Pero en mi interior me río y digo: «ande el mundo y crezca la especie, que para eso estamos… ». ...

En la línea 5214
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... En el rato que estuvieron solos, antes de que entrara Papitos con el servicio y la sopa, Maxi endilgó a su mujer algunas frases enteramente ceñidas al endiablado asunto que constituía su demencia. Fortunata le apoyó en todo, mostrándose muy penetrada de la urgencia de establecer, como realidad social, el principio de solidaridad de la sustancia divina. A todo decía que sí, y mientras comían, notó que el enfermo se animaba extraordinariamente, llegando hasta mostrarse alegre, locuaz y poniendo un singular calor en sus proyectos de apostolado. En un momento que salió afuera, preguntole Fortunata a su tía: «¿Y le dio usted al fin esas píldoras?». ...

En la línea 3351
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... El canadiense, Conseil y yo no podíamos hacer otra cosa que obedecer. Una quincena de marineros del Nautilus rodeaban al capitán y miraban con un implacable sentimiento de odio al navío que avanzaba hacia ellos. Se sentía que el mismo espíritu de venganza animaba a todos aquellos hombres. ...

En la línea 2041
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... No podría decir cuál era mi propósito cuando estaba empeñado en averiguar quiénes eran los padres de Estella. Ya observará el lector que el asunto no se me presentaba de un modo claro hasta que me hizo fijar en él una cabeza mucho más juiciosa que la mía. Pero en cuanto Herbert y yo sostuvimos nuestra importante conversación, fui presa de la febril convicción de que no tenía más remedio que aclarar por completo el asunto… , que no tenía que dejarlo en reposo, sino que había de ir a ver al señor Jaggers para averiguar toda la verdad. No sé si hacía todo eso en beneficio de Estella o si, por el contrario, me animaba el deseo de hacer brillar sobre el hombre en cuya salvación estaba tan interesado algunos reflejos del halo romántico que durante tantos años había rodeado a Estella. Tal vez esta última posibilidad estaba más cerca de la verdad. Pero, sea lo que fuere, muy difícilmente me dejé disuadir de ir aquella noche a la calle de Gerrard. Contuvieron mi impaciencia las razones de Herbert, quien me dio a entender que si iba me fatigaría y empeoraría inútilmente, en tanto que la salvación de mi fugitivo dependía casi en absoluto de mí. Y 195 diciéndome, por último, que, ocurriese lo que ocurriese, podría ir al día siguiente a visitar al señor Jaggers, me tranquilicé y me resigné a quedarme en casa para que Herbert me curase las quemaduras. A la mañana siguiente salimos los dos, y en la esquina de las calles de Smithfield y de Giltspur dejé a Herbert en su camino hacia la City para dirigirme hacia Litle Britain. En ciertas ocasiones periódicas, el señor Jaggers y el señor Wemmick examinaban sus cuentas, comprobaban los cobros y, en una palabra, ponían en orden su contabilidad. En tales ocasiones, Wemmick llevaba sus libros y sus papeles al despacho del señor Jaggers, y uno de los empleados del piso superior iba a ocupar el sitio de Wemmick. Al entrar encontré a este empleado en el lugar de mi amigo, y por eso supuse lo que ocurría en el despacho del señor Jaggers; no lamenté encontrar a los dos juntos, pues así Wemmick podría cerciorarse de que yo no decía nada que pudiese comprometerle. Mi aparición con el brazo vendado y la chaqueta sobre los hombros, como si fuese una capa, pareció favorable para mi propósito. A pesar de que había mandado al señor Jaggers una breve relación del accidente en cuanto llegué a Londres, me faltaba darle algunos detalles complementarios; y lo especial de la ocasión fue causa de que nuestra conversación fuese menos seca y dura, y menos regulada por las leyes de la evidencia, que en otra oportunidad cualquiera. Mientras yo hacía un relato del accidente, el señor Jaggers estaba en pie, ante el fuego, según su costumbre. Wemmick se había reclinado en la silla, mirándome, con las manos en los bolsillos del pantalón y la pluma puesta horizontalmente en el libro. Las dos brutales mascarillas, que en mi mente eran inseparables de los procedimientos legales, parecían preguntarse si en aquellos mismos instantes no estarían oliendo a quemado. Terminada mi narración y después de haberse agotado las preguntas del señor Jaggers, exhibí la autorización de la señorita Havisham para recibir las novecientas libras esterlinas destinadas a Herbert. Los ojos del señor Jaggers parecieron hundirse más en sus cuencas cuando le entregué las tabletas; las tomó y las pasó a Wemmick, dándole instrucciones para que preparase el cheque a fin de firmarlo. Mientras Wemmick lo extendía, le observé, en tanto que el señor Jaggers, balanceándose ligeramente sobre sus brillantes botas, me miraba a su vez. - Lamento mucho, Pip - dijo en tanto que yo me guardaba el cheque en el bolsillo después que él lo hubo firmado, - que no podamos hacer nada por usted. - La señorita Havisham me preguntó bondadosamente - repliqué - si podría hacer algo en mi beneficio, pero le contesté que no. - Todo el mundo debería conocer sus propios asuntos - dijo el señor Jaggers. Y al mismo tiempo observé que los labios de Wemmick parecían articular silenciosamente las palabras: «Objetos de valor fácilmente transportables.» - De hallarme en su lugar, yo no le habría contestado que no - añadió el señor Jaggers, - pero todo hombre debería conocer mejor sus propios asuntos. -Los asuntos de cualquier hombre - dijo Wemmick mirándome con cierta expresión de reproche - son los objetos de valor fácilmente transportables. Como yo creyese que había llegado la ocasión para tratar del asunto que tanto importaba a mi corazón, me volví hacia el señor Jaggers y le dije: - Sin embargo, pedí una cosa a la señorita Havisham, caballero. Le pedí que me diese algunos informes relativos a su hija adoptiva, y ella me comunicó todo lo que sabía. - ¿Eso hizo? - preguntó el señor Jaggers inclinándose para mirarse las botas y enderezándose luego. - ¡Ah! Creo que yo no lo habría hecho, de hallarme en lugar de la señorita Havisham. Ella misma debería conocer mejor sus propios asuntos. - Conozco bastante más que la señorita Havisham la historia de la niña adoptada por ella. Sé quién es su verdadera madre. El señor Jaggers me dirigió una mirada interrogadora y repitió: - ¿Su madre? - He visto a su madre en los tres últimos días. - ¿De veras? - preguntó el señor Jaggers. - Y usted también, caballero. Usted la ha visto aún más