Cual es errónea Abrigo o Abrijo?
La palabra correcta es Abrigo. Sin Embargo Abrijo se trata de un error ortográfico.
El Error ortográfico detectado en el termino abrijo es que hay un Intercambio de las letras j;g con respecto la palabra correcta la palabra abrigo
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Sinonimos de Abrigo.
Errores Ortográficos típicos con la palabra Abrigo
Cómo se escribe abrigo o habrigo?
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Cómo se escribe abrigo o abrijo?

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece abrigo
La palabra abrigo puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1222
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... En el _Caballista_, los que eran propietarios de las viñas mostrábanse enternecidos por repentina piedad, y hablaban de los gañanes de los cortijos. ¡Aquellos pobrecitos sí que eran merecedores de mejor suerte! Dos reales de jornal, un rancho insípido por todo alimento y dormir en el suelo vestidos, con menos abrigo que las bestias. Era lógico que éstos se quejasen: no los trabajadores de las viñas que vivían como unos señores si se les comparaba con los gañanes. ...
En la línea 1654
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Se cubrían con mantas deshilachadas, llenas de remiendos, que esparcían un olor de miseria, o tiritaban, sin más abrigo que un chaquetón haraposo. Los que habían salido de Jerez para unirse a ellos, se distinguían por sus capas, por su aspecto de obreros de ciudad, más próximos en sus costumbres a los señores que a la gente del campo. ...
En la línea 884
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Desde las ocho hasta las diez el frío fué verdaderamente terrible, y aunque iba yo empaquetado en un excelente _shoob_ de pieles, de mucho abrigo, con el que había desafiado los hielos del invierno ruso, tiritaba todo mi cuerpo, y al pisar de nuevo el Alemtejo, me alegré aun más que la vez primera, cuando desembarqué luego de escapar de una horrorosa tempestad. ...
En la línea 4583
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Me santigüé lleno de admiración; y no me faltaban motivos, porque el viento era tan fuerte como esta noche, la lluvia entraba a chorros en la galería, y, sin embargo, allí se estaba el hombre dormido profundamente, sin abrigo, sin un leño siquiera por almohada, tumbado delante de la puerta de su amo. ...
En la línea 5079
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Esto pudo tenerse por brujería en España, pero abrigo la esperanza de que en Inglaterra lo apreciarán de otro modo; y si hubiese yo perecido por entonces, creo que no hubiera faltado alguien dispuesto a reconocer que mi vida no había sido por completo inútil (siempre como instrumento del Altísimo), ya que logré traducir uno de los más valiosos libros de Dios a la lengua de sus criaturas más degradadas. ...
En la línea 6371
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Tendido en un diván me dormí pronto, y así estuve dos horas, hasta que las furiosas picaduras de mil chinches me despertaron, obligándome a salir a cubierta, donde me dormí otra vez arropado con mi abrigo. ...
En la línea 3141
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Volvímosle boca abajo, volvió mucha agua, tornó en sí al cabo de dos horas, en las cuales, habiéndose trocado el viento, nos convino volver hacia tierra, y hacer fuerza de remos, por no embestir en ella; mas quiso nuestra buena suerte que llegamos a una cala que se hace al lado de un pequeño promontorio o cabo que de los moros es llamado el de La Cava Rumía, que en nuestra lengua quiere decir La mala mujer cristiana; y es tradición entre los moros que en aquel lugar está enterrada la Cava, por quien se perdió España, porque cava en su lengua quiere decir mujer mala, y rumía, cristiana; y aun tienen por mal agüero llegar allí a dar fondo cuando la necesidad les fuerza a ello, porque nunca le dan sin ella; puesto que para nosotros no fue abrigo de mala mujer, sino puerto seguro de nuestro remedio, según andaba alterada la mar. ...
En la línea 531
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... En otra ocasión dejé de arrastrar una red en la estela del barco para recoger animales marinos a lo largo del cabo Corrientes. Al levantar la red, encontré con gran sorpresa un considerable número de escarabajos, y que, aun en plena mar, parecían haber sufrido poco con su permanencia en el agua salada. Algunos de los ejemplares recogidos entonces los he perdido; pero los que conservo pertenecen a los géneros Colimbetes, Hidroporus, Hidrobius (dos especies), Notaphus, Cinncus, Adimonia y Scaraboeis. En un principio pensé que estos insectos habrían sido lanzados al mar por el viento; pero reflexionando en que de las ocho especies había cuatro acuáticas y dos que lo eran en parte, me pareció más probable que hubieran sido arrastradas por un pequeño torrente que como desagüe de un lago vierte en el mar cerca del Cabo Corrientes. Siempre es muy interesante encontrar insectos vivos nadando en alta mar a 17 millas (27 kilómetros) de la costa más próxima. Varias veces se ha hecho notar que el viento ha arrastrado a algunos insectos a las costas de la Patagonia. El capitán Cook ha observado este hecho, y después de él el capitán King lo hizo constar a su vez a bordo del Adventure. Débese, sin duda, este fenómeno a lo desprovisto que este país se encuentra de todo abrigo, de árboles o de colinas; y es fácil comprender que un insecto que revolotea en la llanura sea arrastrado por una racha de viento que sople hacia el mar. El caso más notable de captura de un insecto en el mar, que yo he tenido ocasión de observar, se me presentó en el Beagle, hallándonos en dirección de las islas de Cabo Verde, y cuando la tierra más próxima no expuesta a la acción directa de los vientos ali119 sios era el Cabo Blanco, en-la costa de África, a 370 millas (295 kilómetros) de distancia, que vino a caer a bordo una gruesa langosta (Acridium)4. ...
En la línea 681
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Es este un excelente puertecillo situado a poca distancia del_ cabo de Hornos; y allí echamos el ancla precisamente el día de Nochebuena. Alguna ráfaga de viento que baja de las montañas y hace balancear el barco sobre las anclas, nos recuerda de vez en cuando la tempestad que reina fuera de este excelente abrigo. ...
En la línea 684
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... El Wigwam o choza fueguense semeja en absoluto por su forma y magnitud un montón de heno. No consiste más que en algunas ramas rotas clavadas en tierra y cuyos intersticios se cubren imperfectamente por un lado con hierbas y ramaje. Estas chozas apenas representan una hora de trabajo para su confección, y los indígenas no se sirven de ellas de ordinario más que unos cuantos días. He visto un sitio en la bahía de Goereè, en que uno de estos hombres desnudos había pasado la noche y que no ofrecía en realidad más abrigo que la cama de una liebre. Evidentemente este hombre vivía solo; York Minster me dijo que debía ser un mal sujeto y sería muy probable que hubiese robado algo. En la costa occidental son las chozas, no obstante, algo más confortables; pues casi todas se hallan cubiertas por pieles de foca. El mal tiempo nos retiene aquí durante algunos días. El clima es detestable: estamos en el solsticio de verano y todos los días nieva sobre las colinas, y graniza y llueve en los valles. El termómetro marca 45 grados Fahrenheit (70,2 centígrados); pero durante la noche baja a 38 ó 40 (30,3 a 40,4 centígrados). Por lo demás, se nos figura el clima todavía peor de lo que es por el estado húmedo y tempestuoso de la atmósfera rara vez animada por un rayo de sol. ...
En la línea 765
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Encuéntranse formaciones extraordinariamente delicadas, unas habitadas por pólipos sencillos parecidos a la Hydra, otras por especies mejor organizadas o por magníficos abscidios compuestos. También se encuentran adheridos a estas conchas patelliformes algunos Trocos, varios moluscos desnudos y otros bivalvos. Innumerables crustáceos frecuentan las distintas partes de la planta. Cuando se sacuden las grandes raíces enmarañadas de estas algas, se ven caer muchísimos pececillos, conchas, jibias, escarabajos de muchos géneros, huevos de mar, estrellas de mar, magníficos holuthurios, planerias y animales de mil formas diversas. Cada vez que he examinado una rama de esta planta he descubierto animales nuevos de las más curiosas formas. En Chile, donde no crecen tan bien, no se encuentran en ellas conchas, ni zoófitos, ni crustáceos; pero no les faltan algunos flustros y abscidios que pertenecen, sin embargo, a diferente especie que los de la Tierra del Fuego, lo cual prueba que la planta tiene habitación más extensa que sus moradores. No puedo comparar estos grandes bosques acuáticos del hemisferio meridional más que a los terrestres de las regiones intertropicales. Seguramente la destrucción de un bosque en cualquier país, no entrañaría con mucho la muerte de tantas especies animales como la desaparición del macrocystis. Entre las hojas de esta planta viven muchísimas especies de peces que en ninguna otra parte podrían encontrar abrigo y alimento, y si éstos desapareciesen, los cormoranes y demás pájaros pescadores, las nutrias, las focas, las marsoplas perecerían también muy pronto; por último, el salvaje fueguense, el miserable dueño de este miserable país, redoblaría sus festines de caníbal, disminuiría en número y dejaría tal vez de existir. ...
En la línea 3841
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... La orla de álamos que se veía desde lejos servía como de muralla para hacer el lugar más escondido y darle sombra a la hora de ponerse el sol; por oriente se levantaba una loma que daba abrigo al apacible retiro formado por la naturaleza en torno del manantial. ...
En la línea 4082
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Inclinan la cabeza con una languidez entre romántica y cachazuda; aquello lo mismo puede significar: Señorita, abrigo una pasión secreta, que. ...
En la línea 6225
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Parecía una sombra protectora, un abrigo, un apoyo; se estaba bien junto a aquel hombre como una fortaleza. ...
En la línea 6700
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Al abrigo de ella paseaban desde tiempo inmemorial los muchos clérigos que son principal ornamento de la antigua corte vetustense; por invierno de dos a cuatro o cinco de la tarde, y en verano poco antes de ponerse el sol hasta la noche. ...