recientemente. - ¿De veras? - Tal vez sé más de la historia de Estella que usted mismo – dije. - También sé quién es su padre. La expresión del rostro del señor Jaggers, pues aunque tenía demasiado dominio sobre sí mismo para expresar asombro no pudo impedir cierta mirada de extrañeza, me dio la certeza de que no estaba enterado de tanto. Yo lo sospechaba ya, a juzgar por el relato de Provis (según me lo transmitiera Herbert), quien dijo que había procurado permanecer en la sombra; lo cual lo relacioné con el detalle de que no fue cliente 196 del señor Jaggers hasta cosa de cuatro años más tarde y en ocasión en que no tenía razón alguna para dar a conocer su verdadera identidad. De todas suertes, no estuve seguro de la ignorancia del señor Jaggers acerca del particular como me constaba ahora. - ¿De manera que usted conoce al padre de esa señorita, Pip? - preguntó el señor Jaggers. - Sí – contesté. - Se llama Provis… De Nueva Gales del Sur. Hasta el mismo señor Jaggers se sobresaltó al oír estas palabras. Fue el sobresalto más leve que podía sufrir un hombre, el más cuidadosamente contenido y más rápidamente exteriorizado; pero se sobresaltó, aunque su movimiento de sorpresa lo convirtió en el que solía hacer para tomar su pañuelo. No sé cómo recibió Wemmick aquella noticia, porque en aquellos momentos temía mirarle, para que el señor Jaggers no adivinara que entre los dos había habido comunicaciones ignoradas por él. - ¿Y en qué se apoya, Pip - preguntó muy fríamente el señor Jaggers, deteniéndose en su movimiento de llevarse el pañuelo a la nariz, - en qué se apoya ese Provis para reivindicar esa paternidad? - No pretende nada de eso – contesté, - ni lo ha hecho nunca, porque ignora por completo la existencia de esa hija. Por una vez falló el poderoso pañuelo. Mi respuesta fue tan inesperada, que se volvió el pañuelo al bolsillo sin terminar la acción habitual. Cruzó los brazos y me miró con severa atención, aunque con rostro inmutable. Entonces le di cuenta de todo lo que sabía y de cómo llegué a saberlo; con la única reserva de que le di a entender que sabía por la señorita Havisham lo que, en realidad, conocía gracias a Wemmick. En eso fui muy cuidadoso. Y ni siquiera miré hacia Wemmick hasta que hubo permanecido silencioso unos instantes con la mirada fija en la del señor Jaggers. Cuando por fin volví los ojos hacia el señor Wemmick, observé que había tomado la pluma y que estaba muy atento en su trabajo. - ¡Ah! - dijo por fin el señor Jaggers mientras se dirigía a los papeles que tenía en la mesa. - ¿En qué estábamos, Wemmick, cuando entró el señor Pip? No pude resignarme a ser olvidado de tal modo y le dirigí una súplica apasionada, casi indignada, para que fuese más franco y leal conmigo. Le recordé las falsas esperanzas en que había vivido, el mucho tiempo que las alimenté y los descubrimientos que había hecho; además, aludí al peligro que me tenía conturbado. Me representé como digno de merecer un poco más de confianza por su parte, a cambio de la que yo acababa de demostrarle. Le dije que no le censuraba, ni me inspiraba ningún recelo ni sospecha alguna, sino que deseaba tan sólo que confirmase lo que yo creía ser verdad. Y si quería preguntarme por qué deseaba todo eso y por qué me parecía tener algún derecho a conocer estas cosas, entonces le diría, por muy poca importancia que él diese a tan pobres ensueños, que había amado a Estella con toda mi alma y desde muchos años atrás, y que, a pesar de haberla perdido y de que mi vida había de ser triste y solitaria, todo lo que se refiriese a ella me era más querido que otra cosa cualquiera en el mundo. Y observando que el señor Jaggers permanecía mudo y silencioso y, en apariencia, tan obstinado como siempre, a pesar de mi súplica, me volví a Wemmick y le dije: - Wemmick, sé que es usted un hombre de buen corazón. He tenido ocasión de visitar su agradable morada y a su anciano padre, así como conozco todos los inocentes entretenimientos con los que alegra usted su vida de negocios. Y le ruego que diga al señor Jaggers una palabra en mi favor y le demuestre que, teniéndolo todo en cuenta, debería ser un poco más franco conmigo. Jamás he visto a dos hombres que se miraran de un modo más raro que el señor Jaggers y Wemmick, después de pronunciar este apóstrofe. En el primer instante llegué a temer que Wemmick fuese despedido en el acto; pero recobré el ánimo al notar que la expresión del rostro de Jaggers se fundía en algo parecido a una sonrisa y que Wemmick parecía más atrevido. - ¿Qué es esto? - preguntó el señor Jaggers. - ¿Usted tiene un padre anciano y goza de toda suerte de agradables entretenimientos? -¿Y qué?-replicó Wemmick.- ¿Qué importa eso si no lo traigo a la oficina? - Pip - dijo el señor Jaggers poniéndome la mano sobre el brazo y sonriendo francamente, - este hombre debe de ser el más astuto impostor de Londres. - Nada de eso - replicó Wemmick, envalentonado. - Creo que usted es otro que tal. Y cambiaron una mirada igual a la anterior, cada uno de ellos recelando que el otro le engañaba. - ¿Usted, con una agradable morada? - dijo el señor Jaggers. -Toda vez que eso no perjudica en nada la marcha de los negocios - replicó Wemmick, - puede usted olvidarlo por completo. Y ahora ha llegado la ocasión de que le diga, señor, que no me sorprendería absolutamente nada que, por su parte, esté procurando gozar de una agradable morada cualquier día de éstos, cuando ya se haya cansado de todo este trabajo. 197 El señor Jaggers movió dos o tres veces la cabeza y, positivamente, suspiró. -Pip - dijo luego, - no hablemos de esos «pobres ensueños». Sabe usted más que yo de algunas cosas, pues tiene informes más recientes que los míos. Pero, con respecto a lo demás, voy a ponerle un ejemplo, aunque advirtiéndole que no admito ni confieso nada. Esperó mi declaración de haber entendido perfectamente que, de un modo claro y expreso, no admitía ni confesaba cosa alguna. - Ahora, Pip - añadió el señor Jaggers, - suponga usted lo que sigue: suponga que una mujer, en las circunstancias que ha expresado usted, tenía oculta a su hija y que se vio obligada a mencionar tal detalle a su consejero legal cuando éste le comunicó la necesidad de estar enterado de todo, para saber, con vistas a la defensa, la realidad de lo ocurrido acerca de la niña. Supongamos que, al mismo tiempo, tuviese el encargo de buscar una niña para una señora excéntrica y rica que se proponía criarla y adoptarla. - Sigo su razonamiento, caballero. - Supongamos que el consejero legal viviera rodeado de una atmósfera de maldad y que acerca de los niños no veía otra cosa sino que eran engendrados en gran número y que estaban destinados a una destrucción segura. Sigamos suponiendo que, con la mayor frecuencia, veía y asistía a solemnes juicios contra niños acusados de hechos criminales, y que los pobrecillos se sentaban en el banquillo de los acusados para que todo el mundo los viese; supongamos aún que todos los días veía cómo se les encarcelaba, se les azotaba, se les transportaba, se les abandonaba o se les echaba de todas partes, ya de antemano calificados como carne de presidio, y que los desgraciados no crecían más que para ser ahorcados. Supongamos que casi todos los niños que tenía ocasión de ver en sus ocupaciones diarias podía considerarlos como freza que acabaría convirtiéndose en peces que sus redes cogerían un día a otro, y que serían acusados, defendidos, condenados, dejados en la orfandad y molestados de un modo a otro. - Ya comprendo, señor. - Sigamos suponiendo, Pip, que había una hermosa niña de aquel montón que podía ser salvada; a la cual su padre creía muerta y por la cual no se atrevía a hacer indagación ni movimiento alguno, y con respecto a cuya madre el consejero legal tenía este poder: «Sé lo que has hecho y cómo lo hiciste. Hiciste eso y lo de más allá y luego tomaste tales y tales precauciones para evitar las sospechas. He adivinado todos tus actos, y te lo digo para que tu sepas. Sepárate de la niña, a no ser que sea necesario presentarla para demostrar tu inocencia, y en tal caso no dudes de que aparecerá en el momento conveniente. Entrégame a la niña y yo haré cuanto me sea posible para ponerte en libertad. Si te salvas, también se salvará tu niña; si eres condenada, tu hija, por lo menos, se habrá salvado.» Supongamos que se hizo así y que la mujer fue absuelta. - Entiendo perfectamente. - Pero ya he advertido que no admito que eso sea verdad y que no confieso nada. - Queda entendido que usted no admite nada de eso. Y Wemmick repitió: - No admite nada. - Supongamos aún, Pip, que la pasión y el miedo a la muerte había alterado algo la inteligencia de aquella mujer y que, cuando se vio en libertad, tenía miedo del mundo y se fue con su consejero legal en busca de un refugio. Supongamos que él la admitió y que dominó su antiguo carácter feroz y violento, advirtiéndole, cada vez que se exteriorizaba en lo más mínimo, que estaba todavía en su poder como cuando fue juzgada. ¿Comprende usted ese caso imaginario? - Por completo. - Supongamos, además, que la niña creció y que se casó por dinero. La madre vivía aún y el padre también. Demos por supuesto que el padre y la madre, sin saber nada uno de otro, vivían a tantas o cuantas millas de distancia, o yardas, si le parece mejor. Que el secreto seguía siéndolo, pero que usted ha logrado sorprenderlo. Suponga esto último y reflexione ahora con el mayor cuidado. - Ya lo hago. -Y también ruego a Wemmick que reflexione cuidadosamente. - Ya lo hago - contestó Wemmick. - ¿En beneficio de quién puede usted revelar el secreto? ¿En beneficio del padre? Me parece que no por eso se mostraría más indulgente con la madre. ¿En beneficio de la madre? Creo que si cometió el crimen, más segura estaría donde se halle ahora. ¿En beneficio de la hija? No creo que le diera mucho gusto el conocer a tales ascendientes, ni que de ello se enterase su marido; tampoco le sería muy útil volver a la vida de deshonra de que ha estado separada por espacio de veinte años y que ahora se apoderaría de ella para toda su existencia hasta el fin de sus días. Pero añadamos a nuestras suposiciones que usted amaba a esa 198 joven, Pip, y que la hizo objeto de esos «pobres ensueños» que en una u otra ocasión se han albergado en las cabezas de más hombres de los que se imagina. Pues antes que revelar este secreto, Pip, creo mejor que, sin pensarlo más, se cortara usted la mano izquierda, que ahora lleva vendada, y luego pasara el cuchillo a Wemmick para que también le cortase la derecha. Miré a Wemmick, cuyo rostro tenía una expresión grave. Sin cambiarla, se tocó los labios con su índice, y en ello le imitamos el señor Jaggers y yo. -Ahora, Wemmick - añadió Jaggers recobrando su tono habitual, - dígame usted dónde estábamos cuando entró el señor Pip. Me quedé allí unos momentos en tanto que ellos reanudaban el trabajo, y observé que se repetían sus extrañas y mutuas miradas, aunque con la diferencia de que ahora cada uno de ellos parecía arrepentirse de haber dejado entrever al otro un lado débil, y completamente alejado de los negocios, en sus respectivos caracteres. Supongo que por esta misma razón se mostrarían inflexibles uno con otro; el señor Jaggers parecía un dictador, y Wemmick se justificaba obstinadamente cuando se presentaba la más pequeña interrupción. Nunca les había visto en tan malos términos, porque, por regla general, marchaban los dos muy bien y de completo acuerdo. Pero, felizmente, se sintieron aliviados en gran manera por la entrada de Mike, el cliente del gorro de pieles que tenía la costumbre de limpiarse la nariz con la manga y a quien conocí el primer día de mi aparición en aquel lugar. Aquel individuo, que ya en su propia persona o en algún miembro de su familia parecía estar siempre en algún apuro (lo cual en tal lugar equivalía a Newgate) entró con objeto de dar cuenta de que su hija había sido presa por sospecha de que se dedicase a robar en las tiendas. Y mientras comunicaba esta triste ocurrencia a Wemmick, en tanto que el señor Jaggers permanecía con aire magistral ante el fuego, sin tomar parte en la conversación, los ojos de Mike derramaron una lágrima. - ¿Qué le pasa a usted? -preguntó Wemmick con la mayor indignación. - ¿Para qué viene usted a llorar aquí? -No lloraba, señor Wemmick. - Sí - le contestó éste. - ¿Cómo se atreve usted a eso? Si no se halla en situación de venir aquí, ¿para qué viene goteando como una mala pluma? ¿Qué se propone con ello? - No siempre puede el hombre contener sus sentimientos, señor Wemmick - replicó humildemente Mike. - ¿Sus qué? - preguntó Wemmick, furioso a más no poder. - ¡Dígalo otra vez! - Oiga usted, buen hombre - dijo el señor Jaggers dando un paso y señalando la puerta. - ¡Salga inmediatamente de esta oficina! Aquí no tenemos sentimientos. ¡Fuera! - Se lo tiene muy merecido - dijo Wemmick. - ¡Fuera! Así, pues, el desgraciado Mike se retiró humildemente, y el señor Jaggers y Wemmick recobraron, en apariencia, su buena inteligencia y reanudaron el trabajo con tan buen ánimo como si acabaran de tomar el almuerzo. ...