En la línea 1352
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Se tendió en la playa, como siempre, colocándose a poca distancia de la hoguera, que empezaba a disminuir sus llamas. Poco a poco se fueron retirando sus acompañantes para dormir detrás de las dunas o al abrigo de los cañares. Transcurrieron largas horas de silencio. La obscuridad era cortada de tarde en tarde por los rayos de colores que llegaban de las máquinas aéreas. Pero en la presente noche estas iluminaciones resultaban menos numerosas, como si alguien hubiese influido para que sus guardianes le vigilasen menos. En los largos periodos de obscuridad, las palpitaciones de la hoguera poblaban la noche de repentinos fulgores de incendio, seguidos de largas y profundas tinieblas. ...
En la línea 324
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Hablando así se quitaba el sombrero, luego el abrigo, después el cuerpo, la falda, el polisón, y lo iba poniendo todo con orden en las butacas y sillas del aposento. Estaba rendida y no veía las santas horas de dar con sus fatigadas carnes en la cama. El esposo también iba soltando ropa. Aparentaba buen humor; pero la curiosidad de Jacinta le desagradaba ya. Por fin, no pudiendo resistir a las monerías de su mujer, no tuvo más remedio que decidirse. Ya estaban las cabezas sobre las almohadas, cuando Santa Cruz echó perezoso de su boca estas palabras: ...
En la línea 346
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Jacinta se había quitado el sombrero y el abrigo. Juanito la sentó sobre sus rodillas y empezó a saltarla como a los niños cuando se les hace el caballo. Y dale con la tarabilla de que él era esclavo de su deber, y de que lo primero de todo es la familia. El trote largo en que la llevaba su marido empezó a molestar a Jacinta, que se desmontó y se fue a la silla en que antes estaba. Él entonces se puso a dar paseos rápidos por la habitación. ...
En la línea 428
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Las de Santa Cruz no llamaban la atención en el teatro, y si alguna mirada caía sobre el palco era para las pollas colocadas en primer término con simetría de escaparate. Barbarita solía ponerse en primera fila para echar los gemelos en redondo y poder contarle a Baldomero algo más que cosas de decoraciones y del argumento de la ópera. Las dos hermanas casadas, Candelaria y Benigna, iban alguna vez, Jacinta casi siempre; pero se divertía muy poco. Aquella mujer mimada por Dios, que la puso rodeada de ternura y bienandanzas en el lugar más sano, hermoso y tranquilo de este valle de lágrimas, solía decir en tono quejumbroso que no tenía gusto para nada. La envidiada de todos, envidiaba a cualquier mujer pobre y descalza que pasase por la calle con un mamón en brazos liado en trapos. Se le iban los ojos tras de la infancia en cualquier forma que se le presentara, ya fuesen los niños ricos, vestidos de marineros y conducidos por la institutriz inglesa, ya los mocosos pobres, envueltos en bayeta amarilla, sucios, con caspa en la cabeza y en la mano un pedazo de pan lamido. No aspiraba ella a tener uno solo, sino que quería verse rodeada de una serie, desde el pillín de cinco años, hablador y travieso, hasta el rorró de meses que no hace más que reír como un bobo, tragar leche y apretar los puños. Su desconsuelo se manifestaba a cada instante, ya cuando encontraba una bandada que iba al colegio, con sus pizarras al hombro y el lío de libros llenos de mugre, ya cuando le salía al paso algún precoz mendigo cubierto de andrajos, mostrando para excitar la compasión sus carnes sin abrigo y los pies descalzos, llenos de sabañones. Pues como viera los alumnos de la Escuela Pía, con su uniforme galonado y sus guantes, tan limpios y bien puestos que parecían caballeros chiquitos, se los comía con los ojos. Las niñas vestidas de rosa o celeste que juegan a la rueda en el Prado y que parecen flores vivas que se han caído de los árboles; las pobrecitas que envuelven su cabeza en una toquilla agujereada; los que hacen sus primeros pinitos en la puerta de una tienda agarrándose a la pared; los que chupan el seno de sus madres mirando por el rabo del ojo a la persona que se acerca a curiosear; los pilletes que enredan en las calles o en el solar vacío arrojándose piedras y rompiéndose la ropa para desesperación de las madres; las nenas que en Carnaval se visten de chulas y se contonean con la mano clavada en la cintura; las que piden para la Cruz de Mayo; los talluditos que usan ya bastón y ganan premios en los colegios, y los que en las funciones de teatro por la tarde sueltan el grito en la escena más interesante, distrayendo a los actores y enfureciendo al público… todos, en una palabra, le interesaban igualmente. ...
En la línea 720
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —Mil y mil cuatrillones de gracias, señora. Algunas prendas de abrigo, como las que repartió el otro día doña Guillermina a los chicos de mis vecinos, no nos vendrían mal. ...
En la línea 865
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Por fin los hombres terminaron y se fueron, cerrando tras sí la puerta y llevándose la linterna. El tembloroso rey se encaminó hacia las mantas, tan rápidamente como se lo permitían las tinieblas. Las tomó, y, sin tropezar, llegó a tientas al pesebre. Con dos mantas se hizo una cama y luego se tapó con las dos restantes. A la sazón se sentía un monarca feliz, aunque las mantas eran viejas y delgadas, y no de mucho abrigo, y además exhalaban un penetrante olor caballuno que casi le ahogaba. ...
En la línea 1036
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Me hallaba, pues, tendido sobre el suelo y precisamente al abrigo de una masa de sargazos, cuando al levantar la cabeza vi pasar unas masas enormes que despedían resplandores fosforescentes. Se me heló la sangre en las venas al reconocer en aquellas masas la amenaza de unos formidables escualos. Era una pareja de tintoreras, terribles tiburones de cola enorme, de ojos fríos y vidriosos, que destilan una materia fosforescente por agujeros abiertos cerca de la boca. ¡Monstruosos animales que trituran a un hombre entero entre sus mandíbulas de hierro! No sé si Conseil se ocupaba en clasificarlos, pero, por mi parte, yo observaba su vientre plateado y su boca formidable erizada de dientes desde un punto de vista poco científico, y, en todo caso, más como víctima que como naturalista. ...
En la línea 1233
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Una cortina de hermosos bosques ocultaba el horizonte. Árboles enormes, algunos de los cuales alcanzaban doscientos pies de altura, se unían entre ellos por guirnaldas de lianas, verdaderas hamacas naturales a las que mecía la brisa. Mimosas, ficus, casuarinas, teks, hibiscos, pandanes y palmeras se mezclaban con profusión, y al abrigo de sus bóvedas verdes, al pie de sus tallos, crecían orquídeas, leguminosas y helechos. ...
En la línea 1652
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Las redes del Nautilus nos ofrecieron algunos careys, tortugas marinas cuya concha es muy estimada. Estos reptiles se sumergen muy fácilmente y pueden mantenerse largo tiempo bajo el agua cerrando la válvula carnosa que tienen en el orificio externo de su canal nasal. A algunos de ellos se les cogió cuando dormían bajo su caparazón, al abrigo de los animales marinos. La carne de aquellas tortugas era bastante mediocre, pero sus huevos eran un excelente manjar. ...
En la línea 3289
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... No me esperaba hallar el cable eléctrico en su estado primitivo, tal como salió de los talleres de fabricación. La larga serpiente, recubierta de restos de conchas y erizada de foraminíferos, estaba incrustada en una pasta pedregosa que la protegía de los moluscos perforantes. Yacía tranquilamente, al abrigo de los movimientos del mar y bajo una presión favorable a la transmisión de la corriente eléctrica que pasa de América a Europa en treinta y dos centésimas de segundo. La duración del cable será infinita, sin duda, pues se ha observado que la funda de gutapercha mejora con su permanencia en el agua marina. Por otra parte, en esa llanura tan juiciosamente escogida, el cable no se halla a profundidades tan grandes como para provocar su ruptura. ...
En la línea 1998
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Después de reflexionar profundamente acerca del asunto, mientras, a la mañana siguiente, me vestía en E1 Jabalí , resolví decir a mi tutor que abrigaba dudas de que Orlick fuese el hombre apropiado para ocupar un cargo de confianza en casa de la señorita Havisham. - Desde luego, Pip, no es el hombre apropiado - dijo mi tutor, muy convencido de la verdad de estas palabras, - porque el hombre que ocupa un lugar de confianza nunca es el más indicado. Parecía muy satisfecho de enterarse de que aquel empleo especial no lo ocupase, excepcionalmente, el hombre apropiado, y muy complacido escuchó las noticias que le di acerca de Orlick. - Muy bien, Pip - observó en cuanto hube terminado -. Voy a ir inmediatamente a despedir a nuestro amigo. Algo alarmado al enterarme de que quería obrar con tanta rapidez, le aconsejé esperar un poco, y hasta le indiqué la posibilidad de que le resultase difícil tratar con nuestro amigo. - ¡Oh, no, no se mostrará difícil! - aseguró mi tutor, doblando, confiado, su pañuelo de seda-. Me gustaría ver cómo podrá contradecir mis argumentos. Como debíamos regresar juntos a Londres en la diligencia del mediodía y yo me desayuné tan aterrorizado a causa de Pumblechook que apenas podía sostener mi taza, esto me dio la oportunidad de decirle que deseaba dar un paseo y que seguiría la carretera de Londres mientras él estuviese ocupado, y que me hiciera el favor de avisar al cochero de que subiría a la diligencia en el lugar en que me encontrasen. Así pude alejarme de EL Jabalí Azul inmediatamente después de haber terminado el desayuno. Y dando una vuelta de un par de millas hacia el campo y por la parte posterior del establecimiento de Pumblechook, salí otra vez a la calle Alta, un poco más allá de aquel peligro, y me sentí, relativamente , en seguridad. Me resultaba muy agradable hallarme de nuevo en la tranquila y vieja ciudad, sin que me violentase encontrarme con alguien que al reconocerme se quedase asombrado. Incluso uno o dos tenderos salieron de sus tiendas y dieron algunos pasos en la calle ante mí, con objeto de volverse, de pronto, como si se hubiesen olvidado algo, y cruzar por mi lado para contemplarme. En tales ocasiones, ignoro quién de los dos, si ellos o yo, fingíamos peor; ellos por no fingir bien, y yo por pretender que no me daba cuenta. Sin embargo, mi posición era muy distinguida, y aquello no me resultaba molesto, hasta que el destino me puso en el camino del desvergonzado aprendiz de Trabb. Mirando a lo largo de la calle y en cierto punto de mi camino, divisé al aprendiz de Trabb atándose a sí mismo con una bolsa vacía de color azul. Persuadido de que lo mejor sería mirarle serenamente, fingiendo no reconocerle, lo cual, por otra parte, bastaría tal vez para contenerle e impedirle hacer alguna de sus trastadas, avancé con expresión indiferente, y ya me felicitaba por mi propio éxito, cuando, de pronto, empezaron a temblar las rodillas del aprendiz de Trabb, se le erizó el cabello, se le cayó la gorra y se puso a temblar de pies a cabeza, tambaleándose por el centro de la calle y gritando a los transeúntes: - ¡Socorro! ¡Sostenedme! ¡Tengo mucho miedo! Fingía hallarse en el paroxismo del terror y de la contrición a causa de la dignidad de mi porte. Cuando pasé por su lado le castañeteaban los dientes y, con todas las muestras de extremada humillación, se postró en el polvo. Tal escena me resultó muy molesta, pero aún no era nada para lo que me esperaba. No había andado doscientos pasos, cuando, con gran terror, asombro e indignación por mi parte, vi que se me acercaba otra vez el aprendiz de Trabb. Salía de una callejuela estrecha. Llevaba colgada sobre el hombro la bolsa azul y en sus ojos se advertían inocentes intenciones, en tanto que su porte indicaba su alegre propósito de dirigirse a casa de Trabb. Sobresaltado, advirtió mi presencia y sufrió un ataque tan fuerte como el anterior; 117 pero aquella vez sus movimientos fueron rotativos y se tambaleó dando vueltas alrededor de mí, con las rodillas más temblorosas que nunca y las manos levantadas, como si me pidiese compasión. Sus sufrimientos fueron contemplados con el mayor gozo por numerosos espectadores, y yo me quedé confuso a más no poder. No había avanzado mucho, descendiendo por la calle, cuando, al hallarme frente al correo, volví a ver al chico de Trabb que salía de otro callejón. Aquella vez, sin embargo, estaba completamente cambiado. Llevaba la bolsa azul de la misma manera como yo mi abrigo, y se pavoneaba a lo largo de la acera, yendo hacia mí, pero por el lado opuesto de la calle y seguido por un grupo de amigachos suyos a quienes decía de vez en cuando, haciendo un ademán: - ¿No lo habéis visto? Es imposible expresar con palabras la burla y la ironía del aprendiz de Trabb, cuando, al pasar por mi lado, se alzó el cuello de la camisa, se echó el cabello a un lado de la cabeza, puso un brazo en jarras, se sonrió con expresión de bobería, retorciendo los codos y el cuerpo, y repitiendo a sus compañeros: - ¿No lo habéis visto? ¿No lo habéis visto? Inmediatamente, sus amigos empezaron a gritarme y a correr tras de mí hasta que atravesé el puente, como gallina perseguida y dando a entender que me conocieron cuando yo era herrero. Ése fue el coronamiento de mi desgracia de aquel día, que me hizo salir de la ciudad como si. por decirlo así, hubiese sido arrojado por ella, hasta que estuve en el campo. Pero, de no resolverme entonces a quitar la vida al aprendiz de Trabb, en realidad no podía hacer otra cosa sino aguantarme. Hubiera sido fútil y degradante el luchar contra él en la calle o tratar de obtener de él otra satisfacción inferior a la misma sangre de su corazón. Además, era un muchacho a quien ningún hombre había podido golpear; más parecía una invulnerable y traviesa serpiente que, al ser acorralada, lograba huir por entre las piernas de su enemigo y aullando al mismo tiempo en son de burla. Sin embargo, al día siguiente escribí al señor Trabb para decirle que el señor Pip se vería en la precisión de interrumpir todo trato con quien de tal manera olvidaba sus deberes para con la sociedad teniendo a sus órdenes a un muchacho que excitaba el desprecio en toda mente respetable. La diligencia que llevaba al señor Jaggers llegó a su debido tiempo; volví a ocupar mi asiento y llegué salvo a Londres, aunque no entero, porque me había abandonado mi corazón. Tan pronto como llegué me apresuré a mandar a Joe un bacalao y una caja de ostras, en carácter de desagravio, como reparación por no haber ido yo mismo, y luego me dirigí a la Posada de Barnard. Encontré a Herbert comiendo unos fiambres y muy satisfecho de verme regresar. Después de mandar al Vengador al café para que trajesen algo más que comer, comprendí que aquella misma tarde debía abrir mi corazón a mi amigo y compañero. Como era imposible hacer ninguna confidencia mientras el Vengador estuviese en el vestíbulo, el cual no podía ser considerado más que como una antecámara del agujero de la cerradura, le mandé al teatro. Difícil sería dar una prueba más de mi esclavitud con respecto a aquel muchacho que esta constante preocupación de buscarle algo que hacer. Y a veces me veía tan apurado, que le mandaba a la esquina de Hyde Park para saber qué hora era. Después de comer nos sentamos apoyando los pies en el guardafuegos. Entonces dije a Herbert: - Mi querido amigo, tengo que decirte algo muy reservado. - Mi querido Haendel - dij o él, a su vez, - aprecio y respeto tu confianza. - Es con respecto a mí mismo, Herbert – añadí, - y también se refiere a otra persona. Herbert cruzó los pies, miró al fuego con la cabeza ladeada y, en vista de que transcurrían unos instantes sin que yo empezase a hablar, me miró. -Herbert - dije poniéndole una mano en la rodilla. - Amo, mejor dicho, adoro a Estella. En vez de asombrarse, Herbert replicó, como si fuese la cosa más natural del mundo: - Perfectamente. ¿Qué más? - ¡Cómo, Herbert! ¿Esto es lo que me contestas? - Sí, ¿y qué más? - repitió Herbert. - Desde luego, ya estaba enterado de eso. - ¿Cómo lo sabías? - pregunté. - ¿Que como lo sé, Haendel? Pues por ti mismo. -Nunca te dije tal cosa. - ¿Que nunca me lo has dicho? Cuando te cortas el pelo, tampoco vienes a contármelo, pero tengo sentidos que me permiten observarlo. Siempre la has adorado, o, por lo menos, desde que yo te conozco. Cuando viniste aquí, te trajiste tu adoración para ella al mismo tiempo que tu equipaje. No hay necesidad de que me lo digas, porque me lo has estado refiriendo constantemente durante todo el día. Cuando me 118 referiste tu historia, del modo más claro me diste a entender que habías estado adorándola desde el momento en que la viste, es decir, cuando aún eras muy joven. - Muy bien - contesté, pensando que aquello era algo nuevo, aunque no desagradable.- Nunca he dejado de adorarla. Ella ha regresado convertida en una hermosa y elegante señorita. Ayer la vi. Y si antes la adoraba, ahora la adoro doblemente. - F'elizmente para ti, Haendel - dijo Herbert, - has sido escogido y destinado a ella. Sin que nos metamos en terreno prohibido, podemos aventurarnos a decir que no puede existir duda alguna entre nosotros con respecto a este hecho. ¿Tienes ya alguna sospecha sobre cuáles son las ideas de Estella acerca de tu adoración? Moví tristemente la cabeza. -¡Oh!