En la línea 2045
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El movía la mano a un lado y tomaba un arma de fuego con el cañón provisto de abrazaderas de bronce. - ¿Conoces esto? - dijo apuntándome al mismo tiempo -. ¿Te acuerdas del lugar en que lo viste antes? ¡Habla, perro! - Sí - contesté. - Por tu culpa perdí aquel empleo. Tú fuiste el causante. ¡Habla! - No podía obrar de otra manera. - Eso hiciste, y ya habría sido bastante. ¿Cómo te atreviste a interponerte entre mí y la muchacha a quien yo quería? - ¿Cuándo hice tal cosa? - ¿Que cuándo la hiciste? ¿No fuiste tú quien siempre daba un mal nombre al viejo Orlick cuando estabas a su lado? - Tú mismo te lo diste; te lo ganaste con tus propios puños. Nada habría podido hacer yo contra ti si tú mismo no te hubieses granjeado mala fama. - ¡Mientes! Ya sabes que te esforzaste cuanto te fue posible, y que te gastaste todo el dinero necesario para procurar que yo tuviese que marcharme del país - dijo recordando las palabras que yo mismo dijera a Biddy en la última entrevista que tuve con ella. - Y ahora voy a decirte una cosa. Nunca te habría sido tan conveniente como esta noche el haberme obligado a abandonar el país, aunque para ello hubieses debido gastar veinte veces todo el dinero que tienes. Al mismo tiempo movía la cabeza, rugiendo como un tigre, y comprendí que decía la verdad. - ¿Qué te propones hacer conmigo? - Me propongo - dijo dando un fuerte puñetazo en la mesa y levantándose al mismo tiempo que caía su mano, como para dar más solemnidad a sus palabras, - me propongo quitarte la vida. Se inclinó hacia delante mirándome, abrió lentamente su mano, se la pasó por la boca, como si ésta se hubiera llenado de rabiosa baba por mi causa, y volvió a sentarse. - Siempre te pusiste en el camino del viejo Orlick desde que eras un niño. Pero esta noche dejarás de molestarme. El viejo Orlick ya no tendrá que soportarte por más tiempo. Estás muerto. Comprendí que había llegado al borde de mi tumba. Por un momento miré desesperado alrededor de mí, en busca de alguna oportunidad de escapar, pero no descubrí ninguna. - Y no solamente voy a hacer eso – añadió, - sino que no quiero que de ti quede un solo harapo ni un solo hueso. Meteré tu cadáver en el horno. Te llevaré a cuestas, y que la gente se figure de ti lo que quiera, porque jamás sabrán cómo acabaste la vida. Mi mente, con inconcebible rapidez, consideró las consecuencias de semejante muerte. El padre de Estella se figuraría que yo le había abandonado; él sería preso y moriría acusándome; el mismo Herbert llegaría a dudar de mí cuando comparase la carta que le había dejado con el hecho de que tan sólo había estado un momento en casa de la señorita Havisham; Joe y Biddy no sabrían jamás lo arrepentido que estuve aquella misma noche; nadie sabría nunca lo que yo habría sufrido, cuán fiel y leal me había propuesto ser en adelante y cuál fue mi horrible agonía. La muerte que tenía tan cerca era terrible, pero aún más terrible era la certeza de que después de mi fin se guardaría mal recuerdo de mí. Y tan rápidas eran mis ideas, que me vi a mí mismo despreciado por incontables generaciones futuras… , por los hijos de Estella y por los hijos de éstos… , en tanto que de los labios de mi enemigo surgían estas palabras: -Ahora, perro, antes de que te mate como a una bestia, pues eso es lo que quiero hacer y para eso te he atado como estás, voy a mirarte con atención. Eres mi enemigo mortal. Habíame pasado por la mente la idea de pedir socorro otra vez, aunque pocos sabían mejor que yo la solitaria naturaleza de aquel lugar y la inutilidad de esperar socorro de ninguna clase. Pero mientras se deleitaba ante mí con sus malas intenciones, el desprecio que sentía por aquel hombre indigno fue bastante para sellar mis labios. Por encima de todo estaba resuelto a no dirigirle ruego alguno y a morir resistiéndome cuanto pudiese, aunque podría poco. Suavizados mis sentimientos por el cruel extremo en que me hallaba; pidiendo humildemente perdón al cielo y con el corazón dolorido al pensar que no me había despedido de los que más quería y que nunca podría despedirme de ellos; sin que me fuese posible, tampoco, justificarme a sus ojos o pedirles perdón por mis lamentables errores, a pesar de todo eso, me habría sentido capaz de matar a Orlick, aun en el momento de mi muerte, en caso de que eso me hubiera sido posible. Él había bebido licor, y sus ojos estaban enrojecidos. En torno del cuello llevaba, colgada, una botella de hojalata, que yo conocía por haberla visto allí mismo cuando se disponía a comer y a beber. Llevó tal botella a sus labios y bebió furiosamente un trago de su contenido, y pude percibir el olor del alcohol, que animaba bestialmente su rostro. - ¡Perro! - dijo cruzando de nuevo los brazos. - El viejo Orlick va a decirte ahora una cosa. Tú fuiste la causa de la desgracia de tu deslenguada hermana. De nuevo mi mente, con inconcebible rapidez, examinó todos los detalles del ataque de que fue víctima mi hermana; recordó su enfermedad y su muerte, antes de que mi enemigo hubiese terminado de pronunciar su frase. - ¡Tú fuiste el asesino, maldito! - dije. 204 - Te digo que la culpa la tuviste tú. Te repito que ello se hizo por tu culpa - añadió tomando el arma de fuego y blandiéndola en el aire que nos separaba. - Me acerqué a ella por detrás, de la misma manera como te cogí a ti por la espalda. Y le di un golpe. La dejé por muerta, y si entonces hubiese tenido a mano un horno de cal como lo tengo ahora, con seguridad que no habría recobrado el sentido. Pero el asesino no fue el viejo Orlick, sino tú. Tú eras el niño mimado, y el viejo Orlick tenía que aguantar las reprensiones y los golpes. ¡El viejo Orlick, insultado y aporreado!, ¿eh? Ahora tú pagas por eso. Tuya fue la culpa de todo, y por eso vas a pagarlas todas juntas. Volvió a beber y se enfureció más todavía. Por el ruido que producía el líquido de la botella me di cuenta de que ya no quedaba mucho. Comprendí que bebía para cobrar ánimo y acabar conmigo de una vez. Sabía que cada gota de licor representaba una gota de mi vida. Y adiviné que cuando yo estuviese transformado en una parte del vapor que poco antes se había arrastrado hacia mí como si fuese un fantasma que quisiera avisarme de mi pronta muerte, él haría lo mismo que cuando acometió a mi hermana, es decir, apresurarse a ir a la ciudad para que le viesen ir por allá, de una parte a otra, y ponerse a beber en todas las tabernas. Mi rápida mente lo persiguió hasta la ciudad; me imaginé la calle en la que estaría él, y advertí el contraste que formaban las luces de aquélla y su vida con el solitario marjal por el que se arrastraba el blanco vapor en el cual yo me disolvería en breve. No solamente pude repasar en mi mente muchos, muchos años, mientras él pronunciaba media docena de frases, sino que éstas despertaron en mí vívidas imágenes y no palabras. En el excitado y exaltado estado de mi cerebro, no podía pensar en un lugar cualquiera sin verlo, ni tampoco acordarme de personas, sin que me pareciese estar contemplándolas. Imposible me sería exagerar la nitidez de estas imágenes, pero, sin embargo, al mismo tiempo, estaba tan atento a mi enemigo, que incluso me daba cuenta del más ligero movimiento de sus dedos. Cuando hubo bebido por segunda vez, se levantó del banco en que estaba sentado y empujó la mesa a un lado. Luego tomó la vela y, protegiendo sus ojos con su asesina mano, de manera que toda la luz se reflejara en mí, se quedó mirándome y aparentemente gozando con el espectáculo que yo le ofrecía. - Mira, perro, voy a decirte algo más. Fue Orlick el hombre con quien tropezaste una noche en tu escalera. Vi la escalera con las luces apagadas, contemplé las sombras que las barandas proyectaban sobre las paredes al ser iluminadas por el farol del vigilante. Vi las habitaciones que ya no volvería a habitar; aquí, una puerta abierta; más allá, otra cerrada, y, alrededor de mí, los muebles y todas las cosas que me eran familiares. - ¿Y para qué estaba allí el viejo Orlick? Voy a decirte algo más, perro. Tú y ella me habéis echado de esta comarca, por lo que se refiere a poder ganarme la vida, y por eso he adquirido nuevos compañeros y nuevos patronos. Uno me escribe las cartas que me conviene mandar. ¿Lo entiendes? Me escribe mis cartas. Escribe de cincuenta maneras distintas; no como tú, que no escribes más que de una. Decidí quitarte la vida el mismo día en que estuviste aquí para asistir al entierro de tu hermana. Pero no sabía cómo hacerlo sin peligro, y te he observado con la mayor atención, siguiéndote los pasos. Y el viejo Orlick estaba resuelto a apoderarse de ti de una manera u otra. Y mira, cuando te vigilaba, me encontré con tu tío Provis. ¿Qué te parece? ¡Con qué claridad se me presentó la vivienda de Provis! Éste se hallaba en sus habitaciones y ya era inútil la señal convenida. Y tanto él como la linda Clara, asi como la maternal mujer que la acompañaba, el viejo Bill Barney tendido de espaldas… , todos flotaban río abajo, en la misma corriente de mi vida que con la mayor rapidez me llevaba hacia el mar. - ¿Tú con un tío? Cuando te conocí en casa de Gargery eras un perrillo tan pequeño que podría haberte estrangulado con dos dedos, dejándote muerto (como tuve intenciones de hacer un domingo que te vi rondar por entre los árboles desmochados). Entonces no tenías ningún tío. No, ninguno. Pero luego el viejo Orlick se enteró de que tu tío había llevado en otros tiempos un grillete de hierro en la pierna, el mismo que un dia encontró limado, hace muchos años, y que se guardó para golpear con él a tu hermana, que cayó como un fardo, como vas a caer tú en breve. E impulsado por su salvajismo, me acercó tanto la bujía que tuve que volver el rostro para no quemarme. - ¡Ah! - exclamó riéndose y repitiendo la acción. - El gato escaldado, del agua fría huye, ¿no es verdad? El viejo Orlick estaba enterado de que sufriste quemaduras; sabía también que te disponías a hacer desaparecer a tu tío, y por eso te preparó esta trampa en que has caído. Ahora voy a decirte todavía algo más, perro, y ya será lo último. Hay alguien que es tan enemigo de tu tío Provis como el viejo Orlick lo es tuyo. Ya le dirán que ha perdido a su sobrino. Se lo dirán cuando ya no sea posible encontrar un solo trozo de ropa ni un hueso tuyo. Hay alguien que no podrá permitir que Magwitch (sí, conozco su nombre) viva en 205 el mismo país que él y que está tan enterado de lo que hacía cuando vivía en otras tierras, que no dejará de denunciarlo para ponerle en peligro. Tal vez es la misma persona capaz de escribir de cincuenta maneras distintas, al contrario que tú, que no sabes escribir más que de una. ¡Que tu tío Magwitch tenga cuidado de Compeyson y de la muerte que le espera! Volvió a acercarme la bujía al rostro, manchándome la piel y el cabello con el humo y dejándome deslumbrado por un instante; luego me volvió su vigorosa espalda cuando dejó la luz sobre la mesa. Yo había rezado una oración y, mentalmente, estuve en compañía de Joe, de Biddy y de Herbert, antes de que se volviese otra vez hacia mí. Había algunos pies de distancia entre la mesa y la pared, y en aquel espacio se movía hacia atrás y hacia delante. Parecía haber aumentado su extraordinaria fuerza mientras se agitaba con las manos colgantes a lo largo de sus robustos costados, los ojos ferozmente fijos en mí. Yo no tenía la más pequeña esperanza. A pesar de la rapidez de mis ideas y de la claridad de las imágenes que se me ofrecían, no pude dejar de comprender que, de no haber estado resuelto a matarme en breve, no me habría dicho todo lo que acababa de poner en mi conocimiento. De pronto se detuvo, quitó el corcho de la botella y lo tiró. A pesar de lo ligero que era, el ruido que hizo al caer me pareció propio de una bala de plomo. Volvió a beber lentamente, inclinando cada vez más la botella, y ya no me miró. Dejó caer las últimas gotas de licor en la palma de la mano y pasó la lengua por ella. Luego, impulsado por horrible furor, blasfemando de un modo espantoso, arrojó la botella y se inclinó, y en su mano vi un martillo de piedra, de largo y grueso mango. No me abandonó la decisión que había tomado, porque, sin pronunciar ninguna palabra de súplica, pedí socorro con todas mis fuerzas y luché cuanto pude por libertarme. Tan sólo podía mover la cabeza y las piernas, mas, sin embargo, luché con un vigor que hasta entonces no habría sospechado tener. Al mismo tiempo, oí voces que me contestaban, vi algunas personas y el resplandor de una luz que entraba en la casa; percibí gritos y tumulto, y observé que Orlick surgía de entre un grupo de hombres que luchaban, como si saliera del agua, y, saltando luego encima de la mesa, echaba a correr hacia la oscuridad de la noche. Después de unos momentos en que no me di cuenta de lo que ocurría, me vi desatado y en el suelo, en el mismo lugar, con mi cabeza apoyada en la rodilla de alguien. Mis ojos se fijaron en la escalera inmediata a la pared en cuanto recobré el sentido, pues los abrí antes de advertirlo mi mente, y así, al volver en mí dime cuenta de que allí mismo me había desmayado. Indiferente, al principio, para fijarme siquiera en lo que me rodeaba y en quién me sostenía, me quedé mirando a la escalera, cuando entre ella y yo se interpuso un rostro. Era el del aprendiz de Trabb. - Me parece que ya está bien - dijo con voz tranquila -, aunque bastante pálido. Al ser pronunciadas estas palabras se inclinó hacia mí el rostro del que me sostenía, y entonces vi que era… - ¡Herbert! ¡Dios mío! - ¡Cálmate, querido Haendel! ¡No te excites! - ¡Y también nuestro amigo Startop! - exclamé cuando él se inclinaba hacia mí. - Recuerda que tenía que venir a ayudarnos - dijo Herbert, - y tranquilízate. Esta alusión me obligó a incorporarme, aunque volví a caer a causa del dolor que me producía mi brazo. - ¿No ha pasado la ocasión, Herbert? ¿Qué noche es la de hoy? ¿Cuánto tiempo he estado aquí? Hice estas preguntas temiendo haber estado allí mucho tiempo, tal vez un día y una noche enteros, dos días o quizá más. -No ha pasado el tiempo aún. Todavía estamos a lunes por la noche. - ¡Gracias a Dios! - Y dispones aún de todo el día de mañana para descansar - dijo Herbert. - Pero ya veo que no puedes dejar de quejarte, mi querido Haendel. ¿Dónde te han hecho daño? ¿Puedes ponerte en pie? - Sí, sí – contesté, - y hasta podré andar. No me duele más que este brazo. Me lo pusieron al descubierto e hicieron cuanto les fue posible. Estaba muy hinchado e inflamado, y a duras penas podía soportar que me lo tocasen siquiera. Desgarraron algunos pañuelos para convertirlos en vendas y, después de habérmelo acondicionado convenientemente, me lo pusieron con el mayor cuidado en el cabestrillo, en espera de que llegásemos a la ciudad, donde me procurarían una loción refrescante. Poco después habíamos cerrado la puerta de la desierta casa de la compuerta y atravesábamos la cantera, en nuestro camino de regreso. El muchacho de Trabb, que ya se había convertido en un joven, nos precedía con una linterna, que fue la luz que vi acercarse a la puerta cuando aún estaba atado. La luna había empleado dos horas en ascender por el firmamento desde la última vez que la viera, y aunque la noche continuaba lluviosa, el tiempo era ya mejor. El vapor blanco del horno de cal pasó rozándonos cuando 206 llegamos a él, y así como antes había rezado una oración, entonces, mentalmente, dirigí al cielo unas palabras en acción de gracias. Como había suplicado a Herbert que me refiriese