-exclamé-. ¡Está a millares de millas lejos de mí! - Paciencia, mi querido Haendel. Hay que dar tiempo al tiempo. ¿Tienes algo más que comunicarme? - Me avergüenza decirlo – repliqué, - y, sin embargo, no es peor decirlo que pensarlo. Tú me consideras un muchacho de suerte y, en realidad, lo soy. Ayer, como quien dice, no era más que un aprendiz de herrero; pero hoy, ¿quién podrá decir lo que soy? - Digamos que eres un buen muchacho, si no encuentras la frase - replicó Herbert sonriendo y golpeando con su mano el dorso de la mía. - Un buen muchacho, impetuoso e indeciso, atrevido y tímido, pronto en la acción y en el ensueño: toda esta mezcla hay de ti. Me detuve un momento para reflexionar acerca de si, verdaderamente, había tal mezcla en mi carácter. En conjunto, no me pareció acertado el análisis, pero no creí necesario discutir acerca de ello. - Cuando me pregunto lo que pueda ser hoy, Herbert - continué -, me refiero a mis pensamientos. Tú dices que soy un muchacho afortunado. Estoy persuadido de que no he hecho nada para elevarme en la vida y que la fortuna por sí sola me ha levantado. Esto, naturalmente, es tener suerte. Y, sin embargo, cuando pienso en Estella… - Y también cuando no piensas - me interrumpió Herbert mirando al fuego, cosa que me pareció bondadosa por su parte. - Entonces, mi querido Herbert, no puedo decirte cuán incierto y supeditado me siento y cuán expuesto a centenares de contingencias. Sin entrar en el terreno prohibido, como tú dijiste hace un momento, puedo añadir que todas mis esperanzas dependen de la constancia de una persona (aunque no la nombre). Y aun en el mejor caso, resulta incierto y desagradable el saber tan sólo y de un modo tan vago cuáles son estas esperanzas. A1 decir eso alivié mi mente de lo que siempre había estado en ella, en mayor o menor grado, aunque, sin duda alguna, con mayor intensidad desde el día anterior. - Me parece, Haendel - contestó Herbert con su acento esperanzado y alegre, - que en el desaliento de esa tierna pasión miramos el pelo del caballo regalado con una lente de aumento. También me parece que al concentrar nuestra atención en el examen, descuidamos por completo una de las mejores cualidades del animal. ¿No me dijiste que tu tutor, el señor Jaggers, te comunicó desde el primer momento que no tan sólo tendrías grandes esperanzas? Y aunque él no te lo hubiera dicho así, a pesar de que esta suposición es muy aventurada, ¿puedes creer que, entre todos los hombres de Londres, el señor Jaggers es capaz de sostener tales relaciones contigo si no estuviese seguro del terreno que pisa? Contesté que me era imposible negar la verosimilitud de semejante suposición. Dije eso, como suele verse en muchos casos, cual si fuese una concesión que de mala gana hacía a la verdad y a la justicia, como si, en realidad, me hubiese gustado poder negarlo. - Indudablemente, éste es un argumento poderoso - dij o Herbert, - y me parece que no podrías encontrar otro mejor. Por lo demás, no tienes otro recurso que el de conformarte durante el tiempo que estés bajo la tutoría del señor Jaggers, así como éste ha de esperar el que le háya fijado su cliente. Antes de que hayas cumplido los veintiún años no podrás enterarte con detalles de este asunto, y entonces tal vez te darán más noticias acerca del particular. De todos modos, cada día te aproximas a ello, porque por fin no tendrás más remedio que llegar. - ¡Qué animoso y esperanzado eres! - dije admirando, agradecido, sus optimistas ideas. - No tengo más remedio que ser así - contestó Herbert, - porque casi no poseo otra cosa. He de confesar, sin embargo, que el buen sentido que me alabas no me pertenece, en realidad, sino que es de mi padre. La única observación que le oí hacer con respecto a tu historia fue definitiva: «Sin duda se trata de un asunto serio, porque, de lo contrario, no habría intervenido el señor Jaggers.» Y ahora, antes que decir otra cosa acerca de mi padre o del hijo de mi padre, corresponderé a tu confianza con la mía propia y por un momento seré muy antipático para ti, es decir, positivamente repulsivo. 119 - ¡Oh, no, no lo lograrás! - exclamé. - Sí que lo conseguiré - replicó -. ¡A la una, a las dos y a las tres! Voy a ello. Mi querido amigo Haendel - añadió, y aunque hablaba en tono ligero lo hacía, sin embargo, muy en serio. - He estado reflexionando desde que empezamos a hablar y a partir del momento en que apoyamos los pies en el guardafuegos, y estoy seguro de que Estella no forma parte de tu herencia, porque, como recordarás, tu tutor jamás se ha referido a ella. ¿Tengo razón, a juzgar por lo que me has dicho, al creer que él nunca se refirió a Estella, directa o indirectamente, en ningún sentido? ¿Ni siquiera insinuó, por ejemplo, que tu protector tuviese ya un plan formado con respecto a tu casamiento? - Nunca. - Ahora, Haendel, ya no siento, te doy mi palabra, el sabor agrio de estas uvas. Puesto que no estás prometido a ella, ¿no puedes desprenderte de ella? Ya te dije que me mostraría antipático. Volví la cabeza y pareció que soplaba en mi corazón con extraordinaria violencia algo semejante a los vientos de los marjales que procedían del mar, y experimenté una sensación parecida a la que sentí la mañana en que abandoné la fragua, cuando la niebla se levantaba solemnemente y cuando apoyé la mano en el poste indicador del pueblo. Por unos momentos reinó el silencio entre nosotros. - Sí; pero mi querido Haendel - continuó Herbert como si hubiésemos estado hablando en vez de permanecer silenciosos, - el hecho de que esta pasión esté tan fuertemente arraigada en el corazón de un muchacho a quien la Naturaleza y las circunstancias han hecho tan romántico la convierten en algo muy serio. Piensa en la educación de Estella y piensa también en la señorita Havisham. Recuerda lo que es ella, y aquí es donde te pareceré repulsivo y abominable. Todo eso no puede conducirte más que a la desgracia. - Lo sé, Herbert - contesté con la cabeza vuelta -, pero no puedo remediarlo. - ¿No te es posible olvidarla? - Completamente imposible. - ¿No puedes intentarlo siquiera? - De ninguna manera. - Pues bien - replicó Herbert poniéndose en pie alegremente, como si hubiese estado dormido, y empezando a reanimar el fuego -. Ahora trataré de hacerme agradable otra vez. Dio una vuelta por la estancia, levantó las cortinas, puso las sillas en su lugar, ordenó los libros que estaban diseminados por la habitación, miró al vestíbulo, examinó el interior del buzón, cerró la puerta y volvió a sentarse ante el fuego. Y cuando lo hizo empezó a frotarse la pierna izquierda con ambas manos. - Me disponía a decirte unas palabras, Haendel, con respecto a mi padre y al hijo de mi padre. Me parece que apenas necesita observar el hijo de mi padre que la situación doméstica de éste no es muy brillante. - Siempre hay allí abundancia, Herbert - dije yo, con deseo de alentarle. - ¡Oh, sí! Lo mismo dice el basurero, muy satisfecho, y también el dueño de la tienda de objetos navales de la callejuela trasera. Y hablando en serio, Haendel, porque el asunto lo es bastante, conoces la situación tan bien como yo. Supongo que reinó la abundancia en mi casa cuando mi padre no había abandonado sus asuntos. Pero si hubo abundancia, ya no la hay ahora. ¿No te parece haber observado en tu propia región que los hijos de los matrimonios mal avenidos son siempre muy aficionados a casarse cuanto antes? Ésta era una pregunta tan singular, que en contestación le pregunté: - ¿Es así? - Lo ignoro, y por eso te lo pregunto - dijo Herbert; - y ello porque éste es el caso nuestro. Mi pobre hermana Carlota, que nació inmediatamente después de mí y murió antes de los catorce años, era un ejemplo muy notable. La pequeña Juanita es igual. En su deseo de establecerse matrimonialmente, cualquiera podría suponer que ha pasado su corta existencia en la contemplación perpetua de la felicidad doméstica. El pequeño Alick, a pesar de que aún va vestido de niño, ya se ha puesto de acuerdo para unirse con una personita conveniente que vive en Kew. Y, en realidad, me figuro que todos estamos prometidos, a excepción del pequeño. - ¿De modo que también lo estás tú? - pregunté. - Sí - contestó Herbert, - pero esto es un secreto. Le aseguré que lo guardaría y le rogué que me diese más detalles. Había hablado con tanta comprensión acerca de mi propia debilidad, que deseaba conocer algo acerca de su fuerza. - ¿Puedes decirme cómo se llama? - pregunté. - Clara - dijo Herbert. - ¿Vive en Londres? - Sí. Tal vez debo mencionar - añadió Herbert, que se había quedado muy desanimado desde que empezamos a hablar de tan interesante asunto - que está por debajo de las tontas preocupaciones de mi 120 madre acerca de la posición social. Su padre se dedicó a aprovisionar de vituallas los barcos de pasajeros. Creo que era una especie de sobrecargo. - ¿Y ahora qué es? - pregunté. - Tiene una enfermedad crónica - contestó Herbert. - ¿Y vive… ? - En el primer piso - contestó Herbert. Eso no era lo que yo quería preguntar, porque quise referirme a sus medios de subsistencia -. Yo nunca le he visto - continuó Herbert -, porque desde que conocí a Clara, siempre permanece en su habitación del piso superior. Pero le he oído constantemente. Hace mucho ruido y grita y golpea el suelo con algún instrumento espantoso. Al mirarme se echó a reír de buena gana, y, por un momento, Herbert recobró su alegre carácter. - ¿Y no esperas verle? - pregunté. - ¡Oh, sí, constantemente! - contestó Herbert -. Porque cada vez que le oigo me figuro que se caerá a través del techo. No sé cómo resisten las vigas. Después de reírse otra vez con excelente humor, recobró su tristeza y me dijo que en cuanto empezase a ganar un capital se proponía casarse con aquella joven. Y añadió, muy convencido y desalentado: - Pero no es posible casarse, según se comprende, en tanto que uno ha de observar alrededor de sí. Mientras contemplábamos el fuego y yo pensaba en lo difícil que era algunas veces el conquistar un capital, me metía las manos en los bolsillos. En uno de ellos me llamó la atención un papel doblado que encontré, y al abrirlo vi que era el prospecto que me entregó Joe, referente al célebre aficionado provincial de fama extraordinaria. - ¡Dios mío! - exclamé involuntariamente y en voz alta -. Me había olvidado que era para esta noche. Eso cambió en un momento el asunto de nuestra conversación, y apresuradamente resolvimos asistir a tal representación. Por eso, en cuanto hube resuelto consolar y proteger a Herbert en aquel asunto que tanto importaba a su corazón, valiéndome de todos los medios practicables e impracticables, y cuando Herbert me hubo dicho que su novia me conocía de referencia y que me presentaría a ella, nos estrechamos cordialmente las manos para sellar nuestra mutua confianza, apagamos las bujías, arreglamos el fuego, cerramos la puerta y salimos en busca del señor Wopsle y de Dinamarca. ...