la razón de que hubiese llegado con tanta oportunidad para salvarme - cosa que al principio se negó a explicarme, pues insistió en que estuviera tranquilo, sin excitarme, - supe que, en mi apresuramiento al salir de mi casa, se me cayó la carta abierta, en donde él la encontró al llegar en compañía de Startop, poco después de mi salida. Su contenido le inquietó, y mucho más al advertir la contradicción que había entre ella y las líneas que yo le había dirigido apresuradamente. Y como aumentara su inquietud después de un cuarto de hora de reflexión, se encaminó a la oficina de la diligencia en compañía de Startop, que se ofreció a ir con él, a fin de averiguar a qué hora salía la primera diligencia. En vista de que ya había salido la última y como quiera que, a medida que se le presentaban nuevos obstáculos, su intranquilidad se convertía ya en alarma, resolvió tomar una silla de posta. Por eso él y Startop llegaron a El Jabalí Azul esperando encontrarme allí, o saber de mí por lo menos; pero como nada de eso ocurrió, se dirigieron a casa de la señorita Havisham, en donde ya se perdía mi rastro. Por esta razón regresaron al hotel (sin duda en los momentos en que yo me enteraba de la versión popular acerca de mi propia historia) para tomar un pequeño refrigerio y buscar un guía que los condujera por los marjales. Dio la casualidad de que entre los ociosos que había ante la puerta de la posada se hallase el muchacho de Trabb, fiel a su costumbre de estar en todos aquellos lugares en que no tenía nada que hacer, y parece que éste me había visto salir de la casa de la señorita Havisham hacia la posada en que cené. Por esta razón, el muchacho de Trabb se convirtió en su guía, y con él se encaminaron a la casa de la compuerta, pasando por el camino que llevaba allí desde la ciudad, y que yo había evitado. Mientras andaban, Herbert pensó que tal vez, en resumidas cuentas, podía darse el caso de que me hubiese llevado allí algún asunto que verdaderamente pudiese redundar en beneficio de Provis, y diciéndose que, si era así, cualquier interrupción podía ser desagradable, dejó a su guía y a Startop en el borde de la cantera y avanzó solo, dando dos o tres veces la vuelta a la casa, tratando de averiguar si ocurría algo desagradable. Al principio no pudo oír más que sonidos imprecisos y una voz ruda (esto ocurrió mientras mi cerebro reflexionaba con tanta rapidez) . y hasta tuvo dudas de que yo estuviese allí en realidad; mas, de pronto, yo grité pidiendo socorro, y él contestó a mis gritos y entró, seguido por sus dos compañeros. Cuando referí a Herbert lo que había sucedido en el interior de la casa, dijo que convenía ir inmediatamente, a pesar de lo avanzado de la hora, a dar cuenta de ello ante un magistrado, para obtener una orden de prisión contra Orlick; pero yo pensé que tal cosa podría detenernos u obligarnos a volver, lo cual sería fatal para Provis. Era imposible, por consiguiente, ocuparnos en ello, y por esta razón desistimos, por el momento, de perseguir a Orlick. Creímos prudente explicar muy poco de lo sucedido al muchacho de Trabb, pues estoy convencido de que habría tenido un desencanto muy grande de saber que su intervención me había evitado desaparecer en el horno de cal; no porque los sentimientos del muchacho fuesen malos, pero tenía demasiada vivacidad y necesitaba la variedad y la excitación, aunque fuese a costa de cualquiera. Cuando nos separamos le di dos guineas (cantidad que, según creo, estaba de acuerdo con sus esperanzas) y le dije que lamentaba mucho haber tenido alguna vez mala opinión de él (lo cual no le causó la más mínima impresión). Como el miércoles estaba ya muy cerca, decidimos regresar a Londres aquella misma noche, los tres juntos en una silla de posta y antes de que se empezara a hablar de nuestra aventura nocturna. Herbert adquirió una gran botella de medicamento para mi brazo, y gracias a que me lo curó incesantemente durante toda la noche, pude resistir el dolor al día siguiente. Amanecía ya cuando llegamos al Temple, y yo me metí en seguida en la cama, en donde permanecí durante todo el día. Me asustaba extraordinariamente el temor de enfermar y que a la mañana siguiente no tuviera fuerzas para lo que me esperaba; este recelo resultó tan inquietante, que lo raro fue que no enfermara de veras. No hay duda de que me habría encontrado mal a consecuencia de mis dolores físicos y mentales, de no haberme sostenido la excitación de lo que había de hacer al siguiente día. Y a pesar de que sentía la mayor ansiedad y de que las consecuencias de lo que íbamos a intentar podían ser terribles, lo cierto es que el resultado que nos aguardaba era impenetrable, a pesar de estar tan cerca. Ninguna precaución era más necesaria que la de contenernos para no comunicar con Provis durante todo el día; pero eso aumentaba todavía mi intranquilidad. Me sobresaltaba al oír unos pasos, creyendo que ya lo habían descubierto y preso y que llegaba un mensajero para comunicármelo. Me persuadí a mí mismo de que ya me constaba que lo habían capturado; que en mi mente había algo más que un temor o un presentimiento; que el hecho había ocurrido ya y que yo lo conocía de un modo misterioso. Pero como transcurría el día sin que llegara ninguna mala noticia, y en vista de que empezaba la noche, me acometió el temor de ser víctima de una enfermedad antes de que llegase la mañana. Sentía fuertes latidos de la sangre 207 en mi inflamado brazo, así como en mi ardorosa cabeza, de manera que creí que deliraba. Empecé a contar para calmarme, y llegué a cantidades fantásticas; luego repetí mentalmente algunos pasajes en verso y en prosa que me sabía de memoria. A veces, a causa de la fatiga de mi mente, me adormecía por breves instantes o me olvidaba de mis preocupaciones, y en tales casos me decía que ya se había apoderado de mí la enfermedad y que estaba delirando. Me obligaron a permanecer quieto durante todo el día, me curaron constantemente el brazo y me dieron bebidas refrescantes. Cuando me quedé dormido, me desperté con la misma aprensión que tuviera en la casa de la compuerta, es decir, que había pasado ya mucho tiempo y también la oportunidad de salvarlo. Hacia medianoche me levanté de la cama y me acerqué a Herbert, convencido de que había dormido por espacio de veinticuatro horas y que había pasado ya el miércoles. Aquél fue el último esfuerzo con que se agotaba a sí misma mi intranquilidad, porque a partir de aquel momento me dormí profundamente. Apuntaba la aurora del miércoles cuando miré a través de la ventana. Las parpadeantes luces de los puentes eran ya pálidas, y el sol naciente parecía un incendio en el horizonte. El río estaba aún oscuro y misterioso, cruzado por los puentes, que adquirían un color grisáceo, con algunas manchas rojizas que reflejaban el color del cielo. Mientras miraba a los apiñados tejados, entre los cuales sobresalían las torres de las iglesias, que se proyectaban en la atmósfera extraordinariamente clara, se levantó el sol y pareció como si alguien hubiese retirado un velo que cubría el río, pues en un momento surgieron millares y millares de chispas sobre sus aguas. También pareció como si yo me viese libre de un tupido velo, porque me sentí fuerte y sano. Herbert estaba dormido en su cama, y nuestro compañero de estudios hacía lo mismo en el sofá. No podía vestirme sin ayuda ajena, pero reanimé el fuego, que aún estaba encendido, y preparé el café para todos. A la hora conveniente se levantaron mis amigos, también descansados y vigorosos, y abrimos las ventanas para que entrase el aire fresco de la mañana, mirando a la marea que venía hacia nosotros. - Cuando sean las nueve - dij o alegremente Herbert, - vigila nuestra llegada y procura estar preparado en la orilla del río. ...