En la línea 2037
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Metiéndome en el bolsillo la nota de la señorita Havisham, a fin de que sirviera de credencial por haber vuelto tan pronto a su casa, en el supuesto de que su humor caprichoso le hiciese demostrar alguna sorpresa al verme, tomé la diligencia del día siguiente. Pero me apeé en la Casa de Medio Camino y allí me desayuné, recorriendo luego a pie el resto del trayecto, porque tenía interés en llegar a la ciudad de modo que nadie se diese cuenta de ello y marcharme de la misma manera. Había desaparecido ya la mejor luz del día cuando pasé a lo largo de los tranquilos patios de la parte trasera de la calle Alta. Los montones de ruinas en donde, en otro tiempo, los monjes tuvieron sus refectorios y sus jardines, y cuyas fuertes murallas se utilizaban ahora como humildes albergues y como establos, estaban casi tan silenciosas como los antiguos monjes en sus tumbas. Las campanas de la catedral tuvieron para mí un sonido más triste y más remoto que nunca, mientras andaba apresuradamente para evitar ser visto; así, los sonidos del antiguo órgano llegaron a mis oídos como fúnebre música; y las cornejas que revoloteaban en torno de la torre gris, deslizándose a veces hacia los árboles, altos y desprovistos de hojas, del jardín del priorato, parecían decirme que aquel lugar estaba cambiado y que Estella se había marchado para siempre. Acudió a abrirme la puerta una mujer ya de edad, a quien había visto otras veces y que pertenecía a la servidumbre que vivía en la casa aneja situada en la parte posterior del patio. En el oscuro corredor estaba la bujía encendida, y, tomándola, subí solo la escalera. La señorita Havisham no estaba en su propia estancia, sino en la más amplia, situada al otro lado del rellano. Mirando al interior desde la puerta, después de llamar en vano, la vi sentada ante el hogar en una silla desvencijada, perdida en la contemplación del fuego, lleno de cenizas. Como otras veces había hecho, entré y me quedé en pie, al lado de la antigua chimenea, para que me viese así que levantara los ojos. Indudablemente, la pobre mujer estaba muy sola, y esto me indujo a compadecerme de ella, a pesar de los dolores que me había causado. Mientras la miraba con lástima y pensaba que yo también había llegado a ser una parte de la desdichada fortuna de aquella casa, sus ojos se fijaron en mí. Los abrió mucho y en voz baja se preguntó: - ¿Será una visión real? - Soy yo: Pip. El señor Jaggers me entregó ayer la nota de usted, y no he perdido tiempo en venir. - Gracias, muchas gracias. Acerqué al fuego otra de las sillas en mal estado y me senté, observando en el rostro de la señorita Havisham una expresión nueva, como si estuviese asustada de mí. - Deseo - dijo - continuar el beneficio de que me hablaste en tu última visita, a fin de demostrarte que no soy de piedra. Aunque tal vez ahora no podrás creer ya que haya algún sentimiento humano en mi corazón. 189 Le dije algunas palabras tranquilizadoras, y ella extendió su temblorosa mano derecha, como si quisiera tocarme; pero la retiró en seguida, antes de que yo comprendiese su intento y determinara el modo de recibirlo. -Al hablar de tu amigo me dijiste que podrías informarme de cómo seríame dado hacer algo útil para él. Algo que a ti mismo te gustaría realizar. - Así es. Algo que a mí me gustaría poder hacer. - ¿Qué es eso? Empecé a explicarle la secreta historia de lo que hice para lograr que Herbert llegara a ser socio de la casa en que trabajaba. No había avanzado mucho en mis explicaciones, cuando me pareció que mi interlocutora se fijaba más en mí que en lo que decía. Y contribuyó a aumentar esta creencia el hecho de que, cuando dejé de hablar, pasaron algunos instantes antes de que me demostrara haber notado que yo guardaba silencio. - ¿Te has interrumpido, acaso - me preguntó, como si, verdaderamente, me tuviese miedo, - porque te soy tan odiosa que ni siquiera te sientes con fuerzas para seguir hablándome? - De ninguna manera - le contesté. - ¿Cómo puede usted imaginarlo siquiera, señorita Havisham? Me interrumpí por creer que no prestaba usted atención a mis palabras. - Tal vez no - contestó, llevándose una mano a la cabeza. - Vuelve a empezar, y yo miraré hacia otro lado. Vamos a ver: refiéreme todo eso. Apoyó la mano en su bastón con aquella resoluta acción que le era habitual y miró al fuego con expresión demostrativa de que se obligaba a escuchar. Continué mi explicación y le dije que había abrigado la esperanza de terminar el asunto por mis propios medios, pero que ahora había fracasado en eso. Esta parte de mi explicación, según le recordé, envolvía otros asuntos que no podía detallar, porque formaban parte de los secretos de otro. - Muy bien - dijo moviendo la cabeza en señal de asentimiento, pero sin mirarme. - ¿Y qué cantidad se necesita para completar el asunto? - Novecientas libras. - Si te doy esa cantidad para el objeto expresado, ¿guardarás mi secreto como has guardado el tuyo? -Con la misma fidelidad. - ¿Y estarás más tranquilo acerca del particular? - Mucho más. - ¿Eres muy desgraciado ahora? Me hizo esta pregunta sin mirarme tampoco, pero en un tono de simpatía que no le era habitual. No pude contestar en seguida porque me faltó la voz, y, mientras tanto, ella puso el brazo izquierdo a través del puño de su bastón y descansó la cabeza en él. - Estoy lejos de ser feliz, señorita Havisham, pero tengo otras causas de intranquilidad además de las que usted conoce. Son los secretos a que me he referido. Después de unos momentos levantó la cabeza y de nuevo miró al fuego. - Te portas con mucha nobleza al decirme que tienes otras causas de infelicidad. ¿Es cierto? - Demasiado cierto. - ¿Y no podría servirte a ti, Pip, así como sirvo a tu amigo? ¿No puedo hacer nada en tu obsequio? - Nada. Le agradezco la pregunta. Y mucho más todavía el tono con que me la ha hecho. Pero no puede usted hacer nada. Se levantó entonces de su asiento y buscó con la mirada algo con que escribir. Allí no había nada apropiado, y por esto tomó de su bolsillo unas tabletas de marfil montadas en oro mate y escribió en una de ellas con un lapicero de oro, también mate, que colgaba de su cuello. - ¿Continúas en términos amistosos con el señor Jaggers? - Sí, señora. Ayer noche cené con él. - Esto es una autorización para él a fin de que te pague este dinero, que quedará a tu discreción, para que lo emplees en beneficio de tu amigo. Aquí no tengo dinero alguno; pero si crees mejor que el señor Jaggers no se entere para nada de este asunto, te lo mandaré. - Muchas gracias, señorita Havisham. No tengo ningún inconveniente en recibir esta suma de manos del señor Jaggers. Me leyó lo que acababa de escribir, que era expresivo y claro y evidentemente encaminado a librarme de toda sospecha de que quisiera aprovecharme de aquella suma. Tomé las tabletas de su mano, que estaba temblorosa y que tembló más aún cuando quitó la cadena que sujetaba el lapicero y me la puso en la mano. Hizo todo esto sin mirarme. 190 - En la primera hoja está mi nombre. Si alguna vez puedes escribir debajo de él «la perdono», aunque sea mucho después de que mi corazón se haya convertido en polvo, te ruego que lo hagas. - ¡Oh señorita Havisham! – exclamé. - Puedo hacerlo ahora mismo. Todos hemos incurrido en tristes equivocaciones; mi vida ha sido ciega e inútil, y necesito tanto, a mi vez, el perdón y la compasión ajenos, que no puedo mostrarme severo con usted. Volvió por vez primera su rostro hacia el mío, y con el mayor asombro por mi parte y hasta con el mayor terror, se arrodilló ante mí, levantando las manos plegadas de un modo semejante al que sin duda empleó cuando su pobre corazón era tierno e inocente, para implorar al cielo acompañada de su madre. El verla, con su cabello blanco y su pálido rostro, arrodillada a mis pies, hizo estremecer todo mi cuerpo. Traté de levantarla y tendí los brazos más cerca, y, apoyando en ellos la cabeza, se echó a llorar. Jamás hasta entonces la había visto derramar lágrimas, y, creyendo que el llanto podría hacerle bien, me incliné hacia ella sin decirle una palabra. Y en aquel momento, la señorita Havisham no estaba ya arrodillada, sino casi tendida en el suelo. - ¡Oh! - exclamó, desesperada. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - Si se refiere usted, señorita Havisham, a lo que haya podido hacer contra mí, permítame que le conteste: muy poco. Yo la habría amado en cualquier circunstancia. ¿Está casada? - Sí. Esta pregunta era completamente inútil, porque la nueva desolación que se advertía en aquella casa ya me había informado acerca del particular. - ¡Qué he hecho! ¡Qué he hecho! - repitió, retorciéndose las manos y mesándose el blanco cabello. Y volvió a lamentar-: ¡Qué he hecho! No sabía qué contestar ni cómo consolarla. De sobra me constaba que había obrado muy mal, animada por su violento resentimiento, por su burlado amor y su orgullo herido, al adoptar a una niña impresionable para moldearla de acuerdo con sus sentimientos. Pero era preciso recordar que al sustraerse a la luz del día había abandonado infinitamente mucho más. A1 encerrarse se había apartado a sí misma de mil influencias naturales y consoladoras; su mente, en la soledad, había enfermado, como no podía menos de ocurrir al sustraerse de las intenciones de su Hacedor. Y me era imposible mirarla sin sentir compasión, pues advertía que estaba muy castigada al haberse convertido en una ruina, por no tener ningún lugar en la tierra en que había nacido; por la vanidad del dolor, que había sido su principal manía, como la vanidad de la penitencia, del remordimiento y de la indignidad, así como otras monstruosas vanidades que han sido otras tantas maldiciones en este mundo. - Hasta que hablaste con ella en tu visita anterior y hasta que vi en ti, como si fuese un espejo, lo que yo misma sintiera en otros tiempos, no supe lo que había hecho. ¡Qué he hecho, Dios mío! ¡Qué he hecho! Y repitió esta exclamación infinitas veces. - Señorita Havisham - le dije en cuanto guardó silencio. - Puede usted alejarme de su mente y de su conciencia. Pero en cuanto a Estella, es un caso diferente, y si alguna vez puede usted deshacer lo que hizo al imponer silencio a todos sus tiernos sentimientos, será mucho mejor dedicarse a ello que a lamentar el pasado, aunque fuese durante cien años enteros. - Sí, sí, ya lo sé, pero, querido Pip… - y su tono me demostraba el tierno afecto femenino que por mí sentía. - Querido Pip, créeme cuando te digo que no me propuse más que evitarle mi propia desgracia. Al principio no me proponía nada más. - Así lo creo también - le contesté. - Pero cuando creció, haciendo prever que sería muy hermosa, gradualmente hice más y obré peor; y con mis alabanzas y lisonjas, con mis joyas y mis lecciones, con mi persona ante ella, le robé su corazón para sustituirlo por un trozo de hielo. - Mejor habría sido - no pude menos que exclamar -dejarle su propio corazón, aunque quedara destrozado o herido. Entonces la señorita Havisham me miró, tal vez sin verme, y de nuevo volvió a preguntarme qué había hecho. - Si conocieras la historia entera - dijo luego, - me tendrías más compasión y me comprenderías mejor. - Señorita Havisham - contesté con tanta delicadeza como me fue posible. - Desde que abandoné esta región creo conocer su historia entera. Siempre me ha inspirado mucha compasión, y espero haberla comprendido, dándome cuenta de su influencia. ¿Cree usted que lo que ha pasado entre nosotros me dará la libertad de hacerle una pregunta acerca de Estella? No la Estella de ahora, sino la que era cuando llegó aquí. 191 La señorita Havisham estaba sentada en el suelo, con los brazos apoyados en la silla y la cabeza descansando en ellos. Me miró cara a cara cuando le dije esto, y contestó: - Habla. - ¿De quién era hija Estella? Movió negativamente la cabeza. - ¿No lo sabe usted? Hizo otro movimiento negativo. - ¿Pero la trajo el señor Jaggers o la mandó? -La trajo él mismo. - ¿Quiere usted referirme la razón de su venida? - Hacía ya mucho tiempo que yo estaba encerrada en estas habitaciones - contestó en voz baja y precavida. - No sé cuánto tiempo hacía, porque, como sabes, los relojes están parados. Entonces le dije que necesitaba una niña para educarla y amarla y para evitarle mi triste suerte. Le vi por vez primera cuando le mandé llamar a fin de que me preparase esta casa y la dejara desocupada para mí, pues leí su nombre en los periódicos antes de que el mundo y yo nos hubiésemos separado. Él me dijo que buscaría una niña huérfana; y una noche la trajo aquí dorrnida y yo la llamé Estella. - ¿Qué edad tenía entonces? - Dos o tres años. Ella no sabe nada, a excepción de que era huérfana y que yo la adopté. Tan convencido estaba yo de que la criada del señor Jaggers era su madre, que no necesitaba ninguna prueba más clara, porque para cualquiera, según me parecía, la relación entre ambas mujeres habría sido absolutamente indudable. ¿Qué podía esperar prolongando aquella entrevista? Había logrado lo que me propuse en favor de Herbert. La señorita Havisham me comunicó todo lo que sabía acerca de Estella, y yo le dije e hice cuanto me fue posible para tranquilizarla. Poco importa cuáles fueron las palabras de nuestra despedida, pero el caso es que nos separamos. Cuando bajé la escalera y llegué al aire libre era la hora del crepúsculo. Llamé a la mujer que me había abierto la puerta para entrar y le dije que no se molestara todavía, porque quería dar un paseo alrededor de la casa antes de marcharme. Tenía el presentimiento de que no volvería nunca más, y experimentaba la sensación de que la moribunda luz del día convenía en gran manera a mi última visión de aquel lugar. Pasando al lado de las ruinas de los barriles, por el lado de los cuales había paseado tanto tiempo atrás y sobre los que había caído la lluvia de infinidad de años, pudriéndolos en muchos sitios y dejando en el suelo marjales en miniatura y pequeños estanques, me dirigí hacia el descuidado jardín. Di una vuelta por él y pasé también por el lugar en que nos peleamos Herbert y yo; luego anduve por los senderos que recorriera en compañía de Estella. Y todo estaba frío, solitario y triste. Encaminándome hacia la fábrica de cerveza para emprender el regreso, levanté el oxidado picaporte de una puertecilla en el extremo del jardín y eché a andar a través de aquel lugar. Dirigíame hacia la puerta opuesta, difícil de abrir entonces, porque la madera se había hinchado con la humedad y las bisagras se caían a pedazos, sin contar con que el umbral estaba lleno de áspero fango. En aquel momento volví la cabeza hacia atrás. Ello fue causa de que se repitiese la ilusión de que veía a la señorita Havisham colgando de una viga. Y tan fuerte fue la impresión, que me quedé allí estremecido, antes de darme cuenta de que era una alucinación. Pero inmediatamente me dirigí al lugar en que me había figurado ver un espectáculo tan extraordinario. La tristeza del sitio y de la hora y el terror que me causó aquella ficción, aunque momentánea, me produjo un temor indescriptible cuando llegué, entre las abiertas puertas, a donde una vez me arranqué los cabellos después que Estella me hubo lastimado el corazón. Dirigiéndome al patio delantero, me quedé indeciso entre si llamaría a la mujer para que me dejara salir por la puerta cuya llave tenía, o si primero iría arriba para cerciorarme de que no le ocurría ninguna novedad a la señorita Havisham. Me decidí por lo último y subí. Miré al interior de la estancia en donde la había dejado, y la vi sentada en la desvencijada silla, muy cerca del fuego y dándome la espalda. Cuando ya me retiraba, vi que, de pronto, surgía una gran llamarada. En el mismo momento, la señorita Havisham echó a correr hacia mí gritando y envuelta en llamas que llegaban a gran altura. Yo llevaba puesto un grueso abrigo, y, sobre el brazo, una capa también recia. Sin perder momento, me acerqué a ella y le eché las dos prendas encima; además, tiré del mantel de la mesa con el mismo objeto. Con él arrastré el montón de podredumbre que había en el centro y toda suerte de sucias cosas que se escondían allí; ella y yo estábamos en el suelo, luchando como encarnizados enemigos, y cuanto más 192 apretaba mis abrigos y el mantel en torno de ella, más fuertes eran sus gritos y mayores sus esfuerzos por libertarse. De todo eso me di cuenta por el resultado, pero no porque entonces pensara ni notara cosa alguna. Nada supe, a no ser que estábamos en el suelo, junto a la mesa grande, y que en el aire, lleno de humo, flotaban algunos fragmentos de tela aún encendidos y que, poco antes, fueron su marchito traje de novia. Al mirar alrededor de mí vi que corrían apresuradamente por el suelo los escarabajos y las arañas y que, dando gritos de terror, habían acudido a la puerta todos los criados. Yo seguí conteniendo con toda mi fuerza a la señorita Havisham, como si se tratara de un preso que quisiera huir, y llego a dudar de si entonces me di cuenta de quién era o por qué habíamos luchado, por qué ella se vio envuelta en llamas y también por qué éstas habían desaparecido, hasta que vi los fragmentos encendidos de su traje, que ya no revoloteaban, sino que caían alrededor de nosotros convertidos en cenizas. Estaba insensible, y yo temía que la moviesen o la tocasen. Mandamos en busca de socorro y la sostuve hasta que llegó, y, por mi parte, sentí la ilusión, nada razonable, de que si la soltaba surgirían de nuevo las llamas para consumirla. Cuando me levanté al ver que llegaba el cirujano, me asombré notando que mis manos habían recibido graves quemaduras, porque hasta entonces no había sentido el menor dolor. El cirujano examinó a la señorita Havisham y dijo que había recibido graves quemaduras, pero que, por sí mismas, no ponían en peligro su vida. Lo más importante era la impresión nerviosa que había sufrido. Siguiendo las instrucciones del cirujano, le llevaron allí la cama y la pusieron sobre la gran mesa, que resultó muy apropiada para la curación de sus heridas. Cuando la vi otra vez, una hora más tarde, estaba vérdaderamente echada en donde la vi golpear con su bastón diciendo, al mismo tiempo, que allí reposaría un día. Aunque ardió todo su traje, según me dijeron, todavía conservaba su aspecto de novia espectral, pues la habían envuelto hasta el cuello en algodón en rama, y mientras estaba echada, cubierta por una sábana, el recuerdo de algo fantástico que había sido aún flotaba sobre ella. Al preguntar a los criados me enteré de que Estella estaba en París, e hice prometer al cirujano que le escribiría por el siguiente correo. Yo me encargué de avisar a la familia de la señorita Havisham, proponiéndome decírselo tan sólo a Mateo Pocket, al que dejaría en libertad de que hiciera lo que mejor le pareciese con respecto a los demás. Así se lo comuniqué al día siguiente por medio de Herbert, en cuanto estuve de regreso en la capital. Aquella noche hubo un momento en que ella habló Juiciosamente de lo que había sucedido, aunque con terrible vivacidad. Hacia medianoche empezó a desvariar, y a partir de entonces repitió durante largo rato, con voz solemne: « ¡Qué he hecho! » Luego decía: «Cuando llegó no me propuse más que evitarle mi propia desgracia». También añadió: «Toma el lápiz y debajo de mi nombre escribe: «La perdono».» Jamás cambió el orden de estas tres frases, aunque a veces se olvidaba de alguna palabra y, dejando aquel blanco, pasaba a la siguiente. Como no podía hacer nada allí y, por otra parte, tenía acerca de mi casa razones más que suficientes para sentir ansiedad y miedo, que ninguna de las palabras de la señorita Havisham podía alejar de mi mente, decidí aquella misma noche regresar en la primera diligencia, aunque con el propósito de andar una milla más o menos, para subir al vehículo más allá de la ciudad. Por consiguiente, hacia las seis de la mañana me incliné sobre la enferma y toqué sus labios con los míos, precisamente cuando ella decía: «Toma el lápiz y escribe debajo de mi nombre: La perdono.» ...