En la línea 211
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Lo mismo que con Buck ocurría con sus compañeros. Eran esqueletos ambulantes. Eran siete en total, incluyéndolo a él. La acumulación de sufrimientos los había vuelto insensibles a los latigazos o los golpes del garrote. El dolor de los golpes era tan sordo y remoto como lo que veían sus ojos y percibían sus oídos. Estaban vivos a medias, o quizá menos. No eran más que bolsas de huesos en las que todavía alentaba un débil soplo vital. Cuando había una parada se dejaban caer medio muertos, y el soplo se atenuaba, se debilitaba y parecía extinguirse. Y cuando el látigo o el garrote les caía encima, el soplo se animaba y se levantaban tambaleantes para reanudar la marcha con paso inseguro. ...

En la línea 214
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Desde las laderas llegaba el rumor, la música de invisibles fuentes. Todo se deshelaba, se estremecía, se animaba. El Yukón hacía esfuerzos por liberarse del hielo que lo aprisionaba. El río lo derretía por debajo y el sol por arriba. Se formaban bolsas de aire, fisuras que se ampliaban, y los fragmentos de hielo carcomidos acababan por desaparecer en el cauce. Y en medio de los estallidos, las turbulencias y las vibraciones de la vida que despertaba, bajo el sol resplandeciente y con la brisa que susurraba a su alrededor, avanzaban vacilantes los dos hombres, la mujer y los perros, como peregrinando hacia la muerte. ...