En la línea 2043
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Salí de Little Britain con el cheque en el bolsillo y me encaminé a casa del hermano de la señorita Skifflns, el perito contable, y éste se dirigió inmediatamente a buscar a Clarriker con objeto de traerlo ante mí. Así, tuve la satisfacción de terminar agradablemente el asunto. Era la única cosa buena que había hecho y la única que lograba terminar desde que, por vez primera, me enteré de las grandes esperanzas que podía tener. Clarriker me informé entonces de que la casa progresaba rápidamente y que con el dinero recibido podría establecer una sucursal en Oriente, que necesitaba en gran manera para el mejor desarrollo de los negocios. Añadió que Herbert, en su calidad de nuevo socio, iría a hacerse cargo de ella, y, por consiguiente, comprendí que debería haberme preparado para separarme de mi amigo aunque mis asuntos hubiesen estado en mejor situación. Y me pareció como si estuviera a punto de soltarse mi última áncora y que pronto iría al garete, impulsado por el viento y el oleaje. Pero me sirvió de recompensa la alegría con que aquella noche llegó Herbert a casa para darme cuenta de los cambios ocurridos, sin imaginar ni remotamente que no me comunicaba nada nuevo. Empezó a formar alegres cuadros de sí mismo, llevando a Clara Barley a la tierra de Las mil y una noches, y expresó la confianza de que yo me reuniría con ellos (según creo, en una caravana de camellos) y que remontaríamos el curso del Nilo para ver maravillas. Sin entusiasmarme demasiado con respecto a mi papel en aquellos brillantes planes, comprendí que los asuntos de Herbert tomaban ya un rumbo francamente favorable, de 199 manera que sólo faltaba que el viejo Bill Barley siguiera dedicado a su pimienta y a su ron para que su hija quedara felizmente establecida. Habíamos entrado ya en el mes de marzo. Mi brazo izquierdo, aunque no ofrecía malos síntomas, siguió el natural curso de su curación, de tal manera que aún no podía ponerme la chaqueta. El brazo derecho estaba ya bastante bien; desfigurado, pero útil. Un lunes por la mañana, cuando Herbert y yo nos desayunábamos, recibí por correo la siguiente carta de Wemmick: «Walworth. Queme usted esta nota en cuanto la haya leído. En los primeros días de esta semana, digamos el miércoles, puede usted llevar a cabo lo que sabe, en caso de que se sienta dispuesto a intentarlo. Ahora, queme este papel». Después de mostrarle el escrito a Herbert, lo arrojé al fuego, aunque no sin habernos aprendido de memoria estas palabras, y luego celebramos una conferencia para saber lo que haríamos, porque, naturalmente, había que tener en cuenta que yo no estaba en condiciones de ser útil. -He pensado en eso repetidas veces-dijo Herbert, - y creo que lo mejor sería contratar a un buen remero del Támesis; hablemos a Startop. Es un buen compañero, remero excelente, nos quiere y es un muchacho digno y entusiasta. Había pensado en él varias veces. - Pero ¿qué le diremos, Herbert? - Será necesario decirle muy poco. Démosle a entender que no se trata más que de un capricho, aunque secreto, hasta que llegue la mañana; luego se le dará a entender que hay una razón urgente para llevar a bordo a Provis a fin de que se aleje. ¿Irás con él? -Sin duda. - ¿Adónde? En mis reflexiones, llenas de ansiedad, jamás me preocupé acerca del punto a que nos dirigiríamos, porque me era indiferente por completo el puerto en que desembarcáramos, ya fuese Hamburgo, Rotterdam o Amberes. El lugar significaba poco, con tal que fuese lejos de Inglaterra. Cualquier barco extranjero que encontrásemos y que quisiera tomarnos a bordo serviría para el caso. Siempre me había propuesto llevar a Provis en mi bote hasta muy abajo del río; ciertamente más allá de Gravesend, que era el lugar crítico en que se llevarían a cabo pesquisas en caso de que surgiese alguna sospecha. Como casi todos los barcos extranjeros se marchaban a la hora de la pleamar, descenderíamos por el río a la bajamar y nos quedaríamos quietos en algún lugar tranquilo hasta que pudiésemos acercarnos a un barco… Y tomando antes los informes necesarios, no sería difícil precisar la hora de salida de varios. Herbert dio su conformidad a todo esto, y en cuanto hubimos terminado el desayuno salimos para hacer algunas investigaciones. Averiguamos que había un barco que debía dirigirse a Hamburgo y que convendría exactamente a nuestros propósitos, de manera que encaminamos todas nuestras gestiones a procurar ser admitidos a bordo. Pero, al mismo tiempo, tomamos nota de todos los demás barcos extranjeros que saldrían aproximadamente a la misma hora, y adquirimos los necesarios datos para reconocer cada uno de ellos por su aspecto y por el color. Entonces nos separamos por espacio de algunas horas; yo fui en busca de los pasaportes necesarios, y Herbert, a ver a Startop en su vivienda. Nos repartimos las distintas cosas que era preciso hacer, y cuando volvimos a reunirnos a la una, nos comunicamos mutuamente haber terminado todo lo que estaba a nuestro cargo. Por mi parte, tenía ya los pasaportes; Herbert había visto a Startop, quien estaba más que dispuesto a acompañarnos. Convinimos en que ellos dos manejarían los remos y que yo me encargaría del timón; nuestro personaje estaría sentado y quieto, y, como nuestro objeto no era correr, marcharíamos a una velocidad más que suficiente. Acordamos también que Herbert no iría a cenar aquella noche sin haber estado en casa de Provis; que al día siguiente, martes, no iría allí, y que prepararía a Provis para que el miércoles acudiese al embarcadero que había cerca de su casa, ello cuando viese que nos acercábamos, pero no antes; que todos los preparativos con respecto a él deberían quedar terminados en la misma noche del lunes, y que Provis no debería comunicarse con nadie, con ningún motivo, antes de que lo admitiésemos a bordo de la lancha. Una vez bien comprendidas por ambos estas instrucciones, yo volví a casa. Al abrir con mi llave la puerta exterior de nuestras habitaciones, encontré una carta en el buzón, dirigida a mí. Era una carta muy sucia, aunque no estaba mal escrita. Había sido traída a mano (naturalmente, durante mi ausencia), y su contenido era el siguiente: 200 «Si no teme usted ir esta noche o mañana, a las nueve, a los viejos marjales y dirigirse a la casa de la compuerta, junto al horno de cal, vaya allí. Si desea adquirir noticias relacionadas con su tío Provis, vaya sin decir nada a nadie y sin pérdida de tiempo. Debe usted ir solo. Traiga esta carta consigo.» Antes de recibir esta extraña misiva, ya estaba yo bastante preocupado, y por tal razón no sabía qué hacer, a fin de no perder la diligencia de la tarde, que me llevaría allí a tiempo para acudir a la hora fijada. No era posible pensar en ir la noche siguiente, porque ya estaría muy cercana la hora de la marcha. Por otra parte, los informes ofrecidos tal vez podrían tener gran influencia en la misma. Aunque hubiese tenido tiempo para pensarlo detenidamente, creo que también habría ido. Pero como era muy escaso, pues una consulta al reloj me convenció de que la diligencia saldría media hora más tarde, resolví partir. De no haberse mencionado en la carta al tío Provis, no hay duda de que no hubiese acudido a tan extraña cita. Este detalle, después de la carta de Wemmick y de los preparativos para la marcha, hizo inclinar la balanza. Es muy difícil comprender claramente el contenido de cualquier carta que se ha leído apresuradamente; de manera que tuve que leer de nuevo la que acababa de recibir, antes de enterarme de que se trataba de un asunto secreto. Conformándome con esta recomendación de un modo maquinal, dejé unas líneas escritas con lápiz a Herbert diciéndole que, en vista de mi próxima marcha por un tiempo que ignoraba, había decidido ir a enterarme del estado de la señorita Havisham. Tenía ya el tiempo justo para ponerme el abrigo, cerrar las puertas y dirigirme a la cochera por el camino más directo. De haber tomado un coche de alquiler yendo por las calles principales, habría llegado tarde; pero yendo por las callejuelas que me acortaban el trayecto, llegué al patio de la cochera cuando la diligencia se ponía en marcha. Yo era el único pasajero del interior, y me vi dando tumbos, con las piernas hundidas en la paja, en cuanto me di cuenta de mí mismo. En realidad, no me había parado a reflexionar desde el momento en que recibí la carta, que, después de las prisas de la mañana anterior, me dejó aturdido. La excitación y el apresuramiento de la mañana habían sido grandes, porque hacía tanto tiempo que esperaba la indicación de Wemmick, que por fin resultó una sorpresa para mí. En aquellos momentos empecé a preguntarme el motivo de hallarme en la diligencia, dudando de si eran bastante sólidas las razones que me aconsejaban hacer aquel viaje. También por un momento estuve resuelto a bajar y a volverme atrás, pareciéndome imprudente atender una comunicación anónima. En una palabra, pasé por todas las fases de contradicción y de indecisión, a las que, según creo, no son extrañas la mayoría de las personas que obran con apresuramiento. Pero la referencia al nombre de Provis dominó todos mis demás sentimientos. Razoné, como ya lo había hecho sin saberlo (en el caso de que eso fuese razonar), que si le ocurriese algún mal por no haber acudido yo a tan extraña cita, no podría perdonármelo nunca. Era ya de noche y aún no había llegado a mi destino; el viaje me pareció largo y triste, pues nada pude ver desde el interior del vehículo, y no podía ir a sentarme en la parte exterior a causa del mal estado de mis brazos. Evitando El Jabalí Azul, fui a alojarme a una posada de menor categoría en la población y encargué la cena. Mientras la preparaban me encaminé a la casa Satis, informándome del estado de la señorita Havisham. Seguía aún muy enferma, aunque bastante mejorada. Mi posada formó parte, en otro tiempo, de una casa eclesiástica, y cené en una habitación pequeña y de forma octagonal, semejante a un baptisterio. Como no podía partir los manjares, el dueño, hombre de brillante cabeza calva, lo hizo por mí. Eso nos hizo trabar conversación, y fue tan amable como para referirme mi propia historia, aunque, naturalmente, con el detalle popular de que Pumblechook fue mi primer bienhechor y el origen de mi fortuna. - ¿Conoce usted a ese joven? -pregunté. - ¿Que si le conozco? ¡Ya lo creo! ¡Desde que no era más alto que esta silla! - contestó el huésped. - ¿Ha vuelto alguna vez al pueblo? - Sí, ha venido alguna vez - contestó mi interlocutor. - Va a visitar a sus amigos poderosos, pero, en cambio, demuestra mucha frialdad e ingratitud hacia el hombre a quien se lo debe todo. - ¿Qué hombre es ése? - ¿Este de quien hablo? - preguntó el huésped. - Es el señor Pumblechook. - ¿Y no se muestra ingrato con nadie más? - No hay duda de que sería ingrato con otros, si pudiera-replicó el huésped; - pero no puede. ¿Con quién más se mostraría ingrato? Pumblechook fue quien lo hizo todo por él. - ¿Lo dice así Pumblechook? 201 - ¿Que si lo dice? - replicó el huésped. - ¿Acaso no tiene motivos para ello? - Pero ¿lo dice? - Le aseguro, caballero, que el oírle hablar de esto hace que a un hombre se le convierta la sangre en vinagre. Yo no pude menos que pensar: «Y, sin embargo, tú, querido Joe, tú nunca has dicho nada. Paciente y buen Joe, tú nunca te has quejado. Ni tú tampoco, dulce y cariñosa Biddy.» - Seguramente el accidente le ha quitado también el apetito - dijo el huésped mirando el brazo vendado que llevaba debajo de la chaqueta -. Coma usted un poco más. - No, muchas gracias - le contesté alejándome de la mesa para reflexionar ante el fuego. - No puedo más. Haga el favor de llevárselo todo. Jamás me había sentido tan culpable de ingratitud hacia Joe como en aquellos momentos, gracias a la descarada impostura de Pumblechook. Cuanto más embustero era él, más sincero y bondadoso me parecía Joe, y cuanto más bajo y despreciable era Pumblechook, más resaltaba la nobleza de mi buen Joe. Mi corazón se sintió profunda y merecidamente humillado mientras estuve reflexionando ante el fuego, por espacio de una hora o más. Las campanadas del reloj me despertaron, por decirlo así, pero no me curaron de mis remordimientos. Me levanté, me sujeté la capa en torno de mi cuello y salí. Antes había registrado mis bolsillos en busca de la carta, a fin de consultarla de nuevo, pero como no pude hallarla, temí que se me hubiese caído entre la paja de la diligencia. Recordaba muy bien, sin embargo, que el lugar de la cita era la pequeña casa de la compuerta, junto al horno de cal, en los marjales, y que la hora señalada era las nueve de la noche. Me encaminé, pues, directamente hacia los marjales, pues ya no tenía tiempo que perder. ...
En la línea 552
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... No había que perder ni un segundo. Sacó el hacha de debajo del abrigo, la levantó con las dos manos y, sin violencia, con un movimiento casi maquinal, la dejó caer sobre la cabeza de la vieja. ...
En la línea 677
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Sintiéndose en el límite de sus fuerzas, se sentó en el diván. Otra vez recorrieron su cuerpo los escalofríos de la fiebre. Maquinalmente se apoderó de su destrozado abrigo de estudiante, que tenía al alcance de la mano, en una silla, y se cubrió con él. Pronto cayó en un sueño que tenía algo de delirio. ...
En la línea 688
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... «¿Debo de echarlo todo en la estufa? No hay que olvidar que las investigaciones empiezan siempre por las estufas. ¿Y si lo quemara aquí mismo… ? Pero ¿cómo, si no tengo cerillas? lo mejor es que me lo lleve y lo tire en cualquier parte. Sí, en cualquier parte y ahora mismo.» Y mientras hacía mentalmente esta afirmación, se sentó de nuevo en el diván. Luego, en vez de poner en práctica sus propósitos, dejó caer la cabeza en la almohada. Volvía a sentir escalofríos. Estaba helado. De nuevo se echó encima su abrigo de estudiante. ...
En la línea 1069
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... «¿Pero qué me sucede? ¿Estoy delirando todavía o todo esto es realidad? Yo creo que es realidad… ¡Ahora me acuerdo de una cosa! ¡Huir, hay que huir, y cuanto antes… ! Pero ¿adónde? Además ¿dónde está mi ropa? No tengo botas tampoco… Ya sé: me las han quitado, las han escondido… Pero ahí está mi abrigo. Sin duda se ha librado de las investigaciones… Y el dinero está sobre la mesa, afortunadamente… ¡Y el pagaré… ! Cogeré el dinero y me iré a alquilar otra habitación, donde no puedan encontrarme… Sí, pero ¿y la oficina de empadronamiento? Me descubrirán. Rasumikhine daría conmigo… Es mejor irse lejos, fuera del país, a América… Desde allí me reiré de ellos… Cogeré el pagaré: en América me será útil… ¿Qué más me llevaré… ? Creen que estoy enfermo y que no me puedo marchar… ¡Ja, ja, ja… ! He leído en sus ojos que lo saben todo… Lo que me inquieta es tener que bajar esta escalera… Porque puede estar vigilada la salida, y entonces me daría de manos a boca con los agentes… Pero ¿qué hay allí? ¡Caramba, té! ¡Y cerveza, media botella de cerveza fresca!» ...
En la línea 179
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Se arrastró fuera de la choza como pudo, no sin agrandar los desgarrones de su ropa. Salió de la ciudad, esperando encontrar algún árbol o alguna pila de heno que le diera abrigo. Pero hay momentos en que hasta la naturaleza parece hostil; volvió a la ciudad. Serían como las ocho de la noche. Como no conocía las calles, volvió a comenzar su paseo a la ventura. Cuando pasó por la plaza de la catedral, enseñó el puño a la iglesia en señal de amenaza. Destrozado por el cansancio, y no esperando ya nada se echó sobre un banco de piedra. Una anciana salía de la iglesia en aquel momento, y vio a aquel hombre tendido en la oscuridad. ...
En la línea 1012
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Fue a ver a Fantina, y prolongó su visita al lado de aquel lecho de dolor. La recomendó a las Hermanas por si llegaba el caso de tener que ausentarse. Sentía vagamente que tal vez tendría que ir a Arras; y sin haber decidido hacer este viaje, se dijo que como estaba al abrigo de toda sospecha, que no habría inconveniente en ser testigo de lo que pasara. ...
En la línea 794
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -Por eso hizo bien Perico en no comprarte aquel abrigo bordado de cuentas de colores que se te antojó. Era muy llamativo. ...
En la línea 914
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -Sí, y beberás leche en Vesse. Pero coge otro traje de más abrigo, por Dios: eres capaz de resfriarte… ¿No has notado qué bien huelen las rosas? En León apenas las hay: me acuerdo de que las que podía coger se las ponía todas a la Purísima que tengo en mi cuarto. ...
En la línea 666
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Mientras hacía sus compras, Picaporte vio la ciudad, antes defendida por un fuerte magnífico, que se ha convertido en prisión de Estado. Ya no hay comercio ni industria en esta población, antes industrial y mercantil. Picaporte, que buscaba en vano una tienda de novedades, como si hubiera estado en Regent Street, a algunos pasos de Farmer y Cía, no halló más que a un revendedor, viejo judío dificultoso, que le diese los objetos que necesitaba, un vestido de tela escocesa, un ancho mantón y un magnífico abrigo de pieles de nutria, por todo lo cual no vaciló en dar setenta y cinco libras. Y luego se volvió triunfante a la estación. ...

El Español es una gran familia
Te vas a reir con las pifia que hemos hemos encontrado cambiando las letras j;g
Reglas relacionadas con los errores de j;g
Las Reglas Ortográficas de La J
Se escriben con j las palabras que terminan en -aje. Por ejemplo: lenguaje, viaje.
Se escriben con j los tiempos de los verbos que llevan esta letra en su infinitivo. Por ejemplo:
viajemos, viajáis (del verbo viajar); trabajábamos, trabajemos (del verbo trabajar).
Hay una serie de verbos que no tienen g ni j en sus infinitivos y que se escriben en sus tiempos
verbales con j delante de e y de i. Por ejemplo: dije (infinitivo decir), traje (infinitivo traer).
Las Reglas Ortográficas de la G
Las palabras que contienen el grupo de letras -gen- se escriben con g.
Observa los ejemplos: origen, genio, general.
Excepciones: berenjena, ajeno.
Se escriben con g o con j las palabras derivadas de otra que lleva g o j.
Por ejemplo: - de caja formamos: cajón, cajita, cajero...
- de ligero formamos: ligereza, aligerado, ligerísimo...
Se escriben con g las palabras terminadas en -ogía, -ógico, -ógica.
Por ejemplo: neurología, neurológico, neurológica.
Se escriben con g las palabras que tienen los grupos -agi-, -igi. Por ejemplo: digiere.
Excepciones: las palabras derivadas de otra que lleva j. Por ejemplo: bajito (derivada de bajo), hijito
(derivada de hijo).
Se escriben con g las palabras que empiezan por geo- y legi-, y con j las palabras que empiezan por
eje-. Por ejemplo: geografía, legión, ejército.
Excepción: lejía.
Los verbos cuyos infinitivos terminan en -ger, -gir se escriben con g delante de e y de i en todos sus
tiempos. Por ejemplo: cogemos, cogiste (del verbo coger); elijes, eligieron (del verbo elegir).
Excepciones: tejer, destejer, crujir.
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