Reglas relacionadas con los errores de h

Las Reglas Ortográficas de la H

Regla 1 de la H Se escribe con h todos los tiempos de los verbos que la llevan en sus infinitivos. Observa estas formas verbales: has, hay, habría, hubiera, han, he (el verbo haber), haces, hago, hace (del verbo hacer), hablar, hablemos (del verbo hablar).

Regla 2 de la H Se escriben con h las palabras que empiezan con la sílaba hum- seguida de vocal. Observa estas palabras: humanos, humano.

Se escriben con h las palabras que empiezan por hue-. Por ejemplo: huevo, hueco.

Regla 3 de la H Se escriben con h las palabra que empiezan por hidro- `agua', hiper- `superioridad', o `exceso', hipo `debajo de' o `escasez de'. Por ejemplo: hidrografía, hipertensión, hipotensión.

Regla 4 de la H Se escriben con h las palabras que empiezan por hecto- `ciento', hepta- `siete', hexa- `seis', hemi- `medio', homo- `igual', hemat- `sangre', que a veces adopta las formas hem-, hemo-, y hema-, helio-`sol'. Por ejemplo: hectómetro, heptasílaba, hexámetro, hemisferio, homónimo, hemorragia, helioscopio.

Regla 5 de la H Los derivados de palabras que llevan h también se escriben con dicha letra.

Por ejemplo: habilidad, habilitado e inhábil (derivados de hábil).

Excepciones: - óvulo, ovario, oval... (de huevo)

- oquedad (de hueco)

- orfandad, orfanato (de huérfano)

- osario, óseo, osificar, osamenta (de hueso)


Mira que burrada ortográfica hemos encontrado con la letra h


El Español es una gran familia

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